Viaje al fin de



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Substanciosas recaudaciones, las del Tarapout. Hasta entre bastidores todo era lujo, comodidad, muslos, luces, jabones, mediasnoches. El tema del intermedio en que aparecíamos se situaba, creo, en el Turquestán. Era un pretexto para pamplinas coreográficas, contoneos musi­cales y violentos tamborileos.

Mi papel, breve pero esencial. Al principio, hinchado de oro y plata, experimenté cierta dificultad para instalar­me entre tantos bastidores y lámparas inestables, pero me acostumbré y, una vez en el sitio, graciosamente realza­do, ya sólo me quedaba dejarme llevar por mis sueños bajo los focos opalinos.

Durante un buen cuarto de hora, veinte bayaderas lon­dinenses se meneaban en melodías y bacanales impetuo­sas para convencerme, al parecer, de la realidad de sus atractivos. Yo no pedía tanto y pensaba que repetir cinco veces al día aquella actuación era mucho para mujeres, y, además, sin flaquear, nunca, una vez tras otra, contoneando implacables el trasero con esa energía de raza un poco aburrida, esa continuidad intransigente de los bar­cos en ruta, las estraves, en su infinito trajinar por los océanos...


No vale la pena debatirse, esperar basta, ya que todo aca­bará pasando por la calle. Ella sola cuenta, en el fondo. No hay nada que decir. Nos espera. Habrá que bajar a la calle, decidirse, no uno, ni dos, ni tres de nosotros, sino todos. Estamos ahí delante, haciendo remilgos y melin­dres, pero ya llegará.

En las casas, nada bueno. En cuanto una puerta se cie­rra tras un hombre, empieza a oler en seguida y todo lo que lleva huele también. Pasa de moda en el sitio, en cuerpo y alma. Se pudre. Si apestan, los hombres, nos está bien empleado. ¡Debíamos ocuparnos de ello! De­bíamos sacarlos, expulsarlos, exponerlos. Todo lo que apesta está en la habitación y adornado, pero hediondo, de todos modos.

Hablando de familias, conozco a un farmacéutico, en la Avenue de Saint-Ouen, que tiene un hermoso rótulo en el escaparate, un bonito anuncio: ¡tres francos la caja para purgar a toda la familia! ¡Un chollo! ¡Eructan! Obran juntos, en familia. Se odian con avaricia, en un hogar de verdad, pero nadie protesta, porque, de todos modos, es menos caro que ir a vivir a un hotel.

El hotel, ya que hablamos, es más inquieto, no tiene las pretensiones de un piso, te sientes menos culpable en él. La raza humana nunca está tranquila y para descender al juicio final, que se celebrará en la calle, evidentemente estás más cerca en el hotel. Ya pueden venir, los ángeles con trompetas, que estaremos los primeros, nosotros, nada más bajar del hotel.

Intentas no llamar la atención demasiado, en el hotel. No sirve de nada. Ya sólo con gritar un poco fuerte o de­masiado a menudo, mal asunto, te fichan. Al final, apenas te atreves a mear en el lavabo, pues todo se oye de una habitación a otra. Acabas adquiriendo por fuerza los buenos modales, como los oficiales en la marina de gue­rra. Todo puede ponerse a temblar de la tierra al cielo de un momento a otro, estamos listos, nos la suda, puesto que nos «perdonamos» ya diez veces al día tan sólo al en­contrarnos en los pasillos, en el hotel.

Hay que aprender a reconocer, en los retretes, el olor de cada uno de los vecinos de la planta, es cómodo. Re­sulta difícil hacerse ilusiones en una pensión. Los clientes no son chulitos. A hurtadillas viajan por la vida un día tras otro sin llamar la atención, en el hotel, como en un barco que estuviera un poco podrido y lleno de agujeros y lo supiesen.

Aquel al que fui a alojarme atraía sobre todo a los es­tudiantes de provincias. Olía a colillas viejas y desayu­nos, desde los primeros escalones. Lo reconocías desde lejos, de noche, por la luz grisácea que tenía encima de la puerta y las letras melladas, de oro, que le colgaban del balcón como una enorme dentadura vieja. Un monstruo de alojamiento abotargado de apaños miserables.

De unas habitaciones a otras nos visitábamos por el pasillo. Tras años de empresas miserables en la vida prác­tica, aventuras, como se suele decir, volvía yo con los es­tudiantes.

Sus deseos eran siempre los mismos, sólidos y rancios, ni más ni menos insípidos que en la época en que me ha­bía separado de ellos. Los individuos habían cambiado, pero las ideas no. Seguían yendo, como siempre, unos y otros, a apacentarse más o menos con medicina, retazos de química, comprimidos de derecho y zoologías enteras, a horas más o menos regulares, en el otro extremo del barrio. La guerra, al pasar por su quinta, no había trans­formado nada en ellos y, cuando te metías en sus sue­ños, por simpatía, te llevaban derecho a sus cuarenta años. Se daban así veinte años por delante, doscientos cuarenta meses de economías tenaces, para fabricarse una felicidad.

Era un cromo, la imagen que tenían de la felicidad como del éxito, pero bien graduado, esmerado. Se veían en el último peldaño, rodeados de una familia poco nu­merosa pero incomparable y preciosa hasta el delirio. Y, sin embargo, nunca habrían echado, por así decir, un vistazo a su familia. No valía la pena. Está hecha para todo, menos para ser contemplada, la familia. Ante todo, la fuerza del padre, su felicidad, consiste en besar a su fa­milia sin mirarla nunca, su poesía.

La novedad sería ir a Niza en automóvil con la esposa, provista de dote, y tal vez adoptar los cheques para las transferencias bancarias. Para las partes vergonzosas del alma, seguramente llevar también a la esposa una noche al picadero. No más. El resto del mundo se encuentra en­cerrado en los periódicos y custodiado por la policía.

La estancia en el hotel de las pulgas los avergonzaba un poco de momento y los volvía fácilmente irritables, a mis compañeros. El jovencito burgués en el hotel, el es­tudiante, se siente en penitencia y, como aún no puede, naturalmente, ahorrar, reclama bohemia para aturdirse y más bohemia, desesperación con café y leche.

Hacia primeros de mes pasábamos por una breve y au­téntica crisis de erotismo, todo el hotel vibraba. Nos la­vábamos los pies. Organizábamos una expedición amo­rosa. La llegada de los giros de provincias nos deci­día. Yo, por mi parte, habría podido obtener los mismos coitos en el Tarapout con mis inglesas del baile y, además, gratis, pero pensándolo bien, renuncié a esa facilidad por evitar líos y por los amigos, chulos desgraciados y ce­losos, que andan siempre entre bastidores tras las bai­larinas.

Como leíamos muchas revistas obscenas en nuestro hotel, ¡conocíamos la tira de trucos y direcciones para fo­llar en París! Hay que reconocer que las direcciones son divertidas. Te dejas llevar; incluso a mí, que había vivido en el Passage des Bérésinas y había viajado y conocido muchas complicaciones de la vida indecente, el capítulo de las confidencias nunca me parecía del todo agotado. Subsiste en uno siempre un poquito de curiosidad de reserva para la cuestión de la jodienda. Te dices que ya no vas a aprender nada nuevo, sobre la jodienda, que ya no debes perder ni un minuto con ella, y después vuelves a empezar, sin embargo, otra vez sólo para cerciorarte de verdad de que es algo vacío y aprendes, de todos modos, algo nuevo al respecto y eso te basta para recuperar el optimismo.

Te recuperas, piensas con mayor claridad que antes, cobras nuevas esperanzas, cuando precisamente ya no te quedaba la menor esperanza, y vuelves fatalmente a la jo­dienda por el mismo precio. En una palabra, siempre hay cosas que descubrir en una vagina para todas las edades. Bueno, pues, una tarde, voy a contar lo que pasó, salimos tres huéspedes del hotel en busca de una aventura barata. Era fácil gracias a las relaciones de Pomone, que tenía una agencia con todo lo que se puede desear en materia de ajustes y compromisos eróticos, en su barrio de Batignoles. Su registro abundaba en invitaciones de diversos precios, funcionaba, aquel hombre providencial, sin fasto alguno, en el fondo de un pequeño patio de una casa mo­desta, tan poco alumbrada, que para guiarte necesitabas tanto tacto y consideración como en un urinario desco­nocido. Varias colgaduras que habías de apartar te inquietaban antes de llegar hasta aquel proxeneta, sentado siempre en una penumbra para confidencias.

Por culpa de aquella penumbra, nunca pude, a decir verdad, observar cómodamente a Pomone y, pese a haber tenido largas conversaciones juntos, a haber colaborado incluso durante un tiempo y a haberme hecho toda clase de proposiciones y toda clase de otras confidencias peli­grosas, me resultaría imposible reconocerlo hoy, si me lo encontrara en el infierno.

Recuerdo sólo que los aficionados furtivos que espera­ban su turno en el salón se mantenían siempre muy cir­cunspectos, ninguna familiaridad entre ellos, hay que re­conocerlo, la reserva en persona, como en la consulta de un dentista al que no le gustara nada el ruido ni la luz.

Fue gracias a un estudiante de medicina como conocí a Pomone. Frecuentaba la casa, el estudiante, para ganarse un complemento, gracias a que tenía, el muy potrudo, un pene formidable. Lo llamaban, al estudiante, para animar con su estupendo chuzo veladas muy íntimas, en las afueras. Sobre todo las damas, las que no creían que se pudiera tener «uno así de gordo», lo festejaban. Divaga­ciones de chiquillas aventajadas. En los registros de la policía figuraba, nuestro estudiante, con un seudónimo terrible: ¡Baltasar!

Los clientes que esperaban difícilmente trababan con­versación. El dolor se exhibe, mientras que el placer y la necesidad dan vergüenza.

Es pecado, quieras que no, ser putero y pobre. Cuan­do Pomone se enteró de mi estado actual y de mi pasado médico, abandonó su reserva y me confió su tormento. Un vicio lo agotaba. Lo había contraído «tocándose» de continuo bajo su mesa durante las conversaciones que sostenía con sus clientes, investigadores, obsesionados del perineo. «Es mi oficio, ¡compréndalo! No es fácil abstenerse... ¡Con todo lo que vienen a contarme, esos cabrones!...» En una palabra, la clientela lo arrastraba a los abusos, como esos carniceros demasiado gruesos que siempre tienen tendencia a atiborrarse de carnes. Ade­más, estoy convencido de que tenía el bajo vientre per­manentemente recalentado por una traidora fiebre que le venía de los pulmones. Por cierto, que unos años después la tuberculosis se lo llevó al otro mundo. La cháchara in­finita de las clientas presuntuosas lo agotaba también en otro sentido, siempre tramposas, creadoras de montones de líos y alborotos por nada y por sus chichis, que, según ellas, no tenían igual en las cuatro partes del mundo.

A los hombres había que presentarles sobre todo ad­miradoras que tragaran para sus caprichos apasionados. Tantos como los de la Sra. Herote. En un solo correo matinal de la agencia Pomone llegaba bastante amor insa­tisfecho como para extinguir todas las guerras de este mundo. Pero es que esos diluvios sentimentales nunca trascienden la jodienda. Eso es lo malo.

Su mesa desaparecía bajo aquel revoltijo repulsivo de trivialidades ardientes. Con mi deseo de saber más, decidí interesarme durante un tiempo por la clasificación de ese tremendo tejemaneje epistolar. Se ordenaba, me explicó, por clases de afectos, como con las corbatas o las enfer­medades, los delirios primero, por un lado, y después los masoquistas y los viciosos, por otro, los flagelantes por aquí, los de «estilo aya» en otra página y así con todos. No tardan demasiado en convertirse en cargas, las dis­tracciones. ¡Nos expulsaron, pero bien, del Paraíso! ¡De eso no cabe duda! Pomone era de esa opinión también con sus manos húmedas y su vicio interminable, que le infligía a un tiempo placer y penitencia. Al cabo de unos meses me harté de él y de su comercio. Espacié mis vi­sitas.

En el Tarapout seguían considerándome muy decente, muy tranquilo, figurante puntual, pero, tras unas semanas de calma, la desgracia me volvió por el conducto más inesperado y me vi obligado, también de repente, a aban­donar la compañía para continuar mi puñetero camino. Considerados a distancia, aquellos tiempos del Tarapout no fueron, en resumen, sino una especie de escala prohibida y solapada. Siempre bien vestido, lo reconoz­co, durante aquellos cuatro meses, tan pronto de prínci­pe, dos veces de centurión, otro día aviador, y pagado generosa y regularmente. Comí en el Tarapout para años. Una vida de rentista sin las rentas. ¡Traición! ¡Desas­tre! Una noche, no sé por qué razón, cambiaron nuestro número. El nuevo preludio representaba los muelles de Londres. En seguida, me dio mala espina, nuestras ingle­sas tenían que cantar, desafinando y, en apariencia, a las orillas del Támesis, de noche, y yo hacía de policeman, papel del todo mudo, deambular de izquierda a derecha por delante del pretil. De pronto, cuando menos lo pen­saba, su canción se volvió más fuerte que la vida y hasta dio un vuelco al destino y lo inclinó hacia la desgracia. Conque, mientras cantaban, yo ya no podía pensar en otra cosa que en toda la miseria del pobre mundo y en la mía, sobre todo, porque la canción de aquellas putas me repetía en el corazón, como el atún en el estómago. ¡Y eso que creía haberlo digerido, haber olvidado lo más duro! Pero lo peor de todo era que se trataba de una can­ción que quería ser alegre y no lo conseguía. Y se conto­neaban, mis compañeras, al tiempo que cantaban, para que lo pareciese. Entonces sí que sí, la verdad, era como si pregonáramos la miseria, las angustias... ¡Exacto! ¡De paseo por la niebla con el alma en pena! Se deshacían en lamentos, envejecíamos por momentos con ellas. El de­corado rezumaba también pánico con avaricia. Y, sin em­bargo, continuaban, las chatis. No parecían comprender los tremendos efectos de pena que sobre todos nosotros provocaba su canción... Se quejaban de toda su vida, moviendo el esqueleto, riendo, al compás... Cuando viene de tan lejos, con tal seguridad, no puedes equivocarte ni re­sistirte.

Estábamos rodeados de miseria, pese al lujo que había en la sala, sobre nosotros, sobre el decorado, desbordaba, chorreaba por toda la tierra, de todos modos. Eran artis­tas como la copa de un pino... Exhalaban pena, sin que quisiesen impedirlo ni comprenderlo siquiera. Sólo sus ojos eran tristes. No basta con los ojos. Cantaban el fra­caso de la vida sin comprender. Seguían confundiéndolo con el amor, con puro y mero amor, no les habían ense­ñado el resto, a aquellas chavalitas. ¡Una penita cantaban, en apariencia! ¡Así lo llamaban! Todo parece penas de amor, cuando se es joven y no se sabe...



Where I go...where I look... It's only foryou... ou... Only foryou... ou...

Así cantaban.

Es la manía de los jóvenes de identificar toda la Hu­manidad con un chichi, uno solo, el sueño sagrado, la pa­sión de amor. Más adelante aprenderían tal vez, adonde iba a acabar todo eso, cuando ya no fueran rosas, cuando la miseria de verdad de su puñetero país las hubiera atra­pado, a las dieciséis, con sus gruesos muslos de yegua, sus chucháis saltarines... Por lo demás, estaban ya de mi­seria hasta el cuello, hundidas, las ricuras, no se iban a li­brar. A las entrañas, a la garganta, se les aferraba ya, la miseria, por todas las cuerdas de sus voces finas y falsas también.

La llevaban dentro. No hay traje, ni lentejuelas, ni luz, ni sonrisas que valgan para engañarla, para despistarla, respecto a los suyos, los encuentra donde se escondan, los suyos; se divierte haciéndoles cantar simplemente, en espera de su turno, todas las tonterías de la esperanza. Eso la despierta, la mece y la excita, a la miseria.

Nuestra pena es así, la grande, una distracción.

Conque, ¡allá el que canta canciones de amor! El amor es ella, la miseria, y nada más que ella, ella siempre, que viene a mentir en nuestra boca, mierda pura, y se acabó. Está en todas partes, la muy puta, no hay que desper­tarla, la miseria propia, ni en broma. No entiende las bromas. Y, sin embargo, tres veces al día lo repetían, mis inglesas, delante del decorado y con melodías de acor­deón. Por fuerza tenía que acabar muy mal.

Yo no me metía en nada, pero puedo asegurar que la vi venir, la catástrofe.

Primero, una de las chavalitas cayó enferma. ¡Muerte a las ricuras que provocan las desgracias! ¡Allá ellas y que la diñen! A propósito, tampoco hay que detenerse en las esquinas de las calles detrás de los acordeones, con fre­cuencia es ahí donde se pesca la enfermedad, el acceso de verdad. Conque vino una polaca para substituir a la que estaba enferma, en su cantinela. Tosía también, la polaca, en los entreactos. Una chica alta, fuerte y pálida era. En seguida nos hicimos confidencias. En dos horas conocí su alma entera, para el cuerpo esperé aún un poco. La manía de aquella polaca era mutilarse el sistema nervioso con amores imposibles. Como es lógico, había entrado en la puñetera canción de las inglesas como una seda, con su dolor y todo. Comenzaba con un tonillo simpático, su canción, como si nada, como todas las bailables, y des­pués, mira por dónde, te encogía el corazón a fuerza de ponerte triste, como si, al oírla, fueses a perder las ganas de vivir, pues no podía ser más cierto que todo se acaba, juventud y demás, entonces te inclinabas, después de que se hubieran extinguido canción y melodía, para acostarte en la cama auténtica, la tuya, la de verdad de la buena, la del agujero para acabar de una vez. Dos estribillos y casi ansiabas irte al plácido país de la muerte, el país de la ter­nura eterna y el olvido instantáneo como una niebla. Eran voces de niebla, las suyas, en una palabra.

Coreábamos todos el lamento del reproche, contra los que andan aún por ahí, con la vida a cuestas, que esperan a lo largo de los muelles, de todos los muelles del mun­do, a que acabe de pasar la vida, mientras se entretienen de cualquier modo, vendiendo cosas y naranjas a los otros fantasmas e informes y monedas falsas, policía, vi­ciosos, penas, contando chismes, en esa bruma de pacien­cia que nunca acabará...

Tania se llamaba mi nueva amiga de Polonia. Su vida era febril de momento, lo comprendí, por un empleadillo de banca cuadragenario que conocía desde Berlín. Quería re­gresar, a su Berlín, y amarlo pese a todo y a cualquier pre­cio. Para volver a verlo allí, habría hecho cualquier cosa.

Perseguía a los agentes teatrales, los que prometen contratos, hasta el fondo de sus escaleras apestosas. Le daban pellizcos en los muslos, los guarros, mientras espe­raba respuestas que nunca llegaban. Pero apenas si nota­ba sus manipulaciones, de tan embargada que estaba por su amor lejano. No pasó una semana en tales condiciones sin que sucediera una catástrofe de aúpa. Había atiborra­do el Destino de tentaciones desde hacía semanas y me­ses, como un cañón.

La gripe se llevó a su prodigioso amante. Nos entera­mos de la desgracia un sábado por la noche. Nada más recibir la noticia, me arrastró, desmelenada, extraviada, al asalto de la Gare du Nord. Eso no era nada aún, pero con su delirio pretendía ante la taquilla llegar a tiempo a Ber­lín para el entierro. Fueron necesarios dos jefes de esta­ción para disuadirla, hacerle comprender que era dema­siado tarde.

En el estado en que se encontraba, yo no podía pensar en abandonarla. Por lo demás, se aferraba a su tragedia, quería a toda costa mostrármela en pleno trance. ¡Qué ocasión! Los amores contrariados por la miseria y la dis­tancia son como los amores de marinero, son, digan lo que digan, irrefutables y logrados. En primer lugar, cuando no se tiene ocasión de verse con frecuencia, no se puede rega­ñar y eso ya es una gran ventaja. Como la vida no es sino un delirio atestado de mentiras, cuanto más lejos estás más mentiras puedes añadir y más contento estás entonces, es lógico y normal. La verdad no hay quien la trague.

Por ejemplo, ahora es fácil contar cosas sobre Jesucris­to. ¿Es que iba al retrete delante de todo el mundo, Jesu­cristo? Se me ocurre que no le habría durado demasiado el cuento, si hubiera hecho caca en público. Muy poca presencia, ésa es la cosa, sobre todo para el amor.

Una vez bien asegurados, Tania y yo, de que no había tren posible para Berlín, nos desquitamos con los telegra­mas. En la oficina de la Bolsa, redactamos uno muy largo, pero para enviarlo había otra dificultad, ya no sabíamos adonde enviarlo. No conocíamos a nadie en Berlín, sal­vo al muerto. A partir de aquel momento, sólo pudimos cambiar palabras sobre el deceso. Nos sirvieron, las pala­bras, para dar dos o tres veces más la vuelta a la Bolsa y después, como teníamos que adormecer el dolor, de todos modos, subimos despacio hacia Montmartre, al tiempo que farfullábamos pesares.

A partir de la Rué Lepic, empiezas a encontrar gente que va a buscar alegría a la parte alta de la ciudad. Se apresuran. Llegados al Sacré-Coeur, se ponen a mirar la noche, abajo, que forma un gran hueco con todas las ca­sas amontonadas en el fondo.

En la placita, en el café que nos pareció, por las apa­riencias, el menos caro, entramos. Tania me dejaba, por el consuelo y el agradecimiento, besarla donde quisiera. Le gustaba mucho beber también. En las banquetas a nues­tro alrededor, dormían ya juerguistas un poco borrachos.

El reloj de la pequeña iglesia se puso a dar las horas y después más horas hasta nunca acabar. Acabábamos de llegar al final del mundo, estaba cada vez más claro. No se podía ir más lejos, porque después de aquello ya sólo había los muertos.

Empezaban en la Place du Tertre, al lado, los muertos. Estábamos bien situados para localizarlos. Pasaban justo por encima de las Galeries Dufayel, al este, por consi­guiente.

Pero, aun así, hay que saber encontrarlos, es decir, desde dentro y con los ojos casi cerrados, porque los grandes ha­ces de luz de los anuncios molestan mucho, aun a través de las nubes, a la hora de divisarlos, a los muertos. Con ellos, los muertos, comprendí en seguida, habían admitido a Bébert, incluso nos hicimos una señita los dos, Bébert y yo, y también, no lejos de él, la chica tan pálida, abortada por fin, la de Rancy, bien vaciada esa vez de todas sus tripas.

Había la tira de otros antiguos clientes míos, por aquí, por allá, y clientas en las que ya no pensaba nunca, y otros más, el negro en una nube blanca, solo, al que ha­bían azotado más de la cuenta, allá, lo reconocí, en Topo, y el tío Grappa, ¡el viejo teniente de la selva virgen! De ésos me había acordado de vez en cuando, del teniente, del negro torturado y también de mi español, el cura; ha­bía venido, el cura, con los muertos aquella noche para las oraciones del cielo y su cruz de oro le molestaba mu­cho para revolotear de un cielo a otro. Se aferraba con su cruz a las nubes, a las más sucias y amarillas, y fui reco­nociendo a muchos otros desaparecidos, muchos, muchos otros... Tan numerosos, que da vergüenza, la ver­dad, no haber tenido tiempo de mirarlos mientras viven ahí, a tu lado, durante años...

Nunca se tiene bastante tiempo, es cierto, ni siquiera para pensar en uno mismo.

En fin, ¡todos aquellos cabrones se habían vuelto án­geles sin que me hubiera dado cuenta! Ahora había la tira de nubes llenas de ángeles y extravagantes e indecentes, por todos lados. ¡De paseo por encima de la ciudad! Bus­qué a Molly entre ellos, era el momento, mi amable, mi única amiga, pero no había venido con ellos... Debía de tener un cielo para ella sólita, cerca de Dios, de tan buena que había sido siempre, Molly... Me dio gusto no encon­trarla con aquellos golfos, porque eran sin duda unos muertos golfos aquellos, unos pillos, sólo la chusma y la pandilla de los fantasmas se habían reunido aquella noche por encima de la ciudad. Del cementerio de al lado, sobre todo, venían sin parar y nada distinguidos. Y eso que era un cementerio pequeño; comuneros, incluso, todos san­grando, que abrían la boca como para gritar aún y que ya no podían... Esperaban, los comuneros, con los otros, esperaban a La Perouse, el de las Islas, que los mandaba a todos aquella noche para la reunión... No acababa, La Perouse, de prepararse, por culpa de la pata de palo que se le torcía... y, además, que siempre le había costado po­nérsela, la pata de palo, y también por culpa de sus gran­des anteojos, que no aparecían.

No quería salir a las nubes sin llevar en torno al cuello sus anteojos; una idea, su famoso catalejo de aventuras, un auténtico cachondeo, el que te hace ver a la gente y las cosas de lejos, cada vez más lejos por el agujerito y cada vez más deseables, por fuera, a medida que te acercas y pese a ello. Cosacos enterrados cerca del Moulin no con­seguían salir de sus tumbas. Hacían esfuerzos espanto­sos, pero lo habían intentado ya muchas veces... Volvían a caer siempre en el fondo de sus tumbas, aún estaban borrachos desde 1820.


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