Viaje al fin de



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«¿Al robar las conservas?»



«Sí, me creí astuto al hacerlo, ¡imagínese! Para subs­traerme a la contienda y de ese modo, cubierto de ver­güenza, pero vivo aún, volver a la paz como se vuelve, extenuado, a la superficie del mar, tras una larga zambulli­da... Estuve a punto de lograrlo... Pero la guerra dura de­masiado, la verdad... A medida que se alarga, ningún indi­viduo parece lo bastante repulsivo para repugnar a la Patria... Se ha puesto a aceptar todos los sacrificios, la Pa­tria, vengan de donde vengan, todas las carnes... ¡Se ha vuelto infinitamente indulgente a la hora de elegir a sus mártires, la Patria! En la actualidad ya no hay soldados indignos de llevar las armas y sobre todo de morir bajo las armas y por las armas... ¡Van a hacerme un héroe! Esa es la última noticia... La locura de las matanzas ha de ser ex­traordinariamente imperiosa, ¡para que se pongan a per­donar el robo de una lata de conservas! ¿Qué digo, perdo­nar? ¡Olvidar! Desde luego, tenemos la costumbre de ad­mirar todos los días a bandidos colosales, cuya opulencia venera con nosotros el mundo entero, pese a que su exis­tencia resulta ser, si se la examina con un poco más de de­talle, un largo crimen renovado todos los días, pero esa gente goza de gloria, honores y poder, sus crímenes están consagrados por las leyes, mientras que, por lejos que nos remontemos en la Historia -y ya sabe que a mí me pagan para conocerla-, todo nos demuestra que un hurto venial, y sobre todo de alimentos mezquinos, tales como men­drugos, jamón o queso, granjea sin falta a su autor el oprobio explícito, los rechazos categóricos de la comuni­dad, los castigos mayores, el deshonor automático y la vergüenza inexpiable, y eso por dos razones: en primer lugar porque el autor de esos delitos es, por lo general, un pobre y ese estado entraña en sí una indignidad capital y, en segundo lugar, porque el acto significa una especie de rechazo tácito hacia la comunidad. El robo del pobre se convierte en un malicioso desquite individual, ¿me com­prende?... ¿Adonde iríamos a parar? Por eso, la represión de los hurtos de poca importancia se ejerce, fíjese bien, en todos los climas, con un rigor extremo, no sólo como medio de defensa social, sino también, y sobre todo, como recomendación severa a todos los desgraciados para que se mantengan en su sitio y en su casta, tranqui­los, contentos y resignados a diñarla por los siglos de los siglos de miseria y de hambre... Sin embargo, hasta ahora los rateros conservaban una ventaja en la República, la de verse privados del honor de llevar las armas patrióticas. Pero, a partir de mañana, esta situación va a cambiar, a partir de mañana yo, un ladrón, voy a ir a ocupar de nue­vo mi lugar en el ejército... Ésas son las órdenes... En las altas esferas han decidido hacer borrón y cuenta nueva a propósito de lo que ellos llaman mi "momento de extra­vío" y eso, fíjese bien, por consideración a lo que también llaman "el honor de mi familia". ¡Qué mansedumbre! Dí­game, compañero: ¿va a ser, entonces, mi familia la que sirva de colador y criba para las balas francesas y alema­nas mezcladas?... Voy a ser yo y sólo yo, ¿no? Y cuando haya muerto, ¿será el honor de mi familia el que me haga resucitar?... Hombre, mire, me la imagino desde aquí, mi familia, pasada la guerra... Como todo pasa... Me imagino a mi familia brincando, gozosa, sobre el césped del nuevo verano, los domingos radiantes... Mientras debajo, a tres pies, el papá, yo, comido por los gusanos y mucho más infecto que un kilo de zurullos del 14 de julio, se pudrirá de lo lindo con toda su carne decepcionada... ¡Abonar los surcos del labrador anónimo es el porvenir verdadero del soldado auténtico! ¡Ah, compañero! ¡Este mundo, se lo aseguro, no es sino una inmensa empresa para cachon­dearse del mundo! Usted es joven. ¡Que estos minutos de sagacidad le valgan por años! Escúcheme bien, compa­ñero, y no deje pasar nunca más, sin calar en su importancia, ese signo capital con que resplandecen todas las hipocresías criminales de nuestra sociedad: "el enterneci­miento ante la suerte, ante la condición del miserable..." Os lo aseguro, buenas y pobres gentes, gilipollas, infeli­ces, baqueteados por la vida, desollados, siempre empa­pados en sudor, os aviso, cuando a los grandes de este mundo les da por amaros, es que van a convertiros en carne de cañón... Es la señal... Infalible. Por el afecto em­piezan. Luis XIV, conviene recordarlo, al menos se ca­chondeaba a rabiar del buen pueblo. Luis XV, igual. Se la chupaba por tiempos, el pueblo. No se vivía bien en aquella época, desde luego, los pobres nunca han vivido bien, pero no los destripaban con la terquedad y el ensa­ñamiento que vemos en nuestros tiranos de hoy. No hay otro descanso, se lo aseguro, para los humildes que el desprecio de los grandes encumbrados, que sólo pueden pensar en el pueblo por interés o por sadismo... Los fi­lósofos, ésos fueron, fíjese bien, ya que estamos, quie­nes comenzaron a contar historias al buen pueblo... ¡Él, que sólo conocía el catecismo! Se pusieron, según procla­maron, a educarlo... ¡Ah, tenían muchas verdades que revelarle! ¡Y hermosas! ¡Y no trilladas! ¡Luminosas! ¡Des­lumbrantes! "¡Eso es!", empezó a decir, el buen pueblo, "¡sí, señor! ¡Exacto! ¡Muramos todos por eso!" ¡Lo úni­co que pide siempre, el pueblo, es morir! Así es. "¡Viva Diderot!", gritaron y después "¡Bravo, Voltaire!" ¡Eso sí que son filósofos! ¡Y viva también Carnot, que organiza­ba tan bien las victorias! ¡Y viva todo el mundo! ¡Al me­nos, ésos son tíos que no le dejan palmar en la ignorancia y el fetichismo, al buen pueblo! ¡Le muestran los caminos de la libertad! ¡Lo emancipan! ¡Sin pérdida de tiempo! En primer lugar, ¡que todo el mundo sepa leer los periódi­cos! ¡Es la salvación! ¡Qué hostia! ¡Y rápido! ¡No más analfabetos! ¡Hace falta algo más! ¡Simples soldados-ciu­dadanos! ¡Que voten! ¡Que lean! ¡Y que peleen! ¡Y que desfilen! ¡Y que envíen besos! Con tal régimen, no tardó en estar bien maduro, el pueblo. Entonces, ¡el entusiasmo por verse liberado tiene que servir, verdad, para algo! Danton no era elocuente porque sí. Con unos pocos be­rridos, tan altos, que aún los oímos, ¡inmovilizó en un periquete al buen pueblo! ¡Y ésa fue la primera salida de los primeros batallones emancipados y frenéticos! ¡Los primeros gilipollas votantes y banderólicos que el Dumoriez llevó a acabar acribillados en Flandes! El, a su vez, Dumoriez, que había llegado demasiado tarde a ese juego idealista, por entero inédito, como, en resumidas cuentas, prefería la pasta, desertó. Fue nuestro último mercena­rio... El soldado gratuito, eso era algo nuevo... Tan nuevo, que Goethe, con todo lo Goethe que era, al llegar a Valmy, se quedó deslumbrado. Ante aquellas cohortes andrajosas y apasionadas que acudían a hacerse destripar espontáneamente por el rey de Prusia para la defensa de la inédita ficción patriótica, Goethe tuvo la sensación de que aún le quedaban muchas cosas por aprender. "¡Desde hoy -clamó, magnífico, según las costumbres de su ge­nio-, comienza una época nueva!" ¡Menudo! A conti­nuación, como el sistema era excelente, se pusieron a fa­bricar héroes en serie y que cada vez costaban menos caros, gracias al perfeccionamiento del sistema. Todo el mundo lo aprovechó. Bismarck, los dos Napoleones, Barres, lo mismo que la amazona Elsa. La religión banderólica no tardó en substituir la celeste, nube vieja y ya desinflada por la Reforma y condensada desde hacía mucho tiempo en alcancías episcopales. Antiguamente, la moda fanática era: "¡Viva Jesús! ¡A la hoguera con los he­rejes!", pero, al fin y al cabo, los herejes eran escasos y voluntarios... Mientras que, en lo sucesivo, al punto en que hemos llegado, los gritos: "¡Al paredón los salsifíes sin hebra! ¡Los limones sin jugo! ¡Los lectores inocentes! Por millones, ¡vista a la derecha!" provocan las vocacio­nes de hordas inmensas. A los hombres que no quieren ni destripar ni asesinar a nadie, a los asquerosos pacíficos, ¡que los cojan y los descuarticen! ¡Y los liquiden de trece modos distintos y perfectos! ¡Que les arranquen, para que aprendan a vivir, las tripas del cuerpo, primero, los ojos de las órbitas y los años de su cochina vida babosa! Que los hagan reventar, por legiones y más legiones, figu­rar en cantares de ciego, sangrar, corroerse entre ácidos, ¡y todo para que la Patria sea más amada, más feliz y más dulce! Y si hay tipos inmundos que se niegan a compren­der esas cosas sublimes, que vayan a enterrarse en seguida con los demás, pero no del todo, sino en el extremo más alejado del cementerio, bajo el epitafio infamante de los cobardes sin ideal, pues esos innobles habrán perdido el magnífico derecho a un poquito de sombra del monu­mento adjudicatorio y comunal elevado a los muertos convenientes en la alameda del centro y también habrán perdido el derecho a recoger un poco del eco del minis­tro, que vendrá también este domingo a orinar en casa del prefecto y lloriquear ante las tumbas después de comer...»

Pero desde el fondo del jardín llamaron a Princhard. El médico jefe lo llamaba con urgencia por mediación de su enfermero de servicio.

«Voy», respondió Princhard y tuvo el tiempo justo para pasarme el borrador del discurso que acababa de en­sayar conmigo. Un truco de comediante.

No volví a verlo, a Princhard. Tenía el vicio de los in­telectuales, era fútil. Sabía demasiadas cosas, aquel mu­chacho, y esas cosas lo trastornaban. Necesitaba la tira de trucos para excitarse, para decidirse.

Ha llovido mucho desde la tarde en que se marchó, ahora que lo pienso. No obstante, me acuerdo bien. Aquellas casas del arrabal que lindaban con nuestro par­que se destacaban una vez más, bien claras, como todas las cosas, antes de que caiga la noche. Los árboles crecían en la sombra y subían a reunirse con la noche en el cielo.

Nunca hice nada por tener noticias suyas, por saber si había «desaparecido» de verdad, aquel Princhard, como dijeron una y otra vez. Pero es mejor que desapareciera.


Ya nuestra arisca paz lanzaba sus semillas hasta en la guerra.

Se podía adivinar lo que iba a ser, aquella histérica, con solo verla agitarse ya en la taberna del Olympia. Abajo, en el largo baile del sótano centelleante con cien espejos, pataleaba en el polvo y la gran desesperación al ritmo de música negro-judeo-sajona. Británicos y negros mezcla­dos. Levantinos y rusos te encontrabas por todos lados, fumando, berreando, melancólicos y militares, en sofás carmesíes. Aquellos uniformes, que empezamos a olvidar con esfuerzo, fueron las simientes del hoy, esa cosa que aún crece y que no llegará a convertirse en estiércol hasta más adelante, a la larga.

Bien entrenados en el deseo gracias a las horas pasadas por semana en el Olympia, íbamos en grupo a visitar después a nuestra costurera-guantera-librera, la señora Herote, en el Passage des Beresinas, detrás del Folies-Bergére, hoy desaparecido, donde los perritos, llevados de la cadena por sus amitas, iban a hacer sus necesidades.

Allí íbamos a buscar a tientas nuestra felicidad, que el mundo entero amenazaba, rabioso. Nos daba vergüenza aquel deseo, pero, ¡no podíamos dejar de satisfacerlo! Es más difícil renunciar al amor que a la vida. Pasa uno la vida matando o adorando, en este mundo, y al mismo tiempo. «¡Te odio! ¡Te adoro!» Nos defendemos, nos mantenemos, volvemos a pasar la vida al bípedo del siglo próximo, con frenesí, a toda costa, como si fuera de lo más agradable continuarse, como si fuese a volvernos, a fin de cuentas, eternos. Deseo de abrazarse, pese a todo, igual que de rascarse.

Yo mejoraba mentalmente, pero mi situación militar seguía bastante indecisa. Me permitían salir a la ciudad de vez en cuando. Como digo, nuestra lencera se llamaba señora Herote. Tenía una frente tan estrecha, que al prin­cipio te encontrabas incómodo delante de ella, pero, en cambio, sus labios eran tan sonrientes y carnosos, que después no sabías qué hacer para evitarla. Al abrigo de la volubilidad formidable, de un temperamento inolvidable, albergaba una serie de intenciones simples, rapaces, pia­dosamente comerciales.

Empezó a hacer fortuna en pocos meses, gracias a los aliados y a su vientre, sobre todo. Le habían quitado los ovarios, conviene señalarlo, operada de salpingitis el año anterior. Esa castración liberadora fue su fortuna. Hay blenorragias femeninas que resultan providenciales. Una mujer que pasa el tiempo temiendo los embarazos no es sino una especie de impotente y nunca irá lejos por el camino del éxito.

Los viejos y los jóvenes creen también, y yo lo creía, que en la trastienda de ciertas librerías-lencerías se en­contraba el medio de hacer el amor con facilidad y bara­to. Aún era así, hace unos veinte años, pero desde enton­ces muchas cosas han dejado de hacerse, sobre todo algunas de las más agradables. El puritanismo anglosajón cada mes nos consume más, ya ha reducido casi a nada el cachondeo improvisado de las trastiendas. Todo se vuelve matrimonio y corrección.

La señora Herote supo aprovechar las últimas licencias que aún existían para joder de pie y barato. Un tasador de subastas desocupado pasó por su tienda un domingo, entró y allí sigue. Chocho estaba un poco y siguió estándolo y se acabó. La felicidad de la pareja no provocó el menor comentario. A la sombra de los periódicos, que deliraban con las llamadas a los sacrificios últimos y pa­trióticos, la vida, estrictamente medida, rellena de previ­sión, continuaba y mucho más astuta, incluso, que nunca. Tales son la cara y la cruz, como la luz y la sombra, de la misma medalla.

El tasador de la señora Herote colocaba en Holanda fondos para sus amigos, los mejor informados, y para la señora Herote, a su vez, en cuanto se hicieron confiden­tes. Las corbatas, los sujetadores, las camisas que vendía, atraían a clientes y dientas y sobre todo los incitaban a volver a menudo.

Gran número de encuentros extranjeros y nacionales se celebraron a la sombra rosada de aquellos visillos y en­tre la charla incesante de la patrona, toda cuya persona substancial, charlatana y perfumada hasta el desmayo, ha­bría podido poner cachondo al hepático más rancio. En aquellas combinaciones, en lugar de perder la cabeza, la señora Herote sacaba provecho, en dinero en primer lu­gar, porque descontaba el diezmo sobre las ventas en sen­timientos y, además, porque se hacía mucho amor en tor­no a ella. Uniendo y desuniendo a las parejas con un gozo al menos igual, a fuerza de chismes, insinuaciones, trai­ciones.

Imaginaba dichas y dramas sin cesar. Alimentaba la vida de las pasiones. Lo que no hacía sino beneficiar a su comercio.

Proust, espectro a medias él mismo, se perdió con te­nacidad extraordinaria en la futilidad infinita y diluyente de los ritos y las actitudes que se enmarañan en torno a la gente mundana, gente del vacío, fantasmas de deseos, orgiastas indecisos que siempre esperan a su Watteau, bus­cadores sin entusiasmo de Cíteras improbables. Pero la señora Herote, de origen popular y substancial, se mantenía sólidamente unida a la tierra por rudos apetitos, animales y precisos.

Si la gente es tan mala, tal vez sea sólo porque sufre, pero pasa mucho tiempo entre el momento en que han dejado de sufrir y aquel en que se vuelven un poco mejo­res. El gran éxito material y pasional de la señora Herote no había tenido tiempo aún de suavizar su disposición para la conquista.

No era más rencorosa que la mayoría de las pequeñas comerciantes de por allí, pero hacía muchos esfuerzos para demostrarte lo contrario, por lo que se recuerda su caso. Su tienda no era sólo un lugar de citas, era también como una entrada furtiva en un mundo de riqueza y lujo, en el que yo, pese a mis deseos, nunca había penetrado hasta entonces y del que, por lo demás, quedé eliminado de modo rápido y penoso después de una incursión furti­va, la primera y la única.

Los ricos de París viven juntos; sus barrios, en bloque, forman un pedazo del pastel urbano, cuya punta va a to­car el Louvre, mientras que el reborde redondeado se de­tiene en los árboles entre el puente d'Auteuil y la puerta de Ternes. Ya veis. Es el pedazo mejor de la ciudad. Todo el resto no es sino esfuerzo y estiércol.

Cuando se pasa por el barrio de los ricos, al principio no se notan grandes diferencias con los demás, salvo que en él las calles están un poco más limpias y se acabó. Para ir a hacer una excursión hasta el interior mismo de esa gente, de esas cosas, hay que confiar en el azar o en la in­timidad.

Por la tienda de la señora Herote se podía penetrar un poco antes en esa reserva gracias a los argentinos que baja­ban de los barrios privilegiados para proveerse en su tien­da de calzoncillos y camisas y echar caliches también a su hermoso surtido de amigas ambiciosas, teatrales y musica­les, bien hechas, que la señora Herote atraía a propósito.

A una de ellas, yo, que no tenía otra cosa que ofrecer que mi juventud, como se suele decir, empecé a apreciarla más de la cuenta. La pequeña Musyne la llamaban en aquel medio.

En el Passage des Beresinas, todo el mundo se conocía de tienda en tienda, como en un auténtico pueblecito, en­cajonado entre dos calles de París, es decir, que allí la gente se espiaba y se calumniaba humanamente hasta el delirio.

En el aspecto material, antes de la guerra, de lo que discutían, entre comerciantes, era de una vida de estre­chez y ahorro desesperados. Entre otras pruebas de mi­seria, era pesadumbre crónica de aquellos tenderos verse forzados, en su penumbra, a recurrir al gas, llegadas las cuatro de la tarde, por los escaparates. Pero, en cambio, se creaba así, al margen, un ambiente propicio para las proposiciones delicadas.

Aun así, muchas tiendas estaban decayendo por culpa de la guerra, mientras que la de la señora Herote, a fuer­za de jóvenes argentinos, oficiales con peculio y consejos del amigo tasador, adquiría un auge que todo el mundo, en los alrededores, comentaba, como es de imaginar, en términos abominables.

Conviene señalar, por ejemplo, que en aquella misma época, el célebre pastelero del número 112 perdió de pronto sus bellas clientas a consecuencia de la moviliza­ción. Las habituales degustadoras de guante largo, obli­gadas por la requisa masiva de caballos a acudir a pie, no volvieron más. No iban a volver nunca más. En cuanto a Sambanet, el encuadernador de música, no pudo resistir, de repente, el deseo que siempre había sentido de sodomizar a un soldado. Semejante audacia, inoportuna, de una noche le causó un daño irreparable ante ciertos pa­triotas, que, ni cortos ni perezosos, lo acusaron de espio­naje. Tuvo que cerrar la tienda.

En cambio, la señorita Hermanee, en el número 26, cuya especialidad era hasta entonces el artículo de cau­cho, confesable o no, se habría forrado, gracias a las cir­cunstancias, si no hubiera encontrado precisamente todas las dificultades del mundo para abastecerse de «preserva­tivos», que recibía de Alemania.

En resumen, sólo la señora Herote, en el umbral de la nueva época de la lencería fina y democrática, entró sin problemas en la prosperidad.

Entre tiendas, se escribían muchas cartas anónimas y, además, sabrosas. A su vez, la señora Herote prefería, para distraerse, enviarlas a personajes importantes; hasta en eso manifestaba la profunda ambición que constituía el fondo mismo de su temperamento. Al Presidente del Consejo, por ejemplo, le enviaba, sólo para asegurarle que era un cornudo, y al mariscal Pétain, en inglés, con ayuda del diccionario, para hacerlo rabiar. ¿La carta anó­nima? ¡Ducha sobre plumas! La señora Herote recibía todos los días un paquetito con cartas de ésas, para ella, cartas sin firmar y que no olían bien, os lo aseguro. La dejaban pensativa, atónita, diez minutos más o menos, pero en seguida recuperaba su equilibrio, como fuera, con lo que fuese, pero siempre, y, además, con solidez, pues en su vida interior no había sitio alguno para la duda y menos aún para la verdad.

Entre sus dientas y protegidas, muchas jóvenes artistas le llegaban con más deudas que vestidos. A todas daba consejo la señora Herote y ellas lo aprovechaban, entre otras Musyne, que a mí me parecía la más mona de todas. Un auténtico angelito musical, un encanto de violinista, un encanto muy avispado, por cierto, según me demos­tró. Implacable en su deseo de llegar en la tierra, y no en el cielo, quedaba muy airosa, en el momento en que la conocí, en un numerito de lo más mono, muy parisino y olvidado, en el Varietés.

Aparecía con su violín a modo de prólogo improvisado, versificado, melodioso. Un género adorable y com­plicado.

Con el sentimiento que le profesaba, el tiempo se me volvió frenético y lo pasaba corriendo del hospital a la salida de su teatro. Por lo demás, casi nunca era yo el único que la esperaba. Militares del ejército de tierra se la disputaban a brazo partido, aviadores también y con ma­yor facilidad aún, pero la palma seductora se la llevaban sin duda los argentinos. El comercio de carne congelada de éstos alcanzaba, gracias a la pululación de nuevos con­tingentes, las proporciones de una fuerza de la naturale­za. La pequeña Musyne aprovechó aquella época mer­cantil. Hizo bien, los argentinos ya no existen.

Yo no comprendía. Era cornudo con todo y todo el mundo, con las mujeres, el dinero y las ideas. Cornudo, pero no contento. Aún hoy, me la encuentro, a Musyne, por azar, cada dos años o casi, igual que a la mayoría de las personas a las que ha conocido uno muy bien. Es el lapso necesario, dos años, para darse cuenta, de un solo vistazo, infalible entonces, como el instinto, de las fealdades con que un rostro, aun delicioso en su época, se ha cargado.

Te quedas como vacilando un instante ante él y des­pués acabas aceptándolo, tal como se ha transformado, el rostro, con esa inarmonía en aumento, innoble, de toda la cara. No queda más remedio que asentir, a esa cuidadosa y lenta caricatura esculpida por dos años. Aceptar el tiempo, cuadro de nosotros. Entonces podemos decir que nos hemos reconocido del todo (como un billete ex­tranjero, que a primera vista no nos atrevemos a aceptar), que no nos hemos equivocado de camino, que hemos se­guido la ruta correcta, sin concertarnos, la ruta indefectible durante dos años más, la ruta de la podre­dumbre. Y se acabó.

Musyne, cuando me encontraba así, por casualidad, parecía, de tanto como la asustaba mi cabezón, querer huirme a toda costa, evitarme, apartarse, cualquier cosa. Sentía en mí el hedor de todo un pasado, pero a mí, que sé su edad, desde hace demasiados años, ya puede hacer lo que quiera, que no puede evitarme en modo alguno. Se queda ahí, violenta ante mi existencia, como ante un monstruo. Ella, tan delicada, se cree obligada a hacerme preguntas meningíticas, imbéciles, como las que haría una criada sorprendida con las manos en la masa. Las mujeres tienen naturaleza de criadas. Pero tal vez sólo imagine ella esa repulsión, más que sentirla; ése es el consuelo que me queda. Tal vez yo sólo le sugiera que soy inmundo. Tal vez sea yo un artista en ese género. Al fin y al cabo, ¿por qué no habría de haber tanto arte posible en la fealdad como en la belleza? Es un género que cultivar, nada más.

Por mucho tiempo creí que era tonta, la pequeña Musyne, pero sólo era una opinión de vanidoso rechaza­do. Es que, antes de la guerra, todos éramos mucho más ignorantes y fatuos que hoy. No sabíamos casi nada de las cosas del mundo en general, en fin, unos inconscien­tes... Los tipejos de mi estilo confundían con mayor faci­lidad que hoy la gimnasia con la magnesia. Por estar ena­morado de Musyne, tan mona ella, pensaba que eso me iba a dotar de toda clase de facultades y, ante todo y so­bre todo, del valor que me faltaba, ¡todo ello porque era tan bonita y tenía tan buen oído para la música! El amor es como el alcohol, cuanto más impotente y borracho es­tás, más fuerte y listo te crees y seguro de tus derechos.

La señora Herote, prima de muchos héroes muertos, ya sólo salía de su Passage con riguroso luto; además, ra­ras veces iba a la ciudad, pues su tasador amigo se mos­traba muy celoso. Nos reuníamos en el comedor de la trastienda, que, con la llegada de la prosperidad, adquirió visos de saloncito. Íbamos allí a conversar, a distraernos, amistosa, decorosamente, bajo el gas. La pequeña Musy­ne, al piano, nos extasiaba con los clásicos, sólo los clásicos, por las conveniencias de aquellos tiempos dolorosos. Allí pasábamos tardes enteras, codo con codo, con el ta­sador en medio, acunando juntos nuestros secretos, te­mores y esperanzas.


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