Viaje al fin de



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La poca que existía en 1914 ahora daba vergüenza. Todo lo que tocabas estaba falsificado, el azúcar, los avio­nes, las sandalias, las mermeladas, las fotos; todo lo que se leía, tragaba, chupaba, admiraba, proclamaba, refutaba, defendía, no eran sino fantasmas odiosos, falsificaciones y mascaradas. Hasta los traidores eran falsos. El delirio de mentir y creer se contagia como la sarna. La pequeña Lola sólo sabía algunas frases de francés, pero eran pa­trióticas: «On les aura!...» «Madelon, viens!...» Era como para echarse a llorar.

Se inclinaba así sobre nuestra muerte con obstinación, impudor, como todas las mujeres, por lo demás, en cuan­to llega la moda de ser valientes para los demás.

¡Y yo que precisamente me descubría tanto gusto por todas las cosas que me alejaban de la guerra! En varias ocasiones le pedí informaciones sobre su América a Lola, pero entonces sólo me respondía con comentarios de lo más vagos, pretenciosos y manifiestamente inciertos, des­tinados a causar en mí una impresión brillante.

Pero ahora yo desconfiaba de las impresiones. Me ha­bían atrapado una vez con la impresión, ya no me iban a coger más con camelos. Nadie.

Yo creía en su cuerpo, pero no en su espíritu. La consi­deraba una enchufada encantadora, la Lola, a contraco­rriente de la guerra, de la vida.

Ella atravesaba mi angustia con la mentalidad del Petit Journal: pompón, charanga, mi Lorena y guantes blan­cos... Entretanto, yo le echaba cada vez más caliches, porque le había asegurado que eso la haría adelgazar. Pero ella confiaba más en nuestros largos paseos para conseguirlo. En cambio, yo los detestaba, los largos pa­seos. Pero ella insistía.

Así, que íbamos con frecuencia, muy deportivos, al Bois de Boulogne, durante algunas horas, todas las tar­des, el «circuito de los lagos».

La naturaleza es algo espantoso e incluso cuando está domesticada con firmeza, como en el Bois, aún produce como angustia a los auténticos ciudadanos. Entonces se entregan con facilidad a las confidencias. Nada como el Bois de Boulogne, aun húmedo, enrejado, grasiento y pe­lado como está, para hacer afluir los recuerdos, inconte­nibles, en los ciudadanos de paseo entre los árboles. Lola no estaba libre de esa inquietud melancólica y confiden­te. Me contó mil cosas más o menos sinceras, mientras nos paseábamos así, sobre su vida de Nueva York, sobre sus amiguitas de allá.

Yo no conseguía discernir del todo lo verosímil, en aquella trama complicada de dólares, noviazgos, divor­cios, compras de vestidos y joyas, que me parecía colmar su existencia.

Aquel día fuimos hacia el hipódromo. Por aquellos pa­rajes te encontrabas aún muchos simones, a niños sobre borricos y a otros niños levantando polvo y autos atesta­dos de quintos de permiso que no cesaban de buscar a toda velocidad mujeres vacantes por los senderos, entre dos trenes, levantando aún más polvo, con prisa por ir a cenar y hacer el amor, agitados y viscosos, al acecho, atormentados por la hora implacable y el deseo de vida. Sudaban de pasión y de calor también.

El Bois estaba menos cuidado que de costumbre, abandonado, en suspenso administrativo.

«Este lugar debía de ser muy bonito antes de la gue­rra... -observaba Lola-. ¿Era elegante?... ¡Cuéntame, Ferdinand!... ¿Y las carreras de aquí?... ¿Eran como las de Nueva York?...»

La verdad es que yo no había ido nunca a las carreras antes de la guerra, pero inventaba al instante, para dis­traerla, cien detalles vistosos al respecto, con ayuda de lo que me habían contado, unos y otros. Los vestidos... Las señoras elegantes... Las calesas resplandecientes... La sali­da... Las cornetas alegres y espontáneas... El salto del río... El Presidente de la República... La fiebre ondulante de las apuestas, etc.

Le gustó tanto, mi descripción ideal, que aquel relato nos unió. A partir de aquel momento, creyó haber descu­bierto, Lola, que por lo menos teníamos un gusto en co­mún, en mí bien disimulado, el de las solemnidades mun­danas. Incluso me besó, espontánea, de emoción, cosa que muy raras veces hacía, debo decirlo. Y también la melancolía de las cosas de moda en el pasado la emocio­naba. Cada cual llora a su modo el tiempo que pasa. Por las modas muertas advertía Lola el paso de los años.

«Ferdinand -me preguntó-, ¿crees que volverá a haber carreras en este hipódromo?»

«Cuando acabe la guerra, seguramente, Lola...»

«No es seguro, ¿verdad?»

«No, seguro, no...»

Esa posibilidad de que no volviese a haber nunca ca­rreras en Longchamp la desconcertaba. La tristeza del mundo se apodera de los seres como puede, pero parece lograrlo casi siempre.

«Suponte que aún dure mucho la guerra, Ferdinand, años, por ejemplo... Entonces será muy tarde para mí... Para volver aquí... ¿Me comprendes, Ferdinand?... Me gustan tanto, verdad, los lugares bonitos como éste... Muy mundanos... Muy elegantes... Será demasiado tar­de... Para siempre demasiado tarde... Tal vez... Seré vieja entonces, Ferdinand. Cuando se reanuden las reuniones... Seré ya vieja... Ya verás, Ferdinand, será demasiado tarde... Siento que será demasiado tarde...»

Y ya estaba otra vez desconsolada, como por el kilo y medio de más. Yo le daba, para tranquilizarla, todas las esperanzas que se me ocurrían... Que si, al fin y al cabo, sólo tenía veintitrés años... Que si la guerra iba a pasar muy deprisa... Que si volverían los buenos tiempos... Como antes, mejores que antes. Al menos para ella... Con lo preciosa que era... ¡El tiempo perdido! ¡Lo recu­peraría sin perjuicio!... Los homenajes... Las admiracio­nes no iban a faltarle tan pronto... Fingió no sentir más pena para complacerme.

«¿Tenemos que andar aún?», me preguntaba.

«¿Para adelgazar?»

«¡Ah! Es verdad, se me olvidaba...»

Abandonamos Longchamp, los niños se habían mar­chado de los alrededores. Ya sólo había polvo. Los de permiso seguían persiguiendo la felicidad, pero ahora fuera de los oquedales; acosada debía de estar, la felici­dad, entre las terrazas de la Porte Maillot.

Íbamos costeando las orillas hacia Saint-Cloud, vela­das por el halo danzante de las brumas que suben del otoño. Cerca del puente, algunas gabarras tocaban con la nariz los árboles, muy hundidas en el agua por la carga de carbón que les llegaba hasta la borda.

El inmenso abanico verde del parque se despliega por encima de las verjas. Esos árboles tienen la agradable am­plitud y la fuerza de los grandes sueños. Sólo, que también de los árboles desconfiaba yo, desde que había pasado por sus emboscadas. Un muerto detrás de cada árbol. La gran alameda subía entre dos hileras rosas hacia las fuentes. Junto al quiosco, la anciana señora de los refrescos parecía reunir despacio todas las sombras de la tarde en torno a su falda. Más allá, en los caminos contiguos, flotaban los grandes cubos y rectángulos tendidos con lonas obscuras, las barracas de una feria a la que la guerra había sorprendi­do allí y había inundado de silencio de repente.

«¡Ya hace un año que se marcharon! -nos recordaba la vieja de los refrescos-. Ahora no pasan dos personas al día por aquí... Yo vengo aún por la costumbre... ¡Se veía tanta gente por aquí!...»

No había comprendido nada, la vieja, de lo que había ocurrido, salvo eso. Lola quiso que pasáramos junto a aquellas barracas vacías, un extraño deseo triste tenía.

Contamos unas veinte, unas largas y adornadas con es­pejos, otras pequeñas, mucho más numerosas, confiterías ambulantes, loterías, un teatrito incluso, atravesado por corrientes de aire; por todos lados, entre los árboles, ha­bía barracas; una de ellas, cerca de la gran alameda, ya ni siquiera conservaba las cortinas, descubierta como un an­tiguo misterio.

Ya se inclinaban hacia las hojas y el barro, las barracas. Nos detuvimos junto a la última, la que se inclinaba más que las otras y se bamboleaba sobre sus postes, al viento, como un barco, con las velas hinchadas, a punto de rom­per su última cuerda. Vacilaba, su lona del medio, se agi­taba con el viento levantado, se agitaba hacia el cielo, por encima del techo. Encima de la entrada de la barraca se leía su antiguo nombre en verde y rojo; era una barraca de tiro: Le Stand des Nations, se llamaba.

Ya no había nadie para cuidarla. Ahora tal vez estuvie­ra disparando con los demás propietarios, el dueño, y con los clientes.

¡Qué de balas habían recibido las dianas de la barraca! ¡Todas acribilladas por puntitos blancos! Una boda, en broma, representaba: en la primera fila, de zinc, la novia con sus flores, el primo, el militar, el novio, con carota colorada, y después, en la segunda fila, más invitados, a los que debían de haber matado muchas veces, cuando aún duraba la fiesta.

«Estoy segura de que tú tiras bien, ¿eh, Ferdinand? Si aún hubiera fiesta, ¡te echaría una partida!... ¿Verdad que tiras bien, Ferdinand?»

«No, no tiro demasiado bien...»

En la última fila, detrás de la boda, otra hilera pintarra­jeada, la alcaldía con su bandera. Debían de disparar tam­bién a la alcaldía, cuando funcionaba la barraca, a las ven­tanas, que entonces se abrían con un campanillazo seco, a la banderita de zinc disparaban incluso. Y, además, al re­gimiento que desfilaba, cuesta abajo, al lado, como el mío, el de la Place Clichy, éste entre pipas y globos, a todo aquello habían disparado de lo lindo y ahora me disparaban a mí, ayer, mañana.

«Contra mí también disparan, Lola», no pude por me­nos de gritarle.

«¡Ven! -dijo ella entonces-. Estás diciendo tonterías, Ferdinand, y vamos a coger frío.»

Bajamos hacia Saint-Cloud por la gran alameda, la Ro­yale, evitando el barro, ella me llevaba de la mano, la suya era muy pequeña, pero yo ya no podía pensar sino en la boda de zinc del Stand de más arriba, que habíamos dejado en la sombra de la alameda. Incluso me olvidé de besar a Lola, era superior a mis fuerzas. Me sentía muy raro. Fue incluso a partir de aquel instante, me parece, cuando mi cabeza se volvió tan difícil de tranquilizar, con sus ideas dentro.

Cuando llegamos al puente de Saint-Cloud, ya estaba del todo obscuro.

«Ferdinand, ¿quieres cenar en Duval? Te gusta mucho Duval... Esto te distraerá un poco... Siempre se encuentra a mucha gente allí... ¿A menos que prefieras cenar en mi habitación?» En resumen, que se mostraba muy atenta, aquella noche.

Al final, decidimos ir a Duval. Pero apenas nos había­mos sentado a la mesa, cuando el lugar me pareció disparatado. Toda aquella gente sentada en filas a nuestro alre­dedor me daba la impresión de esperar, también ellos, a que las balas los asaltaran de todos lados, mientras ja­laban.

«¡Marchaos todos! -les avisé-. ¡Largaos! ¡Van a dispa­rar! ¡A mataros! ¡A matarnos a todos!»

Me llevaron al hotel de Lola, aprisa. Yo veía por todos lados la misma cosa. Toda la gente que desfilaba por los pasillos del Paritz parecía ir a que le dispararan y los em­pleados tras la gran Caja, ellos también, puestos allí para ello, y el tipo de abajo incluso, del Paritz, con su unifor­me azul como el cielo y dorado como el sol, el portero, como lo llamaban, y, además, militares, oficiales que pa­saban, generales, menos apuestos que él, desde luego, pero de uniforme, de todos modos, por todos lados un disparo inmenso, del que no saldríamos, ni unos ni otros. Ya no era broma.

«¡Van a disparar! -fui y les grité, con todas mis fuer­zas, en medio del gran salón-. ¡Van a disparar! ¡Largaos todos!...» Y después por la ventana, fui y lo grité tam­bién. No podía contenerme. Un auténtico escándalo. «¡Pobre soldado!», decían. El portero me llevó al bar con buenos modales, con amabilidad. Me hizo beber y bebí de lo lindo y, por fin, vinieron los gendarmes a buscarme, más brutales ésos. En el Stand des Nations había también gendarmes. Yo los había visto. Lola me besó y los ayudó a llevarme esposado.

Entonces caí enfermo, febril, enloquecido, según ex­plicaron en el hospital, por el miedo. Era posible. Lo me­jor que puedes hacer, verdad, cuando estás en este mundo, es salir de el. Loco o no, con miedo o sin él.
Se habló mucho del caso. Unos dijeron: «Ese muchacho es un anarquista, conque vamos a fusilarlo, es el momen­to, y rápido, sin vacilar ni dar largas al asunto, ¡que esta­mos en guerra!...» Pero según otros, más pacientes, era un simple sifilítico y loco sincero y, en consecuencia, querían que me encerraran hasta que llegase la paz o al menos por unos meses, porque ellos, los cuerdos, que no habían perdido la razón, según decían, querían cuidarme y, mientras, ellos harían la guerra solos. Eso demues­tra que, para que te consideren razonable, nada mejor que tener una cara muy dura. Cuando tienes la cara bien dura, es bastante, entonces casi todo te está permiti­do, absolutamente todo, tienes a la mayoría de tu parte y la mayoría es quien decreta lo que es locura y lo que no lo es.

Sin embargo, mi diagnóstico seguía siendo dudoso. Así, pues, las autoridades decidieron ponerme en obser­vación por un tiempo. Mi amiga Lola tuvo permiso para hacerme algunas visitas y mi madre también. Y listo.

Nos alojábamos, los heridos trastornados, en un insti­tuto escolar de Issy-les-Moulineaux, organizado a pro­pósito para recibir y obligar de grado o por fuerza, se­gún los casos, a confesar a los soldados de mi clase, cu­yo ideal patriótico estaba en entredicho simplemente o del todo enfermo. No nos trataban mal del todo, pero nos sentíamos, de todas formas, acechados por un personal de enfermeros silenciosos y dotados de orejas enormes.

Tras un tiempo de sometimiento a aquella vigilancia, salías discretamente o para el manicomio o para el frente o, con bastante frecuencia, para el paredón.

Yo no dejaba de preguntarme cuál de los compañeros reunidos en aquellos locales sospechosos, y que hablaban solos y en voz baja en el refectorio, estaba convirtiéndose en un fantasma.

Cerca de la verja, en la entrada, vivía, en su casita, la portera, la que nos vendía pirulíes y naranjas y lo necesa­rio para cosernos los botones. Nos vendía algo más: pla­cer. Para los suboficiales costaba diez francos el placer. Todo el mundo podía disfrutarlos. Sólo que andándose con ojo con las confidencias, que se le hacían con dema­siada facilidad en esos momentos. Podían costar caras, esas expansiones. Lo que se le confiaba lo repetía al mé­dico jefe, escrupulosamente, e iba derechito al expediente para el consejo de guerra. Estaba demostrado, al parecer, que había mandado fusilar así, a fuerza de confidencias, a un cabo de espahíes que no había cumplido los veinte años, más un reservista de ingenieros que se había traga­do clavos para dañarse el estómago y también a otro his­térico, el que le había contado cómo preparaba sus ata­ques de parálisis en el frente... A mí, para tantearme, me ofreció una noche la cartilla de un padre de familia con seis hijos, muerto, según decía, y que me podía servir para un destino en la retaguardia. En resumen, era una perversa. En la cama, por ejemplo, era cosa fina y volvía­mos y nos daba gusto de lo lindo. Era una puta de tres pares de cojones. Por lo demás, es lo que hace falta para gozar bien. En esa cocina, la del asunto, la picardía es, al fin y al cabo, como la pimienta en una buena salsa, es in­dispensable y le da consistencia.

Los edificios del instituto daban a una amplia terraza, dorada en verano, entre los árboles, desde la que había una vista magnífica de París, como una perspectiva glo­riosa. Allí nos esperaban, los jueves, nuestros visitantes y Lola entre ellos, que venía a traerme, puntual, pasteles, consejos y cigarrillos.

A nuestros médicos los veíamos todas las mañanas. Nos interrogaban con amabilidad, pero nunca sabíamos qué pensaban exactamente. Paseaban a nuestro alrede­dor, con semblantes siempre afables, nuestra condena a muerte.

Muchos de los enfermos que estaban allí en observa­ción llegaban, más emotivos que los demás, en aquel am­biente dulzón, a un estado de exasperación tal, que se le­vantaban por la noche en lugar de dormir, recorrían el dormitorio a zancadas y de arriba abajo, protestaban a gritos contra su propia angustia, crispados entre la espe­ranza y la desesperación, como sobre una pared de mon­taña traidora. Pasaban días y días padeciendo así y des­pués una noche se abandonaban al vacío e iban a confesar su caso con pelos y señales al médico jefe. A ésos no los volvíamos a ver, nunca. Yo tampoco estaba tranquilo. Pero, cuando eres débil, lo que da fuerza es despojar a los hombres que más temes del menor prestigio que aún es­tés dispuesto a atribuirles. Hay que aprender a conside­rarlos tales como son, peores de lo que son, es decir, des­de cualquier punto de vista. Eso te despeja, te libera y te defiende más allá de lo imaginable. Eso te da otro yo. Va­les por dos.

Sus acciones, en adelante, dejan de inspirarte ese as­queroso atractivo místico que te debilita y te hace perder tiempo y entonces su comedia ya no te resulta más agra­dable ni más útil en absoluto para tu progreso íntimo que la del cochino más vil.

Junto a mí, vecino de cama, dormía un cabo, también alistado voluntario. Profesor antes del mes de agosto en un instituto de Turena, donde, según me contó, enseñaba geografía e historia. Al cabo de algunos meses de guerra, había resultado ladrón, aquel profesor, como nadie. Re­sultaba imposible impedirle que robara al convoy de su regimiento conservas, en los furgones de la intendencia, en las reservas de la compañía y por todos los sitios don­de encontrara.

Conque había ido a parar allí con nosotros, en espera del consejo de guerra. Sin embargo, como su familia ha­cía todo lo posible para probar que los obuses lo habían aturdido, desmoralizado, la instrucción difería el juicio de un mes para otro. No me hablaba demasiado. Pasaba horas peinándose la barba, pero, cuando me hablaba, era casi siempre de lo mismo: el medio que había descubierto para no hacer más hijos a su mujer. ¿Estaba loco de ver­dad? Cuando llega el momento del mundo al revés y preguntar por qué te asesinan es estar loco, resulta evi­dente que no hace falta gran cosa para que te tomen por loco. Hace falta que cuele, claro está, pero, cuando de lo que se trata es de evitar el gran descuartizamiento, al­gunos cerebros hacen esfuerzos de imaginación magní­ficos.

Todo lo interesante ocurre en la sombra, no cabe duda. No se sabe nada de la historia auténtica de los hombres.

Princhard se llamaba, aquel profesor. ¿Qué podía haber decidido para salvar sus carótidas, sus pulmones y sus nervios ópticos? Ésa era la cuestión esencial, la que ten­dríamos que habernos planteado nosotros, los hombres, para seguir siendo estrictamente humanos y prácticos. Pero estábamos lejos de ese punto, titubeando en un ideal de absurdos, guardados por víctimas de las trivialidades marciales e insensatas; ratas ya ahumadas, intentábamos, enloquecidos, salir del barco en llamas, pero no teníamos ningún plan de conjunto, ninguna confianza mutua. Atontados por la guerra, nos habíamos vuelto locos de otra clase: el miedo. El derecho y el revés de la guerra.

Aun así, me mostraba, a través de aquel delirio común, cierta simpatía, aquel Princhard, aun desconfiando de mí, por supuesto.

Allí donde nos encontrábamos, la galera en que remá­bamos todos, no podía existir ni amistad ni confianza. Cada cual daba a entender sólo lo que le parecía favora­ble para su pellejo, puesto que todo o casi iba a ser repe­tido por los chivatos al acecho.

De vez en cuando, uno de nosotros desaparecía: quería decir que su caso había quedado zanjado, que terminaría o en consejo de guerra, en Biribi o en el frente y, para los que salían mejor librados, en el manicomio de Clamart.

No dejaban de llegar guerreros equívocos, de todas las armas, unos muy jóvenes y otros casi viejos, con cangue­lo o fanfarrones; sus mujeres y sus padres iban a visi­tarlos, sus chavales también, con ojos como platos, los jueves.

Todo el mundo lloraba con ganas, en el locutorio, ha­cia el atardecer sobre todo. La impotencia del mundo en la guerra venía a llorar allí, cuando las mujeres y los ni­ños se iban, por el pasillo iluminado con macilenta luz de gas, acabadas las visitas, arrastrando los pies. Un gran re­baño de llorones formaban, y nada más, repugnantes.

Para Lola, venir a verme a aquella especie de prisión era otra aventura. Nosotros dos no llorábamos. No te­níamos de dónde sacar lágrimas, nosotros.

«¿Es verdad que te has vuelto loco, Ferdinand?», me preguntó.

«¡Sí!», confesé.

«Entonces, ¿te van a curar aquí?»

«No se puede curar el miedo, Lola.»

«¿Tanto miedo tienes, entonces?»

«Tanto y más, Lola, tanto miedo, verdad, que, si muero de muerte natural, más adelante, ¡sobre todo no quiero que me incineren! Me gustaría que me dejaran en la tie­rra, pudriéndome en el cementerio, tranquilo, ahí, listo para revivir tal vez... ¡Nunca se sabe! Mientras que, si me incineraran, Lola, compréndelo, todo habría terminado, para siempre... Un esqueleto, pese a todo, se parece un poco a un hombre... Está siempre más listo para revivir que unas cenizas... Con las cenizas, ¡se acabó!... ¿Qué te parece?... Conque, la guerra, verdad...»

«¡Oh! Pero entonces ¡eres un cobarde de aupa, Ferdinand! Eres repugnante como una rata...»

«Sí, de lo más cobarde, Lola, rechazo la guerra por en­tero y todo lo que entraña... Yo no la deploro... Ni me resigno... Ni lloriqueo por ella... La rechazo de plano, con todos los hombres que encierra, no quiero tener nada que ver con ellos, con ella. Aunque sean noventa y cinco millones y yo sólo uno, ellos son los que se equivo­can, Lola, y yo quien tiene razón, porque yo soy el único que sabe lo que quiere: no quiero morir nunca.»

«Pero, ¡no se puede rechazar la guerra, Ferdinand! Los únicos que rechazan la guerra son los locos y los cobar­des, cuando su patria está en peligro...»

«Entonces, ¡que vivan los locos y los cobardes! O, me­jor, ¡que sobrevivan! ¿Recuerdas, por ejemplo, un solo nombre, Lola, de uno de los soldados muertos durante la guerra de los Cien Años?... ¿Has intentado alguna vez conocer uno solo de esos nombres?... No, ¿verdad?... ¿Nunca lo has intentado? Te resultan tan anónimos, indi­ferentes y más desconocidos que el último átomo de este pisapapeles que tienes delante, que tu caca matinal... ¡Ya ves, pues, que murieron para nada, Lola! ¡Absolutamente para nada, aquellos cretinos! ¡Te lo aseguro! ¡Está de­mostrado! Lo único que cuenta es la vida. Te apuesto lo que quieras a que dentro de diez mil años esta guerra, por importante que nos parezca ahora, estará por com­pleto olvidada... Una docena apenas de eruditos se pelearán aún, por aquí y por allá, en relación con ella y con las fechas de las principales hecatombes que la ilustraron... Es lo único memorable que los hombres han conseguido en­contrar unos en relación con los otros a siglos, años e in­cluso horas de distancia... No creo en el porvenir, Lola...»

Cuando descubrió hasta qué punto fanfarroneaba de mi vergonzoso estado, dejé de parecerle digno de la me­nor lástima... Despreciable me consideró, definitivamente.

Decidió dejarme en el acto. Aquello pasaba de castaño obscuro. Cuando la acompañé hasta la puerta de nuestro hospicio aquella noche, no me besó.

Estaba claro, le resultaba imposible reconocer que un condenado a muerte no hubiera recibido al mismo tiem­po vocación para ello. Cuando le pregunté por nuestros buñuelos, tampoco me respondió.

Al volver a la habitación, encontré a Princhard ante la ventana probándose gafas contra la luz del gas en medio de un círculo de soldados. Era una idea que se le había ocurrido, según nos explicó, a la orilla del mar, en vaca­ciones, y, como entonces era verano, tenía intención de llevarlas por el día, en el parque. Era inmenso, aquel par­que, y estaba muy vigilado, por cierto, por escuadrones de enfermeros alerta. Conque el día siguiente Princhard insistió para que lo acompañara hasta la terraza a probar las bonitas gafas. La tarde rutilaba espléndida sobre Prin­chard, defendido por sus cristales opacos; observé que te­nía casi transparentes las ventanas de la nariz y que respi­raba con precipitación.

«Amigo mío -me confió-, el tiempo pasa y no trabaja a mi favor... Mi conciencia es inaccesible a los remordi­mientos, estoy libre, ¡gracias a Dios!, de esas timideces... No son los crímenes los que cuentan en este mundo... Hace tiempo que se ha renunciado a eso... Son las meteduras de pata... Y yo creo haber cometido una... Del todo irremediable...»


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