Viaje al fin de



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Pero si nos inundaban así, a los clientes, con tal profu­sión de luz, si nos arrancaban por un momento de la no­che habitual a nuestra condición, era porque formaba parte de un plan. Alguna idea del propietario. Yo descon­fiaba. Causa un efecto muy raro, después de tantos días de sombra, verse bañado de una vez en torrentes de iluminación. A mí aquello me producía una especie de pe­queño delirio suplementario. No necesitaba mucho, la verdad.

Bajo la mesita que me había correspondido, de lava in­maculada, no conseguía esconder los pies; me desborda­ban por todos lados. Me habría gustado que estuvieran en otra parte, mis pies, de momento, porque desde el otro lado del escaparate éramos observados por la gente de la fila que acabábamos de abandonar en la calle. Espe­raban a que hubiésemos acabado, nosotros, de jalar, para venir a instalarse, a su vez. Precisamente para ese fin y para mantenerlos con apetito era para lo que nosotros nos encontrábamos tan bien iluminados y Resaltados, a título de publicidad gratuita. Las fresas de mi pastel esta­ban acaparadas por tantos reflejos centelleantes, que no podía decidirme a comérmelas. No hay modo de escapar al comercio americano.

No obstante, pese al deslumbramiento de aquellas as­cuas y a aquella sujeción, advertí las idas y venidas por nuestros alrededores inmediatos de una camarera muy amable y decidí no perderme ni uno de sus lindos gestos.

Cuando me llegó el turno de que me cambiara el cubier­to, tomé buena nota de la forma imprevista de sus ojos, cuyo ángulo externo era mucho más agudo, ascendiente, que los de las mujeres de nuestros pagos. Los párpados on­dulaban también muy ligeramente hacia la ceja por el lado de las sienes. Crueldad, en una palabra, pero justo la nece­saria, una crueldad que se puede besar, amargura insidiosa como la de los vinos del Rhin, agradable a nuestro pesar.

Cuando estuvo cerca de mí, me puse a hacerle señitas de inteligencia, por así decir, a la camarera, como si la re­conociese. Ella me examinó sin la menor complacencia, como un animal, si bien con curiosidad. «Ésta es -me dije- la primera americana que, mira por dónde, se ve obligada a mirarme.»

Tras haber acabado la tarta luminosa, no me quedó más remedio que dejar el sitio a otro. Entonces, titubean­do un poco, en lugar de seguir el camino bien indicado que conducía, derecho, a la salida, me armé de audacia y, dejando de lado al hombre de la caja que nos esperaba a todos con nuestro parné, me dirigí hacia ella, la rubia, con lo que me destacaba, totalmente insólito, entre los raudales de luz disciplinada.

Las veinticinco dependientas, en su puesto tras las co­sas de comer, me hicieron señas, todas al mismo tiempo, de que me equivocaba de camino, me desviaba. Advertí una gran agitación de formas en la vitrina de la gente que esperaba y los que debían ponerse a jalar detrás de mí va­cilaron a la hora de sentarse. Acababa de romper el orden de cosas. Todo el mundo a mi alrededor estaba profun­damente asombrado: «¡Debe de ser otro extranjero!», decían.

Pero yo tenía mi idea, buena o mala, y no quería soltar a la bella que me había servido. Me había mirado, la monina, conque peor para ella. ¡Estaba harto de estar solo! ¡Basta de sueños! ¡Simpatía! ¡Contacto! «Señorita, me conoce usted muy poco, pero yo la amo, ¿quiere usted casarse conmigo?...» De este modo, el más honrado, me dirigí a ella.

Su respuesta no me llegó nunca, pues un guarda gigan­te, vestido por completo de blanco también, apareció en aquel preciso instante y me empujó hacia fuera, exacta, sencillamente, sin injurias ni brutalidad, hacia la noche, como a un perro que acaba de desmandarse.

Todo aquello se desarrollaba con normalidad, yo no tenía nada que decir.

Volví hacia el Laugh Calvin.

En mi habitación los mismos fragores de siempre ve­nían a estrellarse con su eco, a trombas, primero el es­truendo del metro, que parecía lanzarse sobre nosotros desde muy lejos, llevándose, cada vez que pasaba, todos sus acueductos para romper la ciudad con ellos, y des­pués, en los intervalos, llamadas incoherentes de los me­canismos de allá abajo, que subían de la calle y, además, ese rumor difuso de la multitud agitada, vacilante, fasti­diosa siempre, siempre marchándose y vacilando otra vez y volviendo. La gran mermelada de los hombres en la ciudad.

Desde donde yo estaba, allí arriba, se les podía gritar todo lo que se quisiera. Lo intenté. Me daban asco todos. No tenía descaro para decírselo de día, cuando los tenía delante, pero desde donde estaba no corría ningún riesgo; les grité: «¡Socorro! ¡Socorro!», sólo para ver si reaccio­naban. Ni lo más mínimo. Empujaban la vida y la noche y el día delante de ellos, los hombres. La vida esconde todo a los hombres. En su propio ruido no oyen nada. Se la suda. Y cuanto mayor y más alta es la ciudad, más se la suda. Os lo digo yo, que lo he intentado. No vale la pena.
Fue sólo por razones crematísticas, si bien de lo más ur­gentes e imperiosas, por lo que me puse a buscar a Lola. De no haber sido por esa lastimosa necesidad, ¡menudo si la habría dejado envejecer y desaparecer sin volver a verla nunca, a aquella puta! Al fin y al cabo, conmigo, no me cabía la menor duda, pensándolo bien, se había com­portado del modo más descarado y asqueroso.

El egoísmo de las personas que han tenido algo que ver en tu vida, cuando lo piensas, pasados los años, resul­ta innegable, tal como fue, es decir, de acero, de platino y mucho más duradero aún que el tiempo mismo.

Durante la juventud, a las indiferencias más áridas, a las granujadas más cínicas, llegas a encontrarles excu­sas de chifladuras pasionales y también qué sé yo qué sig­nos de romanticismo inexperto. Pero, más adelante, cuando la vida te ha demostrado de sobra la cantidad de cautela, crueldad y malicia que exige simplemente para mantenerla bien que mal, a 37o, te das cuenta, te empapas, estás en condiciones de comprender todas las guarradas que contiene un pasado. Basta con que te contemples es­crupulosamente a ti mismo y lo que has llegado a ser en punto a inmundicia. No queda misterio ni bobería, te has jalado toda la poesía por haber vivido hasta entonces. Un tango, la vida.

A la granujilla de mi amiga acabé descubriéndola, tras muchas dificultades, en el vigesimotercer piso de una Calle 77. Es increíble lo que pueden asquearte las personas a las que te dispones a pedir un favor. Era una casa señorial y de buen tono, la suya, como me había imaginado.

Por haber tomado previamente grandes dosis de cine, me encontraba casi dispuesto mentalmente, saliendo del marasmo en que me debatía desde mi desembarco en Nueva York, y el primer contacto fue menos desagrada­ble de lo que había previsto. No pareció experimentar viva sorpresa siquiera al volver a verme, Lola, sólo un poco de desagrado al reconocerme.

Intenté, a modo de preámbulo, esbozar una conversa­ción anodina con ayuda de los temas de nuestro pasado común y ello, por supuesto, en los términos más prudentes posibles, y mencioné, entre otros, pero sin insistir, la guerra como episodio. En eso metí la pata bien. Ella no quería volver a oír hablar nunca más de la guerra, en absoluto. La envejecía. Me devolvió, molesta, la pelota confiándome que la edad me había arrugado, inflado y caricaturizado tanto, que no me habría reconocido en la calle. Intercambiábamos cortesías. ¡Si la muy puta se imaginaba que me iba a herir con semejantes pijaditas...! Ni siquiera me digné responder a tan viles imperti­nencias.

Su mobiliario no era nada del otro jueves, pero era ale­gre, de todos modos, soportable, al menos así me pareció al salir de mi Laugh Calvin.

El método, los detalles de una fortuna rápida te dan siempre una impresión de magia. Desde la ascensión de Musyne y de la Sra. Herote, yo sabía que la jodienda es la pequeña mina de oro del pobre. Esas bruscas mudanzas femeninas me encantaban y habría dado, por ejemplo, mi último dólar a la portera de Lola sólo por tirarla de la lengua.

Pero no había portera en su casa. No había una sola portera en la ciudad. Una ciudad sin portera es algo sin historia, sin gusto, insípido como una sopa sin pimienta ni sal, una bazofia informe. ¡Ah, qué sabrosos los restos! Desperdicios, rebabas que rezuman de la alcoba, la coci­na, las buhardillas, chorrean en cascadas por la portería, el centro de la vida, ¡qué sabroso infierno! Ciertas porte­ras de nuestros pagos sucumben a su tarea, se las ve lacó­nicas, tose que tose, deleitadas, pasmadas; es que están abrumadas, las pobres mártires, consumidas por tanta verdad.

Contra la abominación de ser pobre, conviene, confe­sémoslo, es un deber, intentarlo todo, embriagarse con cualquier cosa, vino, del baratito, masturbación, cine. No hay que mostrarse difícil. Nuestras porteras suministran hasta en años de mala cosecha, admitámoslo, a quienes saben tomarlo y recalentarlo, más cerca del corazón, odio para todos los gustos y gratis, el suficiente para hacer sal­tar un mundo. En Nueva York te encuentras atrozmente desprovisto de esa guindilla vital, sórdida pero viva, irre­futable, sin la cual el espíritu se asfixia y se condena a no murmurar sino vagamente y farfullar pálidas calumnias. Nada que corroa, vulnere, saje, moleste, obsesione, sin portera, y añada leña al fuego del odio universal, lo avive con sus mil detalles innegables.

Desconcierto tanto más sensible cuanto que Lola, sor­prendida en su medio, me provocaba precisamente una nueva repugnancia, tenía unas ganas irreprimibles de vo­mitar sobre la vulgaridad de su éxito, de su orgullo, úni­camente trivial y repulsivo, pero, ¿con qué? Por efecto de un contagio instantáneo, el recuerdo de Musyne se me volvió en el mismo instante igual de hostil y repugnante. Un odio intenso nació en mí hacia aquellas dos mujeres, aún dura, se incorporó a mi razón de ser. Me faltó toda una documentación para librarme a tiempo y por fin de toda indulgencia presente y futura hacia Lola. No se pue­de rehacer lo vivido.

El valor no consiste en perdonar, ¡siempre perdonamos más de la cuenta! Y eso no sirve de nada, está demostra­do. Detrás de todos los seres humanos, en la última fila, ¡se ha colocado a la criada! Por algo será. No lo olvide­mos nunca. Una noche habrá que adormecer para siem­pre a la gente feliz, mientras duermen, os lo digo yo, y acabar con ella y con su felicidad de una vez por todas. El día siguiente no se hablará más de su felicidad y habre­mos conseguido la libertad de ser desgraciados cuanto queramos, igual que la criada. Pero sigo con mi relato: iba y venía, pues, por la habitación, Lola, sin demasiada ropa encima y su cuerpo me parecía, de todos modos, muy apetecible aún. Un cuerpo lujoso siempre es una viola­ción posible, una efracción preciosa, directa, íntima en el cogollo de la riqueza, del lujo y sin desquite posible.

Tal vez sólo esperara un gesto mío para despedirme. En fin fue sobre todo la puñetera gusa la que me inspiró prudencia. Primero, jalar. Y, además, no cesaba de con­tarme las futilidades de su existencia. Habría que cerrar el mundo, está visto, durante dos o tres generaciones al me­nos, si ya no hubiera mentiras que contar. Ya no tendría­mos nada o casi que decirnos. Pasó a preguntarme lo que pensaba yo de su América. Le confié que había llegado a ese punto de debilidad y angustia en que casi cualquiera y cualquier cosa te resulta temible y, en cuanto a su país, sencillamente me espantaba más que todo el conjunto de amenazas directas, ocultas e imprevisibles que en él en­contraba, sobre todo por la enorme indiferencia hacia mí, que lo resumía, a mi parecer.

Tenía que ganarme el cocido, le confesé también, por lo que en breve plazo debía superar todas aquellas sensi­blerías. En ese sentido me encontraba muy atrasado y le garanticé mi más sincero agradecimiento, si tenía la ama­bilidad de recomendarme a algún posible empresario entre sus relaciones... Pero lo más rápido posible... Me contentaría perfectamente con un salario muy modesto... Y fui y le solté muchas otras zalamerías y sandeces. Le cayó bastante mal aquella propuesta humilde pero indis­creta. Desde el primer momento se mostró desalentado­ra. No conocía absolutamente a nadie que pudiera darme un currelo o una ayuda, respondió. Pasamos a hablar, por fuerza, de la vida en general y después de la suya en par­ticular.

Estábamos espiándonos así, moral y físicamente, cuan­do llamaron al timbre. Y, después, casi sin transición ni pausa, entraron en la habitación cuatro mujeres, maqui­lladas, maduras, carnosas, músculo y joyas, muy íntimas con Lola. Tras presentármelas sin demasiados detalles, Lola, muy violenta (era visible), intentaba llevárselas a otro cuarto, pero ellas, poco complacientes, se pusieron a acaparar mi atención todas juntas, para contarme todo lo que sabían sobre Europa. Viejo jardín, Europa, atesta­do de locos anticuados, eróticos y rapaces. Recitaban de memoria el Chabanais y los Inválidos.

Yo, por mi parte, no había visitado ninguno de esos dos lugares. Demasiado caro el primero, demasiado leja­no el segundo. A modo de réplica, fui presa de un arran­que de patriotismo automático y fatigado, más necio aún que el que te asalta en esas ocasiones. Les repliqué, enérgico, que su ciudad me deprimía. Una especie de fe­ria aburrida, les dije, cuyos encargados se empeñaban, de todos modos, en hacerla parecer divertida...

Al tiempo que peroraba así, artificial y convencional, no podía dejar de percibir con mayor claridad aún otras razones, además del paludismo, para la depresión física y moral que me abrumaba. Se trataba, por lo demás, de un cambio de costumbres, tenía que aprender una vez más a reconocer nuevos rostros en un medio nuevo, otras for­mas de hablar y mentir. La pereza es casi tan fuerte como la vida. La trivialidad de la nueva farsa que has de interpretar te agobia y, en resumidas cuentas, necesitas aún más cobardía que valor para volver a empezar. Eso es el exilio, el extranjero, esa inexorable observación de la existencia, tal como es de verdad, durante esas largas ho­ras lúcidas, excepcionales, en la trama del tiempo huma­no, en que las costumbres del país precedente te abando­nan, sin que las otras, las nuevas, te hayan embrutecido aún lo suficiente.

Todo en esos momentos viene a sumarse a tu inmundo desamparo para forzarte, impotente, a discernir las cosas, las personas y el porvenir tales como son, es decir, esque­letos, simples nulidades, que, sin embargo, deberás amar, querer, defender, animar, como si existieran.

Otro país, otras gentes a tu alrededor, agitadas de for­ma un poco extraña, algunas pequeñas vanidades menos disipadas, cierto orgullo ya sin su razón de ser, sin su mentira, sin su eco familiar: con eso basta, la cabeza te da vueltas, la duda te atrae y el infinito, un humilde y ri­dículo infinito, se abre sólo para ti y caes en él...

El viaje es la búsqueda de esa nulidad, de ese modesto vértigo para gilipollas...

Se reían con ganas, las cuatro visitantes de Lola, al oír­me pronunciar así mi rimbombante confesión de Jean-Jacques de pacotilla ante ellas. Me aplicaron un montón de nombres que, con las deformaciones americanas de su habla zalamera e indecente, apenas comprendí. Chorbas patéticas.

Cuando entró el criado negro para servir el té, guarda­mos silencio.

Sin embargo, una de aquellas visitantes debía de tener más vista que las demás, pues anunció en voz bien alta que yo estaba temblando de fiebre y que debía de pade­cer también una sed fuera de lo normal. La merienda que sirvieron me gustó mucho, pese a mi tembleque. Aque­llos sandwiches me salvaron la vida, puedo asegurarlo.

Siguió una conversación sobre los méritos comparati­vos de las casas de tolerancia parisinas, sin que yo me to­mara la molestia de participar en ella. Aquellas bellezas probaron muchos más licores complicados y después, to­talmente animadas y confidenciales bajo su influencia, enrojecieron hablando de «matrimonios». Pese a estar muy ocupado con la manducatoria, no pude dejar de no­tar al tiempo que se trataba de matrimonios muy especia­les, debían de ser incluso uniones entre sujetos muy jóve­nes, entre niños, por los cuales recibían comisiones.

Lola advirtió que yo seguía la conversación con aten­ción y curiosidad. Me lanzaba miradas bastante severas. Había dejado de beber. Los hombres que conocía allí, Lola, los americanos, no pecaban, como yo, de curiosos, nunca. Me mantuve con cierta dificultad dentro de los límites de su vigilancia. Tenía ganas de hacer mil pregun­tas a aquellas mujeres.

Por fin, las invitadas acabaron dejándonos, se marcharon con movimientos torpes, exaltadas por el alcohol y sexualmente reavivadas. Se excitaban perorando con un erotismo curioso: elegante y cínico. Yo presentía en aquello un re­gusto isabelino cuyas vibraciones me habría gustado mu­cho sentir yo también, muy preciosas, desde luego, y con­centradas al máximo en la punta de mi órgano. Pero aquella comunión biológica, decisiva durante un viaje, aquel men­saje vital, tan sólo pude presentirlos, con gran disgusto, por cierto, y tristeza acrecentada. Incurable melancolía.

En cuanto hubieron cruzado la puerta, las amigas, Lola se mostró francamente excitada. Aquel intermedio le había desagradado profundamente. Yo no dije ni pío.

«¡Qué brujas!», renegó unos minutos después.

«¿De qué las conoces?», le pregunté.

«Son amigas de toda la vida...»

No estaba dispuesta a hacer más confidencias por el momento.

Por sus modales, bastante arrogantes, para con ella, me había parecido que aquellas mujeres tenían, en cierto me­dio, ascendiente sobre Lola e incluso una autoridad bas­tante grande, innegable, indiscutible. Nunca iba a saber yo nada más.

Lola dijo que debía salir, pero me invitó a quedarme esperándola allí, en su casa, y comiendo un poco, si aún tenía hambre. Como había abandonado el Laugh Calvin sin pagar la cuenta y sin intención tampoco de volver, ni mucho menos, me alegró mucho la autorización que me concedía, unos momentos más de calorcito antes de ir a afrontar la calle, ¡y qué calle, señores!...

En cuanto me quedé solo, me dirigí por un pasillo ha­cia el lugar de donde había visto salir al negro a su servi­cio. A medio camino del office, nos encontramos y le es­treché la mano. Me condujo, confiado, a su cocina, lindo lugar bien ordenado, mucho más lógico y vistoso que el salón.

Al instante, se puso a escupir ante mí sobre el magnífi­co embaldosado y como sólo los negros saben hacerlo, lejos, copiosa, perfectamente. También yo escupí por cortesía, pero como pude. En seguida entramos en confi­dencias. Lola, según me informó, poseía un barco-salón en el río, dos autos en la carretera y una bodega con lico­res de todos los países del mundo. Recibía catálogos de los grandes almacenes de París. Así mismo. Se puso a re­petirme sin fin aquellas mismas informaciones escuetas. Dejé de escucharlo.

Mientras dormitaba junto a él, me vino a la memoria el pasado, los tiempos en que Lola me había dejado en el París de la guerra. Aquella caza, persecución, emboscada, verbosa, falsa, cauta, Musyne, los argentinos, sus barcos llenos de carne, Topo, las cohortes de destripados de la Place Clichy, Robinson, las olas, el mar, la miseria, la co­cina tan blanca de Lola, su negro y nada más y yo en medio como cualquier otro. Todo podía continuar. La gue­rra había quemado a unos, calentado a otros, igual que el fuego tortura o conforta, según estés dentro o delante de él. Hay que espabilarse y se acabó.

También era cierto lo que decía, que yo había cambia­do mucho. La existencia es que te retuerce y tritura el rostro. A ella también le había triturado el rostro, pero menos, mucho menos. Los pobres van dados. La miseria es gigantesca, utiliza tu cara, como una bayeta, para lim­piar las basuras del mundo. Algo queda.

Sin embargo, yo creía haber notado en Lola algo nue­vo, instantes de depresión, de melancolía, lagunas en su optimista necedad, instantes de esos en que la persona ha de hacer acopio de energía para llevar un poco más ade­lante lo conseguido en su vida, en sus años, ya demasiado pesados, a pesar suyo, para el ánimo que aún tiene, su co­china poesía.

De repente, su negro se puso de nuevo a agitarse. Vol­vía a darle la manía. Como nuevo amigo, quería atibo­rrarme de pasteles, cargarme de puros. Al final, sacó, con infinitas precauciones, de un cajón una masa redonda y emplomada.

«¡La bomba! -me anunció, furioso. Retrocedí-. Li­berta! Liberta!», vociferaba, jovial.

Volvió a guardar todo en su sitio y escupió espléndida­mente otra vez. ¡Qué emoción! Estaba radiante. Su risa me asombró también, un cólico de sensaciones. Un gesto más o menos, me decía yo, apenas tiene importancia. Cuando Lola volvió, por fin, de sus recados, nos encon­tró juntos en el salón, en pleno fumeque y cachondeo. Hizo como que no notaba nada.

El negro se largó a escape; a mí ella me llevó a su habi­tación. La encontré triste, pálida y temblorosa. ¿De dón­de volvería? Empezaba a hacerse muy tarde. Era la hora en que los americanos se sienten desamparados porque la vida sólo vibra ya a cámara lenta a su alrededor. En el garaje, un auto de cada dos. Es el momento de las confiden­cias a medias. Pero hay que apresurarse a aprovecharlo. Me preparaba interrogándome, pero el tono que eligió para hacerme ciertas preguntas sobre la vida que llevaba yo en Europa me irritó profundamente.

No ocultó que me consideraba capaz de todas las baje­zas. Esa hipótesis no me ofendía, sólo me molestaba. Pre­sentía perfectamente que yo había ido a verla para pedirle dinero y ya eso solo creaba entre nosotros una animosi­dad muy natural. Todos esos sentimientos rayan en el crimen. Seguíamos en el nivel de las trivialidades y yo ha­cía lo imposible para que no se produjera una bronca de­finitiva entre nosotros. Se interesó, entre otras cosas, por los detalles de mis travesuras genitales, me preguntó si no habría abandonado en algún sitio, durante mis vagabun­deos, a un niño que ella pudiera adoptar. Extraña idea que se le había ocurrido. Era su manía, la adopción de un niño. Pensaba, con bastante simpleza, que un fracasado de mi estilo debía de haber plantado raíces clandestinas casi por todas las latitudes. Ella era rica, me confió, y se moría por poder dedicarse a un niño, pero no lo conse­guía. Había leído todas las obras de puericultura y sobre todo las que se ponen líricas hasta el pasmo al hablar de las maternidades, libros que, si los asimilas del todo, te quitan las ganas de copular, para siempre. Toda virtud tiene su literatura inmunda.

Como ella deseaba sacrificarse exclusivamente por un «chiquitín», a mí no me acompañaba la suerte. Sólo po­día ofrecerle el grandullón que yo era, absolutamente re­pulsivo para ella. Sólo valen, en una palabra, las miserias bien presentadas para tener éxito, las que van bien prepa­radas por la imaginación. Nuestra charla languideció: «Mira, Ferdinand -me propuso, al final-, ya hemos ha­blado bastante, te voy a llevar al otro extremo de Nueva York, para visitar a mi protegido, un pequeño del que me ocupo con mucho gusto, aunque su madre me fastidia...» ¡Vaya unas horas! Por el camino, en el coche, hablamos de su catastrófico negro.

«¿Te ha enseñado sus bombas?», me preguntó. Le con­fesé que me había sometido a esa dura prueba.

«Mira, Ferdinand, no es peligroso, ese maníaco. Carga sus bombas con mis facturas viejas... En tiempos formaba parte, en Chicago, de una sociedad secreta, muy temible, para la emancipación de los negros... Eran, por lo que me han contado, gente horrible... La banda fue disuelta por las autoridades, pero ha conservado ese gusto por las bombas, mi negro... Nunca las carga con pólvora... Le basta el espíritu... En el fondo, no es sino un artista... Nunca acabará de hacer la revolución... Pero lo conser­vo, ¡es un doméstico excelente! Y, al fin y al cabo, tal vez sea más honrado que los otros, que no hacen la revo­lución...»

Y volvió a su manía de la adopción.

«Es una lástima, la verdad, que no tengas una hija en alguna parte, Ferdinand, un estilo soñador como el tuyo iría muy bien a una mujer, mientras que a un hombre no le queda nada bien...»

La lluvia, al azotarlo, volvía a cerrar la noche sobre nuestro auto, que se deslizaba sobre la larga cinta de ce­mento liso. Todo me resultaba hostil y frío, hasta su mano, pese a mantenerla bien cogida en la mía. Todo nos separaba. Llegamos ante una casa muy diferente por el aspecto de la que acabábamos de abandonar. En un piso de una primera planta, un niño de diez años más o menos nos esperaba junto a su madre. El mobiliario de aquellos cuartos imitaba el estilo Luis XV, olían a guiso reciente. El niño fue a sentarse en las rodillas de Lola y la besó con mucha ternura. La madre me pareció también de lo más cariñosa con Lola y, mientras ésta charlaba con el pequeño, yo me las arreglé para llevarme a la madre a la habita­ción contigua.


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