Viaje al fin de



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Pero, ¡a sonreír tocaban! Estábamos en la verbena, ¡no habíamos ido a lloriquear! ¡Había que celebrarlo!

Había encontrado trabajo en casa de una tía suya, iba contando a Sophie, después, mientras caminábamos. En la Rué du Rocher, una tía corsetera. No íbamos a ponerlo en duda.

No era difícil de comprender, desde ese momento, que para lo de la reconciliación el encuentro había sido un fracaso. Y para mi plan también, había sido un fracaso. Un desastre incluso.

Había sido un error volver a verse. Sophie, por su parte, aún no comprendía bien la situación. No se daba cuenta de que, al volver a vernos, acabábamos de complicar las cosas... Robinson debería haberme dicho, haberme avisado, que era terca hasta ese punto... ¡Una lástima! ¡En fin! ¡Catapún! ¡Chin, chin! ¡Ánimo, que no se diga! ¡Hale, a la oruga! Yo lo propuse, invitaba yo, para intentar acercarme una vez más a Madelon. Pero se escabullía constantemente, me evitaba, aprovechaba la multitud para subirse a otra banqueta, delante, con Ro­binson; estaba yo guapo. Olas y remolinos de obscuridad nos atontaban. No había nada que hacer, concluí para mis adentros. Y Sophie ya era de mi opinión. Compren­día que en todo aquello había sido yo víctima de mi imaginación de obseso y salido. «¡Mira! ¡Está ofendida! Me parece que lo mejor sería dejarlos tranquilos ahora... Nosotros podríamos quizás ir a dar una vuelta por el Chabanais antes de volver a casa...» Era una propuesta que le gustaba mucho, a Sophie, porque había oído ha­blar mucho del Chabanais, cuando aún se encontraba en Praga, y estaba deseando conocerlo, el Chabanais, para poder juzgar por sí misma. Pero calculamos que nos sal­dría demasiado caro, el Chabanais, para la cantidad de di­nero que habíamos cogido. Conque tuvimos que intere­sarnos de nuevo por la verbena.

Robinson, mientras estábamos en la oruga, debía de haber tenido una escena con Madelon. Bajaron de lo más irritados, los dos, de aquel carrusel. Estaba visto que aquel día estaba ella de mírame y no me toques. Para cal­mar los ánimos, les propuse una distracción muy entrete­nida: un concurso de pesca al cuello de las botellas. Ma­delon aceptó refunfuñando. Y, sin embargo, nos ganó todo lo que quiso. Llegaba con su anillo justo encima del cuello de la botella, ¡e iba y te lo metía en menos que canta un gallo! ¡Tris, tras! Listo. El hombre de la caseta no daba crédito a sus ojos. Le entregó, de premio, «una media Grand-Duc de Malvoison». Para que os hagáis idea del tino que tenía. Pero, aun así, no quedó satisfecha. No la iba a beber... nos anunció al instante... Que si era malo... Conque fue Robinson quien la abrió para beberla. ¡Zas! ¡Y empinando el codo bien! Una gracia en su caso, pues no bebía, por así decir, nunca.

Después pasamos delante de la boda del pim pam pum. ¡Pan! ¡Pan! Peleamos con pelotas duras. Había que ver qué poco tino tenía yo... Felicité a Robinson. Me ga­naba a cualquier juego también él. Pero tampoco lo hacía sonreír su tino. Estaba visto: parecía que los hubiéramos llevado por la fuerza a los dos. No había modo de ani­marlos, de alegrarlos. «¡Que estamos en la verbena!», gri­té; por una vez me fallaba la inventiva.

Pero les daba igual que yo los animara y les repitiese esas cosas al oído. No me oían. «Pero, ¿qué juventud es ésta? -les pregunté-. ¡A quien se le diga...! ¿Es que ya no se divierte la juventud? ¿Qué tendría que hacer yo, en­tonces, que tengo diez castañas más que vosotros? ¡Pues sí!» Entonces me miraban, Madelon y él, como si se en­contraran ante un intoxicado, un baboso, y ni siquiera valiese la pena responderme... Como si ni siquiera valiese la pena hablarme, pues ya no comprendería, seguro, lo que pudieran explicarme... Nada de nada... ¿Tendrían razón?, me pregunté entonces y miré, muy inquieto, a nuestro alrededor, a la otra gente.

Pero los otros hacían lo que convenía, por su parte, para divertirse, no como nosotros ahí, haciéndonos pajas mentales con nuestra pena, penita, pena. ¡Ni hablar del peluquín! ¡Menudo si la gozaban con la fiesta! ¡Por un franco aquí!... ¡Cincuenta céntimos allá!... Luz... Bombo, música y caramelos... Como moscas se agitaban, con sus larvillas incluso en los brazos, bien lívidos, pálidos bebés, que desaparecían, a fuerza de palidez, entre tanta luz. Un poco de rosa sólo en torno a la nariz les quedaba, a los bebés, en el sitio de los catarros y los besos.

Entre todas las casetas, lo reconocí en seguida, al pasar, el «Tiro de las Naciones», un recuerdo, no les comenté nada a los otros. Quince años ya, me dije, sólo para mis adentros. Quince años han pasado ya... ¡La tira! ¡La can­tidad de amiguetes que ha perdido uno por el camino! Nunca habría creído que se hubiera librado del barro en que estaba hundido allí, en Saint-Cloud, el «Tiro de las Naciones»... Pero estaba bien restaurado, casi nuevo, en una palabra, ahora, con música y todo. Muy bien. No ce­saban de tirar. Una caseta de tiro está siempre muy solici­tada. El huevo había vuelto también, como yo, en el cen­tro, casi en el aire, a brincar. Costaba dos francos. Pasamos de largo, teníamos demasiado frío como para probar, más valía caminar. Pero no era porque nos faltase dinero, teníamos aún los bolsillos llenos, de moneda tin­tineante, la musiquilla del bolso.

Yo habría probado cualquier cosa, en aquel momento, para que cambiásemos de ánimo, pero nadie ponía nada de su parte. Si hubiera estado Parapine con nosotros, ha­bría sido aún peor seguramente, ya que se ponía triste en cuanto había gente. Por fortuna, se había quedado de guardia en el manicomio. Por mi parte, yo me arrepentía de haber ido. Madelon se echó entonces a reír, pese a todo, pero no era divertida su risa ni mucho menos. Robinson lanzaba risitas a su lado para no desentonar. De repente, Sophie se puso a contar chistes. Lo que faltaba.

Al pasar por delante de la caseta del fotógrafo, nos vio, el artista, vacilantes. No queríamos fotografiarnos, salvo Sophie tal vez. Pero acabamos expuestos ante su aparato, de todos modos, a fuerza de vacilar ante la puerta. Nos sometimos a sus lentas instrucciones, ahí, sobre la pasare­la de cartón, que debía de haber construido él mismo, de un supuesto barco La Belle-France. Estaba escrito en los falsos salvavidas. Nos quedamos así un buen rato, con los ojos clavados en el horizonte desafiando el porvenir. Otros clientes esperaban impacientes a que bajáramos de la pasarela y ya se vengaban considerándonos feos y nos lo decían, además, y en voz alta.

Se aprovechaban de que no podíamos movernos. Pero Madelon no tenía miedo, los puso de vuelta y media con todo el acento del Mediodía. Bien clarito. Respuesta sa­brosa.

Magnesio. Todos parpadeamos. Una foto cada uno. Más feos que antes. Estábamos más feos que antes. Cala­ba la lluvia por la lona. Teníamos los pies molidos de can­sancio y congelados. El viento se nos había colado, mien­tras posábamos, por todos los agujeros, hasta el punto de que el abrigo parecía inexistente.

Había que ponerse de nuevo a deambular entre las ca­setas. Yo no me atrevía a proponer que volviésemos a Vigny. Era demasiado temprano. El sentimental órgano del tiovivo aprovechó que estábamos ya tiritando para provocarnos más tembleque aún, nervioso. Del fracaso del mundo entero se cachondeaba, el instrumento. Can­taba a la derrota entre sus tubos plateados y la melodía iba a diñarla en la noche de al lado, a través de las calles meadas que bajan de las Buttes.

Las marmotillas de Bretaña tosían mucho más que el invierno pasado, cierto es, cuando acababan de llegar a París. Sus muslos jaspeados de verde y azul eran los que adornaban, como podían, los arreos de los caballitos. Los chorbos de Auvernia que las invitaban, prudentes em­pleados de Correos, sólo se las tiraban con condón, era sabido. No estaban dispuestos a pescarlas por segunda vez. Las marmotas se retorcían esperando el amor en el estrépito asquerosamente melodioso del tiovivo. Un poco mareadas estaban, pero posaban, de todos modos, con seis grados de temperatura, porque era el momento supremo, el momento de probar su juventud con el amante definitivo, que tal vez estuviera ahí, conquistado ya, acurrucado entre los gilipuertas de aquella multitud aterida. No se atrevía aún, el Amor... Todo llega, sin em­bargo, como en el cine, y la felicidad también. Que te adore una sola noche y nunca más se separará de ti, ese hijo de papá... Es algo visto y se acabó. Además, es que está bien, es que es guapo, es que es rico.

En el quiosco de al lado, junto al metro, a la vendedo­ra, por su parte, le importaba un pepino el porvenir, se rascaba su antigua conjuntivitis y se la infectaba despa­cio con las uñas. Es un placer, obscuro y gratuito. Ya ha­cía seis años que le duraba, lo del ojo, y cada vez le pica­ba más.

Los transeúntes apiñados en grupo contra el frío que pelaba se apretujaban para derretirse en torno a la rifa. Sin conseguirlo. Brasero de culos. Entonces se largaban corriendo y saltaban para calentarse en el cogollo de multitud que formaban los de enfrente, delante del terne­ro con dos cabezas.

Protegido por el urinario, un muchachito a quien el paro acechaba decía su precio a una pareja de provincias, que se sonrojaba de emoción. El guri que velaba por las buenas costumbres había comprendido el tejemaneje, pero se la traía floja, su cita de momento era a la salida del café Miseux. Hacía una semana que lo acechaba. Te­nía que ser en el estanco o en la trastienda del vendedor de libros verdes de al lado. En cualquier caso, hacía tiem­po que le habían dado el soplo. Uno de los dos procura­ba, según contaban, menores, que aparentaban vender flores. Más anónimos. El vendedor de castañas de la es­quina «soplaba» también, por su parte, a la bofia. Qué remedio, por cierto. Todo lo que había en la acera perte­necía a la policía.

Esa especie de ametralladora que se oía, furiosa, por este lado, a ráfagas, era simplemente la moto del tipo del «Disco de la Muerte». Un «evadido», según decían, pero no era seguro. En cualquier caso, ya había reventado su tienda dos veces, aquí mismo, y también dos años antes en Toulouse. ¡A ver si se estrellaba de una vez con su aparato! ¡A ver si se rompía la jeta de una vez y la colum­na también y que no se hablara más del asunto! De oírlo, ¡te entraban ganas de matarlo! El tranvía también, por cierto, con su campanilla; ya había atropellado a dos vie­jos de Bicetre, a la altura de las casetas, en menos de un mes. El autobús, en cambio, era tranquilo. Llegaba a la chita callando a la Place Pigalle, con muchas precaucio­nes, titubeando más bien, tocando la bocina, jadeando, con sus cuatro personas dentro, muy prudentes y lentas a la hora de salir, como monaguillos.

De mostradores a grupos y de tiovivos a rifas, a fuerza de deambular, habíamos llegado hasta el final de la verbe­na, el enorme vacío negro como la pez donde las familias iban a hacer pipí... ¡Media vuelta, pues! Al volver sobre nuestros pasos, comimos castañas para que nos diera sed. Dolor en la boca nos dio, pero no sed. Un gusano tam­bién en las castañas, uno muy mono. Se lo encontró Madelon, como hecho a propósito. E incluso desde aquel momento fue cuando las cosas empezaron a ir franca­mente mal entre nosotros, hasta entonces nos conteníamos un poco, pero lo de la castaña la puso absolutamente furiosa.

En el momento en que se acercaba al arroyo para escu­pirlo, el gusano, Léon le dijo, además, algo como para impedírselo, ya no sé qué, ni por qué le dio eso, pero de repente eso de ir a escupir así no le gustaba a Léon. Le preguntó, como un tonto, si había encontrado una pepi­ta... No había que hacerle una pregunta así... Y entonces va y se le ocurre a Sophie meterse en su discusión, no comprendía por qué regañaban... Quería saberlo.

Conque eso los irritó aún más, verse interrumpidos por Sophie, una extranjera, lógicamente. Justo entonces un grupo de alborotadores pasó entre nosotros y nos se­paró. Eran jóvenes que hacían la carrera, en realidad, pero con mímicas, pitos y toda clase de gritos de alma que lleva el diablo. Cuando pudimos juntarnos, seguían regañando, Robinson y ella.

«Ha llegado el momento -pensaba yo- de regresar... Si los dejamos juntos aquí unos minutos más, nos van a ar­mar un escándalo en plena verbena... ¡Ya basta por hoy!» Todo había fallado, había que reconocerlo. «¿Quieres que nos vayamos? -le propuse. Entonces me miró como sorprendido. Sin embargo, me parecía la decisión más prudente e indicada-. ¿Es que no estáis hartos de la ver­bena así?», añadí. Entonces me indicó por señas que lo mejor era que preguntara primero su opinión a Madelon. No tenía yo inconveniente en preguntárselo, a Made­lon, pero no me parecía muy oportuno.

«Pero, ¡si nos la llevamos con nosotros, a Madelon!», acabé diciendo.

«¿Que nos la llevamos? ¿Adonde quieres llevarla?», dijo él.

«Pues, ¡a Vigny, hombre!», respondí.

¡Era meter la pata!... Una vez más. Pero no podía echarme atrás, ya lo había dicho.

«¡Tenemos una habitación libre para ella en Vigny! -añadí-. ¡Nos sobran habitaciones, qué caramba!... Ade­más, podemos tomar una cenita juntos, antes de irnos a acostar... ¡Será más alegre que aquí, donde nos estamos quedando, literalmente, congelados desde hace dos ho­ras! No va a ser difícil...» No respondía nada, Madelon, a mis propuestas. Ni siquiera me miraba, mientras yo ha­blaba, pero, aun así, no se perdía ripio de lo que yo aca­baba de explicar. En fin, lo dicho dicho estaba.

Cuando me encontré un poco separado, ella se acercó a mí con disimulo para preguntarme si no sería que que­ría jugarle otra mala pasada invitándola a Vigny. No le respondí nada. No se puede razonar con una mujer celo­sa, como ella estaba, habría sido otro pretexto más para cuentos interminables. Y, además, yo no sabía exacta­mente de quién ni de qué estaba celosa. Con frecuencia es difícil determinar esos sentimientos provocados por los celos. De todo, en una palabra, estaba celosa, me ima­gino, como todo el mundo.

Sophie no sabía ya qué hacer, pero seguía insistiendo para mostrarse amable. Había cogido del brazo incluso a Madelon, pero ésta estaba demasiado rabiosa y contenta, además, de estarlo como para dejarse distraer por amabi­lidades. Nos escurrimos con mucho trabajo a través del gentío para llegar hasta el tranvía, en la Place Clichy. En el preciso momento en que íbamos a coger el tranvía, una nube descargó sobre la plaza y empezó a llover a mares. El cielo se derramó.

En un instante todos los autos fueron cogidos al asal­to. «¿No irás a ponerme en evidencia delante de la gen­te?... ¿Eh, Léon? -oí a Madelon preguntarle a media voz junto a nosotros. Aquello se ponía feo-. ¿Conque ya es­tás harto de verme, eh?... ¡Anda, dilo que estás harto de verme! -proseguía-. ¡Dilo! ¡Y eso que no me ves a me­nudo!... Pero prefieres estar a solas con ellos dos, ¿eh?...

Apuesto algo a que os acostáis juntos, cuando yo no es­toy... ¡Dilo, que prefieres estar con ellos y no conmigo!... Dilo, que yo te oiga... -Y después se quedaba sin decir nada, la cara se le cerraba en una mueca en torno a la na­riz, que le subía y le tiraba de la boca. Estábamos espe­rando en la acera-. ¿Has visto cómo me tratan tus ami­gos?... ¿Eh, Léon?», continuaba.

Pero Léon, hay que ser justos, no replicaba, no la pro­vocaba, miraba para otro lado, a las fachadas y el bulevar y los coches.

Sin embargo, era un violento a ratos, Léon. Como Madelon veía que no daban resultado sus amenazas, lo hos­tigaba de otro modo y después con ternura, mientras es­peraba. «Yo te quiero, Léon mío, ¿me oyes, que te quiero?... ¿Te das cuenta por lo menos de lo que he he­cho por ti?... ¿Tal vez habría sido mejor que yo no vinie­ra hoy?... ¿Me quieres, de todos modos, un poquito, Léon? No es posible que no me quieras nada... Tienes corazón, ¿no, Léon? Tienes un poco de corazón, de to­dos modos, ¿no, Léon?... Entonces, ¿por qué desprecias mi amor?... Habíamos tenido un sueño bonito juntos... ¡Anda que no eres cruel conmigo!... ¡Has despreciado mi sueño, Léon! ¡Lo has ensuciado!... ¡Ya puedes decir que lo has destruido, mi ideal!... Entonces no quieres que crea más en el amor, ¿eh? ¿Es eso lo que quieres de verdad?...» Todo le preguntaba, mientras la lluvia calaba el toldo del café.

Chorreaba entre la gente. Estaba visto, Madelon era como él me había advertido. No había inventado nada Robinson en lo referente a su carácter auténtico. No ha­bría yo podido imaginar que hubiesen llegado tan rápido a semejantes intensidades sentimentales, así era.

Como los coches y todo el tráfico hacían mucho ruido en torno a nosotros, aproveché para decir unas palabras a Robinson al oído, de todos modos, sobre la situación, para intentar librarnos de ella ahora y acabar lo más rápi­do posible, ya que había sido un fracaso, zafarnos a la chita callando antes de que todo se agriara y que nos en­fadásemos sin remedio. Era como para temerlo. «¿Quie­res que te busque un pretexto yo? -le sugerí-. ¿Y que nos larguemos cada uno por nuestro lado?» «¡No se te ocu­rra! -me respondió él-. ¡No se te ocurra! ¡Podría darle un ataque aquí mismo y no podríamos con ella!» No in­sistí.

Al fin y al cabo, tal vez fuera eso lo que le daba gusto, que le echasen una bronca en público, a Robinson, y, además, que él la conocía mejor que yo. Cuando el dilu­vio amainaba, encontramos un taxi. Nos precipitamos y nos encontramos apretujados. Al principio, no nos decía­mos nada. Estábamos mustios y, además, yo ya había me­tido la pata lo mío. Podía esperar un poquito antes de volver a empezar.

Léon y yo cogimos los transpórtales de delante y las dos mujeres ocuparon el fondo del taxi. Las noches de verbena hay embotellamientos en la carretera de Argenteuil, sobre todo hasta la Porte. Después hay que contar por lo menos una buena hora para llegar a Vigny por cul­pa del tráfico. No es cómodo permanecer una hora sin hablarse, mirándose de frente, sobre todo cuando es de noche, cuando vas inquieto a causa de los que te acom­pañan.

Sin embargo, si hubiéramos permanecido así, ofendi­dos, pero sin manifestarlo, no habría ocurrido nada. Hoy sigo siendo del mismo parecer, cuando lo pienso.

A fin de cuentas, fue culpa mía que volviéramos a ha­blar y que la disputa se reanudara al instante y con más fuerza. Con las palabras todas las precauciones son po­cas; parecen mosquitas muertas, las palabras, no parecen peligros, desde luego, vientecillos más bien, ruiditos vo­cales, ni chicha ni limonada, y fáciles de recoger, en cuanto llegan a través del oído, por el enorme hastío, gris y difuso, del cerebro. No desconfiamos de las palabras y llega la desgracia.

Palabras hay escondidas, entre las otras, como guija­rros. No se reconocen en especial y después van, sin em­bargo, y te hacen temblar la vida entera, en su fuerza y en su debilidad... Entonces viene el pánico... Una avalan­cha... Te quedas ahí, como un ahorcado, por encima de las emociones... Una tormenta que ha llegado, que ha pa­sado, demasiado fuerte para uno, tan violenta, que nunca la hubiera uno imaginado sólo con sentimientos... Así, pues, todas las precauciones son pocas con las palabras, ésa es mi conclusión. Pero, primero, voy a contar cómo fue...: el taxi seguía despacio tras el tranvía a causa de las obras... «Rrron...» y «rrron...», hacía. Una cuneta cada cien metros... Sólo, que yo no podía conformarme con eso, el tranvía delante. Yo, siempre charlatán e infantil, me impacientaba... Me resultaba insoportable aquella marcha de entierro y aquella indecisión por todas par­tes... Me apresuré a romper el silencio para preguntar a gritos por qué iba pisando huevos. Observé o, mejor, in­tenté observar, pues ya casi no se veía, en su rincón, a la izquierda, en el fondo del taxi, a Madelon. Mantenía la cara vuelta hacia fuera, hacia el paisaje, hacia la noche, a decir verdad. Comprobé con rencor que seguía tan terca.

Y yo tenía que hacer la puñeta, desde luego. Me dirigí a ella, sólo para que volviera la cara hacia mí.

«¡Oye, Madelon! -le pregunté-. ¿No tendrás un plan para que nos divirtamos que no te atreves a proponer­nos? ¿Quieres que nos detengamos en alguna parte antes de regresar? ¡Dilo sin falta!...»

«¡Divertirse! ¡Divertirse! -me respondió como insul­tada-. ¡Sólo pensáis en eso, vosotros! ¡En divertiros!...»

Y de pronto lanzó toda una serie de suspiros, profundos, conmovedores como pocos he oído en mi vida.

«¡Yo hago lo que puedo! -le respondí-. ¡Es domingo!»

«¿Y tú, Léon? -le preguntó entonces a él-. ¿Tú? ¿Ha­ces tú también todo lo que puedes? ¿Eh?» Sin rodeos.

«¡Ya lo creo!», le respondió él.

Los miré a los dos en el momento en que pasábamos ante los faroles. La cólera en persona. Madelon se inclinó entonces como para besarlo. Estaba visto y bien visto que aquella tarde no íbamos a dejar de meter la pata ni una sola vez.

El taxi volvía a avanzar muy despacio por culpa de los camiones, en constante caravana por delante de nosotros. Eso le molestaba precisamente, a él, que lo besara, y la rechazó con bastante brusquedad, hay que reconocerlo. Desde luego, no era un gesto amable precisamente, sobre todo delante de nosotros.

Cuando llegamos al final de la Avenue de Clichy, a la Porte, era ya noche obscura, las tiendas estaban encen­diendo las luces. Bajo el puente del ferrocarril, que resue­na siempre tan fuerte, oí que volvía a preguntarle: «¿No quieres besarme, Léon?» Volvía a la carga. Él seguía sin responderle. De repente, ella se volvió hacia mí y me increpó a las claras. Lo que no podía soportar era la afrenta.

«¿Qué más le has hecho a Léon para que se haya vuel­to tan malo? Anda, atrévete a decírmelo en seguida... ¿Qué le has contado?...» Asimismo me provocaba.

«¿Contarle? -le respondí-. ¡No le he contado nada!... ¡Yo no me meto en vuestras disputas!...»

Y lo más grande es que era verdad, que yo no le había contado nada en absoluto de ella, a Léon. Era muy dueño de quedarse con ella o separarse. No me incumbía, pero no valía la pena intentar convencerla, ya no se avenía a razones y volvimos a callarnos frente a frente, en el taxi, pero la atmósfera seguía tan cargada de bronca, que no se podía continuar así mucho rato. Había puesto, para hablarme, un tono de voz sordo, que nunca le había oído yo, un tono monótono también, como el de una persona del todo decidida. Echada hacia atrás como iba en el rin­cón del taxi, yo ya no podía apenas ver sus gestos y eso me fastidiaba mucho.

Sophie, entretanto, me tenía cogida la mano. Ya no sa­bía dónde meterse, Sophie, de repente, la pobre.

Cuando acabábamos de pasar Saint-Ouen, fue Madelon quien reanudó la sesión de quejas contra Léon y con una intensidad frenética, volviendo a hacerle preguntas interminables y en voz alta ahora a propósito de su afec­to y su fidelidad. Para nosotros dos, Sophie y yo, era de lo más violento. Pero estaba tan soliviantada, que le daba absolutamente igual que la escucháramos: al contrario. Desde luego, yo me había lucido encerrándola en aquella jaula con nosotros, resonaba y eso le daba ganas, con su carácter, de hacernos la gran escena. Había sido otra ini­ciativa mía, muy ocurrente, lo del taxi...

Él, Léon, ya no reaccionaba. En primer lugar, estaba cansado por la tarde que acabábamos de pasar juntos y, además, siempre tenía sueño atrasado, era su enfermedad.

«¡Cálmate, mujer! -conseguí, de todos modos, hacerle entender a Madelon-. Ya reñiréis los dos al llegar... ¡Os sobra tiempo!...»

«¡Llegar! ¡Llegar! -me respondió entonces con un tono indescriptible-. ¿Llegar? No vamos a llegar nunca, ¡te lo digo yo!... Y, además, ¡que estoy harta de vuestros asquerosos modales! -prosiguió-. ¡Yo soy una chica de­cente!... ¡Valgo más que todos vosotros juntos, yo!... Ha­tajo de guarros. Ya podéis tomarme el pelo... ¡que no sois dignos de comprenderme!... ¡Estáis demasiado corrompi­dos, todos vosotros, para comprenderme!... ¡Ya no hay cosa limpia ni bonita que podáis comprender!»

Nos atacaba a fin de cuentas, en el amor propio y sin cesar, y de nada servía que yo permaneciera muy modosito en mi transportín, lo mejor posible, y sin lanzar ni un simple suspiro, para no excitarla más; a cada cambio de velocidad del taxi, volvía a lanzarse en trance. Basta una nimiedad en esos momentos para desencadenar lo peor y era como si gozara sólo con hacernos sufrir, ya no podía dejar de dar rienda suelta en seguida a su carácter y hasta el fondo.


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