Viaje al fin de



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Pasamos así unas semanas durante las cuales nos so­bresaltábamos cada vez que sonaba el timbre. Yo me esperaba una visita de Madelon o, peor aún, de la auto­ridad.

Cada vez que el agente Mandamour llegaba para la partida un poco antes que de costumbre, yo me pregun­taba si no traería una citación al cinto, pero en aquella época era aún, Mandamour, de lo más amable y relajado. Hasta más adelante no empezó a cambiar de modo nota­ble también él. En aquel tiempo, aún perdía casi todos los días a todos los juegos y tan campante. Si cambió de ca­rácter, fue, por cierto, culpa nuestra.

Una noche, por curiosidad, le pregunté por qué no conseguía nunca ganar a las cartas; en el fondo, no tenía yo motivo para preguntarle eso a Mandamour, sólo por la manía de saber el porqué de todo. ¡Sobre todo porque no jugábamos por dinero! Y, al tiempo que hablábamos de su mala suerte, me acerqué a él y, examinándolo bien, me di cuenta de que tenía una acusada hipermetropía. La verdad es que, con la iluminación que teníamos, apenas si distinguía el trébol del rombo en las cartas. No podía se­guir así.

Puse remedio a su enfermedad regalándole unas her­mosas gafas. Al principio estaba muy contento de pro­barse las gafas, pero eso duró poco. Como jugaba mejor, gracias a las gafas, perdía menos que antes y se empeñó en no volver a perder nunca. No era posible, conque ha­cía trampas. Y cuando con trampas y todo perdía, pasaba horas enteras enfurruñado. En una palabra, se volvió in­soportable.

Me preocupaba mucho, se enfadaba por un quítame allá esas pajas, Gustave, y, además, procuraba, a su vez, molestarnos, crearnos inquietudes, preocupaciones. Se vengaba, cuando perdía, a su modo... Y, sin embargo, no era por dinero, repito, por lo que jugábamos, sólo por la distracción y la gloria... Pero se ponía furioso, de todos modos.

Así, una noche que no había tenido suerte, nos habló airado al marcharse. «Señores, ¡permítanme una adver­tencia!... Con la gente que frecuentan, ¡yo que ustedes me andaría con ojo!... ¡Hay una morena, entre otras per­sonas, que hace días que se pasea por delante de esta casa!... ¡Demasiado a menudo en mi opinión!.. ¡Motivos tiene!... ¡No me sorprendería nada que tuviera cuentas que ajustar con uno de ustedes!...»

Así mismo nos lo espetó, el asunto, pernicioso, Man­damour, antes de marcharse. ¡Menuda sensación causó!...

Aun así, yo recobré el dominio de mí mismo al instante. «Muy bien. ¡Gracias, Gustave!... -fui y le respondí con calma-. No sé quién podrá ser la morenita de que habla usted... Ninguna de nuestras antiguas enfermas, que yo sepa, ha tenido motivo para quejarse de nuestro trato... Debe de tratarse una vez más de una pobre enajenada... Ya la encontraremos... En fin, tiene usted razón, más vale siempre estar enterado... Muchas gracias otra vez, Gustave, por habernos avisado... ¡Y buenas noches!»

Robinson, del susto, no podía ya levantarse de la silla. Cuando hubo salido el agente, examinamos la informa­ción que acababa de darnos, en todos los sentidos. Podía perfectamente ser, de todos modos, otra mujer y no Madelon... Venían muchas así, a merodear bajo las ventanas del manicomio... Pero, de todos modos, había motivos poderosos para sospechar que fuera ella y esa duda basta­ba para que sintiésemos un canguelo que para qué. Si era ella, ¿cuáles serían sus nuevas intenciones? Y, además, ¿de qué viviría desde hacía tantos meses en París? Si iba a volver a presentarse en persona, teníamos que preparar­nos, en seguida.

«Oye, Robinson -dije para concluir-, decídete, es el momento, y no te eches atrás... ¿qué quieres hacer? ¿De­seas volver con ella a Toulouse?»

«¡Que no!, te digo. ¡Que no y que no!» Esa fue su res­puesta. Rotunda.

«¡De acuerdo! -dije yo entonces-. Pero en ese caso, si de verdad no quieres volver con ella nunca, lo mejor, en mi opinión, sería que te marcharas a ganarte las habichuelas, durante un tiempo al menos, al extranjero. De ese modo te librarás de ella de verdad... No te va a seguir hasta allí, ¿no?... Aún eres joven... Has recuperado la salud... Has descansado... Te daremos algo de dinero, ¡y buen viaje!... ¡Ésa es mi opinión! Como comprenderás, aquí, además, no tienes porvenir... No puedes seguir aquí siempre...»

Si me hubiera escuchado, si se hubiese marchado en­tonces, me habría venido muy bien, me habría dado una alegría. Pero no se fue.

«Anda, Ferdinand, ¡te burlas de mí!... -respondió-. No está bien, a mi edad... Mírame bien, ¡anda!...» Ya no quería marcharse. Estaba cansado de los garbeos, en una palabra.

«No quiero ir a ninguna parte... -repetía-. Digas lo que digas... Hagas lo que hagas... No me iré...»

Así mismo respondía a mi amistad. No obstante, in­sistí.

«¿Y si fuera a denunciarte, Madelon, supongamos, por lo de la tía Henrouille?... Tú mismo me lo dijiste, que era capaz de hacerlo...»

«Pues, ¡mala suerte! -respondió-. Que haga lo que quiera...»

Palabras así eran nuevas en su boca, porque la fatali­dad, antes, no era su estilo...

«Por lo menos, ve a buscarte algún trabajillo ahí al lado, en una fábrica; así no estarás obligado a pasar todo el tiempo aquí con nosotros... Si llegan a buscarte, ten­dremos tiempo de avisarte.»

Parapine estaba totalmente de acuerdo conmigo al res­pecto e incluso, en aquella ocasión, volvió a hablar un poco. Tenía, pues, que parecerle de lo más grave y urgen­te lo que nos ocurría. Tuvimos que ingeniárnosla enton­ces para colocarlo, disimularlo, ocultarlo, a Robinson. Entre nuestras relaciones figuraba un industrial de los alrededores, un chapista que nos estaba agradecido por pequeños favores de lo más delicados, que le habíamos hecho en momentos críticos. No tuvo inconveniente en tomar a Robinson de prueba para la pintura a mano. Era un currelo fino, suave y bien pagado.

«Léon -le dijimos la mañana que empezaba a traba­jar-, no hagas el idiota en tu nuevo trabajo, no andes contando tus ideas ridículas para que te fichen... Llega a la hora... No te vayas antes que los demás... Saluda a todo el mundo al llegar... Pórtate bien, en una palabra. Es un taller decente y vas recomendado...»

Pero nada, lo ficharon en seguida, de todos modos, y no por culpa suya, sino por un chivato de un taller cer­cano que lo había visto entrar en el gabinete privado del patrón. Fue suficiente. Informe. Malas intenciones. Despido.

Conque ahí lo teníamos de vuelta, a Robinson, otra vez, sin empleo, unos días después. ¡Fatalidad!

Y, además, empezó a toser otra vez casi el mismo día. Lo auscultamos y descubrimos toda una serie de esterto­res a lo largo del pulmón derecho. No le quedaba más re­medio que guardar reposo.

Eso sucedió un sábado por la noche justo antes de ce­nar; entonces alguien preguntó por mí en el salón de la entrada.

Una mujer, me anunciaron.

Era ella con un sombrerito muy elegante y guantes. Lo recuerdo bien. No hacía falta preámbulo, no podía ser más oportuna. La puse al corriente.

«Madelon -le dije lo primero-, si es a Léon a quien de­sea ver, le aviso ya desde ahora que no vale la pena que insista, puede dar media vuelta... Está enfermo de los pulmones y de la cabeza... Bastante grave, por cierto... No puede usted verlo... Además, es que no tiene nada que decirle a usted...»

«¿Ni siquiera a mí?», insistió.

«No, ni siquiera a usted... Sobre todo a usted...», añadí.

Creí que iba a saltar de nuevo. No, se limitó a mover la cabeza, allí, delante de mí, de derecha a izquierda, con los labios apretados, y con los ojos intentaba encontrarme de nuevo donde me había dejado en su recuerdo. Yo ya no estaba allí. Me había desplazado, también yo, en el recuerdo. En la situación en que nos encontrábamos, un hombre, un cachas, me habría dado miedo, pero de ella no tenía yo nada que temer. Yo le podía, como se suele decir. Siempre había deseado meterle un buen cate a una cabeza presa así de la cólera para ver cómo dan vueltas las cabezas encolerizadas en esos casos. Eso o un hermo­so cheque es lo que hace falta para ver de golpe cambiar todas las pasiones que se enroscan en una cabeza. Es tan bello como una hermosa maniobra a vela sobre un mar agitado. Toda la persona se ladea como azotada por un viento nuevo. Yo quería ver una cosa así.

Hacía veinte años por lo menos, que me perseguía ese deseo. En la calle, en el café, en todas partes donde la gente más o menos agresiva, quisquillosa y fanfarrona, se pelea. Pero nunca me había atrevido por miedo a los gol­pes y sobre todo por la vergüenza que acompaña a los golpes. Pero aquella ocasión, por una vez, era magnífica.

«¿Te vas a ir de una vez?», fui y le dije, sólo para exci­tarla un poco más aún, ponerla a tono.

Ella ya no me reconocía, de hablarle así. Se puso a son­reír, del modo más horripilante, como si me considerara ridículo y muy despreciable... «¡Zas! ¡Zas!» Le pegué dos guantazos como para dejar sin sentido a un asno.

Fue a caer redonda sobre el gran diván rosa de enfren­te, contra la pared, con la cabeza entre las manos. Respi­raba entrecortadamente y gemía como un perrito apalea­do. Y después, pareció como si reflexionara y de repente se levantó, con agilidad, y cruzó la puerta sin volver si­quiera la cabeza. Yo no había visto nada. Vuelta a em­pezar.
Pero de nada nos sirvió lo que hicimos, era más astuta que todos nosotros juntos. La prueba es que volvió a verlo, a su Robinson, como quiso... El primero que los descubrió juntos fue Parapine. Estaban en la terraza de un café frente a la Gare de l'Est.

Yo me lo figuraba ya, que se volvían a ver, pero no quería dar la impresión otra vez de interesarme por sus relaciones. No era asunto mío, en una palabra. Él cumplía con su deber en el manicomio y muy bien, por cierto, con los paralíticos, currelo ingrato si los hay, limpiándolos, lavándolos, cambiándoles la muda, dándoles palique. No podíamos pedirle más.

Si aprovechaba las tardes que yo lo enviaba a París, a hacer recados, para volver a verla, a su Madelon, era asunto suyo. El caso es que no habíamos vuelto a verla, después de lo de las bofetadas, en Vigny-sur-Seine, a Ma­delon. Pero yo pensaba que debía de haberle contado marranadas sobre mí.

Yo ya no le hablaba ni siquiera de Toulouse, a Ro­binson, como si nada de todo aquello hubiese sucedido nunca.

Seis meses pasaron así, mejor o peor, y después se pro­dujo una vacante en nuestro personal y de repente nece­sitamos con urgencia una enfermera especializada en ma­sajes, la nuestra se había marchado sin avisar para casarse.

Gran número de jóvenes hermosas se presentaron para aquel puesto, con lo que nuestro único problema fue no saber a cuál elegir de entre tantas criaturas sólidas de to­das las nacionalidades que acudieron en tropel a Vigny, en cuanto apareció nuestro anuncio. Al final, nos decidi­mos por una eslovaca llamada Sophie cuya carne, cuyo porte, ágil y tierno a la vez, cuya divina salud, nos pare­cieron, reconozcámoslo, irresistibles.

Conocía, aquella Sophie, pocas palabras en francés, pero yo, por mi parte, estaba dispuesto, era lo menos que podía hacer, a darle clases sin pérdida de tiempo. Por cierto, que, en contacto con ella, recuperé el gusto por la enseñanza. Sin embargo, Baryton había hecho todo lo posible para que me asqueara. ¡Impenitencia! Pero, ¡qué juventud también! ¡Qué ardor! ;Qué musculatura! ¡Qué excusa! ¡Elástica! ¡Nerviosa! ¡De lo más asombrosa! No menoscababan aquella belleza ninguno de esos pudores, verdaderos o falsos, que tanto molestan en las conversa­ciones demasiado occidentales. Por mi parte, mi admira­ción era, a decir verdad, infinita. De músculos en múscu­los, por grupos anatómicos, avanzaba yo... Por vertientes musculares, por regiones... No me cansaba de perseguir ese vigor concertado y al mismo tiempo suelto, repartido en haces sucesivamente huidizos y consistentes, al tacto... Bajo la piel aterciopelada, tersa, relajada, milagrosa...

La era de esos gozos vivos, de las grandes armonías in­negables, fisiológicas, comparativas, está aún por venir... El cuerpo, divinidad sobada por mis vergonzosas ma­nos... Manos de hombre honrado, cura desconocido... Permiso primero de la Muerte y las Palabras... ¡Cuántas cursilerías apestosas! El hombre distinguido va a echar un polvo embadurnado con una espesa mugre de símbo­los y acolchado hasta la médula... Y después, ¡que pase lo que pase! ¡Buen asunto! La economía de no excitarse, al fin y al cabo, sino con reminiscencias... Se poseen las re­miniscencias, se pueden comprar, hermosas y espléndidas, una vez por todas, las reminiscencias... La vida es algo más complicado, la de las formas humanas sobre todo. Atroz aventura. No hay otra más desesperada. Al lado de ese vicio de las formas perfectas, la cocaína no es sino un pasatiempo para jefes de estación.

Pero, ¡volvamos a nuestra Sophie! Su simple presencia parecía una audacia en nuestra casa enfurruñada, atemo­rizada y equívoca.

Tras un tiempo de vida en común, seguíamos conten­tos, desde luego, de contarla entre nuestras enfermeras, pero no podíamos, sin embargo, por menos de temer que un día se pusiera a descomponer el conjunto de nuestras infinitas prudencias o simplemente tomara conciencia una mañana de nuestra lastimosa realidad...

¡Ignoraba aún, Sophie, la suma de nuestros encenagados abandonos! ¡Un hatajo de fracasados! La admirábamos, viva junto a nosotros, por el simple hecho de alzarse, venir a nuestra mesa, volverse a marchar... Nos hechizaba...

Y, todas las veces que hacía esos gestos tan sencillos, sentíamos sorpresa y gozo. Hacíamos como progresos de poesía sólo con admirarla por ser tan bella y tanto más inconsciente que nosotros. El ritmo de su vida brotaba de fuentes distintas de las nuestras... Rastreras para siem­pre, las nuestras, babosas.

Aquella fuerza alegre, precisa y suave a la vez, que la animaba desde la cabellera hasta los tobillos nos turbaba, nos inquietaba de modo encantador, pero nos inquietaba, ésa es la palabra.

Nuestro áspero saber sobre las cosas de este mundo hacía ascos a ese gozo, aun cuando el instinto saliera ga­nando, siempre ahí el saber, temeroso en el fondo, refu­giado en el sótano de la existencia, acostumbrado a lo peor, por experiencia.

Tenía, Sophie, esos andares alados, ágiles y precisos, que se encuentran, tan frecuentes, casi habituales, en las mujeres de América, los andares de los elegidos del por­venir, a quienes la vida lleva, ambiciosa y ligera aún, hacia nuevas formas de aventuras... Velero con tres mástiles de alegría tierna rumbo al Infinito...

Parapine, por su parte, pese a no ser lírico precisamen­te en materia de atracción, se sonreía a sí mismo, cuando ella había salido. El simple hecho de contemplarla te sen­taba bien en el alma. Sobre todo a mí, para ser justos, consumiéndome de deseo.

Para sorprenderla, hacerla perder un poco de esa so­berbia, de ese como poder y prestigio que había adquiri­do sobre mí, Sophie, rebajarla, en una palabra, humani­zarla un poco a nuestra mezquina medida, yo entraba en su habitación mientras ella dormía.

Ofrecía un espectáculo muy distinto entonces, Sophie, familiar y, sin embargo, sorprendente, tranquilizador también. Sin ostentación, casi sin tapar, atravesada en la cama, con las piernas en desorden, carnes húmedas y abiertas, forcejeaba con la fatiga...

Se cebaba en el sueño, Sophie, en las profundidades del cuerpo, roncaba. Ése era el único momento en que yo la encontraba a mi alcance. No más hechizos. No más ca­chondeo. Pura y simple seriedad. Se afanaba en el revés, por así decir, de la existencia, extrayéndole vida... Tra­gona era en esos momentos, borracha incluso a fuerza de absorberla. Había que verla tras aquellas sesiones de soñarrera, toda hinchada aún y, bajo su piel rosa, los órganos que no cesaban de extasiarse. Estaba graciosa entonces y ridícula como todo el mundo. Titubeaba de felicidad durante unos minutos más y después toda la luz del día caía sobre ella y, como tras el paso de una nube demasiado cargada, recobraba el vuelo, gloriosa, li­berada...

Da gusto echar un palo así. Es muy agradable tocar ese momento en que la materia se vuelve vida. Subes hasta la llanura infinita que se abre ante los hombres. Gritas: ¡Aaah! ¡Y aaah! Gozas todo lo que puedes ahí encima y es como un gran desierto...

De entre nosotros, sus amigos más que sus patronos, yo era, creo, el más íntimo. Ahora, que me engañaba puntualmente, he de reconocerlo, con el enfermero del pabellón de los agitados, antiguo bombero, por mi bien, según me explicaba, para no agotarme, por los trabajos intelectuales que yo estaba haciendo y que armonizaban bastante mal con los accesos de su temperamento. Lo que se dice por mi bien. Me ponía los cuernos por higiene. Era muy dueña.

Todo aquello, en definitiva, sólo me habría causado placer, pero no podía quitarme de la conciencia la histo­ria de Madelon. Acabé contándoselo todo un día, a Sophie, para ver qué decía. Me desahogué un poco, al con­tarle mis problemas. Estaba harto, desde luego, de las disputas interminables y de los rencores provocados por sus amores desgraciados y Sophie me daba la razón en todo aquello.

Ya que habíamos sido amigos, Robinson y yo, le pare­cía a ella que debíamos reconciliarnos todos, sencilla­mente, como buenos amigos, y lo más pronto posible. Era el consejo de un buen corazón. Tienen muchos cora­zones buenos así, en Europa central. Sólo, que no estaba demasiado al corriente de los caracteres ni de las reaccio­nes de la gente de por aquí. Con las mejores intenciones del mundo, me aconsejaba lo menos indicado. Me di cuenta de que se había equivocado, pero ya era demasia­do tarde.

«Deberías volver a verla, a Madelon -me aconsejó-, debe de ser buena chica en el fondo, por lo que me has contado... Sólo, que tú la provocaste, ¡y estuviste de lo más brutal y asqueroso con ella!... Le debes excusas e in­cluso un regalo bonito para hacerla olvidar...» Así se hacía en su país. En una palabra, iniciativas muy corteses me aconsejaba, pero poco prácticas.

Seguí sus consejos, sobre todo porque vislumbraba, al cabo de todos aquellos melindres, acercamientos diplo­máticos y remilgos, una posible partida entre cuatro que sería de lo más divertida, vamos, renovadora incluso. Mi amistad se volvía, siento decirlo, bajo la presión de los acontecimientos y de la edad, solapadamente erótica. Traición. Sophie me ayudaba, sin quererlo, a traicionar en aquel momento. Era demasiado curiosa como para no gustar de los peligros, Sophie. De madera excelente, nada protestona, persona que no intentaba minimizar las oca­siones de la vida, que no desconfiaba por principio de ésta. Mi estilo mismo. Más lanzada aún. Comprendía la necesidad de los cambios en las distracciones de la jodienda. Disposición aventurera, más rara que la hostia, hay que reconocerlo, entre las mujeres. No había duda, habíamos elegido bien.

Le habría gustado, y a mí me parecía muy natural, que pudiera darle algunos detalles sobre el físico de Madelon. Temía parecer torpe junto a una francesa, en la intimidad, sobre todo por el gran renombre de artistas en ese terreno que se les ha atribuido a las francesas en el extranjero. En cuanto a soportar, además, a Robinson, para complacerme, y se acabó, consentiría. No la excitaba lo más mínimo, Ro­binson, según me decía, pero, en resumidas cuentas, está­bamos de acuerdo. Era lo principal. Bien.

Esperé un poco a que una buena ocasión se presentara para decir dos palabras a Robinson sobre mi proyecto de reconciliación general. Una mañana en que estaba en el economato copiando las observaciones médicas en el re­gistro, el momento me pareció oportuno para mi intento y lo interrumpí para preguntarle con toda sencillez qué le parecería una iniciativa por mi parte ante Madelon para que quedara olvidado el violento pasado reciente... Y si podría en la misma ocasión presentarle a Sophie, mi nue­va amiga... Y si no pensaba, por último, que había llegado el momento de que todos tuviéramos una explicación de una vez y como buenos amigos.

Primero vaciló un poco, bien lo advertí, y después me respondió, pero sin entusiasmo, que no veía inconve­niente... En el fondo, creo que Madelon le había anuncia­do que yo intentaría volver a verla con un pretexto u otro. De la bofetada del día en que ella había venido a Vigny no dije ni pío.

No podía arriesgarme a que me echara una bronca en­tonces y me llamase bestia en público, pues, al fin y al cabo, si bien éramos amigos desde hacía mucho, en aque­lla casa estaba a mis órdenes, de todos modos. Lo prime­ro, la autoridad.

Era el momento de dar ese paso, el mes de enero. De­cidimos, porque era más cómodo, que nos encontraría­mos todos en París un domingo, que iríamos después al cine juntos y que tal vez pasaríamos primero un momen­to por la verbena de Batignolles, siempre que no hiciese demasiado frío fuera. Robinson había prometido llevarla a la verbena de Batignolles. Se pirraba por las verbenas, Madelon, según me dijo él. ¡Venía al pelo! Para la prime­ra vez que volvíamos a vernos, sería mejor que fuese con ocasión de una fiesta.


¡La verdad es que nos dimos un atracón de verbena con los ojos! ¡Y con la cabeza también! ¡Bim y bum! ¡Y más bum! ¡Y empujones por aquí! ¡Y empujones por allá! ¡Y venga gritos! Y ahí nos teníais a todos en el barullo, ¡con luces, jaleo y demás! ¡Y viva el tino, la audacia y el cachondeo! ¡Hale! Cada cual intentaba parecer animado, pero un poco distante, de todos modos, para hacer ver a la gente que normalmente nos divertíamos en otra parte, en lugares mucho más caros, expensifs como se dice en inglés.

Astutos y alegres cachondos aparentábamos ser, pese al cierzo, humillante también, y ese miedo deprimente a ser demasiado generosos con las distracciones y tener que lamentarlo mañana, tal vez durante toda una semana incluso.

Un gran eructo de música sube de la noria. No consi­gue vomitar su vals de Fausto, la noria, pero hace todo lo posible. Le baja, el vals, y le vuelve a subir en torno al techo redondo, que gira con sus mil tartas de luz en bombillas. No es cómodo. El órgano sufre de música en el tubo de su vientre. ¿Qué tal un trozo de turrón? ¿O, mejor, el tiro al blanco? ¡A elegir!...

Entre nosotros, la más hábil, con el ala del sombrero alzada por delante, en el tiro, era Madelon. «¡Mira! -dijo a Robinson-. ¡Yo no tiemblo! ¡Y eso que hemos bebido de lo lindo!» Con eso os hacéis idea del tono exacto de la conversación. Acabábamos de salir del restaurante. «¡Otra más!» ¡Madelon la ganó, la botella de champán! «¡Ping y pong! ¡Y blanco!» Entonces le hice una apuesta: a que no me atrapaba en los coches de choque. «¿Que no? -respondió, muy animada-. ¡Cada cual al suyo!» ¡Y hale! Yo estaba contento de que hubiese aceptado. Era un medio de aproximarme a ella. Sophie no era celosa. Tenía motivos.

Conque Robinson subió detrás con Madelon en un coche y yo en otro delante con Sophie, ¡y nos pegamos una de golpes! ¡Toma castaña! ¡Toma ciribicundia! Pero en seguida vi que no le gustaba eso de que la zarandea­ran, a Madelon. Tampoco a él, por cierto, a Robinson, le gustaba ya eso. La verdad es que no estaba a gusto con nosotros. En el pasillo, cuando nos agarrábamos a las ba­randillas, unos marineros se pusieron a sobarnos por la fuerza, a hombres y mujeres, y nos hicieron proposicio­nes. Nos entró canguelo. Nos defendimos. Nos reímos. Llegaban de todos lados, los sobones, y, además, ¡con música, arrebato y cadencia! Recibes en esas especies de toneles con ruedas tales sacudidas, que cada vez que te dan se te salen los ojos de las órbitas. ¡Alegría, vamos! ¡Violencia con cachondeo! ¡Todo un acordeón de place­res! Me habría gustado hacer las paces con Madelon an­tes de abandonar la verbena. Yo insistía, pero ella ya no respondía a mis iniciativas. Nada, que no. Me ponía mala cara incluso. Me mantenía a distancia. Yo estaba perplejo. No estaba de humor, Madelon. Yo había esperado otra cosa. Físicamente había cambiado también, por cierto, y en todo.

Observé que, al lado de Sophie, desmerecía, estaba mustia. La amabilidad le sentaba mejor, pero parecía que ahora supiese cosas superiores. Eso me irritó. Con gusto la habría abofeteado de nuevo para hacerla entrar en ra­zón o, si no, que me dijera, a mí, eso superior que sabía.


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