Viaje al fin de



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Recapitulemos: los aviadores me habían robado a Lola, los argentinos me habían cogido a Musyne y, por último, aquel invertido armonioso acababa de soplarme mi soberbia comediante. Abandoné, desamparado, la Co­medie mientras apagaban los últimos candelabros de los pasillos y volví, solo, de noche y a pie, a nuestro hospital, ratonera entre barros tenaces y suburbios insumisos.


No es por darme pisto, pero debo reconocer que mi ca­beza nunca ha sido muy sólida. Pero es que entonces, por menos de nada, me daban mareos, como para caer bajo las ruedas de los coches. Titubeaba en la guerra. En pun­to a dinero para gastillos, sólo podía contar, durante mi estancia en el hospital, con los pocos francos que mi ma­dre me daba todas las semanas con gran sacrificio. Por eso, en cuanto me fue posible, me puse a buscar peque­ños suplementos, por aquí y por allá, donde pudiera en­contrarlos. Uno de mis antiguos patronos fue el primero que me pareció propicio al respecto y en seguida recibió mi visita.

Recordé con toda oportunidad que había trabajado en tiempos obscuros en casa de aquel Roger Puta, el joyero de la Madeleine, en calidad de empleado suplente, un poco antes de la declaración de la guerra. Mi tarea en casa de aquel joyero asqueroso consistía en «extras», en lim­piar la plata de su tienda, numerosa, variada y, en épocas de regalos, difícil de mantener limpia, por los continuos manoseos.

En cuanto acababa en la facultad, donde seguía estu­dios rigurosos e interminables (por los exámenes en los que fracasaba), volvía al galope a la trastienda del Sr. Puta y pasaba dos o tres horas luchando con sus chocolateras, a base de «blanco de España», hasta la hora de la cena.

A cambio de mi trabajo me daban de comer, abundantemente por cierto, en la cocina. Por otra parte, mi curre­lo consistía también en llevar a pasear y mear los perros de guarda de la tienda antes de ir a clase. Todo ello por cuarenta francos al mes. La joyería Puta centelleaba con mil diamantes en la esquina de la Rué Vignon y cada uno de aquellos diamantes costaba tanto como varios dece­nios de mi salario. Por cierto, que aún siguen brillando en ella, esos diamantes. Aquel patrón Puta, destinado a servicios auxiliares cuando la movilización, se puso a ser­vir en particular a un ministro, cuyo automóvil conducía de vez en cuando. Pero, por otro lado, y ello de forma totalmente oficiosa, prestaba, Puta, servicios de lo más útiles, suministrando las joyas del Ministerio. El personal de las altas esferas especulaba con gran fortuna con los mercados cerrados y por cerrar. Cuanto más avanzaba la guerra, mayor necesidad había de joyas. El Sr. Puta reci­bía tantos pedidos, que a veces encontraba dificultades para atenderlos.

Cuando estaba agotado, el Sr. Puta llegaba a adquirir una pequeña expresión de inteligencia, por la fatiga que lo atormentaba y sólo en esos momentos. Pero en reposo, su rostro, pese a la finura innegable de sus facciones, forma­ba una armonía de placidez tonta, de la que resultaba difí­cil no conservar para siempre un recuerdo desesperante.

Su mujer, la Sra. Puta, era una sola cosa con la caja de la casa, de la que no se apartaba, por así decir, nunca. La habían educado para ser la esposa de un joyero. Ambi­ción de padres. Conocía su deber, todo su deber. La pare­ja era feliz, al tiempo que la caja era próspera. No es que fuese fea, la Sra. Puta, no, incluso habría podido ser bas­tante bonita, como tantas otras, sólo que era tan pruden­te, tan desconfiada, que se detenía al borde de la belleza, como al borde de la vida, con sus cabellos demasiado peinados, su sonrisa demasiado fácil y repentina, gestos demasiado rápidos o demasiado furtivos. Irritaba intentar distinguir lo que de demasiado calculado había en aquel ser y las razones del malestar que experimentabas, pese a todo, al acercarte a ella. Esa repulsión instintiva que inspiran los comerciantes a los avisados que se acer­can a ellos es uno de los muy escasos consuelos de ser po­bres diablillos que tienen quienes no venden nada a nadie.

Así, pues, era presa total de las mezquinas preocupa­ciones del comercio, la Sra. Puta, exactamente como la Sra. Herote, pero en otro estilo, y del mismo modo que las religiosas son presa, en cuerpo y alma, de Dios.

Sin embargo, de vez en cuando, sentía, nuestra patro­na, como una preocupación de circunstancias. Así suce­día que se abandonara hasta llegar a pensar en los padres de los combatientes. «De todos modos, ¡qué desgracia esta guerra para quienes tienen hijos mayores!»

«Pero, bueno, ¡piensa antes de hablar! -la reprendía al instante su marido, a quien esas sensiblerías encontraban siempre listo y resuelto-. ¿Es que no hay que defender a Francia?»

Así, personas de buen corazón, pero por encima de todo buenos patriotas, estoicos, en una palabra, se que­daban dormidos todas las noches de la guerra encima de los millones de su tienda, fortuna francesa.

En los burdeles que frecuentaba de vez en cuando, el Sr. Puta se mostraba exigente y deseoso de que no lo to­maran por un pródigo. «Yo no soy un inglés, nena -avi­saba desde el principio-. ¡Sé lo que es trabajar! ¡Soy un soldadito francés sin prisas!» Tal era su declaración preli­minar. Las mujeres lo apreciaban mucho por esa forma sensata de abordar el placer. Gozador pero no pardillo, un hombre. Aprovechaba el hecho de conocer su mundo para realizar algunas transacciones de joyas con la ayu­dante de la patrona, quien no creía en las inversiones en Bolsa. El Sr. Puta progresaba de forma sorprendente des­de el punto de vista militar, de licencias temporales a prorrogas definitivas. No tardó en quedar del todo libre, tras no sé cuántas visitas médicas oportunas. Contaba como uno de los goces más altos de su existencia la contempla­ción y, de ser posible, la palpación de pantorrillas hermo­sas. Era un placer por el que al menos superaba a su es­posa, entregada en exclusiva al comercio. Con calidades iguales, siempre encontramos, al parecer, un poco más de inquietud en el hombre, por limitado que sea, por co­rrompido que esté, que en la mujer. En resumen, era un artistilla en ciernes, aquel Puta. Muchos hombres, en punto a arte, se quedan siempre, como él, en la manía de las pantorrillas hermosas. La Sra. Puta estaba muy con­tenta de no tener hijos. Manifestaba con tanta frecuencia su satisfacción por ser estéril, que su marido, a su vez, acabó comunicando su contento común a la ayudante de la patrona. «Sin embargo, por fuerza tienen que ir los hi­jos de alguien -respondía ésta, a su vez-, ¡pues es un de­ber!» Es cierto que la guerra imponía deberes.

El ministro al que servía Puta en el automóvil tampoco tenía hijos: los ministros no tienen hijos.

Hacia 1913, otro empleado auxiliar trabajaba conmigo en los pequeños quehaceres de la tienda; era Jean Voireuse, un poco «comparsa» por la noche en los teatrillos y por la tarde repartidor en la tienda de Puta. También él se contentaba con sueldos mínimos. Pero se las arreglaba gracias al metro. Iba casi tan rápido a pie como en metro para hacer los recados. Conque se quedaba con el precio del metro. Todo sisas. Le olían un poco los pies, cierto es, mucho incluso, pero lo sabía y me pedía que le avisara, cuando no había clientes en la tienda, para poder entrar sin perjuicio y hacer las cuentas con la Sra. Puta. Una vez cobrado el dinero, lo enviaban al instante a reunirse con­migo en la trastienda. Los pies le sirvieron mucho duran­te la guerra. Tenía fama de ser el agente de enlace más rápi­do de su regimiento. Durante la convalecencia, vino a verme al fuerte de Bicetre y fue incluso con ocasión de esa visita cuando decidimos ir juntos a dar un sablazo a nuestro antiguo patrón. Dicho y hecho. En el momento en que llegábamos por el Bulevard de la Madeleine, esta­ban acabando de instalar el escaparate...

«¡Hombre! ¿Vosotros aquí? -se extrañó un poco de vemos el Sr. Puta-. De todos modos, ¡me alegro! ¡En­trad! Tú, Voireuse, ¡tienes buen aspecto! ¡Eso es bueno! Pero tú, Bardamu, ¡pareces enfermo, muchacho! ¡En fin! ¡Eres joven! ¡Ya te recuperarás! A pesar de todo, ¡tenéis potra, chicos! Se diga lo que se diga, estáis viviendo mo­mentos magníficos, ¿eh? ¿Allí arriba? ¡Y al aire! Eso es Historia, amigos, ¡os lo digo yo! ¡Y qué Historia!»

No le respondíamos nada al Sr. Puta, le dejábamos de­cir todo lo que quisiera antes de darle el sablazo... Con­que continuaba:

«¡Ah! ¡Es duro, lo reconozco, estar en las trincheras!... ¡Es cierto! Pero, ¡aquí, verdad, también es duro de lo lin­do!... ¿Que a vosotros os han herido? ¡Y yo estoy reven­tado! ¡Hace dos años que hago servicios de noche por la ciudad! ¿Os dais cuenta? ¡Imaginaos! ¡Absolutamente reventado! ¡Deshecho! ¡Ah, las calles de París por la no­che! Sin luz, chicos... ¡Y conduciendo un auto y muchas veces con el ministro! ¡Y, encima, a toda velocidad! ¡No os podéis imaginar!... ¡Como para matarse diez veces to­das las noches!...»

«Sí -confirmó la señora Puta-, y a veces conduce a la esposa del ministro también...»

«¡Ah, sí! Y no acaba ahí la cosa...»

«¡Es terrible!», comentamos al unísono.

«¿Y los perros? -preguntó Voireuse para mostrarse educado-. ¿Qué han hecho de ellos? ¿Todavía los llevan a pasear por las Tullerías?»

«¡Los mandé matar! ¡Eran un perjuicio para la tien­da!... ¡Pastores alemanes!»

«¡Es una pena! -lamentó su mujer-. Pero los nuevos perros que tenemos ahora son muy agradables, son esco­ceses... Huelen un poco... Mientras que nuestros pastores alemanes, ¿recuerdas, Voireuse?... Se puede decir que no olían nunca. Podíamos dejarlos encerrados en la tienda, incluso después de la lluvia...»

«¡Ah, sí! -añadió el Sr. Puta-. No como ese jodio Voi­reuse con sus pies! ¿Aún te huelen los pies, Jean? ¡Anda, jodio Voireuse!»

«Me parece que un poco aún», respondió Voireuse.

En ese momento entraron unos clientes.

«No os retengo más, amigos míos -nos dijo el Sr. Puta, deseoso de eliminar a Jean de la tienda cuanto antes-. ¡Y que haya salud, sobre todo! ¡No os pregunto de dónde venís! ¡Ah, no! La Defensa Nacional ante todo, ¡ésa es mi opinión!»

Al decir Defensa Nacional, se puso muy serio, Puta, como cuando devolvía el cambio... Así nos despedían. La Sra. Puta nos entregó veinte francos a cada uno, al mar­charnos. Ya no nos atrevíamos a cruzar de nuevo la tien­da, lustrosa y reluciente como un yate, por nuestros za­patos, que parecían monstruosos sobre la fina alfombra.

«¡Ah! ¡Míralos, a los dos, Roger! ¡Qué graciosos es­tán!... ¡Han perdido la costumbre! ¡Parece que hubieran pisado una mierda!», exclamó la Sra. Puta.

«¡Ya se les pasará!», dijo el Sr. Puta, cordial y bona­chón y muy contento de librarse tan pronto de nosotros y por tan poco.

Una vez en la calle, pensamos que no llegaríamos de­masiado lejos con veinte francos cada uno, pero Voireuse tenía otra idea.

«Vente -me dijo- a casa de la madre de un amigo que murió cuando estábamos en el Mosa; yo voy todas las se­manas, a casa de sus padres, para contarles cómo murió su chaval... Son gente rica... Me da unos cien francos todas las veces, su madre... Dicen que les gusta escuchar­me... Conque como comprenderás...»

«¿Qué cojones voy a ir yo a hacer en su casa? ¿Qué le voy a decir a la madre?»

«Pues le dices que lo viste, tú también... Te dará cien francos también a ti... ¡Son gente rica de verdad! ¡Te lo digo yo! No se parecen a ese patán de Puta... Ésos no mi­ran el dinero...»

«De acuerdo, pero, ¿estás seguro de que no me va a preguntar detalles?... Porque yo no lo conocí a su hijo, eh... Voy a estar pez, si me pregunta...»

«No, no, no importa, di lo mismo que yo... Di: sí, sí... ¡No te preocupes! Está apenada, compréndelo, esa mujer, y como le hablamos de su hijo, se pone contenta... Sólo pide eso... Cualquier cosa... Está chupado...»

Yo no conseguía decidirme, pero deseaba con ganas los cien francos, que me parecían excepcionalmente fáciles de obtener y como providenciales.

«Vale -me decidí al final-. Pero siempre que no tenga que inventar nada, ¡eh! ¡Te aviso! ¿Me lo prometes? Diré lo mismo que tú, nada más... Vamos a ver, ¿cómo murió el chaval?»

«Recibió un obús en plena jeta, chico, y, además, de los grandes, en Garance, así se llamaba el sitio... en el Mosa, al borde de un río... No se encontró "ni esto" del muchacho, ¡fíjate! O sea, que sólo quedó el recuerdo... Y eso que era alto, verdad, y buen mozo, el chaval, y fuerte y deportista, pero contra un obús, ¿no? ¡No hay resistencia!»

«¡Es verdad!»

«Visto y no visto, vamos... ¡A su madre aún le cuesta creerlo hoy! De nada sirve que yo le cuente y vuelva a contar... Cree que sólo ha desaparecido... Es una idea ab­surda... ¡Desaparecido!... No es culpa suya, nunca ha vis­to un obús, no puede comprender que alguien se desintegre así, como un pedo, y se acabó, sobre todo porque era su hijo...»

«¡Claro, claro!»

«En fin, hace quince días que no he ido a verlos... Pero vas a ver, cuando llegue, me recibe en seguida, la madre, en el salón, y, además, es que es una casa muy bonita, pa­rece un teatro, de tantas cortinas como hay, alfombras, espejos por todos lados... Cien francos, como compren­derás, no deben de significar nada para ellos... Como para mí un franco, poco más o menos... Hoy hasta puede que me dé doscientos... Hace quince días que no la he visto... Vas a ver a los criados con los botones dorados, chico...»

En la Avenue Henri-Martin, se giraba a la izquierda y después se avanzaba un poco y, por fin, se llegaba ante una verja en medio de los árboles de una pequeña alame­da privada.

«¿Ves? -observó Voireuse, cuando estuvimos justo de­lante-. Es como un castillo... Ya te lo había dicho... El pa­dre es un mandamás en los ferrocarriles, según me han contado... Un baranda...»

«¿No será jefe de estación?», dije en broma.

«Vete a paseo... Míralo, por ahí baja... Viene hacia aquí...»

Pero el hombre de edad al que señalaba no llegó en se­guida, caminaba encorvado en torno al césped e iba ha­blando con un soldado. Nos acercamos. Reconocí al sol­dado, era el mismo reservista que había encontrado la noche de Noirceur-sur-la-Lys, estando de reconocimien­to. Incluso recordé al instante el nombre que me había dicho: Robinson.

«¿Conoces a ese de infantería?», me preguntó Voi­reuse.

«Sí, lo conozco.»

«Tal vez sea amigo de ellos... Deben de hablar de la madre; ojalá que no nos impidan ir a verla... Porque es ella más bien quien suelta la pasta...»

El anciano se acercó a nosotros. Le temblaba la voz.

«Querido amigo -dijo a Voireuse-, tengo el dolor de comunicarle que después de su última visita mi pobre mujer sucumbió a nuestra inmensa pena... El jueves la habíamos dejado sola un momento, nos lo había pedido... Lloraba...»

No pudo acabar la frase. Se volvió bruscamente y se alejó.

«Te reconozco», dije entonces a Robinson, en cuanto el anciano se hubo alejado lo suficiente de nosotros.

«Yo también te reconozco...»

«Oye, ¿qué le ha ocurrido a la vieja?», le pregunté en­tonces.

«Pues que se ahorcó ayer, ¡ya ves! -respondió-. ¡Qué mala pata, chico! -añadió incluso al respecto-. ¡La tenía de madrina!... Mira que tengo suerte, ¡eh! ¡Eso es lo que se dice giba! ¡La primera vez que venía de permiso!... Y hacía seis meses que esperaba este día...»

No pudimos reprimir la risa, Voireuse y yo, ante la desgracia de Robinson. Desde luego, era una sorpresa de­sagradable; sólo, que eso no nos devolvía nuestros dos­cientos pavos, que hubiera muerto, a nosotros que íba­mos a inventarnos una nueva bola para el caso. De repente, no estábamos contentos, ni unos ni otros.

«Conque te las prometías muy felices, ¿eh, cabroncete? -lo chinchábamos, a Robinson, para tomarle el pelo-. Creías que te ibas a dar una comilona de aúpa, ¿eh?, con los viejos. Quizá creyeras que te la ibas a cepillar tam­bién, a la madrina... Pues, ¡vas listo, macho!...»

Como, de todos modos, no podíamos quedarnos allí mirando el césped y desternillándonos de risa, nos fui­mos los tres juntos hacia Grenelle. Contamos el dinero que teníamos entre los tres, no era mucho. Como teníamos que volver esa misma noche a nuestros hospitales y depósitos respectivos, teníamos lo justo para cenar en una taberna los tres y después tal vez quedara un poqui­to, pero no bastante, para ir de putas. Sin embargo, fui­mos al picadero, pero sólo para tomar una copa abajo.

«A ti me alegro de verte -me anunció Robinson-, pero anda, que la tía ésa, ¡la madre del chaval!... De todos mo­dos, cuando lo pienso, ¡mira que ir a ahorcarse el día mismo que yo llego!... No me lo puedo quitar de la cabe­za... ¿Acaso me ahorco yo?... ¿De pena?... Entonces, ¡yo tendría que pasar la vida ahorcándome!... ¿Y tú?»

«La gente rica -dijo Voireuse- es más sensible que los demás.»

Tenía buen corazón, Voireuse. Añadió: «Si tuviera seis francos, subiría con esa morenita de ahí, junto a la má­quina tragaperras...»

«Ve -le dijimos nosotros entonces-, y después nos cuentas si chupa bien...»

Sólo, que, por mucho que buscamos, no teníamos bas­tante, incluida la propina, para que pudiera tirársela. Te­níamos lo justo para tomar otro café cada uno y dos co­pas. Una vez que nos las soplamos, ¡volvimos a salir de paseo!

En la Place Vendóme acabamos separándonos. Cada uno se iba por su lado. Al despedirnos, casi no nos veía­mos y hablábamos muy bajo, por los ecos. No había luz, estaba prohibido.

A Jean Voireuse no lo volví a ver nunca. A Robinson volví a encontrármelo muchas veces en adelante. Fueron los gases los que acabaron con Jean Voireuse, en Somme. Fue a acabar al borde del mar, en Bretaña, dos años des­pués, en un sanatorio marino. Al principio me escribió dos veces, luego nada. Nunca había estado junto al mar. «No te puedes imaginar lo bonito que es -me escribía-, tomo algunos baños, es bueno para los pies, pero creo que tengo la voz completamente jodida.» Eso le fastidia­ba porque su ambición, en el fondo, era la de poder vol­ver un día a los coros del teatro.

Los coros están mucho mejor pagados y son más artís­ticos que las simples comparsas.


Los barandas acabaron soltándome y pude salvar el pe­llejo, pero quedé marcado en la cabeza y para siempre. ¡Qué le íbamos a hacer! «¡Vete!... -me dijeron-. ¡Ya no sirves para nada!...»

«¡A África! -me dije-. Cuanto más lejos, ¡mejor!» Era un barco como los demás de la Compañía de los Corsa­rios Reunidos el que me llevó. Iba hacia los trópicos, con su carga de cotonadas, oficiales y funcionarios.

Era tan viejo, aquel barco, que le habían quitado hasta la placa de cobre de la cubierta superior, donde en tiem­pos aparecía escrito el año de nacimiento; databa de tan antiguo su nacimiento, que habría inspirado miedo a los pasajeros y también cachondeo.

Conque me embarcaron en él para que intentara resta­blecerme en las colonias. Quienes bien me querían desea­ban que hiciera fortuna. Por mi parte, yo sólo tenía ganas de irme, pero, como, cuando no eres rico, siempre tienes que parecer útil y como, por otro lado, nunca acababa mis estudios, la cosa no podía continuar así. Tampoco te­nía dinero suficiente para ir a América. «Pues, ¡a Áfri­ca!», dije entonces y me dejé llevar hacia los trópicos, donde, según me aseguraban, bastaba con un poco de templanza y buena conducta para labrarse pronto una si­tuación.

Aquellos pronósticos me dejaban perplejo. No tenía muchas cosas a mi favor, pero, desde luego, tenía buenos modales, de eso no había duda, actitud modesta, deferen­cia fácil y miedo siempre de no llegar a tiempo y, además, el deseo de no pasar por encima de nadie en la vida, en fin, delicadeza...

Cuando has podido escapar de un matadero interna­cional enloquecido, no deja de ser una referencia en cuanto a tacto y discreción. Pero volvamos a aquel via­je. Mientras permanecimos en aguas europeas, la cosa no se anunciaba mal. Los pasajeros enmohecían reparti­dos en la sombra de los entrepuentes, en los WC, en el fumadero, en grupitos suspicaces y gangosos. Todos ellos bien embebidos de amer piçons y chismes, de la ma­ñana a la noche. Eructaban, dormitaban y vociferaban, sucesivamente, y, al parecer, sin añorar nunca nada de Europa.

Nuestro navío se llamaba el Amiral-Bragueton. Debía de mantenerse sobre aquellas aguas tibias sólo gracias a su pintura. Tantas capas acumuladas, como pieles de ce­bolla, habían acabado constituyendo una especie de se­gundo casco en el Amiral-Bragueton. Bogábamos hacia África, la verdadera, la grande, la de selvas insondables, miasmas deletéreas, soledades invioladas, hacia los gran­des tiranos negros repantigados en las confluencias de ríos sin fin. Por un paquete de hojas de afeitar Pilett iba yo a sacarles marfiles así de largos, aves resplande­cientes, esclavas menores de edad. Me lo habían prometi­do. ¡Vida de obispo, vamos! Nada en común con esa África descortezada de las agencias y monumentos, los ferrocarriles y el guirlache. ¡Ah, no! Nosotros íbamos a verla en su jugo, ¡el África auténtica! ¡Nosotros, los pa­sajeros del Amiral-Bragueton, que no dejábamos de darle a la priva!

Pero, tras pasar ante las costas de Portugal, las cosas empezaron a estropearse. Irresistiblemente, cierta ma­ñana, al despertar, nos vimos como dominados por un ambiente de estufa infinitamente tibio, inquietante. El agua en los vasos, el mar, el aire, las sábanas, nuestro sudor, todo, tibio, caliente. En adelante imposible, de no­che, de día, tener ya nada fresco en la mano, bajo el tra­sero, en la garganta, salvo el hielo del bar con el whis­ky. Entonces una vil desesperación se abatió sobre los pasajeros del Amiral-Bragueton, condenados a no ale­jarse más del bar, embrujados, pegados a los ventila­dores, soldados a los cubitos de hielo, intercambiando amenazas después de las cartas y disculpas en cadencias incoherentes.

No hubo que esperar mucho. En aquella estabilidad desesperante de calor, todo el contenido humano del na­vío se coaguló en una borrachera masiva. Nos movíamos remolones entre los puentes, como pulpos en el fondo de una bañera de agua estancada. Desde aquel momento vi­mos desplegarse a flor de piel la angustiosa naturaleza de los blancos, provocada, liberada, bien a la vista por fin, su auténtica naturaleza de verdad, igualito que en la guerra. Estufa tropical para instintos, semejantes a los sapos y víboras que salen por fin a la luz, en el mes de agosto, por los flancos agrietados de las cárceles. En el frío de Europa, bajo las púdicas nieblas del Norte, aparte de las matanzas, tan sólo se sospecha la hormigueante crueldad de nuestros hermanos, pero, en cuanto los excita la fiebre innoble de los trópicos, su corrupción invade la superfi­cie. Entonces nos destapamos como locos y la porquería triunfa y nos recubre por entero. Es la confesión biológi­ca. Desde el momento en que el trabajo y el frío dejan de coartarnos, aflojan un poco sus tenazas, descubrimos en los blancos lo mismo que en la alegre ribera, una vez que el mar se retira: la verdad, charcas pestilentes, cangrejos, carroña y zurullos.

Así, pasado Portugal, todo el mundo, en el navío, se puso a liberar los instintos con rabia, ayudado por el alcohol y también por esa sensación de satisfacción ínti­ma que procura una gratuidad de viaje absoluta, sobre todo a los militares y funcionarios en activo. Sentirse alimentado, alojado y abrevado gratis durante cuatro semanas seguidas, es bastante, por sí solo, ¿no?, al pen­sarlo, para delirar de economía. Por consiguiente, yo, el único que pagaba el viaje, parecí, en cuanto se supo esa particularidad, singularmente descarado, del todo inso­portable.

Si hubiera tenido alguna experiencia de los medios co­loniales, al salir de Marsella, habría ido, compañero in­digno, a pedir de rodillas perdón, indulgencia a aquel ofi­cial de infantería colonial que me encontraba por todas partes, el de graduación más alta, y a humillarme, ade­más, tal vez, para mayor seguridad, a los pies del funcio­nario más antiguo. ¿Quizás entonces me habrían tolera­do entre ellos sin inconveniente aquellos pasajeros fantásticos? Pero mi inconsciente pretensión de respirar, ignorante de mí, en torno a ellos estuvo a punto de costarme la vida.


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