Viaje al fin de



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La sirvienta de la señora Herote, recién contratada, es­taba muy interesada en saber cuándo se decidirían los unos a casarse con los otros. En su pueblo no se concebía el amor libre. Todos aquellos argentinos, aquellos oficia­les, aquellos clientes buscones le causaban una inquietud casi animal.

Musyne se veía cada vez más acaparada por los clientes sudamericanos. Así acabé conociendo a fondo todas las cocinas y sirvientas de aquellos señores, a fuerza de ir a esperar a mi amada en el office. Por cierto, que los ayudas de cámara de aquellos señores me tomaban por el chulo. Y después todo el mundo acabó tomándome por un chulo, incluida la propia Musyne, al mismo tiempo, me parece, que todos los asiduos de la tienda de la señora Herote. ¡Qué le iba yo a hacer! Por lo demás, tarde o temprano te tiene que ocurrir, que te clasifiquen.

Obtuve de la autoridad militar otra convalecencia de dos meses de duración y se habló incluso de declararme inútil. Musyne y yo decidimos alquilar juntos un piso en Billancourt. Era para darme esquinazo, en realidad, aquel subterfugio, porque aprovechaba que vivíamos lejos para volver cada vez más raras veces a casa. Siempre encontra­ba nuevos pretextos para quedarse en París.

Las noches de Billancourt eran agradables, animadas a veces por aquellas pueriles alarmas de aviones y zepelines, gracias a las cuales los ciudadanos podían sentir esca­lofríos justificativos. Mientras esperaba a mi amante, iba a pasearme, caída la noche, hasta el puente de Grenelle, donde la sombra sube del río hasta el tablero del metro, con su rosario de farolas, tendido en plena obscuridad, con su enorme mole de chatarra también, que se lanza con estruendo en pleno flanco de los grandes inmuebles del Quai de Passy.

Existen ciertos rincones así en las ciudades, de una fealdad tan estúpida, que casi siempre te encuentras solo en ellos.

Musyne acabó volviendo a nuestro hogar, por llamarlo de algún modo, sólo una vez a la semana. Acompañaba cada vez con mayor frecuencia a las cantantes a casa de los argentinos. Habría podido tocar y ganarse la vida en los cines, donde me habría resultado mucho más fácil ir a buscarla, pero los argentinos eran alegres y genero­sos, mientras que los cines eran tristes y pagaban poco. Esas preferencias son la vida misma.

Para colmo de mi desgracia, se creó el «Teatro en el frente». Al instante, Musyne hizo mil amistades militares en el Ministerio y cada vez con mayor frecuencia se mar­chaba a distraer en el frente a nuestros soldaditos y du­rante semanas enteras, además. Allí detallaba, para los ejércitos, la sonata y el adagio delante de la platea del Es­tado Mayor, bien colocada para verle las piernas. Por su parte, los chorchis, amajadados detrás de los jefes, sólo gozaban con los ecos melodiosos. Después Musyne pasa­ba, como es lógico, noches muy complicadas en los hote­les de la zona militar. Un día volvió muy alegre del fren­te, provista de un diploma de heroísmo, firmado por uno de nuestros grandes generales, nada menos. Ese diploma fue el punto de partida para su triunfo definitivo.

En la colonia argentina supo hacerse de pronto ex­traordinariamente popular. La festejaban. Se pirraban por mi Musyne, ¡violinista de guerra tan mona! Tan joven y de pelo rizado y, además, heroica. Aquellos argentinos tenían el estómago agradecido, profesaban hacia nuestros grandes chefs una admiración infinita y, cuando regresó mi Musyne, con su documento auténtico, su hermoso palmito, sus deditos ágiles y gloriosos, se pusieron a cortejarla a cuál más, a rifársela, por así decir. La poesía he­roica se apodera sin resistencia de quienes no van a la guerra y aún más de aquellos a quienes está enriquecien­do de lo lindo. Es normal.

Ah, el heroísmo pícaro es como para caerse de culo, ¡os lo aseguro! Los armadores de Río ofrecían sus nom­bres y sus acciones a la nena que encarnaba para ellos, con tanta gracia y feminidad, el valor francés y guerrero. Musyne había sabido crearse, hay que reconocerlo, un pequeño repertorio muy mono de incidentes de guerra, que, como un sombrero atrevido, le sentaba de maravilla. Muchas veces me asombraba a mí mismo con su tacto y hube de reconocer, al oírla, que, en punto a embustes, yo a su lado era un simulador grosero. Ella tenía el don de situar sus ocurrencias en un pasado lejano y dramático, en el que todo se volvía y se conservaba precioso y pene­trante. En punto a cuentos, nosotros, los combatientes, advertí de pronto, muchas veces conservábamos un ca­rácter groseramente temporal y preciso. En cambio, mi amada se movía en la eternidad. Hay que creer a Claude Lorrain, cuando dice que los primeros planos de un cua­dro siempre son repugnantes y que el arte exige situar el interés de la obra en la lejanía, en lo imperceptible, allí donde se refugia la mentira, ese sueño sorprendido in fraganti y único amor de los hombres. La mujer que sabe tener en cuenta nuestra miserable naturaleza se convierte con facilidad en nuestra amada, nuestra indispensable y suprema esperanza. Esperamos, a su lado, que nos con­serve nuestra falsa razón de ser, pero entretanto puede ganarse la vida de sobra ejerciendo su función mágica. Musyne no dejaba de hacerlo, por instinto.

Sus argentinos vivían por el barrio de Ternes y, sobre todo, por los alrededores del Bois, en hotelitos particula­res, bien cercados, brillantes, donde por aquellos meses de invierno reinaba un calor tan agradable, que al entrar en ellos, de la calle, los pensamientos se te volvían de re­pente optimistas, sin querer.

Desesperado y tembloroso, me había propuesto, para meter la pata hasta el final, ir lo más a menudo posible, ya lo he dicho, a esperar a mi compañera en el office. Me armaba de paciencia y esperaba, a veces hasta la mañana; tenía sueño, pero los celos me mantenían bien despierto y también el vino blanco, que las criadas me servían en abundancia. A sus señores argentinos yo los veía muy ra­ras veces, oía sus canciones y su estruendoso español y el piano que no cesaba de sonar, pero tocado la mayoría de las veces por manos distintas de las de Musyne. Enton­ces, ¿qué hacía, la muy puta, con las manos, mientras tanto?

Cuando volvíamos a encontrarnos por la mañana, ante la puerta, ella ponía mala cara. Yo era aún natural como un animal en aquella época, no quería perder a mi amada y se acabó, como un perro su hueso.

Perdemos la mayor parte de la juventud a fuerza de torpezas. Era evidente que me iba a abandonar, mi ama­da, del todo y pronto. Yo no había aprendido aún que existen dos humanidades muy diferentes, la de los ricos y la de los pobres. Necesité, como tantos otros, veinte años y la guerra, para aprender a mantenerme dentro de mi categoría, a preguntar el precio de las cosas antes de tocar­las y, sobre todo, antes de encariñarme con ellas.

Así, pues, mientras me calentaba en el office con mis compañeros de la servidumbre, no comprendía que por encima de mi cabeza danzaban los dioses argentinos; po­drían haber sido alemanes, franceses, chinos, eso carecía de importancia, pero dioses ricos, eso era lo que había que entender. Ellos arriba con mi Musyne; yo abajo, sin nada. Musyne pensaba con seriedad en su futuro, conque prefería hacerlo con un dios. Yo también, desde luego, pensaba en mi futuro, pero como en un delirio, porque todo el tiempo sentía, con sordina, el temor a que me mataran en la guerra y también a morir de hambre en la paz. Estaba con sentencia de muerte en suspenso y ena­morado. No era una simple pesadilla. No demasiado le­jos de nosotros, a menos de cien kilómetros, millones de hombres, valientes, bien armados, bien instruidos, me es­peraban para ajustarme las cuentas y franceses también que me esperaban para acabar con mi piel, si me negaba a dejar que los de enfrente la hicieran jirones sangrientos.

Para el pobre existen en este mundo dos grandes formas de palmarla, por la indiferencia absoluta de sus semejantes en tiempo de paz o por la pasión homicida de los mismos llegada la guerra. Si se acuerdan de ti, al instante piensan en tu tortura, los otros, y en nada más. ¡Sólo les interesas chorreando sangre, a esos cabrones! Princhard había tenido más razón que un santo al respecto. Ante la inminencia del matadero, ya no especulas demasiado con las cosas del porvenir, sólo piensas en amar durante los días que te quedan, ya que es el único medio de olvidar el cuerpo un poco, olvidar que pronto te van a desollar de arriba abajo.

Como Musyne me esquivaba, yo me consideraba un idealista, así llamamos a nuestros pobres instintos, en­vueltos en palabras rimbombantes. Mi permiso se estaba acabando. Los periódicos insistían, machacones, en la ne­cesidad de llamar a filas a todos los combatientes posibles y, ante todo, a quienes no tenían padrinos, por supues­to. Oficialmente, no había que pensar sino en ganar la guerra.

Musyne deseaba con ganas también, como Lola, que yo volviera a escape al frente y me quedara en él y, como parecía tomármelo con calma, se decidió a precipitar las cosas, aun no siendo eso propio de su carácter.

Una noche en que, por excepción, volvíamos juntos a Billancourt, pasaron de repente los bomberos trompetistas y todos los vecinos de nuestra casa se precipitaron al sótano en honor de no sé qué zepelín.

Aquellos pánicos de poca monta, durante los cuales todo un barrio en pijama desaparecía cloqueando, tras la vela, en las profundidades para escapar a un peligro casi por entero imaginario, daban idea de la angustiosa futilidad de aquellos seres, tan pronto gallinas espan­tadas tan pronto corderos fatuos y dóciles. Semejan­tes incongruencias monstruosas son como para as­quear para siempre jamás al más paciente y tenaz de los sociófilos.

Desde el primer toque de clarín Musyne olvidaba que en el «Teatro en el frente» le habían descubierto gran he­roísmo. Insistía para que me precipitara con ella al fondo de los subterráneos del metro, en las alcantarillas, donde fuera, pero al abrigo y en las profundidades últimas y, so­bre todo, ¡al instante! De verlos a todos bajar corriendo así, grandes y pequeños, los inquilinos, frívolos o majes­tuosos, de cuatro en cuatro, hacia el agujero salvador, hasta yo acabé armándome de indiferencia. Cobarde o valiente, no quiere decir gran cosa. Conejo aquí, héroe allá, es el mismo hombre, no piensa más aquí que allá. Todo lo que no sea ganar dinero supera su capacidad de comprensión clara e infinitamente. Todo cuanto es vida o muerte le supera. Ni siquiera con su propia muerte es­pecula bien a derechas. Sólo comprende el dinero y el teatro.

Musyne lloriqueaba ante mi resistencia. Otros inquilinos nos instaban a acompañarlos; acabé dejándome con­vencer. En cuanto a la elección del sótano, se emitieron proposiciones diferentes. El sótano del carnicero acabó obteniendo la mayoría de las adhesiones; afirmaban que estaba situado a mayor profundidad que ningún otro del inmueble. Desde el umbral te llegaban bocanadas de un olor acre y bien conocido por mí, que al instante me re­sultó de todo punto insoportable.

«¿Vas a bajar ahí, Musyne, con la carne colgando de los ganchos?», le pregunté.

«¿Por qué no?», me respondió, muy extrañada.

«Pues, mira, yo -dije- hay cosas que no puedo olvidar y prefiero volver ahí arriba...»

«Entonces, ¿te vas?»

«¡Ven a buscarme cuando haya acabado todo!»

«Pero puede durar mucho...»

«Prefiero esperarte ahí arriba -le dije-. No me gusta la carne y esto pasará pronto.»

Durante la alarma, protegidos en sus reductos, los inquilinos intercambiaban cortesías atrevidas. Ciertas da­mas en bata, llegadas en el último momento, se apresu­raban con elegancia y mesura hacia aquella bóveda olorosa, en la que el carnicero y la carnicera hacían los honores, al tiempo que se excusaban por el frío artifi­cial, indispensable para la buena conservación de la mercancía.

Musyne desapareció con los demás. La esperé, arriba, en nuestra casa, una noche, todo un día, un año... No volvió nunca a reunirse conmigo.

Por mi parte, yo me volví, a partir de entonces, cada vez más difícil de contentar y ya sólo pensaba en dos cosas: salvar el pellejo y marcharme a América. Pero esca­par de la guerra constituía ya una tarea inicial, que me dejó sin aliento durante meses y más meses.

«¡Cañones! ¡Hombres! ¡Municiones!», exigían, sin pa­recer cansarse nunca, los patriotas. Al parecer, no se po­día dormir hasta arrancar del yugo germánico a la pobre Bélgica y a la pequeña e inocente Alsacia. Era una obse­sión que impedía, según nos decían, a los mejores de nosotros respirar, comer, copular. De todos modos, no parecía que les impidiera hacer negocios, a los supervi­vientes. La moral estaba alta en la retaguardia, no se po­día negar.

Tuvimos que reincorporarnos rápido a nuestros regi­mientos. Pero a mí, ya en el primer reconocimiento, me encontraron muy por debajo de la media aún y apto sólo para ser enviado a otro hospital, para casos de huesos y nervios. Una mañana salimos seis del cuartel, tres artille­ros y tres dragones, heridos y enfermos, en busca de aquel lugar donde reparaban el valor perdido, los reflejos abolidos y los brazos rotos. Primero pasamos, como to­dos los heridos de la época, por el control, en Val-de-Gráce, ciudadela ventruda, noble y rodeada de árboles y que olía de lo lindo a ómnibus por los pasillos, olor hoy, y seguramente para siempre, desaparecido, mezcla de pies, jergones y quinqués. No duramos mucho en Val; apenas nos vieron, dos oficiales intendentes, casposos y agotados de cansancio, nos echaron una bronca, como Dios manda, y nos amenazaron con enviarnos a consejo de guerra y otros intendentes nos echaron a la calle. No tenían sitio para nosotros, según decían, al tiempo que nos indicaban un destino impreciso: un bastión, por los alrededores de la ciudad.

De tabernas a bastiones, entre copas de pastis y cafés con leche, salimos, pues, los seis al azar de las direcciones equivocadas, en busca de aquel nuevo abrigo que parecía especializado en la curación de héroes incapaces, de nuestro estilo.

Uno solo de los seis poseía un rudimento de propie­dad, que conservaba entera, conviene señalarlo, en una cajita de metal de galletas Pernot, marca célebre entonces y de la que no he vuelto a oír hablar. Dentro escondía, nuestro compañero, cigarrillos y un cepillo de dientes; por cierto, que nos reíamos todos del cuidado, poco co­mún entonces, que dedicaba a sus dientes y lo tratába­mos, por ese refinamiento insólito, de «homosexual».

Por fin, tras muchas vacilaciones, llegamos, hacia me­dianoche, a los terraplenes hinchados de tinieblas de aquel bastión de Bicétre, el «43» se llamaba. Era el bueno.

Acababan de reformarlo para recibir a lisiados y carca­males. El jardín ni siquiera estaba acabado.

Cuando llegamos, el único habitante de la parte militar era la portera. Llovía con fuerza. Tuvo miedo de noso­tros, la portera, al oírnos, pero la hicimos reír al ponerle la mano al instante en el lugar correcto. «¡Creía que eran alemanes!», dijo. «¡Están lejos!», le respondimos. «¿De qué estáis enfermos?», nos preguntó, preocupada. «De to­do, pero, ¡de la pilila, no!», respondió un artillero. O sea, que no faltaba buen humor, la verdad, y, además, la por­tera lo apreciaba. En aquel mismo bastión vivieron con nosotros más adelante vejetes de la Asistencia Pública. Habían construido para ellos, con urgencia, nuevos edifi­cios provistos de kilómetros de vidrieras; allí dentro los guardaban hasta el fin de las hostilidades, como insectos. En las colinas de los alrededores, una erupción de parce­las diminutas se disputaban montones de barro, que se escurría, mal contenido entre hileras de cabañas preca­rias. Al abrigo de éstas crecían, de vez en cuando, una le­chuga y tres rábanos, que, sin que se supiera nunca por qué, babosas asqueadas cedían al propietario.

Nuestro hospital estaba limpio, así, al principio, durante varias semanas, que es como hay que apresurarse a ver cosas así, pues en este país carecemos del menor gus­to para la conservación de las cosas, somos incluso unos verdaderos guarros. Conque nos acostamos, ya digo, en la que se nos antojó de aquellas camas metálicas y a la luz de la luna; eran tan nuevos aquellos locales, que aún no llegaba la electricidad.

Por la mañana temprano, vino a presentarse nuestro nuevo médico jefe, muy contento de vernos, al parecer, todo cordialidad por fuera. Tenía sus razones para estar contento, acababan de ascenderlo a general. Aquel hom­bre tenía, además, los ojos más bellos del mundo, atercio­pelados y sobrenaturales, y los utilizaba lo suyo para en­candilar a cuatro enfermeras encantadoras y solícitas, que lo colmaban de atenciones y aspavientos y no se perdían ripio de su médico jefe. Desde el primer contacto se in­formó sobre nuestra moral. Cogiendo, campechano, del hombro a uno de nosotros y sacudiéndolo, paternal, nos expuso, con voz reconfortante, las reglas y el camino más corto para ir airosos y lo más pronto posible a que nos partiesen la cara de nuevo.

Fuera cual fuese su procedencia, la verdad es que la gente no pensaba en otra cosa. Era como para creer que disfrutaban con ello. El nuevo vicio. «Francia, amigos míos, ha puesto la confianza en vosotros; es una mujer, Francia, ¡la más bella de las mujeres! -entonó-. ¡Cuenta con vuestro heroísmo, Francia! Víctima de la más cobar­de, la más abominable agresión. ¡Tiene derecho a exigir de sus hijos que la venguen profundamente! ¡A recuperar la integridad de su territorio, aun a costa del mayor sacrifi­cio! Nosotros aquí, en lo que nos concierne, vamos a cumplir con nuestro deber. Amigos míos, ¡cumplid con el vuestro! ¡Nuestra ciencia os pertenece! ¡Es vuestra! ¡Todos sus recursos están al servicio de vuestra curación! ¡Ayudadnos, a vuestra vez, en la medida de vuestra buena voluntad! ¡Ya sé que podemos contar con ella! ¡Y que podáis pronto reintegraros a vuestros puestos, junto a vuestros queridos compañeros de las trincheras! ¡Vues­tros sagrados puestos! Para la defensa de nuestro querido suelo. ¡Viva Francia! ¡Adelante!» Sabía hablar a los sol­dados.

Estábamos, cada cual al pie de su cama, en posición de firmes, escuchándolo. Detrás de él, una morena del gru­po de sus bonitas enfermeras dominaba mal la emoción que la embargaba y que algunas lágrimas volvieron visi­ble. Sus compañeras se mostraron al instante solícitas con ella: «Pero, ¡querida! ¡Si va a volver, mujer!... Te lo aseguro...»

La que mejor la consolaba era una de sus primas, la ru­bia un poco regordeta. Al pasar junto a nosotros, soste­niéndola en sus brazos, me confió, la regordeta, que esta­ba tan desconsolada, su prima tan mona, por la marcha reciente de su novio, incorporado a la Marina. El fogoso jefe, desconcertado, se esforzaba por atenuar la hermosa y trágica emoción propagada por su breve y vibrante alo­cución. Se encontraba muy confuso y apenado ante ella. Despertar de una inquietud demasiado dolorosa en un corazón excepcional, evidentemente patético, todo sensi­bilidad y ternura. «Si lo hubiéramos sabido, doctor -se­guía susurrando la rubia prima-, le habríamos avisado... ¡Si usted supiera lo tiernamente que se aman!...» El grupo de las enfermeras y el propio doctor desaparecieron sin dejar de chacharear y susurrar por el corredor. Ya no se ocupaban de nosotros.

Intenté recordar y comprender el sentido de aquella alocución que acababa de pronunciar el hombre de ojos espléndidos, pero, a mí, lejos de entristecerme, me pare­cieron, tras reflexionar, extraordinariamente atinadas, aquellas palabras, para quitarme las ganas de morir. De la misma opinión eran los demás compañeros, pero éstos no veían en ellas, además, como yo, una actitud de desa­fío e insulto. Ellos no intentaban comprender lo que ocu­rría a nuestro alrededor en la vida, sólo discernían, y aun apenas, que el delirio ordinario del mundo había aumen­tado desde hacía unos meses, en tales proporciones, que, desde luego, ya no podía uno apoyar la existencia en nada estable.

Allí, en el hospital, como en la noche de Flandes, la muerte nos atormentaba; sólo, que aquí nos amenazaba desde más lejos, la muerte, irrevocable como allá, cierto es, una vez lanzada sobre nuestra trémula osamenta por la solicitud de la Administración.

Allí no nos abroncaban, desde luego, nos hablaban con dulzura incluso, nos hablaban todo el tiempo de cualquier cosa menos de la muerte, pero nuestra conde­na figuraba, no obstante, con toda claridad en el ángulo de cada papel que nos pedían firmar, en cada precau­ción que tomaban para con nosotros: medallas... bra­zaletes... el menor permiso... cualquier consejo... Nos sentíamos contados, acechados, numerados en la gran reserva de los que partirían mañana. Conque, lógicamen­te, todo aquel mundo ambiente, civil y sanitario, pare­cía más despreocupado que nosotros, en comparación. Las enfermeras, aquellas putas, no compartían nuestro destino, sólo pensaban, por el contrario, en vivir mu­cho tiempo, mucho más aún, y en amar, estaba claro, en pasearse y en hacer y volver a hacer el amor mil y diez mil veces. Cada una de aquellas angélicas se aferraba a su planecito en el perineo, como los forzados, para más ade­lante, su planecito de amor, cuando la hubiéramos diña­do, nosotros, en un barrizal cualquiera, ¡y sólo Dios sabe cómo!

Lanzarían entonces suspiros rememorativos especiales que las volverían más atrayentes aún; evocarían en silen­cios emocionados los trágicos tiempos de la guerra, los fantasmas... «¿Os acordáis del joven Bardamu -dirían en la hora crepuscular, pensando en mí-, aquel que tanto trabajo nos daba para impedir que protestara?... Tenía la moral muy baja, aquel pobre muchacho... ¿Qué habrá sido de él?»

Algunas nostalgias poéticas en el momento oportuno favorecen a una mujer tan bien como los cabellos vapo­rosos a la luz de la luna.

Al amparo de cada una de sus palabras y de su solici­tud, había que entender en adelante: «La vas a palmar, gentil soldado... La vas a palmar... Es la guerra... Cada cual con su vida... Con su papel... Con su muerte... Pare­ce que compartimos tu angustia... Pero no se comparte la muerte de nadie... Todo debe ser, para las almas y los cuerpos sanos, motivo de distracción y nada más y nada menos y nosotras somos chicas fuertes, hermosas, consi­deradas, sanas y bien educadas... Para nosotras todo se vuelve, por automatismo biológico, espectáculo gozoso, ¡y se convierte en alegría! ¡Así lo exige nuestra salud! Y las feas licencias del pesar nos resultan imposibles... Ne­cesitamos excitantes, sólo excitantes... Pronto quedaréis olvidados, soldaditos... Sed buenos y diñadla rápido... Y que acabe la guerra y podamos casarnos con uno de vuestros amables oficiales... ¡Sobre todo uno moreno!... ¡Viva la patria de la que siempre habla papá!... ¡Qué bue­no debe de ser el amor, cuando vuelve de la guerra!... ¡Nuestro maridito será condecorado!... Será distingui­do... Podrás sacar brillo a sus bonitas botas el hermoso día de nuestra boda, si aún existes, soldadito... ¿No te alegrarás entonces de nuestra felicidad, soldadito?...»

Todas las mañanas vimos y volvimos a ver a nuestro médico jefe, seguido de sus enfermeras. Era un sabio, se­gún supimos. En torno a nuestras salas pasaban corre­teando los vejetes del asilo contiguo a saltos inútiles y descompasados. Iban a escupir sus chismes con sus caries de una sala a otra, llevando consigo maledicencias y cotilleos trasnochados. Encerrados allí, en su miseria oficial, como en un cercado baboso, los viejos trabajadores pas­taban todo el excremento que se acumula en torno a las almas en los largos años de servidumbre. Odios impoten­tes, enmohecidos en la apestosa ociosidad de las salas co­munes. Sólo utilizaban sus últimas y trémulas energías para hacerse un poco más de daño y destruir lo que les quedaba de placer y aliento.

¡Supremo placer! En su acartonada osamenta ya no subsistía un solo átomo que no fuera estrictamente mal­intencionado.

Desde que quedó claro que nosotros, los soldados, compartiríamos las relativas comodidades del bastión con aquellos vejetes, empezaron a detestarnos al unísono, sin por ello dejar de venir al tiempo a mendigar y sin des­canso, haciendo cola por las ventanas, nuestras colillas y los mendrugos de pan duro caídos bajo los bancos. Sus apergaminados rostros se estrellaban a la hora de las co­midas contra los vidrios de nuestro refectorio. Por entre los pliegues legañosos de sus narices lanzaban miradas de ratas viejas y codiciosas. Uno de aquellos lisiados parecía más astuto y pillo que los demás, venía a cantarnos cancioncillas de su época para distraernos, el tío Birouette lo llamábamos. Estaba dispuesto a hacer todo lo que quisié­ramos, con tal de que le diésemos tabaco, cualquier cosa menos pasar ante el depósito de cadáveres del hospital, que, por cierto, nunca estaba vacío. Una de las bromas consistía en llevarlo hacia allá, como de paseo. «¿No quieres entrar?», le preguntábamos, cuando estábamos justo delante de la puerta. Entonces salía pitando y gru­ñendo, pero tan rápido y tan lejos, que no volvíamos a verlo durante dos días por lo menos, al tío Birouette. Ha­bía vislumbrado la muerte.


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