Viaje al fin de



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Nunca se es bastante temeroso. Gracias a cierta habili­dad, sólo perdí el amor propio que me quedaba. Veamos cómo ocurrió. Algo después de pasar las islas Canarias, supe por un camarero que todos estaban de acuerdo en considerarme presumido, insolente incluso... Que me su­ponían chulo de putas y al mismo tiempo pederasta... Un poco cocainómano incluso... Pero eso por añadidura... Después se abrió paso la idea de que debía de huir de Francia ante las consecuencias de fechorías de lo más gra­ves. Sin embargo, eso sólo era el comienzo de mis adver­sidades. Entonces me enteré de la costumbre impuesta en aquella línea: la de no aceptar sino con extrema circuns­pección, acompañada, por cierto, de novatadas, a los pa­sajeros que pagaban, es decir, los que no gozaban ni de la gratuidad militar ni de los convenios burocráticos, pues las colonias francesas, como es sabido, eran propiedad exclusiva de la nobleza de los Anuarios.

Al fin y al cabo, existen muy pocas razones válidas para que un civil desconocido se aventure en esa direc­ción... Espía, sospechoso, encontraron mil razones para mirarme con mala cara, los oficiales a los ojos, las muje­res con sonrisa convenida. Pronto, hasta los propios cria­dos, alentados, intercambiaban a mi espalda comentarios de lo más cáusticos. Al final, nadie dudaba que yo era el mayor y más insoportable granuja a bordo y, por así de­cir, el único. La cosa prometía.

Mis vecinos de mesa eran cuatro agentes de correos de Gabón, hepáticos, desdentados. Familiares y cordiales al principio de la travesía, después no me dirigieron ni una triste palabra. Es decir, que, por acuerdo tácito, me colo­caron en régimen de vigilancia común. Llegó un momen­to en que no salía de mi camarote sino con infinitas pre­cauciones. La atmósfera de horno nos pesaba sobre la piel como un cuerpo sólido. En cueros y con el cerrojo echado, ya no me movía e intentaba imaginar qué plan podían haber concebido los diabólicos pasajeros para perderme. No conocía a nadie a bordo y, sin embargo, todo el mundo parecía reconocerme. Mis señas particula­res debían de haber quedado grabadas instantáneamente en sus mentes, como las del criminal célebre que se pu­blican en los periódicos.

Desempeñaba, sin quererlo, el papel del indispensable «infame y repugnante canalla», vergüenza del género hu­mano, señalado por todos lados a lo largo de los siglos, del que todo el mundo ha oído hablar, igual que del Dia­blo y de Dios, pero que siempre es tan distinto, tan hui­dizo, en la tierra y en la vida, inaprensible, en resumidas cuentas. Habían sido necesarias, para aislarlo, «al cana­lla», para identificarlo, sujetarlo, las circunstancias excep­cionales que sólo se daban en aquel estrecho barco.

Un auténtico regocijo general y moral se anunciaba a bordo del Amiral-Bragueton. «El inmundo» no iba a es­capar a su suerte. Era yo.

Por sí solo, aquel acontecimiento bien valía el viaje. Recluido entre aquellos enemigos espontáneos, intentaba yo, a duras penas, identificarlos sin que lo advirtieran. Para lograrlo, los espiaba impunemente, sobre todo de mañana, por la ventanilla de mi camarote. Antes del de­sayuno, tomando el fresco, peludos del pubis a las cejas y del recto a la planta de los pies, en pijama, transparentes al sol; tendidos a lo largo de la borda, con el vaso en la mano, venían a eructar allí, mis enemigos, y amenazaban ya con vomitar alrededor, sobre todo el capitán de ojos saltones e inyectados, a quien el hígado atormentaba de lo lindo, desde la aurora. Al despertar, preguntaba sin fal­ta por mí a los otros guasones, si aún no me habían «tira­do por la borda», según decía, «¡como un gargajo!». Para ilustrar lo que quería decir, escupía al mismo tiempo en el mar espumoso. ¡Qué cachondeo!

El Amiral apenas avanzaba, se arrastraba más que na­da, ronroneando, entre uno y otro balanceo. Ya es que no era un viaje, era una enfermedad. Los miembros de aquel concilio matinal, al examinarlos desde mi rincón, me parecían todos profundamente enfermos, palúdicos, alcohólicos, sifilíticos seguramente; su decadencia, visible a diez metros, me consolaba un poco de mis preocupa­ciones personales. Al fin y al cabo, ¡eran unos vencidos, tanto como yo, aquellos matones!... ¡Aún fanfarronea­ban, simplemente! ¡La única diferencia! Los mosquitos se habían encargado ya de chuparlos y destilarles en ple­nas venas esos venenos que no desaparecen nunca... El treponema les estaba ya limando las arterias... El alcohol les roía el hígado... El sol les resquebrajaba los riñones... Las ladillas se les pegaban a los pelos y el eczema a la piel del vientre... ¡La luz cegadora acabaría achicharrándoles la retina!... Dentro de poco, ¿qué les iba a quedar? Un trozo de cerebro... ¿Para qué? ¿Me lo queréis decir?... ¿Allí donde iban? ¿Para suicidarse? Sólo podía servirles para eso, un cerebro, allí donde iban... Digan lo que di­gan, no es divertido envejecer en los países en que no hay distracciones... Te ves obligado a mirarte al espejo, cuyo azogue enmohece, y verte cada vez más decaído, cada vez más feo... No tardas en pudrirte, entre el verdor, sobre todo cuando hace un calor atroz.

Al menos el Norte conserva las carnes; la gente del Norte es pálida de una vez para siempre. Entre un sueco muerto y un joven que ha dormido mal, poca diferencia hay. Pero el colonial está ya cubierto de gusanos un día después de desembarcar. Los esperaban impacientes, esas vermes infinitamente laboriosas, y no los soltarían hasta mucho después de haber cruzado el límite de la vida. Sa­cos de larvas.

Nos faltaban aún ocho días de mar antes de hacer esca­la en Bragamance, primera tierra prometida. Yo tenía la sensación de encontrarme dentro de una caja de explosi­vos. Ya apenas comía para no acudir a su mesa ni atrave­sar los entrepuentes en pleno día. Ya no decía ni palabra. Nunca me veían de paseo. Era difícil estar tan poco como yo en el barco, aun viviendo en él.

Mi camarero, padre de familia él, tuvo a bien confiar­me que los brillantes oficiales de la colonial habían ju­rado, con el vaso en la mano, abofetearme a la primera ocasión y después tirarme por la borda. Cuando le pre­guntaba por qué, no sabía y me preguntaba, a su vez, qué había hecho yo para llegar a ese extremo. Nos quedába­mos con la duda. Aquello podía durar mucho tiempo. No gustaba mi jeta y se acabó.

Nunca más se me ocurriría viajar con gente tan difícil de contentar. Estaban tan desocupados, además, encerrados durante treinta días consigo mismos, que les bastaba muy poco para apasionarse. Por lo demás, no hay que olvidar que en la vida corriente cien individuos por lo menos a lo largo de una sola jornada muy ordinaria desean quitarte tu pobre vida: por ejemplo, todos aquellos a quienes moles­tas, apretujados en la cola del metro detrás de ti, todos aquellos también que pasan delante de tu piso y que no tienen dónde vivir, todos los que esperan a que acabes de hacer pipí para hacerlo ellos, tus hijos, por último, y tantos otros. Es incesante. Te acabas acostumbrando. En el barco el apiñamiento se nota más, conque es más molesto.

En esa olla que cuece a fuego lento, el churre de esos seres escaldados se concentra, los presentimientos de la soledad colonial que los va a sepultar pronto, a ellos y su destino, los hace gemir, ya como agonizantes. Se cho­can, muerden, laceran, babean. Mi importancia a bordo aumentaba prodigiosamente de un día para otro. Mis raras llegadas a la mesa, por furtivas y silenciosas que procurara hacerlas, cobraban carácter de auténticos acon­tecimientos. En cuanto entraba en el comedor, los ciento veinte pasajeros se sobresaltaban, cuchicheaban...

Los oficiales de la colonial, bien cargados de aperitivo tras aperitivo en torno a la mesa del comandante, los re­caudadores de impuestos, las institutrices congoleñas so­bre todo, de las que el Amiral-Bragueton llevaba un buen surtido, habían acabado, entre suposiciones malévolas y deducciones difamatorias, atribuyéndome una importan­cia infernal.

Al embarcar en Marsella, yo no era sino un soñador insignificante, pero ahora, a consecuencia de aquella con­centración irritada de alcohólicos y vaginas impacientes, me encontraba irreconocible, dotado de un prestigio in­quietante.

El comandante del navío, gran bribón astuto y verru­goso, que con gusto me estrechaba la mano al comienzo de la travesía cada vez que nos encontrábamos, ahora no parecía ya reconocerme siquiera, igual que se evita a un hombre buscado por un feo asunto, culpable ya... ¿De qué? Cuando el odio de los hombres no entraña riesgo alguno, su estupidez se deja convencer rápido, los moti­vos vienen solos.

Por lo que me parecía discernir en la malevolencia compacta en que me debatía, una de las señoritas institu­trices animaba al elemento femenino de la conjuración. Volvía al Congo, a diñarla, al menos así lo esperaba yo, la muy puta. Apenas se separaba de los oficiales coloniales de torso torneado en la tela resplandeciente y adornados, además, con el juramento que habían pronunciado de machacarme como una infecta babosa, ni más ni menos, mucho antes de la próxima escala. Se preguntaban por turno si yo sería tan repugnante aplastado como entero. En resumen, se divertían. Aquella señorita atizaba su ins­piración, reclamaba la borrasca contra mí en el puente del Amiral-Bragueton, no quería conocer descanso hasta que por fin me hubieran recogido jadeante, enmendado para siempre de mi impertinencia imaginaria, castigado por haber osado existir, golpeado con rabia, en una palabra, sangrando, magullado, implorando piedad bajo la bota y el puño de uno de aquellos cachas, cuya acción muscular y furia espléndida ardía en deseos de admirar. Escena de alta carnicería en la que sus fiados ovarios presentían un despertar. Valía tanto como ser violada por un gorila. El tiempo pasaba y es peligroso retrasar demasiado las co­rridas. Yo era el toro. El barco entero lo exigía, estreme­ciéndose hasta las bodegas.

El mar nos encerraba en aquel ruedo empernado. Has­ta los maquinistas estaban al corriente. Y como ya sólo quedaban tres días para la escala, jornadas decisivas, varios toreros se ofrecieron. Y cuanto más huía yo del es­cándalo, más agresivos e inminentes se volvían conmigo. Ya se entrenaban los sacrificadores. Me acorralaron entre dos camarotes, contra un lienzo de pared. Escapé por los pelos, pero llegó a serme francamente peligroso el simple hecho de ir al retrete. Así, pues, cuando ya sólo teníamos por delante esos tres días de mar, aproveché para renun­ciar definitivamente a todas mis necesidades naturales. Me bastaban las ventanillas. A mi alrededor todo era ago­biante de odio y aburrimiento. Debo decir también que es increíble, ese aburrimiento de a bordo, cósmico, por hablar con franqueza. Cubre el mar, el barco y los cielos. Sería capaz de volver excéntrica a gente sólida, con ma­yor razón a aquellos brutos quiméricos.

¡Un sacrificio! Me iban a someter a él. Los aconteci­mientos se precipitaron una noche, después de la cena, a la que, sin embargo, no había podido dejar de acudir, acuciado por el hambre. No había levantado la nariz del plato y ni siquiera me había atrevido a sacar el pañuelo del bolsillo para limpiarme. Nadie ha jalado jamás más discreto que yo en aquella ocasión. De las máquinas te subía, estando sentado, hacia el trasero, una vibración in­cesante y tenue. Mis vecinos de mesa debían de estar al corriente de lo que habían decidido en relación conmigo, pues para mi sorpresa, se pusieron a hablarme por extenso y con gusto de duelos y estocadas, a hacerme preguntas... En aquel momento también, la institutriz del Congo, la que tenía tan mal aliento, se dirigió hacia el salón. Tuve tiempo de notar que llevaba un vestido de encaje, muy pomposo, y se acercaba al piano con una como prisa cris­pada, para tocar, si se puede decir así, tonadas que dejaba sin concluir. El ambiente se volvió intensamente nervioso y furtivo.

Di un salto para ir a refugiarme en mi camarote. Esta­ba a punto de alcanzarlo, cuando uno de los capitanes de la colonial, el más echado para adelante, el más musculo­so de todos, me cortó el paso, sin violencia, pero con fir­meza. «Subamos al puente», me ordenó. Al instante estába­mos arriba. Para aquella ocasión, llevaba su quepis más dorado, se había abotonado enteramente del cuello a la bragueta, cosa que no había hecho desde nuestra partida. Estábamos, pues, en plena ceremonia dramática. No me llegaba la camisa al cuerpo y el corazón me latía a la altu­ra del ombligo.

Aquel preámbulo, aquella impecabilidad anormal, me hicieron presagiar una ejecución lenta y dolorosa. Aquel hombre me daba la sensación de un fragmento de la gue­rra colocado de repente en mi camino, testarudo, tarado, asesino.

Detrás de él, cerrándome la puerta del entrepuente, se alzaban al tiempo cuatro oficiales subalternos, atentos en extremo, escolta de la fatalidad.

No había, pues, medio de escapar. Aquella interpela­ción debía de estar minuciosamente preparada. «¡Señor, ante usted el capitán Frémizon de las tropas coloniales! En nombre de mis compañeros y del pasaje de este barco, con razón indignados por su incalificable conduc­ta, ¡tengo el honor de pedirle una explicación!... ¡Ciertas declaraciones que ha hecho usted respecto a nosotros desde la salida de Marsella son inaceptables!... ¡Ha llega­do el momento, señor mío, de expresar bien alto sus que­jas!... ¡De proclamar lo que vergonzosamente cuenta por lo bajo desde hace veintiún días! De decirnos al fin lo que piensa...»

Al oír aquellas palabras, sentí un inmenso alivio. Ha­bía temido una ejecución irremediable, pero, ya que el capitán hablaba, me ofrecían una escapatoria. Me precipi­té a aprovechar la oportunidad. Toda posibilidad de co­bardía se convierte en una esperanza magnífica a quien sabe lo que se trae entre manos. Ésa es mi opinión. No hay que mostrarse nunca delicado respecto al medio de escapar del destripamiento ni perder el tiempo tampoco buscando las razones de la persecución de que sea uno víctima. Al sabio le basta con escapar.

«¡Capitán! -le respondí con todo el convencimiento de voz de que era capaz en aquel momento-. ¡Qué extra­ordinario error iba usted a cometer! ¡Yo! ¿Cómo puede atribuirme, a mí, semejantes sentimientos pérfidos? ¡Es demasiada injusticia, la verdad! ¡Sólo de pensarlo me pongo enfermo! ¡Cómo! ¡Yo, que hace nada era aún de­fensor de nuestra querida patria! ¡Yo, que he mezclado mi sangre con la de usted durante años en innumerables batallas! ¡Qué injusticia iba a cometer conmigo, capitán!»

Después, dirigiéndome al grupo entero:

«¿Cómo han podido ustedes, señores, creer semejante maledicencia? ¡Llegar hasta el extremo de pensar que yo, hermano de ustedes, en resumidas cuentas, me empeñaba en propalar inmundas calumnias sobre oficiales heroicos! ¡Es el colmo! ¡El colmo, la verdad! ¡Y eso en el momento en que se aprestan, esos valientes, esos valientes incom­parables, a reanudar la custodia sagrada de nuestro in­mortal imperio colonial! -proseguí-. Allí donde los más magníficos soldados de nuestra raza se han cubierto de gloria eterna. ¡Los Mangin! ¡Los Faidherbe, los Gallieni!... ¡Ah, capitán! ¿Yo? ¿Una cosa así?»

Hice una pausa. Esperaba mostrarme conmovedor. Por fortuna, así fue por un instante. Entonces, sin per­der tiempo, aprovechando el armisticio de la cháchara, fui derecho hacia él y le estreché las dos manos con emoción.

Con sus manos encerradas en las mías me sentía un poco más tranquilo. Sin soltarlas, seguí explicándome con locuacidad y, al tiempo que le daba mil veces la ra­zón, le aseguraba que nuestras relaciones debían empezar de nuevo y esa vez sin equívocos. ¡Que mi natural y estupida timidez era la única causa de aquella fantástica confusión! Que, desde luego, mi conducta se podía haber interpretado como un inconcebible desdén hacia aquel grupo de pasajeros y pasajeras, «héroes y encantado­res mezclados... Reunión providencial de grandes carac­teres y talentos... Sin olvidar a las damas, intérpretes mu­sicales incomparables, ¡ornato del barco!...». Al tiempo que pedía perdón profusamente, solicité, para acabar, que me admitieran, sin dilación ni restricción alguna, en su alegre grupo patriótico y fraterno... en el que, desde aquel momento y para siempre, deseaba ser amable com­pañía... Sin soltarle las manos, por supuesto, intensifiqué la elocuencia.

Mientras no mate, el militar es como un niño. Resulta fácil divertirlo. Como no está acostumbrado a pensar, en cuanto le hablas, se ve obligado, para intentar compren­derte, a hacer esfuerzos extenuantes. El capitán Frémizon no me mataba, no estaba bebiendo tampoco, no hacía nada con las manos, ni con los pies, tan sólo intentaba pensar. Eso era superior a sus posibilidades. En el fondo, yo lo tenía sujeto de la cabeza.

Gradualmente, mientras duraba aquella prueba de hu­millación, yo notaba que mi amor propio estaba listo para dejarme, esfumarse aún más y después soltarme, abandonarme del todo, por así decir, oficialmente. Digan lo que digan, es un momento muy agradable. Después de ese incidente, me volví para siempre infinitamente libre y ligero, moralmente, claro está. Tal vez lo que más se ne­cesite para salir de un apuro en la vida sea el miedo. Por mi parte, desde aquel día nunca he deseado otras armas ni otras virtudes.

Los compañeros del militar indeciso, que habían acu­dido también a propósito para enjugarme la sangre y ju­gar a las tabas con mis dientes desparramados, iban a contentarse con el único triunfo de atrapar las palabras en el aire. Los civiles, que habían acudido temblorosos ante el anuncio de una ejecución, tenían cara de pocos amigos. Como yo no sabía exactamente lo que decía, sal­vo que debía mantenerme a toda costa en el tono lírico, sin soltar las manos del capitán, miré fijamente a un pun­to ideal en la bruma esponjosa entre la que avanzaba el Amiral-Bragueton resoplando y escupiendo a cada im­pulso de la hélice. Por fin, me arriesgué, para concluir, a hacer girar uno de mis brazos por encima de mi cabeza y soltando una de las manos del capitán, una sola, me lancé a la perorata: «Entre bravos, señores oficiales, ¿no es lógico que acabemos entendiéndonos? ¡Viva Francia, entonces, qué hostia! ¡Viva Francia!» Era el truco del sargento Branledore. También en aquella ocasión dio resultado. Fue el único caso en que Francia me salvó la vida, hasta entonces había sido más bien lo contrario. Observé entre los oyentes un momentito de vacilación, pero, de todos modos, a un oficial, por poco predispues­to que esté, le resulta muy difícil abofetear a un civil, en público, en el momento en que grita tan fuerte como yo acababa de hacerlo: «¡Viva Francia!» Aquella vacilación me salvó.

Cogí dos brazos al azar en el grupo de oficiales e invité a todo el mundo a venir a ponerse las botas en el bar a mi salud y por nuestra reconciliación. Aquellos valientes no resistieron más de un minuto y a continuación bebimos durante dos horas. Sólo las hembras de a bordo nos se­guían con los ojos, silenciosas y gradualmente decepcio­nadas. Por las ventanillas del bar, distinguía yo, entre otras, a la pianista, institutriz testaruda, que pasaba, la hiena, y volvía a pasar en medio de un círculo de pasaje­ras. Sospechaban, por supuesto, aquellos bichos, que me había escapado de la celada con astucia y se prometían atraparme con algún subterfugio. Entretanto, bebíamos sin cesar entre hombres bajo el inútil pero cansino ventilador, que desde las Canarias intentaba en vano desmiga­jar el tibio algodón atmosférico. Sin embargo, aún necesi­taba yo hacer acopio de inspiración, facundia que pudie­ra agradar a mis nuevos amigos, la fácil. No cesaba, por miedo a equivocarme, en mi admiración patriótica y pe­día una y mil veces a aquellos héroes, por turno, historias y más historias de bravura colonial. Son como los chistes verdes, las historias de bravura, siempre gustan a todos los militares de todos los países. Lo que hace falta, en el fondo, para llegar a una especie de paz con los hombres, oficiales o no, armisticios frágiles, desde luego, pero aun así preciosos, es permitirles en todas las circunstancias tenderse, repantigarse entre las jactancias necias. No hay vanidad inteligente. Es un instinto. Tampoco hay hombre que no sea ante todo vanidoso. El papel de panoli admi­rativo es prácticamente el único en que se toleran con algo de gusto los humanos. Con aquellos soldados no te­nía que hacer excesos de imaginación. Bastaba con que no cesara de mostrarme maravillado. Es fácil pedir una y mil veces historias de guerra. Aquellos compañeros tenían historias a porrillo que contar. Parecía que estuviera de vuelta en los mejores momentos del hospital. Después de cada uno de sus relatos, no olvidaba de indicar mi aprobación, como me había enseñado Branledore, con una frase contundente: «¡Eso es lo que se llama una her­mosa página de Historia!» No hay mejor fórmula. El cír­culo a que acababa de incorporarme tan furtivamente consideró que poco a poco me volvía interesante. Aque­llos hombres se pusieron a contar, a propósito de la gue­rra, tantas trolas como las que en otro tiempo había escu­chado yo y, más adelante, había contado, a mi vez, estando en competencia imaginativa con los compañeros del hospital. Sólo, que su ambiente era diferente y sus trolas se agitaban a través de las selvas congoleñas en lu­gar de en los Vosgos o en Flandes.

Mi capitán Frémizon, el que un instante antes se ofre­cía para purificar el barco de mi pútrida presencia, des­pués de haber probado mi forma de escuchar más atento que nadie, empezó a descubrir en mí mil cualidades exce­lentes. El flujo de sus arterias se veía como aligerado por el efecto de mis originales elogios, su visión se aclaraba, sus ojos estriados y sanguinolentos de alcohólico tenaz acabaron centelleando incluso a través de su embruteci­miento y las pocas dudas profundas que podía haber concebido sobre su propio valor, y que le pasaban por la cabeza aun en los momentos de profunda depresión, se esfumaron por un tiempo, adorablemente, por efecto maravilloso de mis inteligentes y oportunos comentarios.

Evidentemente, ¡yo era un creador de euforia! ¡Se da­ban palmadas con fuerza en los muslos de gusto! ¡No ha­bía nadie como yo para volver agradable la vida, pese a aquella humedad de agonía! Además, ¿es que no escu­chaba de maravilla?

Mientras divagábamos así, el Amiral-Bragueton redu­cía aún más la marcha, se retrasaba en su propia salsa; ya no había ni un átomo de aire móvil a nuestro alrededor, debíamos costear y tan despacio, que parecíamos avanzar entre melaza. Melaza también el cielo por encima del barco, reducido ya a un emplasto negro y derretido que yo miraba de reojo y con envidia. Regresar a la noche era mi gran preferencia, aun sudando y gimiendo y, en fin, ¡en cualquier estado! Frémizon no acababa de contar sus historias. La tierra me parecía muy próxima, pero mi plan de escape me inspiraba mil inquietudes... Poco a poco, nuestro tema de conversación dejó de ser mili­tar para volverse verde y después francamente marrano y, por último, tan deshilvanado, que ya no sabíamos cómo continuar; mis convidados renunciaron, uno tras otro, y se quedaron dormidos y roncando, sueño asqueroso que les raspaba las profundidades de la nariz. Aquél era el momento, o nunca, de desaparecer. No hay que dejar pa­sar esas treguas de crueldad que impone, pese a todo, la naturaleza a los organismos más viciosos y agresivos de este mundo.

En aquel momento estábamos anclados a muy poca distancia de la costa. Sólo se distinguían algunas luces os­cilantes a lo largo de la orilla.

Alrededor del barco vinieron a apretujarse en seguida cien piraguas temblorosas de negros chillones. Aquellos negros asaltaron todos los puentes para ofrecer sus servi­cios. En pocos segundos llevé hasta la escalera de desem­barco mi equipaje preparado furtivamente y me lancé de­trás de uno de aquellos barqueros, cuya obscuridad me ocultaba casi enteramente sus facciones y movimientos. Debajo de la pasarela y a ras del agua chapoteante, pre­gunté, inquieto, por nuestro destino.

«¿Dónde estamos?», le pregunté.

«¡En Bambola-Fort-Gono!», me respondió aquella sombra.

Empezamos a flotar libremente a grandes impulsos de remo. Lo ayudé para avanzar más rápido.

Aún tuve tiempo de distinguir una vez más, al escapar, a mis peligrosos compañeros de a bordo. A la luz de los faroles del entrepuente, vencidos al fin por el agotamien­to y la gastritis, seguían fermentando y mascullando en sueños. Ahora, ahítos, tirados, se parecían todos, oficia­les, funcionarios, ingenieros y tratantes, granulosos, ba­rrigudos, oliváceos, revueltos, casi idénticos. Los perros, cuando duermen, se parecen a los lobos.


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