Viaje al fin de



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Nuestro médico jefe, el de los ojos bellos, profesor Bestombes, para hacernos recobrar ánimos, había hecho instalar todo un equipo muy complicado de artefactos eléctricos centelleantes, cuyas descargas periódicas su­fríamos, efluvios que, según decía, eran tonificantes y ha­bíamos de aceptar so pena de expulsión. Era muy rico, al parecer, Bestombes. Había que serlo para comprar todos aquellos chismes costosos y electrocutores. Su suegro, político importante, que había hecho grandes trapicheos con compras gubernamentales de terrenos, le permitía esas larguezas.

Había que aprovechar. Todo se arregla. Crímenes y castigos. Tal como era, no lo detestábamos. Examinaba nuestro sistema nervioso con un cuidado extraordinario y nos interrogaba con tono de familiaridad cortés. Esa campechanía calculada divertía deliciosamente a las en­fermeras, todas distinguidas, de su servicio. Todas las ma­ñanas esperaban, aquellas monadas, el momento de rego­cijarse con las manifestaciones de su gran gentileza; se relamían. En resumen, actuábamos todos en una obra en que él, Bestombes, había elegido el papel de sabio bene­factor y profunda, amablemente humano; el caso era en­tenderse.

En aquel nuevo hospital, yo compartía habitación con el sargento Branledore, reenganchado; era un antiguo huésped de los hospitales, Branledore. Hacía meses que arrastraba su intestino perforado por cuatro servicios di­ferentes.

Durante esas estancias había aprendido a atraer y des­pués conservar la simpatía activa de las enfermeras. Vo­mitaba, orinaba y evacuaba sangre bastante a menudo, Branledore; también tenía mucha dificultad para respirar, pero eso no habría bastado del todo para granjearle la buena disposición del personal, que veía cosas peores. Conque, entre dos ahogos, si pasaba por allí un médico o una enfermera: «¡Victoria! ¡Victoria! ¡Conseguiremos la Victoria!», gritaba Branledore a pleno pulmón o lo mur­muraba por lo bajinis, según los casos. Adaptado así a la ardiente literatura agresiva mediante un oportuno efecto teatral, gozaba de la consideración moral más elevada. Se sabía el truco, el tío.

Como todo era teatro, había que actuar y tenía toda la razón Branledore; nada parece más idiota ni irrita tanto, la verdad, como un espectador inerte que haya subido por azar a las tablas. Cuando se está ahí arriba, verdad, hay que adoptar el tono, animarse, actuar, decidirse o de­saparecer. Sobre todo las mujeres pedían espectáculo y eran despiadadas, las muy putas, para con los aficionados desconcertados. La guerra, no cabe duda, afecta a los ovarios; exigían héroes y quienes no lo eran del todo de­bían presentarse como tales o bien prepararse para sufrir el más ignominioso de los destinos.

Tras haber pasado ocho días en aquel nuevo servicio, habíamos comprendido la necesidad urgente de cambiar de actitud y, gracias a Branledore (representante de enca­jes en la vida civil), aquellos mismos hombres atemoriza­dos y que buscaban la sombra, presa de vergonzosos recuerdos de mataderos, que éramos al llegar, se convir­tieron en una pandilla de pájaros de aúpa, todos resueltos a la victoria y, os lo garantizo, armados de arranque y de­claraciones imponentes. En efecto, nuestro lenguaje se había vuelto recio y tan subido de tono, que hacía enro­jecer a veces a aquellas damas, si bien nunca se quejaban, porque es sabido que un soldado es tan bravo como des­preocupado y más grosero de lo debido y que cuanto más bravo más grosero es.

Al principio, al tiempo que imitábamos a Branledore lo mejor que podíamos, nuestras actitudes patrióticas no quedaban del todo bien, no eran muy convincentes. Ne­cesitamos una buena semana e incluso dos de ensayos in­tensivos para adoptar del todo el tono, el bueno.

En cuanto nuestro médico, el profesor agregado Bestombes notó, sabio él, la brillante mejora de nuestras cualidades morales, decidió, para estimularnos, autori­zarnos algunas visitas, empezando por las de nuestros padres.

Algunos soldados capaces, por lo que yo había oído contar, experimentaban, al mezclarse en los combates, como embriaguez e incluso viva voluptuosidad. Por mi parte, en cuanto intentaba imaginar una voluptuosidad de ese orden tan especial, me ponía enfermo durante ocho días al menos. Me sentía tan incapaz de matar a al­guien, que, desde luego, más valía renunciar y acabar de una vez. No es que hubiera carecido de experiencia, ha­bían hecho todo lo posible incluso para hacerme cogerle gusto, pero no tenía ese don. Tal vez habría necesitado una iniciación más lenta.

Un día decidí comunicar al profesor Bestombes las di­ficultades que encontraba en cuerpo y alma para ser tan bravo como me habría gustado y como las circunstan­cias, sublimes, desde luego, lo exigían. Temía que me considerara un descarado, un charlatán impertinente... Pero, ¡qué va! ¡Al contrario! El profesor se declaró muy contento de que, en aquel arranque de franqueza, acudie­ra a confiarle la confusión espiritual que sentía.

«Amigo Bardamu, ¡está usted mejorando! ¡Está usted mejorando, sencillamente!» Ésa era su conclusión. «Esta confidencia que acaba de hacerme, de forma absoluta­mente espontánea, la considero, Bardamu, indicio muy alentador de una mejoría notable en su estado mental... Por lo demás, Vaudesquin, observador modesto, pero tan sagaz, de los desfallecimientos morales entre los soldados del Imperio, resumió, ya en 1802, observaciones de ese género en una memoria, hoy clásica, si bien injusta­mente despreciada por nuestros estudiosos actuales, en la que notaba, como digo, con mucha exactitud y precisión, crisis llamadas "de confesión", que sobrevienen, señal ex­celente, al convaleciente moral... Nuestro gran Dupré, casi un siglo después, supo establecer a propósito del mismo síntoma su nomenclatura, ahora célebre, en la que esta crisis idéntica figura con el título de crisis de "acopio de recuerdos", crisis que, según el mismo autor, debe producirse, cuando la cura va bien encauzada, poco antes de la derrota total de las ideaciones angustiosas y de la liberación definitiva de la esfera de la conciencia, fenó­meno secundario, en resumen, en el curso del restable­cimiento psíquico. Por otra parte, Dupré, con su termi­nología tan caracterizada por las imágenes y cuyo secreto sólo él conocía, llama "diarrea cogitativa de liberación" a esa crisis que en el sujeto va acompañada de una sensa­ción de euforia muy activa, de una recuperación muy marcada de la actividad de comunicación, recuperación, entre otras, muy notable del sueño, que vemos prolon­garse de repente durante días enteros; por último, otra fase: superactividad muy marcada de las funciones geni­tales, hasta el punto de que no es raro observar en los mismos enfermos, antes frígidos, auténticas "carpantas eróticas". A eso se debe esta fórmula: "El enfermo no en­tra en la curación: ¡se precipita!" Tal es el término magní­ficamente descriptivo, verdad, de esos triunfos en la recu­peración, mediante el cual otro de nuestros grandes psiquiatras franceses del siglo pasado, Philibert Margeton, caracterizaba la recuperación de verdad triunfal de todas las actividades normales en un sujeto convaleciente de la enfermedad del miedo... En lo referente a usted, Bardamu, lo considero, pues, desde ahora, un auténtico convaleciente... ¿Le interesaría saber, Bardamu, ya que hemos llegado a esta conclusión satisfactoria, que maña­na, precisamente, presento en la Sociedad de Psicología Militar una memoria sobre las cualidades fundamentales del espíritu humano?... Es una memoria de calidad, me parece.»

«Desde luego, profesor, esas cuestiones me apasio­nan...»

«Pues bien, sepa usted, en resumen, Bardamu, que en ella defiendo esta tesis: que antes de la guerra el hombre seguía siendo un desconocido inaccesible para el psiquia­tra y los recursos de su espíritu un enigma...»

«Ésa es también mi muy modesta opinión, profesor...»

«Mire usted, Bardamu, la guerra, gracias a los medios incomparables que nos ofrece para poner a prueba los sistemas nerviosos, ¡hace de formidable revelador del es­píritu humano! Vamos a poder pasar siglos ocupados en meditar sobre estas revelaciones patológicas recientes, si­glos de estudios apasionados... Confesémoslo con fran­queza... ¡Hasta ahora sólo habíamos sospechado las ri­quezas emotivas y espirituales del hombre! Pero en la actualidad, gracias a la guerra, es un hecho... ¡Estamos penetrando, a consecuencia de una fractura, dolorosa, desde luego, pero decisiva y providencial para la ciencia, en su intimidad! Desde las primeras revelaciones, a mí, Bestombes, ya no me cupo duda sobre el deber del psicó­logo y del moralista modernos. ¡Era necesaria una refor­ma total de nuestras concepciones psicológicas!»

También yo, Bardamu, era de esa opinión.

«En efecto, creo, profesor, que estaría bien...»

«¡Ah! También lo cree usted, Bardamu, ¡no es que yo se lo diga! Mire usted, en el hombre lo bueno y lo malo se equilibran, egoísmo por una parte, altruismo por otra... En los sujetos excepcionales, más altruis­mo que egoísmo. ¿Eh? ¿No es así?»

«Así es, profesor, exactamente así...»

«Y en el sujeto excepcional, dígame, Bardamu, ¿cuál puede ser la más elevada entidad conocida que pueda es­timular su altruismo y obligarlo a manifestarse indiscuti­blemente?»

«¡El patriotismo, profesor!»

«¡Ah! Ve usted, ¡no es que yo se lo diga! ¡Me com­prende usted perfectamente... Bardamu! ¡El patriotismo y su corolario, la gloria, simplemente, su prueba!»

«¡Es cierto!»

«¡Ah! Nuestros soldaditos, fíjese bien, y desde las pri­meras pruebas de fuego, han sabido liberarse espontánea­mente de todos los sofismas y conceptos accesorios y, en particular, de los sofismas de la conservación. Han ido a fundirse por instinto y a la primera con nuestra auténtica razón de ser, nuestra Patria. Para llegar hasta esa verdad, no sólo la inteligencia es superflua, Bardamu, ¡es que, además, molesta! Es una verdad del corazón, la Patria, como todas las verdades esenciales, ¡en eso el pueblo no se equivoca! Justo en lo que el sabio malo se extravía...»

«¡Eso es hermoso, profesor! ¡Demasiado hermoso! ¡Es clásico!»

Me estrechó las dos manos casi con afecto, Bestombes.

Con voz que se había vuelto paternal, tuvo a bien aña­dir, además, a mi intención: «Así voy a tratar a mis enfer­mos, Bardamu, mediante la electricidad para el cuerpo y el espíritu, dosis masivas de ética patriótica, auténticas in­yecciones de moral reconstituyente».

«¡Lo comprendo, profesor!»

En efecto, comprendía cada vez mejor.

Tras separarme de él, me dirigí sin tardanza a la misa con mis compañeros reconstituidos en la capilla recién construida y descubrí a Branledore, que manifestaba su elevada moral dando lecciones de entusiasmo precisa­mente a la nieta de la portera detrás del portalón. Ante su invitación, acudí al instante a reunirme con él.

Por la tarde, por primera vez desde que estábamos allí vinieron padres desde París y después todas las semanas.

Por fin había escrito a mi madre. Estaba contenta de volver a verme, mi madre, y lloriqueaba como una perra a la que por fin hubieran devuelto su cachorro. Sin duda creía ayudarme mucho también al besarme, pero en realidad permanecía en un nivel inferior al de la perra, porque creía en las palabras que le decían para arrebatarme de su lado. Al menos la perra sólo cree en lo que huele. Mi ma­dre y yo dimos un largo paseo por las calles cercanas al hospital, una tarde, fuimos vagabundeando por las calles sin acabar que hay por allí, calles con farolas aún sin pin­tar, entre las largas fachadas chorreantes, de ventanas abi­garradas con cien trapos colgando, las camisas de los po­bres, oyendo el chisporroteo de la chamusquina a mediodía, borrasca de grasas baratas. En el gran abando­no lánguido que rodea la ciudad, allí donde la mentira de su lujo va a chorrear y acabar en podredumbre, la ciudad muestra a quien lo quiera ver su gran trasero de cubos de basura. Hay fábricas que eludes al pasear, que exhalan to­dos los olores, algunos casi increíbles, donde el aire de los alrededores se niega a apestar más. Muy cerca, enmo­hece la verbenita, entre dos altas chimeneas desiguales; sus caballitos pintados son demasiado caros para quienes los desean, muchas veces durante semanas enteras, moco­sos raquíticos, atraídos, rechazados y retenidos a un tiempo, con todos los dedos en la nariz, por su abando­no, la pobreza y la música.

Todo son esfuerzos para alejar de aquellos lugares la verdad, que no cesa de volver a llorar sobre todo el mun­do; por mucho que se haga, por mucho que se beba, aun­que sea vino tinto, espeso como la tinta, el cielo sigue siendo igual allí, cerrado, como una gran charca para los humos del suburbio.

En tierra, el barro se agarra al cansancio y los flancos de la existencia están cerrados también, bien cercados por inmuebles y más fábricas. Son ya féretros las paredes por ese lado. Como Lola se había ido para siempre y Musyne también, ya no me quedaba nadie. Por eso había acabado escribiendo a mi madre, por ver a alguien. A los veinte años ya sólo tenía pasado. Recorrimos juntos, mi madre y yo, calles y calles dominicales. Ella me contaba las insignificancias relativas a su comercio, lo que decían de la guerra a su alrededor, en la ciudad, que era triste, la guerra, «espantosa» incluso, pero que con mucho valor acabaríamos saliendo todos de ella, los caídos para ella no eran sino accidentes, como en las carreras; si se agarraran bien, no se caerían. Por lo que a ella respectaba, no veía en la guerra sino una gran pesadumbre nueva que inten­taba no agitar demasiado; parecía que le diera miedo aquella pesadumbre; estaba repleta de cosas temibles que no comprendía. En el fondo, creía que los humildes como ella estaban hechos para sufrir por todo, que ésa era su misión en la Tierra, y que, si las cosas iban tan mal recientemente, debía de deberse también, en gran parte, a las muchas faltas acumuladas que habían cometido, los humildes... Debían de haber hecho tonterías, sin darse cuenta, por supuesto, pero el caso es que eran culpables y ya era mucha bondad que se les diera así, sufriendo, la ocasión de expiar sus indignidades... Era una «intocable», mi madre.

Ese optimismo resignado y trágico le servía de fe y constituía el fondo de su temperamento.

Seguíamos los dos, bajo la lluvia, por las calles sin edi­ficar; por allí las aceras se hunden y desaparecen, los pe­queños fresnos que las bordean conservan mucho tiempo las gotas en las ramas, en invierno, trémulas al viento, hu­milde hechizo. El camino del hospital pasaba por delante de numerosos hoteles recientes, algunos tenían nombre, otros ni siquiera se habían tomado esa molestia. «Habitaciones por semanas», decían, simplemente. La guerra los había vaciado, brutal, de su contenido de obreros y peo­nes. No iban a volver ni siquiera para morir, los inquilinos. También es un trabajo morir, pero lo harían fuera.

Mi madre me acompañaba de nuevo hasta el hospital lloriqueando, aceptaba el accidente de la muerte; no sólo consentía, se preguntaba, además, si tenía yo tanta resig­nación como ella. Creía en la fatalidad tanto como en el bello metro de la Escuela de Artes y Oficios, del que siempre me había hablado con respeto, porque, siendo joven, le habían enseñado que el que utilizaba en su co­mercio de mercería era la copia escrupulosa de ese sober­bio patrón oficial.

Entre las parcelas de aquel campo venido a menos existían aún algunos terrenos cultivados aquí y allá y, afe­rrados incluso a aquellos pobres restos, algunos campe­sinos viejos encajonados entre las casas nuevas. Cuando nos quedaba tiempo antes de regresar a la caída de la tar­de, íbamos a contemplarlos, mi madre y yo, a aquellos extraños campesinos empeñados en excavar con un hie­rro esa cosa blanda y granulosa que es la tierra, donde meten a los muertos para que se pudran y de donde pro­cede, de todos modos, el pan. «¡Debe de ser muy duro vivir de la tierra!», comentaba todas las veces al observar­los, mi madre, muy perpleja. En punto a miserias, sólo conocía las que se parecían a la suya, las de la ciudad, in­tentaba imaginarse cómo podían ser las del campo. Fue la única curiosidad que le conocí, a mi madre, y le bastaba como distracción para un domingo. Con eso volvía a la ciudad.

Yo no recibía la menor noticia de Lola, ni de Musyne tampoco. Las muy putas se mantenían claramente en el lado ventajoso de la situación, donde reinaba una consig­na risueña pero implacable de eliminación para nosotros, carnes destinadas a los sacrificios. Ya en dos ocasiones me habían echado así hacia los lugares donde encierran a los rehenes. Simple cuestión de tiempo y de espera. La suerte estaba echada.


Branledore, mi vecino de hospital, el sargento, gozaba, ya lo he contado, de una persistente popularidad entre las enfermeras, estaba cubierto de vendas y radiante de opti­mismo. Todo el mundo en el hospital envidiaba y copiaba su actitud. Al volvernos presentables y dejar de ser repul­sivos moralmente, empezamos, a nuestra vez, a recibir las visitas de gente bien situada en la sociedad y la adminis­tración parisinas. Se comentaba en los salones que el cen­tro neurológico del profesor Bestombes estaba convir­tiéndose en el auténtico foco, por así decir, del fervor patriótico intenso, el hogar. A partir de entonces los días de visita recibimos no sólo a obispos, sino también a una duquesa italiana, un gran fabricante de municiones y pronto la propia Ópera y los actores del Théatre Franjáis. Venían a admirarnos sobre el terreno. Una bella actriz de la Comedie, que recitaba los versos como nadie, volvió incluso a mi cabecera para declamarme algunos particu­larmente heroicos. Su pelirroja y perversa melena (la piel hacía juego) se veía recorrida al tiempo por ondas sor­prendentes que me llegaban en vibraciones derechas hasta el perineo. Como me interrogaba, aquella divina, sobre mis acciones de guerra, le di tantos detalles y tan emocio­nantes, que ya no me quitó los ojos de encima. Presa de emoción duradera, me pidió permiso para estampar en verso, gracias a un poeta admirador suyo, los pasajes más intensos de mis relatos. Accedí al instante. El profesor Bestombes, enterado de aquel proyecto, se declaró parti­cularmente favorable. Incluso concedió una entrevista con ocasión de ello y el mismo día a los enviados de una gran Revista ilustrada, que nos fotografió a todos juntos en la escalinata del hospital junto a la bella actriz. «El más alto deber de los poetas, en los trágicos momentos que vi­vimos -declaró el profesor Bestombes, que no dejaba es­capar ni una oportunidad-, ¡es el de devolvernos el gusto por la Epopeya! ¡Han pasado los tiempos de las manio­bras mezquinas! ¡Abajo las literaturas acartonadas! ¡Un alma nueva nos ha nacido en medio del gran y noble es­truendo de las batallas! ¡Lo exige en adelante el desarrollo de la gran renovación patriótica! ¡Las altas cimas prometi­das a nuestra Gloria!... ¡Exigimos el soplo grandioso del poema épico!... Por mi parte, ¡declaro admirable que en este hospital que dirijo llegue a formarse, ante nuestros ojos, de modo inolvidable, una de esas sublimes colabora­ciones creadoras entre el Poeta y uno de nuestros héroes!»

Branledore, mi compañero de cuarto, cuya imagina­ción llevaba un poco de retraso sobre la mía al respecto y que tampoco figuraba en la foto, concibió por ello una viva y tenaz envidia. Desde entonces se puso a disputar­me de modo salvaje la palma del heroísmo. Inventaba historias nuevas, se superaba, nadie podía detenerlo, sus hazañas rayaban en el delirio.

Me resultaba difícil imaginar algo más animado, añadir algo más a tales exageraciones y, sin embargo, nadie en el hospital se resignaba; el caso era ver cuál de nosotros, pi­cado por la emulación, inventaba a más y mejor otras «hermosas páginas guerreras» en las que figurar, sublime. Vivíamos un gran cantar de gesta, encarnando personajes fantásticos, en el fondo de los cuales temblábamos, ri­dículos, con todo el contenido de nuestras carnes y nues­tras almas. Se habrían quedado de piedra, si nos hubieran sorprendido en la realidad. La guerra estaba madura.

Nuestro gran amigo Bestombes seguía recibiendo las visitas de numerosos notables extranjeros, señores cientí­ficos, neutrales, escépticos y curiosos. Los inspectores generales del ministerio pasaban, armados de sable y pimpantes, por nuestras salas, con la vida militar prolon­gada y, por tanto, rejuvenecidos e hinchados de nuevas dietas. Por eso, no escatimaban distinciones y elogios, los inspectores. Todo iba bien. Bestombes y sus magníficos heridos se convirtieron en el honor del servicio de Sa­nidad.

Mi bella protectora del «Francais» volvió pronto una vez más, a hacerme una visita particular, mientras su poe­ta familiar acababa el relato, rimado, de mis hazañas. Por fin conocí, en una esquina de un corredor, a aquel joven, pálido, ansioso. La fragilidad de las fibras de su corazón, según me confió, en opinión de los propios médicos, ra­yaba en el milagro. Por eso lo retenían, aquellos médicos preocupados por los seres frágiles, lejos de los ejércitos. A cambio, había emprendido, aquel humilde bardo, con riesgo incluso para su salud y para todas sus supremas fuerzas espirituales, la tarea de forjar, para nosotros, «el bronce moral de nuestra victoria». Una bella herramien­ta, por consiguiente, en versos inolvidables, desde luego, como todo lo demás.

¡No me iba yo a quejar, puesto que me había elegido entre tantos otros bravos innegables, para ser su héroe! Por lo demás, me favoreció, confesémoslo, espléndida­mente. A decir verdad, fue magnífico. El acontecimiento del recital se produjo en la propia Comédie-Francaise, durante una así llamada sesión poética. Todo el hospital fue invitado. Cuando apareció en escena mi pelirroja, tré­mula recitadora, con gesto grandioso y el talle torneado en los pliegues, vueltos por fin voluptuosos, del tricolor, fue la señal para que la sala entera, de pie, ávida, ofreciera una de esas ovaciones que no acaban. Desde luego, yo estaba preparado, pero, aun así, mi asombro fue real, no pude ocultar mi estupefacción a mis vecinos al oírla vi­brar, exhortar así, aquella amiga magnífica, gemir incluso, para volver más apreciable todo el drama que entrañaba el episodio por mí inventado para su uso particular. Evi­dentemente, su poeta me concedía puntos con la imagi­nación, hasta había magnificado monstruosamente la mía, ayudado por sus rimas floridas, con adjetivos formi­dables que iban a recaer solemnes en el supremo y admi­rativo silencio. Al llegar al desarrollo de un período, el más caluroso del pasaje, dirigiéndose al palco donde nos encontrábamos, Branledore y yo y algunos otros heri­dos, la artista, con sus dos espléndidos brazos exten­didos, pareció ofrecerse al más heroico de nosotros. En aquel momento el poeta ilustraba con fervor un fantásti­co rasgo de bravura que yo me había atribuido. Ya no re­cuerdo bien lo que ocurría, pero no era cosa de poca monta. Por fortuna, nada es increíble en punto a heroís­mo. El público adivinó el sentido de la ofrenda artística y la sala entera dirigida entonces hacia nosotros, gritando de gozo, transportada, trepidante, reclamaba al héroe.

Branledore acaparaba toda la parte delantera del palco y sobresalía de entre todos nosotros, pues podía taparnos casi completamente tras sus vendas. Lo hacía a propósito, el muy cabrón.

Pero dos de mis compañeros, que se habían subido a sillas detrás de él, se ofrecieron, de todos modos, a la ad­miración de la multitud por encima de sus hombros y su cabeza. Los aplaudieron a rabiar.

«Pero, ¡si se refiere a mí! -estuve a punto de gritar en aquel momento-. ¡A mí solo!» Me conocía yo a Branle­dore, nos habríamos insultado delante de todo el mundo y tal vez nos habríamos pegado incluso. Al final, para él fue la perra gorda. Se impuso. Se quedó solo y triunfante, como deseaba, para recibir el tremendo homenaje. A los demás, vencidos, no nos quedaba otra opción que pre­cipitarnos hacia los bastidores, cosa que hicimos y, por fortuna, fuimos festejados en ellos. Consuelo. Sin embar­go, nuestra actriz-inspiradora no estaba sola en su came­rino. A su lado se encontraba el poeta, su poeta, nuestro poeta. También él amaba, como ella, a los jóvenes solda­dos, muy tiernamente. Me lo hicieron comprender con arte. Buen negocio. Me lo repitieron, pero no tuve en cuenta sus amables indicaciones. Peor para mí, porque las cosas se habrían podido arreglar muy bien. Tenían mucha influencia. Me despedí bruscamente, ofendido como un tonto. Era joven.


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