Viaje al fin de



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«No, señor...»

«Pues me dijo: "¡Entre el pene y las matemáticas, se­ñor Baryton, no existe nada! ¡Nada! ¡El vacío!" Y agá­rrese... ¿Sabe usted a qué está esperando para volver a hablarme?»

«No, señor Baryton, no tengo la menor idea...»

«Entonces, ¿no se lo ha contado?»

«No, aún no...»

«Pues a mí sí que me lo ha dicho... ¡Espera el adveni­miento de la era de las matemáticas! ¡Sencillamente! ¡Está absolutamente decidido! ¿Qué le parece ese impertinen­te comportamiento hacia mí? ¿Que soy mayor que él? ¿Su jefe?...»

No me quedaba más remedio que echarme a reír un poquito ante tal fantasía exorbitante. Pero a Baryton no le parecía broma. Encontraba motivos incluso para indig­narse por muchas otras cosas...

«¡Ah, Ferdinand! Ya veo que todo esto le parece ano­dino... Palabras inocentes, cuentos extravagantes entre tantos otros... Esa parece ser la conclusión de usted... Eso sólo, ¿verdad?... ¡Oh, imprudente Ferdinand! Al contra­rio, ¡permítame ponerlo en guardia contra esos extravíos, fútiles sólo en apariencia! ¡Está usted totalmente equivo­cado!... ¡Totalmente!... ¡Mil veces, en verdad!... A lo largo de mi carrera, ¡convendrá usted en que he oído casi todo lo que se puede oír, aquí y en otros sitios, en cuestión de delirios de todas clases! ¡No me he perdido ni uno!... No me lo va usted a negar, ¿verdad, Ferdinand?... Y yo no doy la impresión de ser propenso a las angustias, como no habrá usted dejado de observar, Ferdinand... Ni a las exageraciones... ¿No es así? Ante mi juicio, muy poca es la fuerza de una palabra e incluso de varias palabras, ¡e incluso de frases y discursos enteros!... Soy bastante sencillo de nacimiento y por naturaleza, ¡y no se me pue­de negar que soy uno de esos seres humanos a quienes las palabras no dan miedo!... Bueno, pues, tras un análisis concienzudo, Ferdinand, ¡me he visto obligado, en rela­ción con Parapine, a mantenerme en guardia!... Formular las más claras reservas... Su extravagancia no se parece a ninguna de las inofensivas y corrientes... Pertenece más bien, me ha parecido, a una de las raras formas temibles de originalidad, a una de esas manías fácilmente conta­giosas: ¡sociales y triunfantes, en una palabra!... Tal vez no se trate aún de locura del todo en el caso de su ami­go... ¡No! Tal vez sólo sea convicción exagerada... Pero yo me conozco el percal, tocante a demencias contagio­sas... ¡Nada es más grave que la convicción exagerada!... ¡He conocido muchos, Ferdinand, de esa clase de con­vencidos y de diversas procedencias, además!... ¡Los que hablan de justicia me han parecido, en definitiva, los más fanáticos!... Al principio, esos justicieros me interesaron un poco, lo confieso... Ahora me ponen negro, me irritan a más no poder, esos maníacos... ¿Opina usted igual?... Descubre uno en los hombres no sé qué facilidad de transmisión por ese lado que me espanta y en todos los hombres, ¿me oye usted?... ¡Fíjese, Ferdinand! ¡En to­dos! Como con el alcohol o el erotismo... La misma pre­disposición... La misma fatalidad... Infinitamente exten­dida... ¿Se ríe usted, Ferdinand? ¡Ahora me espanta usted también! ¡Frágil! ¡Vulnerable! ¡Inconsistente! ¡Peligroso Ferdinand! ¡Cuando pienso que me parecía usted serio!... No olvide que soy viejo, Ferdinand, ¡podría permitirme el lujo de cachondearme del porvenir! ¡Me estaría permi­tido! Pero, ¡usted!»

En principio, para siempre y en todas las cosas yo opinaba igual que mi patrón. No había hecho grandes progresos prácticos a lo largo de mi aperreada existencia, pero había aprendido, de todos modos, los principios adecuados de etiqueta propios de la servidumbre. Gracias a esas disposiciones, Baryton y yo nos habíamos hecho muy amigos en seguida, yo nunca le contrariaba, comía poco en la mesa. Un ayudante simpático, en una pala­bra, de lo más económico y nada ambicioso, nada ame­nazador.


Vigny-sur-Seine se presenta entre dos esclusas, entre sus dos oteros desprovistos de vegetación, es un pueblo que se transforma en suburbio. París va a absorberlo.

Pierde un jardín por mes. La publicidad, desde la en­trada, lo vuelve abigarrado como un ballet ruso. La hija del ordenanza sabe hacer cócteles. Sólo el tranvía se em­peña en pasar a la historia, no se irá sin revolución. La gente está inquieta, los hijos ya no tienen el mismo acen­to que sus padres. Te encuentras como incómodo, al pen­sarlo, de ser aún de Seine-et-Oise. Se está produciendo el milagro. El último parterre desapareció con la llegada de Laval al Ministerio y las asistentas cobran veinte cénti­mos más por hora desde las vacaciones. Se ha establecido un bookmaker. La empleada de la estafeta de correos compra novelas pederásticas e imagina otras mucho más realistas. El cura dice «mierda» cada dos por tres y da consejos sobre la Bolsa a los que son buenos. El Sena ha matado sus peces y se americaniza entre una fila doble de volquetes-tractores-remolcadores que le forman al ras de las riberas una terrible dentadura postiza de basuras y chatarra. Tres corredores de terrenos acaban de ir a la cárcel. Nos vamos organizando.

Esa transformación local del terreno no pasó inadver­tida a Baryton. Lamentaba con amargura que no se le hu­biera ocurrido comprar otros terrenos más en el valle contiguo veinte años antes, cuando aún te rogaban que te los quedaras por veinte céntimos el metro, como una tar­ta rancia. Los buenos tiempos pasados. Por fortuna, su Instituto Psicoterapéutico se defendía aún muy bien. Pero no sin problemas. Las insaciables familias no cesa­ban de reclamarle, de exigirle, una y mil veces sistemas más modernos de cura, más eléctricos, más misterio­sos, más todo... Mecanismos más modernos sobre todo, aparatos más impresionantes y al minuto, además, y no le quedaba más remedio que adoptarlos, so pena de verse superado por la competencia... por esas casas similares emboscadas en los oquedales vecinos de Asniéres, Passy, Montretout, al acecho, también ellas, de todos los viejos chochos de lujo.

Se apresuraba, Baryton, guiado por Parapine, a adap­tarse al gusto del momento, al mejor precio, por supues­to, en rebajas, en tiendas de ocasión, en saldos, pero sin cesar, a base de nuevos artefactos eléctricos, pneumáticos, hidráulicos, a fin de parecer así cada vez mejor equipado para correr tras las chifladuras de los quisquillosos y acaudalados internos. Gemía por verse obligado a utilizar esos aparatos inútiles... a granjearse el favor de los pro­pios locos...

«Cuando abrí mi manicomio -me confiaba un día, des­ahogándose por sus pesares- era justo antes de la Exposi­ción, la grande... Éramos, constituíamos, los alienistas, un número muy limitado de facultativos y mucho menos curiosos y depravados que hoy, ¡le ruego que me crea!... Ninguno de nosotros intentaba entonces estar tan loco como el cliente... Aun no había aparecido la moda de de­lirar con el pretexto de curar mejor, moda obscena, fíjese, como casi todo lo que nos llega del extranjero...

»En los tiempos en que me inicié, los médicos france­ses, Ferdinand, ¡aún se respetaban! No se creían obliga­dos a desatinar al mismo tiempo que sus enfermos... ¿Para ponerse a tono seguramente?... ¿Qué sé yo? ¡Complacerlos! ¿Adonde nos va a conducir eso?... ¡Dígame us­ted!... A fuerza de ser más astutos, más mórbidos, más perversos que los perseguidos más transtornados de nues­tros manicomios, de revolearnos con una especie de nuevo orgullo fangoso en todas las insanias que nos pre­sentan, ¿adonde vamos?... ¿Está usted en condiciones de tranquilizarme, Ferdinand, sobre la suerte de nuestra ra­zón?... ¿E incluso del simple sentido común?... A este rit­mo, ¿qué nos va a quedar del sentido común? ¡Nada! ¡Es de prever! ¡Absolutamente nada! Puedo predecírselo... Es evidente...

»En primer lugar, Ferdinand, ¿es que ante una inteli­gencia realmente moderna no acaba todo valiendo lo mismo? ¡Ya no hay blanco! ¡Ni negro tampoco! ¡Todo se deshilacha!... ¡Es el nuevo estilo! ¡La moda! ¿Por qué, entonces, no volvernos locos nosotros mismos?... ¡Al instante! ¡Para empezar! ¡Y jactarnos de ello, ade­más! ¡Proclamar el gran pitote espiritual! ¡Hacernos publicidad con nuestra demencia! ¿Quién puede conte­nernos? ¡Dígame, Ferdinand! ¿Algunos escrúpulos hu­manos, supremos y superfluos?... ¿Y qué insípidas timi­deces más? ¿Eh?... Mire, Ferdinand, cuando escucho a algunos de nuestros colegas y, fíjese bien, algunos de los más estimados, los más buscados por la clientela y las Academias, ¡llego a preguntarme adonde nos condu­cen!... ¡Es infernal, la verdad! ¡Esos insensatos me des­conciertan, me angustian, me demonizan y sobre todo me asquean! Sólo de oírlos comunicar, durante uno de esos congresos modernos, los resultados de sus investi­gaciones familiares, ¡soy presa de un terror pánico, Fer­dinand! Mi razón me traiciona sólo de escucharlos... Poseídos, viciosos, capciosos y marrulleros, esos favo­ritos de la psiquiatría reciente, a fuerza de análisis superconscientes nos precipitan a los abismos... ¡A los abismos, sencillamente! Una mañana, si no reaccionan ustedes, los jóvenes, vamos a pasar, entiéndame bien, Ferdinand, vamos a pasar... a fuerza de estirarnos, de su­blimarnos, de calentarnos el entendimiento... al otro lado de la inteligencia, al lado infernal, ¡al lado del que no se vuelve!... Por lo demás, ¡parece como si ya estuvieran en­cerrados, esos listillos, en el sótano de los condenados, a fuerza de masturbarse el caletre día y noche!

»Digo bien, día y noche, ¡porque ya sabe usted, Ferdi­nand, que ya ni siquiera por la noche cesan de fornicarse en todos los sueños, esos asquerosos!... ¡Con eso está di­cho todo!... ¡Y venga devanarse el caletre! ¡Y venga dila­tarlo! ¡Y venga tiranizármelo!... Y ya no hay, a su alrede­dor, sino una bazofia asquerosa de desechos orgánicos, una papilla de síntomas de delirios en compota, que les chorrea y gotea por todos lados... Tenemos las manos pringadas de lo que queda del espíritu, pegajosas, esta­mos grotescos, de desprecio, de hedor. Todo va a desplo­marse, Ferdinand, todo se desploma, se lo predigo yo, el viejo Baryton, ¡y dentro de muy poco!... ¡Y ya verá us­ted, Ferdinand, la inmensa desbandada! ¡Porque usted es joven aún! ¡Ya la verá!... ¡Ah! ¡Prepárese para los goces! ¡Pasarán todos ustedes a casa del vecino! ¡Hala! ¡De un buen ataque de delirio más! ¡Uno de más! ¡Y brum! ¡Derechitos al manicomio! ¡Por fin! ¡Se verán liberados, como dicen! ¡Hace mucho que los ha tentado demasiado! ¡Una audacia de aúpa va a ser! Pero, cuando estén en el manicomio, amigos míos, ¡les aseguro que se quedarán en él!

»Recuerde bien esto, Ferdinand, ¡el comienzo del fin de todo es la desmesura! Yo estoy en buenas condicio­nes de contarle cómo empezó la gran desbandada... ¡Por las fantasías desmesuradas comenzó! ¡Por las exageracio­nes extranjeras! ¡Ni mesura ni fuerza ya! ¡Estaba escrito! Entonces, ¿a la nada todo el mundo? ¿Por qué no? ¿To­dos? ¡Pues claro que sí! Por lo demás, no es que vayamos, ¡es que corremos hacia ella! ¡Una auténtica avalan­cha! ¡Yo lo he visto, Ferdinand, el espíritu, ceder poco a poco su equilibrio y después disolverse en la gran empre­sa de las ambiciones apocalípticas! Eso comenzó hacia 1900... ¡Esa es la fecha! A partir de esa época, ya no hubo en el mundo en general y en la psiquiatría en particular sino una carrera frenética a ver quién se volvía más per­verso, más salaz, más original, más repugnante, más crea­dor, como dicen, que el compañero... ¡Bonito batiburrillo!... ¡A ver quién se encomendaría lo más pronto posible al monstruo, a la bestia sin corazón y sin comedi­miento!... Nos comerá a todos, la bestia, Ferdinand, ¡está claro y lo apruebo!... ¿La bestia? ¡Una gran cabeza que avanza como quiere!... ¡Sus guerras y sus babas llamean ya hacia nosotros y desde todas partes!... ¡Ya estamos en pleno diluvio! ¡Sencillamente! ¡Ah, nos aburríamos, al parecer, en el consciente! ¡Ya no nos aburriremos más! Empezamos a darnos por culo, para variar... Y entonces nos pusimos al instante a sentir las "impresiones" y las "intuiciones"... ¡Como mujeres!...

»Por lo demás, ¿acaso es necesario aún, en el extremo a que hemos llegado, molestarse en utilizar término tan traicionero como el de "lógica"?... ¡Pues claro que no! Más bien es como un estorbo, la lógica, ante sabios psi­cólogos infinitamente sutiles como los que nuestra época produce, progresistas de verdad... ¡No me atribuya usted por ello desprecio de las mujeres! ¡Ni mucho menos! ¡Bien lo sabe usted! Pero, ¡no me gustan sus impresiones! Yo soy un animal de testículos, Ferdinand, y, cuando ten­go un hecho, me cuesta soltarlo... Hombre, mire, el otro día me ocurrió una buena en ese sentido... Me pidieron que ingresara a un escritor... Desatinaba, el escritor... ¿Sabe usted lo que gritaba desde hacía más de un mes? "¡Se liquida!... ¡Se liquida!..." ¡Así vociferaba, por toda la casa! Ése sí que sí... No había duda... ¡Había pasado al otro lado de la inteligencia!... Pero es que precisamente le costaba lo indecible liquidar... Un antiguo estrechamien­to lo intoxicaba con orina, le atrancaba la vejiga... Yo no acababa nunca de sondarlo, de descargarle gota a gota... La familia insistía en que eso le venía, pese a todo, de su genio... De nada servía que les explicara, a la familia, que era más bien la vejiga la que tenía enferma, el escritor, se­guían en sus trece... Para ellos, había sucumbido a un momento de exceso de genio y se acabó... No me quedó más remedio que adherirme a su opinión al final. Sabe usted, ¿verdad?, lo que es una familia. Imposible hacer comprender a una familia que un hombre, pariente o no, no es, al fin y al cabo, sino podredumbre en suspenso... Se negaría a pagar por una podredumbre en suspenso.»

Desde hacía más de veinte años, Baryton no acababa nunca de satisfacerlas en sus vanidades puntillosas, a las familias. Le amargaban la vida. Pese a ser paciente y muy equilibrado, tal como yo lo conocí, conservaba en el co­razón un antiguo resto de odio muy rancio hacia las fa­milias... En el momento en que yo vivía junto a él, estaba harto e intentaba en secreto y con tesón liberarse, subs­traerse, de una vez por todas de la tiranía de las familias, de un modo o de otro... Cada cual tiene sus razones para evadirse de su miseria íntima y cada uno de nosotros, para conseguirlo, saca de sus circunstancias un camino ingenioso. ¡Felices aquellos que tienen bastante con el burdel!

Parapine, por su parte, parecía feliz de haber elegido el camino del silencio. En cambio, Baryton, hasta más ade­lante no lo comprendí, se preguntaba en conciencia si conseguiría alguna vez deshacerse de las familias, de su sujeción, de las mil trivialidades repugnantes de la psi­quiatría alimentaria, de su estado, en una palabra. Tenía tal deseo de cosas absolutamente nuevas y diferentes, que estaba maduro en el fondo para la huida y la evasión, lo que explica seguramente sus peroratas críticas... Su egoís­mo reventaba bajo las rutinas. Ya no podía sublimar nada, quería irse simplemente, llevarse su cuerpo a otra parte. No tenía nada de músico, Baryton, conque necesi­taba derribar todo como un oso, para acabar de una vez.

Se liberó, él, que se creía razonable, mediante un es­cándalo de lo más lamentable. Más adelante intentaré contar, con detalle, cómo sucedió.

En lo que a mí respectaba, por el momento, el oficio de ayudante en su casa me parecía perfectamente acep­table.

Las rutinas del tratamiento no eran nada pesadas, si bien de vez en cuando era presa de cierto desasosiego, evidentemente; cuando, por ejemplo, había conversado demasiado tiempo con los internos, me arrastraba enton­ces como un vértigo, como si me hubieran llevado lejos de mi orilla habitual, los internos, consigo, como quien no quiere la cosa, de una frase corriente a otra, con pala­bras inocentes, hasta el centro mismo de su delirio. Me preguntaba, por un breve instante, cómo salir de él y si por ventura no estaba encerrado de una vez por todas con su locura, sin sospecharlo.

Me mantenía en el peligroso borde de los locos, en su lindero, por así decir, a fuerza de ser siempre amable con ellos, mi carácter. No zozobraba, pero me sentía todo el tiempo en peligro, como si me hubieran atraído sola­padamente a los barrios de su ciudad desconocida. Una ciudad cuyas calles se volvían cada vez más difusas, a me­dida que avanzabas entre sus borrosas casas, las ventanas desdibujadas y mal cerradas, entre rumores ambiguos. Las puertas, el suelo en movimiento... Te daban ganas, de todos modos, de ir un poco más allá a fin de saber si ten­drías fuerza para recuperar la razón, de todos modos, en­tre los escombros. No tarda en volverse vicio, la razón, como el buen humor y el sueño, en los neurasténicos. Ya no puedes pensar sino en tu razón. Ya todo va mal. Se acabó la diversión.

Todo iba, pues, así, de dudas en dudas, cuando llega­mos a la fecha del 4 de mayo. Fecha famosa, aquel 4 de mayo. Me sentía por casualidad tan bien aquel día, que era como un milagro. Setenta y ocho pulsaciones. Como después de un buen almuerzo. ¡Cuando, mira por dónde, todo se puso a dar vueltas! Me agarré. Todo se volvía bi­lis. Las personas empezaron a poner caras muy extrañas. Me parecían haberse vuelto ásperas como limones y más malintencionadas aún que antes. Por haber trepado de­masiado alto, seguramente, demasiado imprudente, a lo alto de la salud, había recaído ante el espejo, a mirarme envejecer, con pasión.

Son incontables los hastíos, las fatigas, cuando llegan esos días mierderos, acumulados entre la nariz y los ojos; hay sitio, en ellos, para años de varios hombres. Más que de sobra para un hombre.

Pensándolo bien, de repente habría preferido volver al instante al Tarapout. Sobre todo porque Parapine había dejado de hablarme, a mí también. Pero ya no tenía nada que hacer en el Tarapout. Es duro que el único consuelo material y espiritual que te quede sea tu patrón, sobre todo cuando es un alienista y no estás ya demasiado se­guro de tu propia cabeza. Hay que resistir. No decir nada. Aún podíamos hablar de mujeres; era un tema ino­fensivo gracias al cual confiaba aún en poder divertirlo de vez en cuando. En ese sentido, concedía cierto crédito a mi experiencia, modesta y asquerosa competencia.

No era malo que Baryton me considerara en conjunto con algo de desprecio. Un patrón se siente siempre un poco tranquilizado por la ignominia de su personal. El esclavo debe ser, a toda costa, un poco despreciable e in­cluso mucho. Un conjunto de pequeñas taras crónicas, morales y físicas, justifica la suerte que lo abruma. La tierra gira mejor así, ya que cada cual se encuentra en el lu­gar que merece.

La persona a la que utilizas debe ser vil, vulgar, conde­nada a la ruina, eso alivia; sobre todo porque nos pagaba muy mal, Baryton. En esos casos de avaricias agudas, los patronos se muestran siempre un poco recelosos e in­quietos. Fracasado, degenerado, golfo, servicial, todo se explicaba, se justificaba y se armonizaba, en una palabra. No le habría desagradado, a Baryton, que me hubiera buscado un poco la policía. Eso es lo que te vuelve ser­vicial.

Por lo demás, yo había renunciado, desde hacía mucho, a cualquier clase de amor propio. Ese sentimiento me ha­bía parecido siempre superior a mi condición, mil veces demasiado dispendioso para mis recursos. Me sentía muy bien por haberlo sacrificado de una vez por todas.

Ahora me bastaba con mantenerme en un equilibrio soportable, alimentario y físico. El resto, la verdad, ya no me importaba en absoluto. Pero, de todos modos, me costaba mucho trabajo surcar ciertas noches, sobre todo cuando el recuerdo de lo que había ocurrido en Toulouse venía a despertarme durante horas enteras.

Imaginaba entonces, no podía evitarlo, toda clase de continuaciones dramáticas de la caída de la tía Henrouille en su fosa de las momias y el miedo me subía desde los intestinos, me atenazaba el corazón y me lo mantenía, la­tiendo, hasta hacerme saltar fuera de la piltra para reco­rrer mi habitación en un sentido y luego en el otro hasta el fondo de la sombra y hasta la mañana. Durante esos ataques, llegaba a perder la esperanza de recuperar alguna vez bastante despreocupación como para poder quedar­me dormido de nuevo. Así, pues, no creáis nunca de en­trada en la desgracia de los hombres. Limitaos a pregun­tarles si aún pueden dormir... En caso de que sí, todo va bien. Con eso basta.

Yo no iba a conseguir nunca más dormir del todo. Ha­bía perdido, como de costumbre, esa confianza, la que hay que tener, realmente inmensa, para quedarse dor­mido del todo entre los hombres. Habría necesitado al menos una enfermedad, una fiebre, una catástrofe con­creta, para poder recuperar un poco esa indiferencia, neu­tralizar mi inquietud y recuperar la tranquilidad idiota y divina. Los únicos días soportables que puedo recordar a lo largo de muchos años fueron los de una gripe con mu­cha fiebre.

Baryton no me preguntaba nunca por mi salud. Por lo demás, procuraba también no ocuparse de la suya. «¡La ciencia y la vida forman mezclas desastrosas, Ferdinand! Procure siempre no cuidarse, créame... Toda pregunta hecha al cuerpo se convierte en una brecha... Un comien­zo de inquietud, una obsesión...» Tales eran sus princi­pios biológicos simplistas y favoritos. En una palabra, se hacía el listo. «¡Con lo conocido tengo bastante!», decía también con frecuencia. Para deslumbrarme.

Nunca me hablaba de dinero, pero era para más pensar en él, en la intimidad.

Yo guardaba en la conciencia, sin comprenderlos aún del todo, los enredos de Robinson con la familia Henrouille y con frecuencia intentaba contarle aspectos y episodios de ellos a Baryton. Pero eso no le interesaba en absoluto. Prefería mis historias de África, sobre todo las relativas a los colegas que había conocido casi por todas partes, a sus prácticas médicas poco comunes, extrañas o equívocas.

De vez en cuando, en el manicomio, teníamos una alarma a causa de su hija, Aimée. De repente, a la hora de la cena no aparecía ni en el jardín ni en su habitación. Por mi parte, yo siempre me esperaba encontrarla un buen día descuartizada detrás de un bosquecillo. Con nuestros locos andando por todos lados, le podía suceder lo peor.

Por lo demás, había escapado por los pelos a la violación, muchas veces ya. Y entonces venían los gritos, las du­chas, las aclaraciones interminables. De nada servía prohibirle que pasara por ciertas avenidas demasiado ocultas; volvía a ellas, aquella niña, sin remedio, a los re­covecos. Su padre no dejaba de azotarla todas las veces y de modo memorable. De nada servía. Creo que le gusta­ba todo aquello.

Al cruzarnos con los locos por los pasillos, al adelan­tarlos, nosotros, el personal, teníamos que ir un poco en guardia. A los alienados les resulta aún más fácil matar que a los hombres normales. Conque se había vuelto como una costumbre colocarnos, para cruzarnos con ellos, con la espalda contra la pared, siempre listos para recibirlos con un patadón en el bajo vientre, al primer gesto. Te espiaban, pasaban. Locura aparte, nos com­prendíamos perfectamente.

Baryton deploraba que ninguno de nosotros supiera jugar al ajedrez. Tuve que ponerme a aprender ese juego sólo por complacerlo.

Durante el día, se distinguía, Baryton, por una activi­dad fastidiosa y minúscula, que volvía la vida muy cansi­na a su alrededor. Todas las mañanas se le ocurría una idea de índole trivialmente práctica. Substituir el papel en rollos de los retretes por papel en folios desplegables nos obligó a pensar durante toda una semana, que desperdi­ciamos en resoluciones contradictorias. Por último, se decidió que esperaríamos al mes de los saldos para dar una vuelta por los almacenes. Después de eso, surgió otra preocupación ociosa, la de los chalecos de franela... ¿Ha­bía que llevarlos debajo?... ¿O encima de la camisa?... ¿Y la forma de administrar el sulfato de sodio?... Parapine eludía, mediante un silencio tenaz, esas controversias subintelectuales.

Estimulado por el aburrimiento, yo había acabado contando a Baryton muchas más aventuras que las que había conocido en todos mis viajes, ¡estaba agotado! Y entonces le tocó el turno a él de ocupar enteramente la conversación vacante sólo con sus propuestas y reticen­cias minúsculas. No había escapatoria. Me había podido por agotamiento. Y yo no disponía, como Parapine, de una indiferencia absoluta para defenderme. Al contrario, tenía que responderle a pesar mío. Ya no podía por me­nos de discutir por motivos fútiles, hasta el infinito, so­bre los méritos comparativos del cacao y el café con le­che... Me hechizaba a base de tontería.


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