Viaje al fin de



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Con mucha dificultad, volvimos, de todos modos, a las cosas serias, a aquella ciudad de Toulouse precisamente, de la que había llegado, él, la víspera. Por supuesto, le dejé contar, a su vez, todo lo qué sabía. Incluso aparenté asombro, estupefacción, cuando me contó el accidente que había tenido la vieja.

«¿Cómo? ¿Cómo? -lo interrumpía yo-. ¿Que ha muerto?... Pero, bueno, ¿cuándo ha sido?»

Conque punto por punto tuvo que soltar la historia entera.

Sin decirme claramente que había sido Robinson quien la había empujado, por la escalera, a la vieja, no me impi­dió, de todos modos, suponerlo... No había tenido tiem­po de decir ni pío, al parecer. Nos comprendimos... Buen trabajo, primoroso... La segunda vez que lo había inten­tado no había fallado.

Por fortuna, en el barrio, en Toulouse, creían que Ro­binson estaba del todo ciego aún. Conque lo habían con­siderado un simple accidente, muy trágico, desde luego, pero, de todos modos, explicable, pensándolo bien, todo, las circunstancias, la edad de la anciana, y también que había sido al final de una jornada, la fatiga... Yo no quería saber más de momento. Ya había recibido más de la cuenta, de confidencias así.

Aun así, me costó trabajo hacerlo cambiar de conver­sación, al padre. Le obsesionaba, su historia. Volvía a ella una y mil veces, con la esperanza seguramente de hacer­me picar, de comprometerme, parecía... ¡Estaba guapo!... Podía esperar sentado... Conque renunció, de todos mo­dos, y se contentó con hablarme de Robinson, de su sa­lud... De sus ojos... Por ese lado, iba mucho mejor... Pero seguía tan desanimado como siempre. ¡Pero que muy bajo de moral, la verdad! Y ello a pesar de la solicitud, del afecto que no cesaban las dos mujeres de prodigarle... Y, sin embargo, no cesaba de quejarse, de su suerte y de su vida.

A mí no me sorprendía oírle decir todo aquello al cura. Me lo conocía, a Robinson, yo. Tristes, ingratas dis­posiciones tenía. Pero desconfiaba aún más del cura, mu­cho más aún... Yo no decía esta boca es mía, mientras me hablaba. Conque perdía el tiempo con sus confidencias.

«Su amigo, doctor, pese a su vida material ahora agra­dable, fácil, y a las perspectivas, por otra parte, de un próximo matrimonio feliz, defrauda todas nuestras espe­ranzas, debo confesárselo... ¡Pues no le ha dado de nuevo por las funestas escapadas, por las golferías, como cuan­do usted lo conoció en otro tiempo!... ¿Qué le parecen a usted esas disposiciones, mi querido doctor?»

Así, pues, no pensaba allí, en una palabra, sino en dejar todo plantado, Robinson, me parecía entender; la novia y su madre se sentían ofendidas, primero, y, después, sentían toda la pena que era fácil imaginar. Eso era lo que había venido a contarme el padre Protiste. Todo eso era muy inquietante, desde luego, y, por mi parte, yo estaba decidido a callarme, a no intervenir, a ningún precio, en los asuntos de aquella familia... Abortada la conversa­ción, nos separamos, el cura y yo, en el tranvía, con bas­tante frialdad, en una palabra. Al volver al manicomio, yo no las tenía todas conmigo.

Poco después de aquella visita fue cuando recibimos, de Inglaterra, las primeras noticias de Baryton. Algunas postales. Nos deseaba a todos «salud y suerte». Nos es­cribió también algunas líneas insignificantes, de aquí y de allá. Por una postal sin texto nos enteramos de que había pasado a Noruega y, unas semanas después, un telegrama vino a tranquilizarnos un poco: «¡Feliz travesía!», desde Copenhague...

Como habíamos previsto, la ausencia del patrón se co­mentó con la peor intención en el propio Vigny y en los alrededores. Más valía, para el futuro del Instituto, que diéramos en adelante, sobre los motivos de esa ausencia, explicaciones mínimas, tanto ante nuestros enfermos como a los colegas de los alrededores.

Meses pasaron, meses de gran prudencia, apagados, si­lenciosos. Acabamos evitando del todo el recuerdo mis­mo de Baryton entre nosotros. Por lo demás, su recuerdo nos daba a todos un poco de vergüenza.

Y después volvió el verano. No podíamos quedarnos todo el tiempo en el jardín vigilando a los enfermos. Para probarnos a nosotros mismos que éramos, a pesar de todo, un poco libres, nos aventurábamos hasta las orillas del Sena, por salir un poco.

Tras el terraplén de la otra orilla, empieza la gran lla­nura de Gennevilliers, una extensión muy bella, gris y blanca, donde las chimeneas se perfilan suaves entre el polvo y la bruma. Muy cerca del camino de sirga se en­cuentra la tasca de los barqueros, guarda la entrada del canal. La corriente amarilla va a precipitarse en la esclusa.

Nosotros la mirábamos, a vista de pájaro, durante ho­ras, y, al lado, esa especie de larga ciénaga, cuyo olor vuelve, solapado, hasta la carretera de los coches. Te acostumbras. Ya no tenía color, aquel barro, de tan viejo y fatigado que estaba por las crecidas. Hacia la noche, en verano, se volvía a veces suave, el barro, cuando el cielo, en rosa, se ponía sentimental. Allí, sobre el puente, íba­mos a escuchar el acordeón, el de las gabarras, mientras esperaban delante de la puerta que la noche acabara pa­sando al río. Sobre todo las que bajaban de Bélgica eran musicales, todas pintadas, de verde y amarillo, y con las cuerdas llenas de ropa secándose y combinaciones de co­lor frambuesa que el viento infla al saltarles dentro a bo­canadas.

Yo iba con frecuencia al café de los barqueros, solo, en la hora muerta que sigue al almuerzo, cuando el gato del patrón está muy tranquilo, entre las cuatro paredes, como encerrado en un cielo de esmalte azul para él solito.

Allí también yo, somnoliento al comienzo de una tar­de, esperando, bien olvidado, pensaba, a que pasara.

Vi a alguien llegar de lejos, alguien que subía por la ca­rretera. No tardé mucho en comprender. Ya por el puen­te lo había reconocido. Era mi Robinson en persona. ¡No había la menor duda! «¡Viene por aquí a buscarme!... -me dije al instante-. ¡El cura debe de haberle dado mi dirección!... ¡Tengo que deshacerme de él en seguida!»

En aquel momento me pareció abominable que me molestara justo cuando empezaba a recuperar, egoísta, un poco de tranquilidad. Desconfiamos de lo que llega por las carreteras y con razón. Ya estaba muy cerca de la tasca. Salí. Se sorprendió al verme. «¿De dónde vienes ahora?», le pregunté, así, sin amabilidad. «De la Garenne...», me respondió. «¡Bueno, vale! ¿Has comido? -le pregunté. No parecía que hubiera comido, pero no quería presen­tarse, nada más llegar, como un muerto de hambre-. ¿Otra vez en danza?», añadí. Porque, puedo asegurarlo ahora, no me alegraba lo más mínimo volver a verlo. Mal­ditas las ganas.

Parapine llegaba también por el lado del canal, a mi encuentro. Muy oportuno. Estaba cansado, Parapine, de quedarse tanto tiempo de guardia en el manicomio. Es cierto que yo me tomaba el servicio un poco a la ligera. En primer lugar, respecto a la situación, habríamos dado cualquier cosa con gusto, uno y otro, por saber con cer­teza cuándo iba a volver Baryton. Esperábamos que pronto dejaría de darse garbeos por ahí para volver a ha­cerse cargo de su leonera en persona. Era demasiado para nosotros. No éramos ambiciosos, ni uno ni otro, y nos la traían floja las posibilidades del futuro. En lo que nos equivocábamos, por cierto.

Hay que reconocer una cosa buena de Parapine y es que nunca hacía preguntas sobre la gerencia comercial del manicomio, sobre mi forma de tratar a los clientes; yo lo informaba, de todos modos, a su pesar, por así decir, conque hablaba yo solo. Respecto a Robinson, era im­portante ponerlo al corriente.

«Ya te he hablado de Robinson, ¿verdad? -le pregunté a modo de introducción-. Ya sabes, mi amigo de la gue­rra... ¿Recuerdas?»

Me las había oído contar cien veces, las historias de la guerra y las de África también y cien veces de formas di­ferentes. Era mi estilo.

«Bueno, pues -continué-, aquí lo tenemos, a Robin­son, en carne y hueso, procedente de Toulouse... Vamos a comer juntos en casa.» En realidad, al tomar la iniciativa así, en nombre de la casa, yo me sentía un poco violento. Cometía como una indiscreción. Habría necesitado, para el caso, tener una autoridad flexible, atractiva, de la que carecía por completo. Y, además, que Robinson no me facilitaba las cosas. Por el camino del pueblo, se mostraba ya muy curioso e inquieto, sobre todo respecto a Parapine, cuya larga y pálida figura junto a nosotros le intriga­ba. Al principio había creído que era un loco también, Parapine. Desde que sabía que vivíamos en Vigny, veía locos por todas partes. Lo tranquilicé.

«Y tú -le pregunté-, ¿has encontrado al menos algún currelo desde que estás de vuelta?»

«Voy a buscar...», se contentó con responderme.

«Pero, ¿tienes los ojos ya curados? ¿Ves bien ahora?»

«Sí, veo casi como antes...»

«Entonces, ¿estarás contento?», le dije.

No, no estaba contento. Tenía otras cosas en que pen­sar. Me abstuve de hablarle de Madelon en seguida. Era un tema que seguía siendo delicado entre nosotros. Pasa­mos un buen rato ante el aperitivo y aproveché para po­nerlo al corriente de muchas cosas del manicomio y de otros detalles más. Nunca he podido dejar de charlar por los codos. Bastante parecido, a fin de cuentas, a Baryton.

La cena acabó en plena cordialidad. Después, no podía, la verdad, enviarlo así, a la calle, a Robinson Léon. Decidí al instante montarle en el comedor una cama plegable de momento. Parapine seguía sin dar su opinión. «¡Mira, Léon! -le dije-. Puedes vivir aquí mientras buscas un si­tio...» «Gracias», respondió simplemente. Y desde aquel momento todas las mañanas se iba en el tranvía a París en busca, según decía, de un empleo de representante.

Estaba harto de la fábrica, decía, quería «representar». Tal vez se esforzara por encontrar una representación, hay que ser justos, pero el caso es que no la encontró.

Una tarde volvió de París más temprano que de cos­tumbre. Yo estaba aún en el jardín, vigilando las inmedia­ciones del gran estanque. Vino a buscarme para decirme dos palabras.

«¡Escucha!», empezó.

«Escucho», respondí.

«¿No podrías darme tú un empleillo aquí mismo?... No encuentro nada...»

«¿Has buscado bien?»

«Sí, he buscado bien...»

«¿Quieres un empleo en la casa? Pero, ¿para qué? Conque, ¿no encuentras un empleillo cualquiera en Pa­rís? ¿Quieres que preguntemos Parapine y yo a la gente que conocemos?»

Le molestaba que le propusiera ayudarlo a buscar un empleo.

«No es que no se encuentre absolutamente nada -pro­siguió entonces-. Se podría encontrar tal vez... Alguna cosilla... Pero a ver si me comprendes... Necesito absolu­tamente parecer estar mal de la cabeza... Es urgente e in­dispensable que parezca estar mal de la cabeza...»

«¡Vale! -dije yo entonces-. ¡No me digas más!...»

«Sí, sí, Ferdinand, al contrario, tengo que decirte mu­cho más -insistía-. Quiero que me comprendas bien...

Y, además, como te conozco, porque tú eres lento para comprender y para decidirte...»

«Anda, venga -dije resignado-, cuenta...»

«Como no parezca yo un loco, la cosa va ir mal, te lo garantizo... Se va a armar una buena... Ella es capaz de hacer que me detengan... ¿Me comprendes ahora?»

«¿Te refieres a Madelon?»

«¡Sí, claro!»

«¡Pues vaya!»

«Ni que lo digas...»

«¿Os habéis enfadado del todo, entonces?»

«Ya lo ves...»

«¡Ven por aquí, si me quieres dar más detalles! -lo in­terrumpí entonces y me lo llevé aparte-. Será más pru­dente, por los locos... Pueden comprender también algu­nas cosas y contar otras aún más extrañas... con todo lo locos que están...»

Subimos a una de las celdas de aislamiento y, una vez allí, no tardó demasiado en exponerme toda la situación, sobre todo porque yo ya estaba más que al corriente de sus capacidades y, además, que el padre Protiste me había hecho suponer el resto...

En la segunda ocasión, no había fallado. ¡No se podía decir que hubiera sido un maleta! ¡Eso sí que no! Ni mu­cho menos. Había que reconocerlo.

«Compréndelo, la vieja me perseguía cada vez más... Sobre todo desde que empecé a mejorar un poco de los ojos, es decir, cuando empecé a poder ir solo por la ca­lle... Volví a ver cosas desde aquel momento... Y volví a ver también a la vieja... Es más, ¡sólo la veía a ella!... ¡La tenía todo el tiempo ahí, ante mí!... ¡Era como si me hu­biese cerrado la existencia!... Estoy seguro de que lo ha­cía a propósito... Sólo para fastidiarme... Si no, ¡no se ex­plica!... Y después en la casa, donde estábamos todos, ya la conoces, ¿eh?, la casa, no era difícil pelearse... ¡Ya viste lo pequeña que era!... ¡Como sardinas en lata! ¡Es la pura verdad!»

«Y los escalones del panteón, no eran muy resisten­tes, ¿eh?»

Yo mismo había notado lo peligrosa que era, la escale­ra, al visitarla la primera vez con Madelon, que ya se mo­vían, los escalones.

«No, con eso estaba chupado», reconoció, con toda franqueza.

«¿Y la gente de por allí? -volví a preguntarle-. ¿Los vecinos, los curas, los periodistas?... ¿No hicieron co­mentarios, cuando ocurrió?...»

«No, hay que ver... Además, es que no me creían ca­paz... Me tomaban por un rajado... Un ciego... ¿Com­prendes?...»

«En fin, puedes agradecer tu buena suerte, porque si no... ¿Y Madelon? ¿Qué tenía que ver en todo aquello? ¿Estaba de acuerdo?»

«No del todo... Pero un poco, de todos modos, lógi­camente, ya que el panteón, verdad, iba a pasar a nues­tra propiedad, cuando la vieja muriera... Estaba previsto así... íbamos a hacernos cargo nosotros del negocio...»

«Entonces, ¿por qué no pudisteis seguir juntos des­pués de eso?»

«Mira, eso es difícil de explicar...»

«¿Ya no te quería?»

«Sí, hombre, al contrario, me quería mucho y, además, estaba muy interesada por el matrimonio... Su madre también lo deseaba y mucho más aún que antes y que se hiciera en seguida, por las momias de la tía Henrouille que nos correspondían, conque teníamos de sobra para vivir, los tres, en adelante, tranquilos...»

«¿Qué ocurrió, entonces, entre vosotros?»

«Pues, mira, ¡yo quería que me dejaran en paz de una puta vez! Sencillamente... La madre y la hija...»

«¡Oye, Léon!... -lo interrumpí de repente al oírle decir eso-. Escúchame... Eso no es serio tampoco de tu parte... Ponte en su lugar, de Madelon y su madre... ¿Es que ha­bría sido plato de gusto para ti? ¡Vamos, hombre! Al lle­gar allí ibas casi descalzo, no tenías dónde caerte muerto, no parabas de protestar todo el santo día, que si la vieja se quedaba con toda tu pasta y que si patatín y que si patatán... Va y deja el campo libre, mejor dicho, la quitas de en medio tú... Y empiezas a poner mala cara otra vez, a pesar de todo... Ponte en el lugar de esas dos mujeres, ¡ponte en su lugar, hombre!... ¡Es insoportable!... Yo que ellas, ¡menudo si te habría mandado a tomar por saco!... Te lo merecías cien veces, ¡que te mandaran al trullo! ¡Ya lo sabes!»

Así mismo se lo dije a Robinson.

«Puede ser -fue y me respondió, devolviéndome la pe­lota-, pero tú ya puedes ser médico y tener instrucción y todo, que no comprendes nada de mi forma de ser...»

«¡Anda, calla, Léon! -acabé diciéndole y para termi­nar-. Calla, desgraciado, ¡y deja en paz tu forma de ser! ¡Te expresas como un enfermo!... Cuánto siento que Baryton se haya ido al quinto infierno; si no, ¡te habría puesto en tratamiento, ése! ¡Es lo mejor que se podría hacer por ti, por cierto! ¡Encerrarte, lo primero! ¿Me oyes? ¡Encerrarte! ¡Vaya si se habría encargado ése, Baryton, de tu forma de ser!»

«Si tú hubieras tenido lo que yo y hubieses pasado por lo que yo he pasado -saltó al oírme-, ¡bien enfermo que habrías estado también! ¡Te lo garantizo! ¡Y puede que peor que yo aún! ¡Con lo cagueta que eres!...» Y entonces em­pezó a ponerme de vuelta y media, como si hubiera teni­do derecho.

Yo lo miraba fijamente, mientras me ponía verde. Es­taba acostumbrado a que me maltrataran así, los enfer­mos. Ya no me molestaba.

Había adelgazado mucho desde lo de Toulouse y, ade­más, algo que yo no conocía aún le había subido a la cara, como un retrato, parecía, sobre sus facciones enormes, con el olvido ya, silencio en derredor.

En las historias de Toulouse había otra cosa más, me­nos grave, evidentemente, que no había podido tragar, pero, al acordarse, se le revolvía la bilis. Era haberse visto obligado a untar la mano a toda una patulea de trafican­tes para nada. No había podido tragar lo de haberse visto obligado a dar comisiones a diestro y siniestro, en el mo­mento de tomar posesión de la cripta, al cura, a la señora de las sillas, a la alcaldía, a los vicarios y a muchos otros más y todo ello sin resultado, en una palabra. Cuando volvía a hablar de eso, es que se ponía enfermo. Robo a mano armada, llamaba esos manejos.

«Entonces, ¿os casasteis, a fin de cuentas?», le pregun­té, para acabar.

«Pero, ¡si te he dicho que no! ¡Yo ya no quería!»

«¿No estaba mal, de todos modos, la Madelon? ¿No irás a decirme que no?»

«La cuestión no es ésa...»

«Pues claro que sí que es ésa la cuestión. Si estabais li­bres, como dices... Si estabais absolutamente decididos a marcharos de Toulouse, podíais perfectamente dejar en­cargada del panteón a su madre por un tiempo... Podíais volver más adelante...»

«Lo que es el físico -prosiguió- no hace falta que lo ju­res, era mona de verdad, lo reconozco, no me habías en­gañado, desde luego, y sobre todo que, tú fíjate, cuando volví a ver por primera vez, como preparado a propósito, fue a ella, por así decir, a quien vi la primera, en un espe­jo... ¿Te imaginas?... ¡A la luz!... Ya hacía por lo menos dos meses que se había caído la vieja... La vista me volvió como de repente ante ella, al intentar mirarle la cara... Un rayo de luz, en una palabra... ¿Me comprendes?»

«¿No fue agradable?»

«Menudo si fue agradable... Pero eso no era todo...»

«Te diste el piro, de todos modos...»

«Sí, pero te voy a explicar, ya que quieres entender, fue ella la primera que empezó a encontrarme raro... Que si estaba desanimado... Que si estaba antipático... Chorraditas, pijaditas...»

«¿No sería que te remordía la conciencia?»

«¿La conciencia?»

«Tú sabrás...»

«Llámalo como quieras, pero no estaba animado... Y se acabó... De todos modos, yo creo que no eran re­mordimientos...»

«¿Estabas enfermo, entonces?»

«Eso debe de ser más bien, enfermo... Por cierto, que hace ya una hora por lo menos que intento decírtelo, que estoy enfermo... Reconocerás que tardas la tira...»

«¡Bueno! ¡Vale! -le respondí-. Lo diremos, que estás enfermo, ya que es lo más prudente, según tú...»

«Bien hecho -volvió a insistir-, porque de esa mujer me espero cualquier cosa... Es pero que muy capaz de soltar la liebre antes de nada...»

Era como un consejo que parecía darme y yo no que­ría sus consejos. No me gustaba nada todo aquello, por las complicaciones que iban a presentarse otra vez.

«¿Crees que soltaría la liebre? -le pregunté otra vez para asegurarme-. Pero, ¡si era tu cómplice en cierto modo!... ¡Eso debería hacerla reflexionar un momento antes de ponerse a largar!»

«¿Reflexionar?... -volvió a saltar él, entonces, al oír­me-. Cómo se ve que no la conoces... -Le hacía gracia oírme-. Pero, ¡si no dudaría ni un segundo!... ¡Te lo digo yo! Si la hubieras tratado como yo, ¡no lo dudarías! ¡Te repito que está enamorada!... Entonces, ¿es que no has conocido tú a una mujer enamorada? Cuando está enamorada, ¡es una loca, sencillamente! ¡Una loca! Y de mí es de quien está enamorada, ¡loquita!... ¿Te das cuenta? ¿Comprendes? Conque, ¡todas las locuras la excitan! ¡Es muy sencillo! ¡No la detienen! ¡Al contrario!...»

Yo no podía decirle que me extrañaba un poco, de to­dos modos, que hubiera llegado en unos meses a ese gra­do de frenesí, Madelon, porque, de todos modos, yo la había conocido un poquito, a Madelon... Yo tenía mi opi­nión sobre ella, pero no podía comunicarla.

Por su forma de espabilarse en Toulouse y por las co­sas que le había oído decir, estando yo detrás del álamo, el día de la gabarra, era difícil imaginar que hubiera podi­do cambiar de disposiciones hasta ese punto y en tan poco tiempo... Me había parecido más espabilada que trágica, desenvuelta de lo lindo y muy contenta de pes­carlo, a Robinson, con sus cuentos y camelos siempre que podía hacer el paripé. Pero de momento, llegados a ese punto, yo no podía decirle nada. Tenía que dejarlo pasar. «¡Bueno! ¡Vale! ¡De acuerdo! -concluí-. ¿Y la ma­dre, entonces? ¡Debió de armar la marimorena, la madre, cuando comprendiera que te las pirabas y de verdad!...»

«¡Y que lo digas! Y eso que se pasaba todo el santo día diciendo que yo era un cochino, ¡y, tú fíjate, justo cuan­do más necesitaba, al contrario, que me hablaran amable­mente!... ¡Unas monsergas!... En una palabra, aquello no podía continuar tampoco con la madre, conque le propu­se a Madelon dejarles el panteón a ellas dos y marcharme yo, por mi parte, a dar una vuelta, volver a ver mundo un poco...

»"Irás conmigo -protestó ella entonces-. Soy tu novia, ¿no?... Irás conmigo, Léon, ¡o no irás!... Y además -insis­tía- que no estás curado del todo..."

»"¡Sí que estoy curado y me voy a ir solo!", le respon­día yo... Y de ahí no salíamos.

»"¡Una mujer acompaña siempre a su marido! –decía la madre—. ¡Lo que tenéis que hacer es casaros!" La apo­yaba sólo para fastidiarme.

»Al oír esas cosas, yo sufría. ¡Ya me conoces! ¡Como si hubiera yo necesitado a una mujer para ir a la guerra! ¡Y para escapar de ella! Y en África, ¿es que tenía mu­jeres yo? Y en América, ¿tenía acaso mujer yo?... De todos modos, de oírlas discutir así durante horas, ¡me daba dolor de vientre! ¡Un tostón! ¡Sé para lo que sirven las mujeres, de todos modos! Tú también, ¿eh? ¡Para nada! ¡Pues no he viajado yo ni nada! Por fin, una no­che que me habían sacado de quicio de verdad con sus rollos, ¡fui y le solté de una vez a la madre todo lo que pensaba de ella! "A usted lo que le pasa es que es una vieja gilipuertas -fui y le dije-. ¡Es usted una tía aún más idiota que la Henrouille!... Si hubiera usted conocido un poco más de mundo, como yo he conocido, se lo pensaría un poco antes de ponerse a dar consejos a toda la gente. ¡A ver si se cree que, porque se haya pasa­do el tiempo recogiendo trozos de vela en un rincón de su puñetera iglesia, sabe algo de la vida! ¡Salga un poco también usted, que le sentará bien! ¡Ande, vaya a pasear­se un poco, vieja imbécil! ¡Así aprenderá! ¡Le quedará menos tiempo para rezar y no andará diciendo tantas gilipolleces!..."

»¡Ya ves tú cómo la traté, yo, a la madre! Te digo que hacía mucho que tenía ganas de echarle una buena bron­ca y, además, que lo necesitaba, la tía esa, con ganas... Pero a fin de cuentas a mí fue a quien me vino bien... Me liberó en cierto modo de la situación... Ahora, que pare­cía también que sólo esperaba ese momento, la muy puta, a que yo me desahogara, ¡para lanzarme, a su vez, todos los insultos que sabía! ¡No quieras ver lo que soltó por la boca! "¡Ladrón! ¡Vago! -me soltó-. ¡Que ni siquiera tie­nes un oficio!... ¡Pronto va a hacer un año que te damos de comer, mi hija y yo...! ¡Inútil!... ¡Chulo de putas!..."

¡Tú fíjate! Lo que se dice una escena familiar... Se quedó un poco como reflexionando y después lo dijo un poco más bajo, pero mira, chico, lo dijo y, además, con toda el alma: "¡Asesino!... ¡Asesino!", me llamó. Eso me enfrió un poco.

»La hija, al oír eso, tenía como miedo de que me la car­gara allí mismo, a su madre. Se arrojó entre nosotros. Le cerró la boca a su madre con su propia mano. Hizo bien. Conque, ¡estaban de acuerdo, las muy putas!, me decía yo. Era evidente. En fin, no insistí... Ya no era momento de violencias... Y, además, que, en el fondo, me la chupaba que estuvieran de acuerdo... ¿Crees tú que, después de ha­berse desahogado, me iban a dejar tranquilo en adelan­te?... ¡Sí, sí! ¡Ni mucho menos! Eso sería no conocerlas... La hija volvió a empezar. Tenía fuego en el corazón y en el chocho también... Volvió a darle con más fuerza...


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