Viaje al fin de



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Por fortuna, pude presentar de nuevo, por así decir, el asunto con otras palabras. No pedía otra cosa tampoco Robinson, un nuevo aspecto de las mismas cosas. Eso bastaba. El cura seguía en el pasillo, no se atrevía a entrar en la habitación. Iba y venía, sin parar, de canguelo.

«¡Entre! -le invitó, sin embargo, la hija, al final-. ¡En­tre, hombre! ¡No molesta usted ni mucho menos, padre! Sorprende usted a una pobre familia en plena desgracia, ¡nada más!... ¡El médico y el cura! ¿Acaso no es así siem­pre en los momentos dolorosos de la vida?»

Se ponía a hacer frases grandilocuentes. Las nuevas es­peranzas de salir del tomate y de la noche eran las que la volvían lírica, a aquella puta, a su cochina manera.

El desamparado cura había perdido todos sus recursos y se puso a farfullar de nuevo, al tiempo que permanecía a cierta distancia del enfermo. Su emocionado farfulleo se le pegó a Robinson, quien volvió a entrar en trance: «¡Me engañan! ¡Me engañan todos!», gritaba.

Cháchara, vamos, y, además, sobre simples apariencias. Emociones. Siempre lo mismo. Pero eso me reanimó a mí, me devolvió la cara dura. Me llevé a Henrouille hija a un rincón y le puse francamente las cartas boca arriba, porque veía que el único hombre allí capaz de sacarlos del apuro ira de nuevo mi menda, a fin de cuentas. «¡Un anticipo! -fui y le dije a la hija-. Y ahora mismo, ¡mi an­ticipo!» Cuando ya se ha perdido la confianza, no hay razón para andarse con rodeos, como se suele decir. Comprendió y me puso un billete de mil francos en toda la mano y otro más para mayor seguridad. Me había im­puesto con autoridad. Entonces me puse a convencerlo, a Robinson, ya que estaba. Tenía que resignarse a marchar al Mediodía.

Traicionar, se dice pronto. Pero es que hay que apro­vechar la ocasión. Es como abrir una ventana en una cár­cel, traicionar. Todo el mundo lo desea, pero es raro que se consiga.
Una vez que Robinson se hubo marchado de Rancy, es­tuve convencido de que la vida iba a cambiar, de que ten­dría, por ejemplo, unos pocos más enfermos que de cos­tumbre, y resulta que no. Primero, sobrevino el paro, la crisis, en la vecindad y eso es lo peor. Y, además, el tiem­po se volvió, pese al invierno, suave y seco, mientras que el húmedo y frío es el que necesitamos para la medicina. Epidemias tampoco; en fin, una estación contraria, un buen fracaso.

Vi incluso a colegas que iban a hacer sus visitas a pie, con eso está dicho todo, divertidos en apariencia con el paseo, pero muy molestos, en realidad, y sólo por no sa­car los autos, por economía. Por mi parte, yo sólo tenía un impermeable para salir. ¿Sería por eso por lo que pes­qué un catarro tan tenaz? ¿O era que me había acostum­brado de verdad a comer demasiado poco? Todo era po­sible. ¿Sería que me habían vuelto las fiebres? En fin, el caso es que, por haber cogido un poco de frío, justo antes de la primavera, me puse a toser sin parar, más enfermo que la leche. Un desastre. Una mañana me resultó del todo imposible levantarme. Justo entonces pasaba por delante de mi puerta la tía de Bébert. La mandé llamar. Subió. La envié al instante a cobrar una pequeña cantidad que aún me debían en el barrio. La única, la última. Esa suma recuperada a medias me duró diez días, en cama.

Se tiene tiempo de pensar, durante diez días tumbado.

En cuanto me encontrara mejor, me iría de Rancy, eso era lo que había decidido. Dos mensualidades atrasadas ya, por cierto... ¡Adiós, pues, a mis cuatro muebles! Sin decir nada a nadie, por supuesto, me largaría, a hurtadillas, y no me volverían a ver nunca en La Garenne-Rancy. Me marcharía sin dejar rastro ni dirección. Cuando te acosa la fiera hedionda de la miseria, ¿para qué discutir? Un tu­nela no dice nada y se da el piro.

Con mi título podía establecerme en cualquier parte, cierto... Pero no iba a ser ni más agradable ni peor... Un poco mejor, el sitio, al comienzo, lógicamente, porque siempre hace falta un poco de tiempo para que la gente llegue a conocerte y para que se ponga manos a la obra y encuentre el truco con el que hacerte daño. Mientras aún te buscan el punto más flaco, disfrutas de un poco de tranquilidad, pero, en cuanto lo han encontrado, vuelve a ser la misma historia de siempre, como en todas partes. En una palabra, el corto período durante el que eres des­conocido en cada sitio nuevo es el más agradable. Des­pués, vuelta a empezar con la misma mala leche. Son así. Lo importante es no esperar demasiado a que te hayan descubierto, pero bien, la debilidad, los gachos. Hay que aplastar las chinches antes de que se hayan metido en sus agujeros, ¿no?

En cuanto a los enfermos, los clientes, no me hacía ilu­siones al respecto... No iban a ser en otro barrio ni me­nos rapaces, ni menos burros, ni menos cobardes que los de aquí. La misma priva, el mismo cine, los mismos chis­mes deportivos, la misma sumisión entusiasta a las nece­sidades naturales, de jalar y quilar, los convertirían, allá como aquí, en la misma horda embrutecida, cateta, titu­beante de una trola a otra, farolera siempre, chapucera, mal intencionada, agresiva entre dos pánicos.

Pero, ya que el enfermo, por su parte, no deja de cam­biar de costado en su cama, en la vida tenemos también derecho a pasar de un flanco a otro, es lo único que po­demos hacer y la única defensa que hemos descubierto contra el propio Destino. Hay que abandonar la esperan­za de dejar la pena en algún sitio por el camino. Es como una mujer horrorosa, la pena, y con la que te hubieras ca­sado. ¿No será mejor tal vez acabar amándola un poco que agotarse azotándola toda la vida, puesto que no te la puedes cargar?

El caso es que me largué a hurtadillas de mi entresuelo de Rancy. Estaban en corro en torno al vino de mesa y las castañas, la portera y compañía, cuando pasé por de­lante de su chiscón por última vez. Ni visto ni oído. Ella se rascaba y él, inclinado sobre la estufa, abotargado por el calor, estaba ya tan bebido, que se le cerraban los ojos.

Para aquella gente, yo me colaba en lo desconocido como en un gran túnel sin fin. Da gusto, tres personas menos que te conocen y, por tanto, tres menos para es­piarte y hacerte daño, que ni siquiera saben en absoluto qué ha sido de ti. ¡Qué bien! Tres, porque cuento tam­bién a su hija, su hija Thérése, que se hacía heridas hasta supurar de forúnculos, de tanto como le picaban pulgas y chinches. Es cierto que picaban tanto, en su casa, que, al entrar en su chiscón, tenías la sensación de penetrar poco a poco en un cepillo.

El largo dedo del gas en la entrada, crudo y silbante, se apoyaba sobre los transeúntes al borde de la acera y los convertía, de golpe, en fantasmas extraviados en el negro marco del portal. A continuación iban a buscarse un poco de calor, los transeúntes, aquí y allá, delante de las otras ventanas y las farolas y al final se perdían como yo en la noche, negros y difusos.

Ni siquiera estabas obligado a reconocerlos, a los tran­seúntes. Y, sin embargo, me habría gustado detenerlos en su vago deambular, un segundito, el tiempo justo para decirles, de una vez por todas, que me iba a perderme, al diablo, que me marchaba, pero tan lejos, que ya podían darles por culo y que ya no podían hacerme nada, ni unos ni otros, intentar nada...

Al llegar al Boulevard de la Liberté, los camiones de legumbres subían temblando hacia París. Seguí su ruta. En una palabra, ya casi me había marchado del todo de Rancy. Hacía bastante fresco. Conque, para calentar­me, di un pequeño rodeo hasta el chiscón de la tía de Bébert. Su lámpara era un puntito de luz al fondo del pa­sillo. «Para acabar -me dije- tengo que decirle "adiós" a la tía.»

Estaba en su silla, como de costumbre, entre los olores del chiscón, y la estufita calentando todo aquello y su vieja figura ahora siempre lista para llorar desde que Bébert había muerto y, además, en la pared, por encima de la caja de costura, una gran foto escolar de Bébert, con su delantal, una boina y la cruz. Era una «ampliación» con­seguida con los cupones del café. La desperté.

«Hola, doctor -dijo sobresaltada. Aún recuerdo muy bien lo que me dijo-. ¡Tiene usted mala cara! -observó en seguida-. Siéntese... Yo tampoco me encuentro demasia­do bien...»

«He salido a dar un paseo», respondí, para despistar.

«Es muy tarde -dijo- para dar un paseo, sobre todo si va usted hacia la Place Clichy... ¡A esta hora sopla un viento muy frío por la avenida!»

Entonces se levantó y, tropezando por aquí y por allá, se puso a hacernos un ponche y a hablar en seguida de todo al mismo tiempo y de los Henrouille y de Bébert, como es lógico.

No había forma de impedirle hablar de Bébert y eso que le causaba pena y la hacía sufrir y, además, lo sabía. Yo la escuchaba sin interrumpirla en ningún momento, estaba como embotado. Ella intentaba recordarme todas las buenas cualidades que había tenido Bébert y las exponía con mucho esfuerzo, porque no había que olvidar ninguna de sus cualidades, y volvía a empezar y después, cuando me había contado todas las circunstancias de su cría con biberón, recordaba otra cualidad más de Bébert que había que añadir a las demás, conque volvía a empe­zar la historia desde el principio y, sin embargo, se le ol­vidaban algunas, de todos modos, y al final no le quedaba más remedio que lloriquear un poco, de impotencia. Se equivocaba de cansancio. Se quedaba dormida sollozan­do. Ya no le quedaban fuerzas para sacar de la sombra el recuerdo del pequeño Bébert, al que tanto había querido. La nada estaba siempre cerca de ella y sobre ella ya un poco. Un poco de ponche y de fatiga y ya estaba, se dor­mía roncando como un avioncito lejano que se llevan las nubes. Ya no le quedaba nadie en la tierra.

Mientras estaba así, desplomada entre los olores, yo pensaba que me iba y que seguramente no volvería a ver­la nunca, a la tía de Bébert, que Bébert se había ido, por su parte, sin remilgos y para siempre, que también ella, la tía, se marcharía para seguirlo y dentro de poco tiempo. Para empezar, su corazón estaba enfermo y muy viejo. Bombeaba sangre como podía, su corazón, en sus arte­rias, le costaba subir por las venas. Se iría al gran cemen­terio de al lado, la tía, donde los muertos son como una multitud que espera. Allí era donde llevaba a jugar a Bé­bert, antes de que cayese enfermo, al cementerio. Y des­pués de eso se habría acabado para siempre. Vendrían a pintar de nuevo su chiscón y se podría decir que nos ha­bíamos reunido de nuevo todos, como las bolas del jue­go, que temblequean un poco al borde del agujero, que hacen remilgos antes de acabar de una vez.

Salen muy violentas y gruñonas, las bolas también, y no van nunca a ninguna parte, en definitiva. Nosotros tampoco y toda la tierra no sirve sino para eso, para ha­cer que nos reencontremos todos. Ya no le faltaba mucho, a la tía de Bébert, ahora, ya no le quedaba casi em­puje. No podemos reencontrarnos mientras estamos en la vida. Hay demasiados colores que nos distraen y de­masiada gente que se mueve alrededor. Sólo nos reencon­tramos en el silencio, cuando es demasiado tarde, como los muertos. Yo también tenía que moverme de nuevo y marcharme a otro sitio. De nada me servía hacer, saber... No podía quedarme allí con la tía.

Mi diploma en el bolsillo abultaba mucho, mucho más que el dinero y los documentos de identidad. Delante del puesto de policía, el agente de guardia esperaba el relevo de medianoche y escupía también de lo lindo. Nos dimos las buenas noches.

Después de la gasolinera, en la esquina del bulevar, ve­nía la oficina de arbitrios y sus encargados, verdosos en su jaula de cristal. Los tranvías ya no circulaban. Era el mejor momento para hablarles de la vida, a los encarga­dos, de la vida, cada vez más difícil, más cara. Eran dos allí, un joven y un viejo, con caspa los dos, inclinados so­bre registros así de grandes. A través de su cristal, podían verse las grandes sombras de las fortificaciones del male­cón, que se alzaban en la noche para esperar barcos pro­cedentes de tan lejos, navíos tan nobles, que nunca se ve­rán barcos así. Seguro. Los esperan.

Conque charlamos un rato, los encargados de arbitrios y yo, y hasta tomamos un cafelito que se calentaba en el cazo. Me preguntaron si me marchaba de vacaciones por casualidad, en broma, así, de noche, con mi paquetito en la mano. «Exacto», les respondí. Era inútil explicarles co­sas poco comunes a los encargados de arbitrios. No po­dían ayudarme a comprender. Y un poco ofendido por su observación, me dieron ganas, de todos modos, de hacer­me el interesante, de asombrarles, y me puse a hablar como un cohete, como si tal cosa, de la campaña de 1816, en la que los cosacos llegaron precisamente hasta el lugar en que nos encontrábamos, hasta el fielato, pisando los talones a Napoleón.

Evocado, todo ello, con desenvoltura, por supuesto. Tras haberlos convencido con pocas palabras, a aquellos dos sórdidos, de mi superioridad cultural, de mi espontá­nea erudición, cogí y me marché sosegado hacia la Place Clichy por la avenida que sube.

Habréis notado que siempre hay dos prostitutas espe­rando en la esquina de la Rué des Dames. Ocupan las po­cas horas consumidas que separan la medianoche del amanecer. Gracias a ellas, la vida continúa a través de las sombras. Hacen de enlace con el bolso atestado de rece­tas, pañuelos para todo uso y fotos de hijos en el campo. Cuando te acercas a ellas en la sombra, has de tener cui­dado, porque casi no existen, esas mujeres, de tan espe­cializadas que están, vivas lo justo para responder a dos o tres frases que resumen todo lo que se puede hacer con ellas. Son espíritus de insectos dentro de botines con bo­tones.

No hay que decirles nada, acercarse lo menos posible. Son malas. Me sobraba espacio. Eché a correr entre los raíles. La avenida es larga.

Al fondo se encuentra la estatua del mariscal Moncey. Sigue defendiendo la Place Clichy desde 1816 contra re­cuerdos y olvido, contra nada, con una corona de perlas baratas. Llegué yo también cerca de él corriendo con ciento doce años de retraso por la avenida tan vacía. Ni rusos ya, ni batallas, ni cosacos, ni soldados, nada que to­mar ya en la plaza sino un reborde del pedestal bajo la corona. Y el fuego de un pequeño brasero con tres ateri­dos en torno a los que el apestoso fuego hacía bizquear. No daban ganas de quedarse.

Algunos autos escapaban a toda velocidad, mientras podían, hacia las salidas.

En casos de urgencia recuerdas los grandes bulevares como un lugar menos frío que otros. Mi cabeza ya sólo funcionaba a fuerza de voluntad, por la fiebre. Sostenido por el ponche de la tía, bajé huyendo delante del viento, menos frío cuando lo recibes por detrás. Una anciana con gorrito, cerca del metro Saint-Georges, lloraba por la suerte de su nieta enferma en el hospital, de meningitis, según decía. Aprovechaba para pedir limosna. Conmigo iba dada.

Le ofrecí unas palabras. Le hablé también yo del pe­queño Bébert y de otra niña que había tratado en la ciu­dad, siendo estudiante, y que había muerto, de meningi­tis también. Tres semanas había durado su agonía y su madre, en la cama de al lado, ya no podía dormir de pena, conque se masturbaba, su madre, todo el tiempo durante las tres semanas de agonía y hasta después, cuan­do todo hubo acabado, ya no había forma de detenerla.

Eso demuestra que no se puede existir sin placer, ni si­quiera un segundo, y que es muy difícil tener pena de verdad. Así es la existencia.

Nos despedimos, la anciana apenada y yo, delante de las Galerías. Tenía que descargar zanahorias por Les Halles. Seguía el camino de las legumbres, como yo, el mismo.

Pero el Tarapout me atrajo. Está situado sobre el bule­var como un gran pastel de luz. Y la gente acude a él de todas partes y a toda prisa, como larvas. Sale de la noche circundante, la gente, con ojos desorbitados ya para ir a llenárselos de imágenes. Es que no cesa, el éxtasis. Son los mismos del metro de por la mañana. Pero ahí, delante del Tarapout, están contentos, como en Nueva York, se rascan el vientre delante de la caja, apoquinan un poco de dinero y ahí van al instante muy decididos y se preci­pitan alegres a los agujeros de la luz. Estábamos como desvestidos por la luz, de tanta como había sobre la gen­te, los movimientos, las cosas, guirnaldas y lámparas y más lámparas. No se habría podido hablar de un asunto personal en aquella entrada, era como todo lo contrario de la noche.

Muy aturdido yo también, me metí en una tasca veci­na. En la mesa contigua a la mía, miré y me vi a Parapine, mi antiguo profesor, que estaba tomando un ponche con su caspa y todo. Nos encontramos. Nos alegramos. Se habían producido grandes cambios en su vida, según me dijo. Necesitó diez minutos para contármelos. No eran divertidos. El profesor Jaunisset en el Instituto se había vuelto tan duro con él, lo había perseguido tanto, que ha­bía tenido que irse, Parapine, dimitir y abandonar su la­boratorio y luego también las madres de las colegialas habían ido, a su vez, a esperarlo a la puerta del Instituto y romperle la cara. Historias. Investigaciones. Angustias.

En el último momento, mediante un anuncio ambiguo en una revista médica, había podido aferrarse por los pe­los a otro modesto medio de subsistencia. No gran cosa, evidentemente, pero, de todos modos, un apaño descan­sado y de su especialidad. Se trataba de la astuta aplica­ción de las teorías recientes del profesor Baryton sobre el desarrollo de niños cretinos mediante el cine. Un gran paso adelante en el subconsciente. No se hablaba de otra cosa en la ciudad. Era moderno.

Parapine acompañaba a sus clientes especiales al mo­derno Tarapout. Pasaba a recogerlos a la moderna casa de salud de Baryton, en las afueras, y luego los volvía a acompañar después del espectáculo, alelados, ahitos de visiones, felices y salvos y más modernos aún. Y listo. Nada más sentarse ante la pantalla, ya no había necesidad de ocuparse de ellos. Un público de oro. Todo el mundo contento, la misma película diez veces seguidas les encan­taba. No tenían memoria. Sus familias, encantadas. Parapine también. Yo también. Nos reíamos de gusto y venga ponches y más ponches para celebrar aquella reconstitu­ción material de Parapine en el plano de la modernidad. Decidimos no movernos de allí hasta las dos de la maña­na, tras la última sesión del Tarapout, para ir a buscar a sus cretinos, reunidos y llevarlos a escape en auto a la casa del doctor Baryton en Vigny-sur-Seine. Un chollo.

Como estábamos contentos ambos de volvernos a ver, nos pusimos a hablar sólo por el placer de decirnos fanta­sías y en primer lugar sobre los viajes que habíamos he­cho y después sobre Napoleón, que salió a relucir a pro­pósito de Moncey, el de la Place Clichy. Todo se vuelve placer, cuando el único objetivo es estar bien juntos, por­que entonces parece como si por fin fuéramos libres. Ol­vidas tu propia vida, es decir, las cosas del parné.

Burla burlando, hasta sobre Napoleón se nos ocurrie­ron chistes que contar. Parapine se la conocía bien, la his­toria de Napoleón. Le había apasionado en tiempos, me contó, en Polonia, cuando aún estaba en el instituto de bachillerato. Había recibido buena educación, Parapine, no como yo.

Así, me contó, al respecto, que, durante la retirada de Rusia, a los generales de Napoleón les había costado Dios y ayuda impedirle ir a Varsovia para que la polaca de su corazón le hiciese la última mamada suprema. Era así, Napoleón, hasta en plenos reveses e infortunios. No era serio, en una palabra. ¡Ni siquiera él, el águila de su Josefina! Más cachondo que una mona, la verdad, contra viento y marea. Por lo demás, no hay nada que hacer, mientras se conserve el gusto por el goce y el cachondeo y es un gusto que todos tenemos. Eso es lo más triste. ¡Sólo pensamos en eso! En la cuna, en el café, en el trono, en el retrete. ¡En todas partes! ¡En todas partes! ¡La pilila! ¡Napoleón o no! ¡Cornudo o no! Lo primero, ¡el pla­cer! ¡Anda y que la diñen los cuatrocientos mil pobres diablos empantanados hasta el penacho!, se decía el gran vencido, ¡con tal de que Napoleón eche otro polvo! ¡Qué cabrón! ¡Y hale! ¡La vida misma! ¡Así acaba todo! ¡No es serio! El tirano siente hastío de la obra que representa mucho antes que los espectadores. Se va a follar, cuando está harto de segregar delirios para el público. Entonces, ¡va de ala! ¡El Destino lo deja caer en menos que canta un gallo! ¡No son las matanzas a base de bien lo que le reprochan los entusiastas! ¡Qué va! ¡Eso no es nada! ¡Vaya si se las perdonarían! Sino que se volviera aburrido de repente, eso es lo que no le perdonan. Lo serio sólo se tolera cuando es un camelo. Las epidemias no cesan hasta el momento en que los microbios sienten asco de sus to­xinas. A Robespierre lo guillotinaron porque siempre re­petía la misma cosa y Napoleón, por su parte, no resistió a más de diez años de una inflación de Legión de Honor. La tortura de ese loco fue verse obligado a inspirar de­seos de aventuras a la mitad de la Europa sentada. Oficio imposible. Lo llevó a la tumba.

Mientras que el cine, nuevo y modesto asalariado de nuestros sueños, podemos comprarlo, en cambio, procu­rárnoslo por una hora o dos, como una prostituta.

Y, además, en nuestros días, se ha distribuido a artistas por todos lados, por precaución, en vista de tanto aburri­miento. Hasta en los burdeles te los encuentras, a los ar­tistas, con sus escalofríos desmadrándose por todos lados y sus sinceridades chorreando por los pisos. Hacen vi­brar las puertas. A ver quién se estremece más y con más descaro, más ternura, y se abandona con mayor intensidad que el vecino. Hoy igual de bien decoran los retretes que los mataderos y el Monte de Piedad también, todo para divertirnos, para distraernos, hacernos salir de nues­tro Destino.

Vivir por vivir, ¡qué trena! La vida es una clase cuyo celador es el aburrimiento; está ahí todo el tiempo es-piándote; por lo demás, hay que aparentar estar ocupado, a toda costa, con algo apasionante; si no, llega y se te jala el cerebro. Un día que sólo sea una jornada de 24 horas no es tolerable. Ha de ser por fuerza un largo placer casi insoportable, una jornada; un largo coito, una jornada, de grado o por fuerza.

Se te ocurren así ideas repulsivas, estando aturdido por la necesidad, cuando en cada uno de tus segundos se es­trella un deseo de mil otras cosas y lugares.

Robinson era un tío preocupado por el infinito tam­bién, en su género, antes de que le ocurriese el accidente, pero ahora ya había recibido para el pelo bien. Al menos, eso creía yo.

Aproveché que estábamos en el café, tranquilos, para contar, yo también, a Parapine todo lo que me había ocu­rrido desde nuestra separación. Él comprendía las cosas, e incluso las mías, y le confesé que acababa de arruinar mi carrera médica al abandonar Rancy de modo insólito. Así hay que decirlo. Y no era cosa de broma. No había ni que pensar en volver a Rancy, en vista de las circunstan­cias. Así le parecía también a él.

Mientras conversábamos con gusto así, nos confesába­mos, en una palabra, se produjo el entreacto del Tarapout y llegaron en masa a la tasca los músicos del cine. Toma­mos una copa a coro. Parapine era muy conocido de los músicos.

Burla burlando, me enteré por ellos de que precisa­mente buscaban un «pachá» para la comparsa del inter­medio. Un papel mudo. Se había marchado, el que hacía de «pachá», sin avisar. Un papel bonito y bien pagado, además, en un preludio. Sin esfuerzo. Y, además, no hay que olvidarlo, con la picarona compañía de una magnífi­ca bandada de bailarinas inglesas, miles de músculos agi­tados y precisos. Mi estilo y necesidad exactamente.

Me hice el simpático y esperé las propuestas del direc­tor. En una palabra, me presenté. Como era tan tarde y no tenían tiempo de ir a buscar a otro figurante hasta la Porte Saint-Martin, el director se alegró mucho de tener­me a mano. Le evitaba engorros. A mí también. Casi ni me examinó. Conque me aceptó sin más pegas. Me contrataron. Con tal de que no cojeara, valía y aún...

Penetré en los bellos sótanos, cálidos y acolchados, del cine Tarapout. Una auténtica colmena de camerinos per­fumados, donde las inglesas, en espera del espectáculo, descansaban diciendo tacos y haciendo cabalgatas ambi­guas. Exultante por tener de nuevo forma de ganarme las habichuelas, me apresuré a entrar en relaciones con aquellas compañeras jóvenes y desenvueltas. Por cierto, que me hicieron los honores de grupo con la mayor ama­bilidad del mundo. Ángeles. Ángeles discretos. Da gusto no sentirse ni confesado ni despreciado, así es en Ingla­terra.


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