Viaje al fin de



Yüklə 1,68 Mb.
səhifə38/41
tarix01.11.2017
ölçüsü1,68 Mb.
#24872
1   ...   33   34   35   36   37   38   39   40   41

»"Te quiero, Léon, ya lo ves que te quiero, Léon..."

»Sólo sabía decir eso: "te quiero". Como si fuera la respuesta para todo.

«"¿Todavía le quieres? -volvía la madre a la carga, al oírla-. Pero, ¿es que no ves que es un simple golfo? ¿Un inútil? Ahora que ha recuperado la vista, gracias a nues­tros cuidados, ¡vas a ver tú lo desgraciada que te va a ha­cer! ¡Te lo digo yo, tu madre!..."

«Lloramos todos, para acabar la escena, incluso yo, porque no quería ponerme del todo a mal con aquellos dos bichos, enfadarme más de la cuenta, pese a todo.

«Conque me fui, pero nos habíamos dicho demasiadas cosas como para que aquello pudiera durar mucho tiem­po. Aun así, la situación se prolongó durante semanas, venga reñir por esto y por lo otro, y, además, vigilándonos durante días y, sobre todo, por las noches.

»No podíamos decidirnos a separarnos, pero ya no sentíamos igual. Lo que nos mantenía juntos aún eran los miedos.

«"Entonces, ¿es que quieres a otra?", me preguntaba Madelon, de vez en cuando.

»"Pero, ¿qué dices? -intentaba tranquilizarla yo-. Pues claro que no." Pero estaba claro que no me creía. Para ella había que querer a alguien en la vida y no había vuelta de hoja.

»"A ver -le respondía yo-, ¿qué podría yo hacer con otra mujer?" Pero era su manía, el amor. Yo ya no sabía qué contarle para calmarla. Se le ocurrían unas cosas que yo no había oído en mi vida. Nunca habría imaginado que ocultara cosas así en la cabeza.

»"¡Me has robado el corazón, Léon! -me acusaba y, además, en serio-. ¡Te quieres marchar! -me amenazaba-. ¡Márchate! Pero, ¡te aviso que me moriré de pena, Léon!..." ¿Que yo iba a ser la causa de su muerte de pena? ¿Con qué se come eso? ¿Eh? ¡Dime tú! "Pero, ¡que no! ¡Qué cosas dices! -la tranquilizaba yo-. En pri­mer lugar, ¡yo no te he robado nada! Pero, bueno, ¡si ni siquiera te he hecho un hijo! ¡Reflexiona! Tampoco te he pegado enfermedades, ¿no? ¿Entonces? Lo único que quiero es irme, ¡nada más! Irme de vacaciones, como quien dice. Con lo sencillo que es... Intenta ser razona­ble..." Y cuanto más intentaba hacerle comprender mi punto de vista, menos le gustaba a ella. En una palabra, que ya no nos entendíamos. Se ponía como rabiosa con la idea de que yo pudiese pensar de verdad lo que decía, que era la pura verdad, simple y sincera.

»Además, creía que eras tú quien me incitaba a largar­me... Al ver entonces que no me iba a retener avergon­zándome con mis sentimientos, intentó retenerme de otro modo.

»"¡No vayas a creer, Léon -me dijo entonces- que quiero seguir contigo por el negocio del panteón!... Ya sabes que a mí el dinero me da completamente igual, en el fondo... Lo que yo quisiera, Léon, es quedarme contigo... Ser feliz... Eso es todo... Es muy natural... No quie­ro que me dejes... Es muy duro separarse cuando se ha querido como nos queríamos nosotros dos... Júrame, al menos, Léon, que no te irás por mucho tiempo..."

»Y así siguió su crisis durante semanas. No había duda de que estaba enamorada y pesadísima... Cada noche otra vez a vueltas con su locura de amor. Al final, aceptó dejar a su madre encargada del panteón, a condición de que nos marcháramos los dos juntos a buscar trabajo a París... ¡Siempre juntos!... ¡Cuidado con la tía! Estaba dispuesta a entender cualquier cosa, salvo que yo me fuera solo por mi lado y ella por el suyo... Eso ni hablar... Conque cuan­to más se empeñaba, más enfermo me ponía, ¡por fuerza!

»No valía la pena intentar hacerla entrar en razón. Me di cuenta de que era tiempo perdido, la verdad, o una idea fija y que la volvía más rabiosa aún. Conque no me quedó más remedio que ponerme a probar trucos para deshacerme de su amor, como ella decía... Entonces fue cuando se me ocurrió la idea de meterle miedo contándo­le que de vez en cuando me volvía un poco loco... Que me daban ataques... Sin avisar... Me miró con mala cara, con expresión muy extraña... Aún no estaba del todo se­gura de si se trataba de un embuste... Sólo, que, de todos modos, a causa de las aventuras que le había yo contado antes y, además, de la guerra, que me había afectado, y, sobre todo, del último chanchullo, lo de la tía Henrouille, y también lo de que me hubiera vuelto de repente tan raro con ella, le dio que pensar, de todos modos...

»Durante más de una semana estuvo pensando y me dejó muy tranquilo... Debía de haber hecho alguna confi­dencia a su madre sobre mis ataques... El caso es que in­sistían menos en retenerme... "Ya está -me decía yo-. ¡Esto va a dar resultado! Ya me veo libre..." Ya me veía largándome muy tranquilo, a hurtadillas, hacia París, ¡sin decir ni pío!... Pero, ¡espera! Resulta que quise hacerlo todo demasiado bien... Me esmeré... Creía haber encon­trado el truco perfecto para probarles de una vez por to­das que era la verdad... Que estaba pero como una cabra a ratos... "¡Toca! -le dije una noche a Madelon-. Tócame ahí detrás, en la cabeza, ¡el bulto! ¿Notas la cicatriz? ¿Has visto el bulto tan grande que tengo? ¿Eh?..."

«Después de palparme bien el bulto, en la cabeza, se sintió conmovida, que no te puedes imaginar... Pero, ¡vaya, hombre!, eso la excitó aún más, ¡no le repugnó ni mucho menos!... "Ahí es donde me hirieron en Flandes. Ahí es donde me hicieron la trepanación...", insistía yo.

»"¡Ah, Léon! -saltó entonces, al sentir el bulto- ¡te pido perdón, Léon mío!... Hasta ahora he dudado de ti, pero, ¡te pido perdón con toda el alma! ¡Me doy cuenta! ¡He sido infame contigo! ¡Sí! ¡Sí! Léon, ¡he sido horri­ble!... ¡No volveré a ser mala contigo nunca! ¡Te lo juro! ¡Quiero expiar, Léon! ¡En seguida! No me impidas expiar, ¿eh?... ¡Te voy a devolver la felicidad! ¡Te voy a cuidar bien, de verdad! ¡A partir de hoy! ¡Voy a ser muy paciente para siempre contigo! ¡Voy a ser muy dulce! ¡Ya verás, Léon! ¡Te voy a comprender tan bien, que no vas a poder vivir sin mí! ¡Mi corazón es tuyo otra vez! ¡te per­tenezco!... ¡Todo! ¡Toda mi vida, Léon, te doy! Pero dime que me perdonas al menos, ¿eh, Léon?..."

»Yo no había dicho nada así, nada. Ella lo había dicho todo, conque le resultaba muy fácil contestarse a sí mis­ma... ¿Cómo había que hacer entonces para disuadirla?

«¡Haber palpado mi cicatriz y mi bulto la había embo­rrachado, por así decir, de amor, de golpe! Quería volver a cogerla en las manos, mi cabeza, y no soltarla y hacer­me feliz hasta la Eternidad, ¡quisiera yo o no! A partir de aquella escena, su madre no volvió a tener derecho a la palabra para echarme broncas. No le dejaba hablar, Ma­delon, a su madre. No la habrías reconocido, ¡quería pro­tegerme a más no poder!

«¡Aquello tenía que acabar! Desde luego, yo habría preferido, claro está, que nos hubiéramos separado como buenos amigos... Pero es que ya ni valía la pena intentar­lo... No podía más de amor y estaba muy terca. Una ma­ñana, mientras estaban en la compra, la madre y ella, hice como tú, un paquetito, y me di el piro a la chita callan­do... Después de eso, ¿no dirás que no he tenido bastante paciencia?... Es que, te lo repito, no había nada que ha­cer... Ahora, ya lo sabes todo... Cuando te digo que es ca­paz de todo, esa chica, y que puede perfectamente venir a insistirme de nuevo aquí, de un momento a otro, ¡no me vengas con que veo visiones! ¡Sé lo que me digo! ¡Me la conozco yo! Y estaríamos más tranquilos, en mi opinión, si me encontrara ya como encerrado con los locos... Así, me sería más fácil hacer como quien ya no comprende nada... Con ella, eso es lo que hay que hacer... No com­prender...»

Dos o tres meses antes, todo lo que acababa de contar­me, Robinson, me habría interesado aún, pero yo había como envejecido de golpe.

En el fondo, me había vuelto cada vez más como Baryton, me la traía floja. Todo eso que me contaba Ro­binson de su aventura en Toulouse no era ya para mí un peligro vivo; de nada me servía intentar interesarme por su caso, olía a rancio, su caso. De nada sirve decir ni pre­tender, el mundo nos abandona mucho antes de que nos vayamos para siempre.

Las cosas que más te interesan, un buen día decides comentarlas cada vez menos, y con esfuerzo, cuando no queda más remedio. Estás pero que muy harto de oírte hablar siempre... Abrevias... Renuncias... Llevas más de treinta años hablando... Ya no te importa tener razón. Te abandona hasta el deseo de conservar siquiera el huequecito que te habías reservado entre los placeres... Sientes hastío... En adelante te basta con jalar un poco, tener un poco de calorcito y dormir lo más posible por el camino de la nada. Para recuperar el interés, habría que descubrir nuevas muecas que hacer delante de los demás... Pero ya no tienes fuerzas para cambiar de repertorio. Farfullas. Buscas aún trucos y excusas para quedarte ahí, con los amiguetes, pero la muerte está ahí también, hedionda, a tu lado, todo el tiempo ahora y menos misteriosa que una partida de brisca. Sólo conservas, preciosas, las pe­queñas penas, la de no haber encontrado tiempo para ir a Bois-Colombes a ver, mientras aún vivía, a tu anciano tío, cuya cancioncilla se extinguió para siempre una noche de febrero. Eso es todo lo que has conservado de la vida. Esa pequeña pena tan atroz, el resto lo has vomitado más o menos a lo largo del camino, con muchos esfuerzos y pena. Ya no eres sino un viejo reverbero de recuerdos en la esquina de una calle por la que ya no pasa casi nadie.

Puestos a aburrirse, lo menos cansino es hacerlo con hábitos regulares. Me empeñaba en que todo el mundo estuviera acostado en la casa a las diez de la noche. Yo me encargaba de apagar las luces. Los negocios iban solos.

Por lo demás, no hicimos derroche alguno de imagina­ción. El sistema Baryton de los «cretinos en el cine» nos ocupaba suficientemente. Tampoco se hacían demasiadas economías en la casa. El despilfarro, nos decíamos, lo ha­ría tal vez volver, al patrón, ya que lo angustiaba tanto.

Habíamos comprado un acordeón para que Robinson pudiese poner a bailar a nuestros enfermos en el jardín durante el verano. Era difícil tenerlos ocupados en Vigny, a los enfermos, día y noche. No podíamos enviarlos todo el tiempo a la iglesia, se aburrían demasiado en ella.

De Toulouse no volvimos a tener la menor noticia, el padre Protiste no volvió tampoco a vernos nunca. La existencia en el manicomio se organizaba monótona, fur­tiva. Moralmente, no estábamos a gusto. Demasiados fantasmas, aquí y allá.

Pasaron algunos meses más. Robinson se recuperaba. Por Semana Santa nuestros locos se agitaron un poco, mujeres ligeras de ropa pasaban y volvían a pasar por de­lante de nuestros jardines. Primavera precoz. Bromuros.

En el Tarapout, desde la época en que fui extra, habían renovado el personal muchas veces. Las inglesitas ha­bían acabado muy lejos, según me dijeron, en Australia. No las volveríamos a ver...

Las tablas, desde mi historia con Tania, me estaban prohibidas. No insistí.

Nos pusimos a escribir cartas casi a todas partes y so­bre todo a los consulados de los países del Norte, para obtener algunos indicios sobre las posibles andanzas de Baryton. No recibimos respuesta interesante alguna de ellos.

Parapine realizaba, calmado y silencioso, su servicio técnico a mi lado. Desde hacía veinticuatro meses no ha­bía pronunciado más de veinte frases en total. Me veía obligado a adoptar prácticamente solo las iniciativas ma­teriales y administrativas que la situación cotidiana re­quería. A veces metía la pata, pero Parapine no me lo reprochaba nunca. Nos entendíamos a fuerza de indi­ferencia. Por lo demás, un trasiego suficiente de enfer­mos aseguraba el aspecto material de nuestra institución. Pagados los proveedores y el alquiler, nos quedaba aún mucho con que vivir, aun pagando la pensión de Aimée a su tía religiosamente, por supuesto.

Robinson me parecía mucho menos inquieto ahora que a su llegada. Había recuperado el buen color y tres kilos. En una palabra, mientras hubiera locos en las fami­lias, no dejarían de recurrir a nosotros, estando como es­tábamos tan a mano, cerca de la capital. Ya sólo nuestro jardín justificaba el viaje. Venían a propósito de París para admirar nuestros macizos y nuestros bosquecillos de rosas en pleno verano.

Uno de esos domingos de junio fue cuando me pareció reconocer a Madelon, por primera vez, en medio de un grupo de transeúntes, inmóvil por un instante, justo de­lante de nuestra verja.

Al principio, no quise comunicar esa aparición a Robinson, para no asustarlo, y después, tras haberlo pensa­do despacio, unos días después, le recomendé, de todos modos, no alejarse, al menos por un tiempo, con sus erráticos paseos por los alrededores, a los que se había aficionado. Ese consejo le inquietó. Sin embargo, no in­sistió para saber más detalles.

Hacia finales de julio, recibimos de Baryton algunas tarjetas postales, desde Finlandia esa vez. Nos dio alegría, pero no nos decía nada de su regreso, Baryton, nos de­seaba una vez más «buena suerte» y mil detalles amis­tosos.

Pasaron dos meses y después otros más... El polvo del verano no volvió a caer sobre la carretera. Uno de nues­tros alienados, hacia Todos los Santos, armó un pequeño escándalo delante de nuestro Instituto. Ese enfermo, antes de lo más apacible y correcto, soportó mal la exal­tación mortuoria de Todos los Santos. No pudimos im­pedirle a tiempo gritar por su ventana que no quería morirse nunca... A los transeúntes les parecía de lo más divertido... En el momento en que se produjo aquella algarada tuve de nuevo, pero aquella vez con mayor pre­cisión que la primera, la impresión, muy desagradable, de reconocer a Madelon en la primera fila de un grupo, jus­to en el mismo sitio, delante de la verja.

Durante la noche que siguió, me desperté angustiado, intenté olvidar lo que había visto, pero todos mis esfuer­zos para olvidar fueron en vano. Más valía no volver a in­tentar dormir.

Hacía mucho que no había yo vuelto a Rancy. Para ser presa de la pesadilla, me preguntaba si no valía más dar una vuelta por allí, de donde todas las desgracias prece­dían, tarde o temprano... Yo había dejado allá, tras mí, pesadillas... Intentar adelantárseles podía, si acaso, pasar por una especie de precaución... Para Rancy, el camino más corto, viniendo de Vigny, es seguir por la orilla del río hasta el puente de Gennevilliers, ese que es muy pla­no, tendido sobre el Sena. Las lentas brumas del río se deshacen al ras del agua, se apretujan, pasan, se elevan, se tambalean y van a caer del otro lado del pretil, en tor­no a las ácidas farolas. La gran fábrica de tractores que queda a la izquierda se esconde en un gran retazo de no­che. Tiene las ventanas abiertas por un incendio tétrico que la quema por dentro y nunca acaba. Pasada la fábri­ca, estás solo en la ribera... Pero no tiene pérdida... Por la fatiga te das cuenta más o menos de que has llegado.

Basta entonces con girar de nuevo a la izquierda por la Rué de Bournaires y ya no queda demasiado lejos. No es difícil orientarse, gracias a la farola roja y verde del paso a nivel, que siempre está encendida.

Incluso de noche, habría ido yo, con los ojos cerrados, hasta el hotelito de los Henrouille. Había ido con fre­cuencia, en otro tiempo...

Sin embargo, aquella noche, cuando hube llegado de­lante de la puerta, me puse a pensar en vez de avanzar...

Estaba sola ahora, la nuera, para habitar el hotelito, pen­saba yo... Estaban todos muertos, todos... Debía de haber sabido, o al menos sospechado, el modo como había acaba­do su vieja en Toulouse... ¿Qué efecto le habría causado?

El reverbero de la acera blanqueaba la pequeña mar­quesina de cristales como con nieve encima de la escalera. Me quedé ahí, en la esquina de la calle, mirando simple­mente, mucho rato. Podría perfectamente haber ido a lla­mar. Seguro que me habría abierto. Al fin y al cabo, no estábamos enfadados, ella y yo. Hacía un frío glacial, donde me había quedado parado...

La calle acababa aún en un hoyo, como en mis tiem­pos. Habían prometido arreglarlo, pero no lo habían he­cho... Ya no pasaba nadie.

No es que tuviese miedo de ella, de Henrouille nuera. No. Pero, de repente, estando allí, se me quitaron las ga­nas de volver a verla. Me había equivocado con lo de querer volver a verla. Allí, delante de su casa, descubría yo de repente que ya no tenía nada que enseñarme... Habría sido enojoso incluso que me hablara ahora y se acabó. Eso era lo que habíamos llegado a ser uno para el otro.

Yo había llegado más lejos que ella en la noche ahora, más lejos incluso que la vieja Henrouille, que estaba muerta... Ya no estábamos todos juntos... Nos habíamos separado para siempre... No sólo por la muerte, sino también por la vida... Por la fuerza de las cosas... ¡Cada cual a lo suyo!, me decía yo... Y me marché por donde había venido, hacia Vigny.

No tenía suficiente instrucción para seguirme ahora, la Henrouille nuera... Carácter sí, de eso sí que tenía... Pero, ¡instrucción, no! Ése era elhic. ¡Instrucción, no! ¡Es fun­damental, la instrucción! Conque ya no podía compren­derme ni comprender lo que ocurría a nuestro alrededor, por puta y terca que fuera... Eso no basta... Hace falta corazón también y saber para llegar más lejos que los demás... Por la Rué des Sanzillons me metí para volverme hacia el Sena y después por el Impasse Vassou. ¡Liquida­da, mi inquietud! ¡Contento casi! Orgulloso casi, porque me daba cuenta de que no valía la pena ya insistir por el lado de Henrouille nuera, ¡había acabado perdiéndola, a aquella puta, por el camino!... ¡Qué tía! Habíamos sim­patizado a nuestro modo... Nos habíamos comprendido bien en tiempos, la nuera Henrouille y yo... Durante mu­cho tiempo... Pero ahora ya no estaba bastante abajo para mí, no podía descender... Llegar hasta mí... No tenía instrucción ni fuerza. No se sube en la vida, se baja. Ella ya no podía. Ya no podía bajar hasta donde yo estaba... Ha­bía demasiada noche para ella a mi alrededor.

Al pasar por delante del inmueble donde la tía de Bébert era portera, habría entrado también yo, sólo para ver a los que lo ocupaban ahora, su chiscón, donde yo había tratado a Bébert y de donde éste se nos había ido. Tal vez siguiera aún allí, su retrato de colegial, por encima de la cama... Pero era demasiado tarde para despertar a la gen­te. Pasé de largo, sin darme a conocer...

Un poco más adelante, en el Faubourg de la Liberté, me encontré con la tienda de Bézin, el chamarilero, aún iluminada... No me lo esperaba... Pero sólo con una pe­queña lámpara de gas en el medio del escaparate. Ése, Bé­zin, conocía todos los chismes y las noticias del barrio, a fuerza de parar en las tascas y por ser tan conocido desde la Foire aux Puces hasta la Porte Maillot.

Habría podido contarme muchas cosas, si hubiera es­tado despierto. Empujé la puerta. Sonó el timbre, pero nadie me respondió. Yo sabía que dormía en la trastien­da, en el comedor, en realidad... Ahí estaba, también él, en la obscuridad, con la cabeza sobre la mesa, entre los brazos, sentado de costado junto a la cena fría que lo es­peraba, lentejas. Había empezado a comer. El sueño lo había vencido en seguida, al volver. Roncaba fuerte. Ha­bía bebido también, claro. Recuerdo bien el día, un jue­ves, día de mercado en Lilas... Tenía un hatillo lleno de «ocasiones» y aún abierto en el suelo, a sus pies.

Siempre me había parecido buen tío, Bézin, no más in­noble que otro. Nada que achacarle. Muy complaciente, fácil de tratar. No iba a despertarlo por curiosidad, para hacerle preguntas... Conque me marché, después de apa­gar el gas.

Le costaba mucho defenderse, claro está, con su comer­cio. Pero a él al menos no le costaba trabajo dormirse.

Volví triste, de todos modos, hacia Vigny, pensando en que toda aquella gente, aquellas casas, aquellas cosas su­cias y sombrías ya no me llegaban derechas al corazón como en otro tiempo y que a mí, por listillo que parecie­ra, acaso no me quedase ya bastante fuerza, bien que lo notaba, para seguir adelante, yo, así, solo.
Para las comidas, en Vigny, habíamos conservado las cos­tumbres de la época de Baryton, es decir, que nos reunía­mos todos a la mesa, pero ahora, por lo general, en la sala de billar de encima de la portería. Era más familiar que el comedor de verdad, donde perduraban los recuerdos, nada gratos, de las conversaciones en inglés. Y, además, que había demasiados muebles elegantes también, para nosotros, en el comedor, de auténtico estilo «1900» con vidrieras de opalina.

Desde el billar se podía ver todo lo que ocurría en la ca­lle. Podía ser útil. Pasábamos en aquel cuarto domingos en­teros. De invitados, recibíamos a veces a cenar a médicos de los alrededores, aquí y allá, pero nuestro convidado habi­tual era más bien Gustave, agente de tráfico. Ése, desde lue­go, era asiduo. Nos habíamos conocido así, por la ventana, contemplándolo los domingos realizar su servicio, en el cruce de la carretera, a la entrada del pueblo. Le daban mu­cho trabajo los automóviles. Primero habíamos cambiado algunas palabras y después, domingo tras domingo, nos ha­bíamos hecho amigos del todo. Yo había tenido ocasión de tratar, en la ciudad, a sus dos hijos, uno tras otro, de saram­pión y paperas. Nos era fiel, Gustave Mandamour, que así se llamaba, oriundo de Cantal. Para la conversación era un poco pesado, porque las palabras le salían con dificultad. No dejaba de encontrarlas, las palabras, pero no le salían, se le quedaban en la boca, haciendo ruidos.

Una tarde, Robinson lo invitó al billar, en broma, creo. Pero lo suyo era la constancia, conque desde entonces había vuelto siempre, Gustave, a la misma hora todas las tardes, a las ocho. Se encontraba a gusto con nosotros, Gustave, mejor que en el café, según nos decía él mismo, por las discusiones políticas, que a menudo se encona­ban, entre los asiduos. Nosotros nunca discutíamos de política. En el caso de Gustave, era terreno bastante deli­cado la política. En el café había tenido problemas con eso. En principio, no debería haber hablado de política, sobre todo cuando había bebido un poco, lo que no era raro. Era conocido incluso porque le daba a la priva, era su debilidad. Mientras que con nosotros se sentía seguro en todos los sentidos. Lo reconocía él mismo. Nosotros no bebíamos. Podía sacar los pies del plato, no había problema. Había confianza.

Cuando pensábamos, Parapine y yo, en la situación de la que nos habíamos librado y la que nos había corres­pondido en casa de Baryton, no nos quejábamos, no te­níamos motivos, porque, a fin de cuentas, habíamos teni­do una suerte milagrosa y disponíamos de todo lo necesario y no nos faltaba nada tanto desde el punto de vista de la consideración como de las comodidades mate­riales.

Sólo, que yo siempre había pensado que no duraría el milagro. Tenía un pasado con muy mala pata, que me repetía, como eructos del Destino. Ya al principio de es­tar en Vigny, había recibido tres cartas anónimas que me habían parecido de lo más equívocas y amenazadoras. Y después, muchas otras cartas más, todas igual de ren­corosas. Cierto es que recibíamos a menudo, cartas anó­nimas, en Vigny y, por lo general, no les hacíamos dema­siado caso. La mayoría procedían de antiguos enfermos, a quienes sus persecuciones iban a atormentarlos a domi­cilio.

Pero aquellas cartas, por el tono, me inquietaban más, no se parecían a las otras; sus acusaciones eran precisas y, además, sólo se referían a Robinson y a mí. En una pa­labra, nos acusaban de estar liados. Era una canallada de suposición. Al principio, me resultaba violento contár­selo, pero después me decidí, de todos modos, porque no cesaban de llegarme nuevas cartas del mismo estilo. Entonces pensamos juntos a ver de quién podían ser. Enumeramos todas las personas posibles de entre nues­tros conocidos comunes. No se nos ocurría ninguna. Para empezar, era una acusación sin pies ni cabeza. Por mi par­te, la inversión no era mi estilo y a Robinson, por la suya, ya es que se la chupaban con ganas las cosas del sexo, tan­to por delante como por detrás. Si algo le preocupaba, no era, desde luego, la jodienda. Tenía que ser por lo menos una celosa para imaginar semejantes cochinadas.

En resumen, sólo conocíamos a Madelon capaz de ve­nir a acosarnos con invenciones tan asquerosas hasta Vigny. Me daba igual que siguiera escribiendo sus cho­rradas, pero yo tenía motivos para temer que, exasperada por no recibir respuesta, viniese a acosarnos, en persona, un día u otro, y a armar escándalo en el establecimiento. Había que esperarse lo peor.


Yüklə 1,68 Mb.

Dostları ilə paylaş:
1   ...   33   34   35   36   37   38   39   40   41




Verilənlər bazası müəlliflik hüququ ilə müdafiə olunur ©muhaz.org 2024
rəhbərliyinə müraciət

gir | qeydiyyatdan keç
    Ana səhifə


yükləyin