EL BESO DE MEDIANOCHE
LARA ADRIAN
Grupo soñando despiertas
El beso de medianoche
Lara Adrián
Traducción de Lola Romaní
TERCIOPELO
Título original: Kiss of Midnight
Copyright © 2007 by Lara Adrián
Primera edición: febrero de 2008
© de la traducción: Lola Romaní
© de esta edición: Libros del Atril, S.L.
Marqués de l'Argentera, 17. Pral. 1.a
08003 Barcelona
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08203 Sabadell (Barcelona)
ISBN: 978-84-96575-75-2
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Para John, cuya fe en mí nunca
ha vacilado, y cuyo amor, espero,
nunca se desvanecerá.
Prólogo
Veintisiete años atrás
Su niña no dejaba de llorar. Había empezado a mostrarse inquieta en la última estación, cuando el autobús de Grayhound a Bangor se detuvo en Portland para recoger a más pasajeros. Ahora, un poco después de la una de la madrugada, casi habían llegado a la estación de Boston y esas dos horas que llevaba intentando tranquilizar a su niñita la estaban, tal y co-mo dirían sus amigos de la escuela, sacando de sus casillas.
El hombre que se encontraba en el asiento de al lado probablemente tampoco estaba muy contento.
—Siento mucho esto —le dijo ella, dirigiéndose para hablarle por primera vez desde que habían subido al autobús—. Normalmente no tiene tan malhumor. Es el primer viaje que hacemos juntas. Supongo que tiene ganas de llegar a su destino.
El hombre cerró los ojos y los abrió lentamente, en un gesto de asentimiento, y sonrió sin enseñar los dientes.
—¿Adonde se dirigen?
—A Nueva York.
—Ah. La Gran Manzana —murmuró él. Su voz sonaba seca, casi ahogada—. ¿Tiene usted familia allí o algo?
Ella negó con la cabeza. La única familia que tenía se encontraba en un pueblo provinciano cerca de Rangeley, y le habían dejado claro que tenía que apañárselas por sí misma.
—Voy por trabajo. Quiero decir, que espero encontrar trabajo. Deseo ser bailarina. Quizá en Broadway, o ser una de las Rockette.
—Bueno, desde luego es usted muy guapa.
El hombre la miraba fijamente ahora. El autobús estaba oscuro, pero a ella le pareció que había algo raro en sus ojos. Otra vez la misma sonrisa tensa.
—Con un cuerpo como el que tiene, tendría que ser usted una gran estrella.
Ella se sonrojó y bajó la mirada hasta el bebé que lloraba en sus brazos. Su novio de Maine también tenía por costumbre decirle cosas como ésa. Le solía decir muchas cosas para llevársela al asiento trasero del coche. Y ya no era su novio, tampoco. No desde el último año del instituto, cuando ella empezó engordar a causa del embarazo.
Si no lo hubiera dejado para tener a la niña, se habría graduado en verano.
—¿Ha comido algo hoy? —le preguntó el hombre mientras el autobús reducía la velocidad y entraba en la estación de Boston.
—La verdad es que no.
A pesar de que no servía de nada, ella mecía a la niña entre los brazos. El bebé tenía el rostro enrojecido, los pequeños puños apretados y lloraba como si se acabara el mundo.
—Qué coincidencia —dijo el desconocido—. Yo tampoco he comido nada. Me iría bien tomar algo. ¿Se anima a acompañarme?
—No. Estoy bien. Tengo unas galletas saladas en la bolsa. Y de todas maneras, creo que éste es el último autobús a Nueva York esta noche, así que no voy a tener tiempo de hacer gran cosa más que cambiar a la niña y descansar. Gracias, de todas formas.
El no dijo nada más. Simplemente la observó mientras ella recogía sus cosas ahora que el autobús ya había parado en su andén. Luego se apartó para dejarla pasar y dirigirse hacia la estación.
Cuando salió de los lavabos, el hombre la estaba esperando.
Ella sintió cierta intranquilidad al verle allí de pie. No le había parecido tan alto mientras estaba sentado a su lado. Ahora que le veía otra vez, se dio cuenta de que definitivamente había algo muy extraño en sus ojos. ¿Estaría un poco colocado?
—¿Qué sucede?
El soltó una risa ahogada.
—Ya se lo he dicho. Necesito alimentarme.
Ésa era una forma muy extraña de decirlo.
Ella se dio cuenta de que había muy pocas personas en la estación a esa hora tardía. Había empezado a llover ligeramente, el suelo estaba mojado y los últimos rezagados se habían puesto a cubierto. El autobús estaba esperando en el andén mientras cargaba a los nuevos pasajeros con sus equipajes. Pero para llegar hasta él, tenía que pasar primero por su lado.
Se encogió de hombros, demasiado cansada y ansiosa para tener que encontrarse con esa tontería.
—Bueno, pues si tiene hambre, vaya a decirlo en el MacDonald's. Llego tarde al autobús.
—Mira, zorra...
Se movió con tanta rapidez que ella no supo con qué la había golpeado. Estaba de pie a un metro de ella y al cabo de un segundo le había puesto la mano en el cuello y le cortaba la respiración. La empujó hasta las sombras del edificio de la estación, hacia un punto donde nadie se daría cuenta de si iba a atracarla. O a hacerle algo peor. Le acercó tanto la boca que ella notaba el hedor de su aliento. Él hizo una mueca, la a-menazó en un susurro terrorífico y ella vio unos dientes afilados.
—Si dices una palabra más o mueves un solo músculo, me comeré tu jugoso corazoncito de niña mimada.
Su niñita estaba gimiendo entre sus brazos, pero ella no dijo ni una palabra.
Ni siquiera se atrevía a pensar en moverse.
Lo único que importaba era su niña. Protegerla. Por eso no se atrevió a hacer nada ni siquiera cuando esos dientes se acercaron a ella y se le clavaron en el cuello.
Se quedó de pie helada por el terror, apretando con fuerza al bebé mientras su atacante penetraba con fuerza en la herida sangrante que le había hecho en el cuello. Le sujetaba la cabeza y el hombro con dedos fuertes, sus uñas se le clavaban como las garras de un demonio. Él gruñía sin dejar de hincarle cada vez con más fuerza los afilados dientes. A pesar de que tenía los ojos abiertos por el terror, su visión empezaba a oscurecerse y las ideas empezaban a resultarle confusas, como si se rompieran en pedazos. Todo a su alrededor empezaba a nublarse.
La estaba matando. El monstruo la estaba matando. Y luego iba a matar a su niña, también.
—No. —Intentó inhalar, pero solamente tragó sangre—. Maldito seas... ¡No!
Con un desesperado esfuerzo de voluntad, dio un cabezazo contra el rostro de su atacante. Él soltó un gruñido, se apartó, sorprendido, y ella consiguió soltarse. Se apartó de él, tambaleándose, estuvo a punto de caer sobre sus ro-dillas pero consiguió enderezarse. Con un brazo sujetaba a su niña y con el o-tro se cubrió la herida húmeda y caliente de la garganta mientras se alejaba despacio de esa criatura, que levan-taba la cabeza y la miraba, burlón, con los ojos amarillentos y brillantes y los labios manchados de sangre.
—Oh, Dios —gimió, mareada ante esa visión.
Dio otro paso hacia atrás. Se dio la vuelta y se dispuso a correr, aunque fuera inútil.
Y entonces fue cuando vio al otro.
Uno fieros ojos de color ámbar la atravesaron, y por entre unos gran-des y brillantes colmillos sonó un silbido que anunciaba la muerte. Ella pensó que iba a cargar contra ella y a terminar lo que el otro había em-pezado, pero no lo hizo. Escupieron unos sonidos guturales entre ellos, y luego el recién llegado pasó por su lado con un largo cuchillo en la mano.
«Coge a la niña y vete.»
La orden pareció surgir de la nada y atravesar la neblina de su mente. Volvió a oírla, esta vez más acuciante, empujándola a la acción. Corrió.
Ciega de pánico, atontada por el miedo y la confusión, se alejó co-rriendo de la estación atravesando una de las calles más cercanas. Pe-netró en la ciudad desconocida, en la noche. La histeria la poseía y cada ruido, incluso el de sus pies contra el suelo, le parecía monstruoso y mortífero.
Y su niña no dejaba de llorar.
Las iban a descubrir si no conseguía que su niña se tranquilizara. Tenía que meterla en la cama, tenía que ponerla en la cuna cálida y a-cogedora. Entonces su niña estaría contenta. Entonces estarían a salvo. Sí, eso era lo que tenía que hacer. Poner a la niña en la cama, donde los monstruos no podrían encontrarla.
Estaba cansada, pero no podía descansar. Demasiado peligroso. Tenía que llegar a casa antes de que su madre se diera cuenta de que otra vez había salido tan tarde. Estaba confusa, desorientada, pero tenía que co-rrer. Y eso hizo. Corrió hasta que cayó, exhausta e incapaz de dar un pa-so más.
Al despertar, al cabo de un rato, sintió que su mente se partía como una cascara de huevo. La cordura la estaba abandonando, la realidad se deformaba y se convertía en algo cada vez más oscuro y escurridizo, se alejaba cada vez más de su alcance.
Oyó un lloro ahogado que procedía de algún lugar, en la distancia. Un sonido tan insignificante. Se llevó las manos a los oídos y se los cubrió, pero continuaba oyendo ese pequeño aullido de desvalimiento.
«Shhh —murmuró, a nadie en especial, meciéndose hacia delante y hacia atrás—. Cállate ahora, la niña está durmiendo. Cállate, cállate, cállate...»
Pero el lloro continuaba. No cesaba, no cesaba. Le rompía el corazón, allí, sentada en la mugrienta calle mientras miraba, sin ver nada, la luz del amanecer.
Capítulo uno
En la actualidad
—«Impresionante. Fíjate en el uso de la luz y de las sombras...
—¿Ves cómo esta imagen sugiere la tristeza del lugar y cómo, a pesar de ello, consigue ofrecer una promesa de esperanza?
—... una de las fotógrafas más jóvenes que se van a incluir en la nueva colección de arte moderno del museo.
Gabrielle Maxwell estaba apartada del grupo de asistentes a la expo-sición y sorbía una copa de champán caliente mientras otro grupo de personajes importantes de rostros anónimos se mostraba entusiasmado por las dos docenas de fotografías en blanco y negro que colgaban de las paredes de la galería. Echó un vistazo a las fotografías desde el otro extremo de la habitación, divertida en cierta manera. Eran buenas foto-grafías, un poco inquietantes dado que el tema eran molinos abandonados y desolados astilleros de las afueras de Boston, pero no conseguía ver lo que todo el mundo veía en ellas.
Pero nunca lo veía. Gabrielle, simplemente, hacía las fotografías, y dejaba su interpretación y, al fin, su valoración, a los otros. Introvertida por naturaleza, el hecho de recibir tantos elogios y tanta atención la in-comodaba... pero le permitía pagar las facturas. Y muy bien, de hecho. Esa noche también pagaba las facturas de su amigo Jamie, el propietario de la moderna y pequeña galería de arte de Newbury Street que, ahora que faltaban diez minutos para la hora de cierre, todavía estaba repleta de posibles compradores.
Atontada después de todo el proceso de dar la bienvenida y de saludar y de sonreír educadamente a toda esa gente que, desde las acaudaladas esposas de Back Bay hasta los góticos tatuados y cargados de piercings, trataba de impresionarse mutuamente —y a ella— con los análisis de su trabajo, Gabrielle no podía esperar a que la inauguración terminara. Había estado escondida entre las sombras durante la última hora, pensando en escurrirse hasta la comodidad de la ducha caliente y de la mullida almohada de su apartamento al este de la ciudad.
Pero les había prometido a unos cuantos amigos —Jamie, Kendra y Megan— que iría con ellos a cenar y a tomar una copa después de la inauguración. Cuando la última pareja de visitantes hubo hecho su compra y se hubo marchado, Gabrielle se encontró con que la arrastraban fuera y la metían en un taxi antes de haber tenido la oportunidad de pensar en una excusa.
—¡Qué noche tan increíble! —El pelo rubio del andrógino de Jamie le cayó sobre la cara cuando se inclinó por delante de las dos mujeres para tomar la mano de Gabrielle—. Nunca ha habido tanto tráfico en la galería en un fin de semana... ¡y las ventas de esta noche han sido impresionan-tes! Te agradezco mucho que me hayas permitido exhibirte.
Gabrielle sonrió ante la excitación de su amigo.
—Por supuesto. No hace falta que me des las gracias.
—No lo has pasado demasiado mal, ¿verdad?
—¿Cómo podría haberlo pasado mal, si la mitad de Boston está a sus pies? —dijo Kendra antes de que Gabrielle pudiera contestar—. ¿Era el gobernador con quién te he visto hablar mientras tomabas unos canapés?
Gabrielle asintió con la cabeza.
—Se ha ofrecido a encargar algunos originales para su casa de campo de Vineyard.
—¡Qué amable!
—Sí —repuso Gabrielle sin mucho entusiasmo. Tenía un montón de tarjetas de visita en el bolsillo, lo cual representaba por lo menos un año de trabajo constante, si lo quería. Entonces, ¿por qué sentía la tentación de abrir la ventana del taxi y de lanzarlas al viento?
Dejó vagar la mirada hacia la noche, fuera del coche, y observó con extraña indiferencia las luces y las vidas que éste dejaba atrás. Las calles estaban repletas de gente: parejas que caminaban de la mano, grupos de amigos que reían y charlaban todos ellos pasaban un buen rato. Ce-naban en las mesas de fuera de los restaurantes de moda y se detenían a contemplar los escaparates de las tiendas. Allá donde mirara, la ciudad latía con todo su color y su vida. Gabrielle lo absorbía todo con ojos de artista y, a pesar de ello, no sentía nada. Esa explosión de vida, también de la suya, parecía continuar rápidamente hacia delante sin ella. Últimamente, y cada vez más, tenía la sensación de estar atrapada en una rueda que no dejaba de hacerla girar en un ciclo interminable de tiempo que pasaba sin un propósito claro.
—¿Pasa algo, Gab? —le preguntó Megan, a su lado, en el asiento trasero del taxi—. Estás muy callada.
Gabrielle se encogió de hombros.
—Lo siento. Sólo... no lo sé. Estoy cansada, supongo.
—Que alguien invite a esta mujer a una copa... ¡inmediatamente!—bromeó Kendra, la enfermera de cabello oscuro.
—No —replicó Jamie, taimado y felino—. Lo que nuestra Gab necesita de verdad es un hombre. Eres demasiado seria, cariño. No es sano que dejes que el trabajo te consuma de esta manera. ¡Diviértete un poco! ¿Cuándo te acostaste con alguien por última vez?
Hacía demasiado tiempo, pero Gabrielle no llevaba la cuenta. Nunca le habían faltado las citas cuando las había deseado, y el sexo —en esas raras ocasiones en que lo tenía— no era una cosa que la obsesionara como a algunos de sus amigos. Por falta de práctica que tuviera en esos momentos en esa área, no creía que un orgasmo fuera a curar aquello que, fuera lo que fuese, le provocaba ese estado de inquietud.
—Jamie tiene razón, ya lo sabes —estaba diciendo Kendra—. Tienes que soltarte, hacer alguna locura.
—No hay momento mejor que el presente —añadió Jamie.
—Oh, no lo creo —dijo Gabrielle, negando con la cabeza—. La verdad es que no tengo ganas de alargar mucho la noche, chicos. Las inau-guraciones siempre me quitan mucha energía y...
—Jefe. —Sin hacerle caso, Jamie se colocó en el borde del asiento y dio unos golpecitos en el plexiglás que separaba al taxista de los pasa-jeros—. Cambio de planes. Hemos decidido que tenemos ganas de ir de celebración, así que cancelamos el restaurante. Queremos ir a donde va la gente interesante y moderna.
—Si les gustan las salas de baile, han abierto una nueva en el extremo norte de la ciudad —dijo el taxista, sin dejar de mascar el chicle mientras hablaba—. He estado llevando pasajes allí toda la semana. La verdad es que he llevado a dos esta misma noche... un moderno after hours llamado La Notte.
—Oh, oh, «la notte» —bromeó Jamie, mirando divertido por encima del hombro y arqueando las elegantes cejas—. Suena maravillosamente vi-cioso, chicas. ¡Vamos!
La discoteca, La Notte, se encontraba en un edificio victoriano que se conocía desde hacía mucho tiempo como la iglesia de Saint John's Trinity Parish y que debido a los recientes escándalos sexuales que salpicaban a algunos sacerdotes, la archidiócesis de Boston consiguió que fuera ce-rrado, al igual que otros muchos lugares similares en toda la ciudad. A-hora, mientras Gabrielle y sus amigos se abrían paso por la sala abarro-tada, esas vigas albergaban la música trance y tecno que sonaba, estri-dente, por los altavoces enormes que rodeaban la cabina del dj, en el balcón que se encontraba sobre el altar. Unas luces estroboscópicas lan-zaban destellos contra las tres vidrieras con forma arco. Los rayos de luz atravesaban la densa nube de humo que pendía en el aire, y parpadeaban al ritmo de un tema que parecía interminable. En la pista de baile, y casi en cada uno de los metros cuadrados del piso principal de La Notte y de la galería que lo rodeaba, la gente se apretujaba y se retorcía con una sensualidad inconsciente.
—¡La santa fiesta! —gritó Kendra para hacerse oír por encima de la música mientras levantaba los brazos y avanzaba bailando por entre la densa multitud.
No habían acabado de cruzar por donde se encontraba el primer grupo de gente cuando un chico delgado le entró a la valiente morena y se in-clinó para decirle algo al oído. Kendra soltó una profunda carcajada y a-sintió con la cabeza con gesto entusiasmado.
—El chico quiere bailar —se rio, dándole el bolso a Gabrielle—. ¡Quién soy yo para negarme!
—Por aquí —dijo Jamie, señalando una pequeña mesa cercana a la ba-rra, mientras su amiga se alejaba con su acompañante.
Los tres se sentaron y Jamie pidió una ronda. Gabrielle escrutó la pista de baile en busca de Kendra, pero la nube de gente la había engullido. A pesar de que la sala estaba abarrotada de gente, Gabrielle no podía qui-tarse de encima una repentina sensación de que estaban sentados en el centro de atención. Como si estuvieran de alguna manera bajo estrecha vigilancia por el simple hecho de encontrarse en la sala. Era absurdo pensar eso. Quizá había estado trabajando demasiado, o había pasado de-masiado tiempo sola en casa, ya que encontrarse en un lugar público la hacía sentir tan consciente de sí misma. Tan paranoica.
—¡Por Gab! —exclamó Jamie, haciéndose oír a pesar del estruendo de la música mientras levantaba el vaso de martini en un gesto de brindis.
Megan también levantó el suyo y brindó con Gabrielle.
—Felicidades por la gran inauguración de esta noche.
—Gracias, chicos.
Mientras sorbía la mezcla de un color amarillo neón, la sensación de ser observada volvió. O, mejor dicho, aumentó. Sintió que la miraban desde el otro extremo de la oscuridad. Levantó la vista por encima del borde del vaso de martini y percibió el brillo de las luces estroboscópicas en unas oscuras gafas de sol.
Unas gafas que escondían una mirada que, sin duda, se encontraba fija en ella desde el otro extremo de la multitud.
Los rápidos pulsos de las luces mostraron unos rasgos afilados entre las oscuras sombras, pero el ojo de Gabrielle lo captó al segundo. El ca-bello le caía, suelto, en mechones puntiagudos por encima de una frente amplia e inteligente y sobre unos pómulos angulosos. Una mandíbula fuerte y de trazo severo. Y su boca... su boca era generosa y sensual, in-cluso a pesar de que dibujaba una sonrisa cínica, casi cruel.
Gabrielle apartó la vista, nerviosa, y sintió una ola de calor en las pier-nas. Su rostro se le quedó como grabado a fuego en la mente durante un instante, como una imagen se graba en una película. Dejó la copa encima de la mesa y se atrevió a mirar otra vez hacia donde se encontraba él. Pero ya no estaba.
Al otro extremo de la barra se oyó un fuerte estruendo y Gabrielle giró la cabeza para mirar por encima del hombro. En una de las pobladas me-sas, el alcohol se precipitaba al suelo desde un montón de cristales rotos que cubrían la superficie lacada de negro. Cinco tipos vestidos con cuero negro tenían una discusión con otro tipo que llevaba una camiseta sin mangas de los Dead Kennedys y un vaquero gastado y roto. Uno de los tíos que vestía de cuero negro tenía un brazo sobre los hombros de una rubia platino que estaba borracha y que parecía conocer al punki. Su no-vio, al parecer. Él quiso tomar a la chica por el brazo, pero ella le apartó con un golpe e inclinó la cabeza a un lado para permitir que uno de los ti-pos la besara en el cuello. Ella miraba desafiante a su novio, furioso, sin dejar de juguetear con el cabello castaño del tipo que parecía pegado a su garganta.
—Esto se ha liado —dijo Megan, volviéndose en el momento en que la situación parecía complicarse más.
—Parece que sí —añadió Jamie mientras se terminaba el martini y ha-cía una seña a un camarero para que les trajera otra ronda—. Es obvio que la mamá de esa pava olvidó decirle que no conviene marcharse sin el chico con quien se ha venido.
Gabrielle observó la situación un momento más, el tiempo suficiente para ver que otro tío de cuero se acercaba a la chica y la besaba en los labios, que ella le ofrecía. Ella aceptó a ambos al mismo tiempo, mientras acariciaba el pelo oscuro del tipo que la besaba en el cuello y el pelo claro del tipo que le chupaba los labios como si fuera a comérsela viva. El novio punki le gritó unos insultos a la chica, se dio media vuelta y se abrió paso a empujones por entre la multitud.
—Este sitio me está agobiando —confesó Gabrielle que, justo en ese momento, acababa de ver a algunos clientes de la sala preparándose sin disimulo unas rayas de coca en un extremo de la larga barra de mármol.
Sus amigos parecieron no oírla a causa del constante estruendo de la música. Tampoco parecían compartir la incomodidad de Gabrielle. Había alguna cosa que no iba bien allí dentro, y Gabrielle no podía quitarse de encima la sensación de que, al final, la noche iba a ponerse fea. Jamie y Megan empezaron a charlar de grupos de música locales y dejaron a Ga-brielle sola, sorbiendo el vaso de martini y esperando, al otro extremo de la mesa, encontrar la oportunidad de dar una excusa y marcharse.
Sintiéndose básicamente sola, Gabrielle dejó vagar la mirada por la masa de cabezas oscilantes y cuerpos ondulantes, buscando disimula-damente esos ojos tras las gafas de sol que la habían observado antes. ¿Estaría él con esos tipos... sería uno de los moteros que estaban provo-cando todo ese follón? El iba vestido como ellos, y tenía el mismo aspec-to peligroso que tenían ellos.
Fuera quien fuese, Gabrielle no veía ni rastro de él en esos momen-tos.
Se recostó en el respaldo de la silla y, de repente, dio un respingo al sentir que unas manos se posaban sobre sus hombros desde detrás.
—¡Aquí estáis! ¡Chicos, os he estado buscando por todas partes! —exclamó Kendra, casi sin aliento pero animada al mismo tiempo, mien-tras se inclinaba sobre la mesa—. Vamos. He conseguido una mesa para todos al otro extremo de la sala. Brent y algunos de sus amigos quieren venir de fiesta con nosotros.
—¡Guay!
Jamie ya se había puesto en pie, listo para ir. Megan cogió el nuevo vaso de martini con una mano y con la otra, la mano de Kendra. Al ver que Gabrielle no se movía para seguirles, Megan se detuvo
—¿Vienes?
—No. —Gabrielle se puso en pie y se colgó el bolso del hombro—. Id vosotros y divertíos. Yo estoy agotada. Creo que voy a buscar un taxi y me voy directa a casa.
Kendra la miró haciendo un puchero infantil.
—¡Gab, no te puedes ir!
—¿Quieres que te acompañe a casa? —se ofreció Megan, a pesar de que Gabrielle se daba cuenta de que deseaba quedarse con los demás.
—Estoy bien. Disfrutad, pero id con cuidado, ¿de acuerdo?
—¿Seguro que no te quieres quedar? ¿Otra copa, solamente?
—No. De verdad que necesito salir y tomar un poco el aire.
—Tú misma, entonces —le dijo Kendra, fingiendo reñirla. Se acercó y le dio un rápido beso en la mejilla. Cuando se apartó, Gabrielle notó un ligero olor a vodka y, por debajo de éste, un olor de alguna cosa menos evidente. Alguna cosa almizclada, y extrañamente metálica—. Eres una aguafiestas, Gab, pero te quiero.
Kendra le guiñó un ojo y pasó los brazos por los hombros de Jamie y Megan. Con aire juguetón tiró de ambos en dirección a la masa de gente que bullía en la sala.
—Llámame mañana —le dijo Jamie por encima del hombro mientras el trío era engullido por la masa.
Gabrielle inició inmediatamente el camino hacia la puerta de salida, an-siosa por salir de allí. Cuanto más tiempo pasaba allí dentro, más parecía subir el volumen de la música. La sentía retumbar en la cabeza y le hacía difícil pensar con claridad. Le costaba fijarse en lo que había a su alre-dedor. La gente la empujaba desde todos los lados mientras ella inten-taba abrirse paso, apretujándose contra la pared de cuerpos que se con-toneaban y giraban sin dejar de bailar. La empujaron y la apretaron, la tocaron y la manosearon manos invisibles en la oscuridad, hasta que, fi-nalmente, llegó al vestíbulo, delante de la entrada de la sala y consiguió salir atravesando la pesada doble puerta.
La noche era fría y oscura. Inhaló con fuerza, intentando despejarse la cabeza de todo el ruido y el humo y el inquietante ambiente de La Notte. La música todavía se oía ahí fuera, y las luces estroboscópicas todavía centelleaban desde el otro lado de las vidrieras de colores, pero Gabrie-lle se relajó un poco ahora, al sentirse libre.
Nadie le prestó atención mientras se apresuraba hacia la esquina y esperaba a encontrar un taxi. Sólo había unas cuantas personas fuera, algunas de ellas caminaban por la otra acera y otras subían en fila por los escalones de cemento que conducían a la sala de baile. Detectó un taxi amarillo que se dirigía hacia allí y levantó la mano para llamarlo.
—¡Taxi!
Mientras el taxi vacío atravesaba el tráfico nocturno y se acercaba hacia ella, las puertas de la discoteca se abrieron con la fuerza de un huracán.
—¡Eh, tío! ¡Qué mierda haces! —En las escaleras, detrás de Gabrielle, la voz de un hombre sonaba atemorizada—. Si vuelves a tocarme, te voy a...
—¿Me vas a qué? —increpó otra voz en tono provocador, grave y a-menazador, acompañada de un coro de risas.
—Sí, venga, punki capullo de mierda. ¿Qué vas a hacer?
Gabrielle, que ya tenía la mano en el tirador de la puerta del taxi, giró la cabeza medio alarmada y medio atemorizada por lo que iba a ver. Se trataba de la pandilla del club, los motoristas o lo que fueran, vestidos con cuero negro y gafas de sol. Los seis rodeaban al novio punki como si fueran una manada de lobos y le daban empujones por turnos, jugando con él como si fuera su presa.
El chico intentó darle un puñetazo a uno de ellos y falló, y la situación empeoró en un abrir y cerrar de ojos.
De repente, la refriega se acercó a donde estaba Gabrielle. La pandilla de gilipollas empujó al punki contra el capó del taxi y empezaron des-cargarle puñetazos en el rostro. De la nariz y la boca del chico salieron disparadas gotas de sangre y algunas de ellas mancharon a Gabrielle. E-lla dio un paso hacia atrás, anonadada y horrorizada. El chico se debatía para escapar, pero sus atacantes le sujetaban y le golpeaban con una fu-ria que a Gabrielle le resultaba difícil de comprender.
—¡Fuera del jodido coche! —gritó el taxista por la ventanilla abierta—. ¡Dios santo! ¡Iros a otra parte! ¿Me oís?
Uno de los asaltantes giró la cabeza hacia el taxista, le dirigió una te-rrible sonrisa y propinó un fuerte puñetazo en el parabrisas, que se rom-pió en mil pedazos. Gabrielle vio que el taxista se santiguaba y que mur-muraba unas palabras inaudibles, dentro del coche. Se oyó el cambio de marchas y luego el chirrido agudo de las ruedas en el mismo momento en que el taxi hizo marcha atrás para sacarse de encima la carga del ca-pó.
—¡Espere! —gritó Gabrielle, pero era demasiado tarde.
El transporte a casa y la posibilidad de huir de esa escena brutal ha-bían desaparecido. Con el miedo atenazándole la garganta, observó al ta-xi que se alejaba a toda velocidad por la calle y cuyas luces desapare-cieron en la noche.
En la esquina, los seis motoristas no mostraban ninguna compasión por su víctima: estaban tan concentrados en dejar inconsciente al punki a ba-se de golpes que no prestaron atención a Gabrielle.
Ella se dio la vuelta y subió corriendo las escaleras hasta la entrada de La Notte mientras rebuscaba el móvil en el bolsillo. Encontró el delgado aparato y lo abrió. Mientras abría las puertas de la sala y entraba co-rriendo en el vestíbulo, marcó el 911, atenazada por el pánico. Por enci-ma del estruendo de la música, de las voces, además del zumbante sonido de su propio corazón, Gabrielle solamente oyó el sonido de espera del otro lado del hilo telefónico. Se apartó el teléfono del oído...
«No hay señal.»
—¡Mierda!
Volvió a marcar el 911, sin suerte.
Corrió hacia la zona principal de la sala, gritando, desesperada, en medio del ruido.
—¡Por favor, que alguien me ayude! ¡Necesito ayuda!
Nadie parecía oírla. Golpeó a la gente en los hombros, tiró de las man-gas y estuvo a punto de sacudirle el brazo a un tipo tatuado con pinta de militar, pero nadie le prestó atención. Ni siquiera la miraron. Simplemente continuaron bailando y charlando como si ella ni siquiera se encontrara allí.
¿Era un sueño? ¿Se trataba de alguna perversa pesadilla en la cual ella era la única que había visto los actos de violencia que sucedían allí fuera?
Gabrielle desistió de intentar llamar la atención de los desconocidos y decidió buscar a sus amigos. Mientras se abría paso a través de la oscura sala, continuaba marcando la tecla de rellamada, rezando para conseguir cobertura. No consiguió llamar y pronto se dio cuenta de que tampoco iba a encontrar a Jamie y a los demás en medio de esa masa de gente.
Frustrada y confundida, corrió de vuelta a la entrada del club.
Quizá pudiera detener a un motorista, encontrar a un policía, ¡cualquier cosa!
El aire helado de la noche la golpeó en cuanto abrió las pesadas puer-tas y salió fuera de nuevo. Bajó corriendo el primer tramo de escaleras, resollando, insegura de con qué se iba a encontrar: una mujer sola contra seis miembros de una pandilla que posiblemente estuvieran drogados. Pero no les vio.
Se habían ido.
Un grupo de clientes de la sala subían las escaleras animadamente. Uno de ellos hacía como que tocaba una guitarra y sus amigos hablaban de ir a alguna otra fiesta rave más tarde.
—Eh —llamó Gabrielle, casi esperando que pasarían de largo. Pero se detuvieron y le sonrieron a pesar de que, a sus veintiocho años, era casi una década más vieja que ellos.
El chico que marchaba al frente del grupo la saludó con un gesto de cabeza.
-¿Sí?
—¿Alguno de vosotros...? —dudó un momento, sin saber si debería sentirse aliviada al darse cuenta de que, después de todo, no se trataba de un sueño—. ¿Alguno de vosotros ha visto la pelea que había aquí hace unos minutos?
—¿Había una pelea? ¡Impresionante! —dijo el líder del grupo.
—No, tía —repuso otro—. Acabamos de llegar. No hemos visto nada.
Pasaron por su lado y subieron el resto de escaleras mientras Gabrie-lle se preguntaba si estaba empezando a perder la cabeza. Caminó hasta la esquina. Había sangre en el suelo, pero el punki y sus agresores ha-bían desaparecido.
Gabrielle se quedó de pie debajo de una farola y se frotó los brazos para quitarse el frío del cuerpo. Se dio la vuelta y miró a ambos lados de la calle, buscando alguna señal de la violencia de la que había sido testi-go unos minutos antes.
Nada.
Pero entonces... lo oyó.
El sonido provenía de un estrecho callejón a su derecha. Flanqueado por un muro de cemento que llegaba a la altura del hombro de una per-sona y que actuaba como pantalla acústica, unos gruñidos casi imper-ceptibles llegaban hasta la calle desde el callejón casi completamente oscuro. Gabrielle no pudo identificar esos sonidos desagradables que le helaron la sangre en las venas, despertaron su alarma más instintiva y profunda y le pusieron en tensión todos los nervios del cuerpo.
Sus piernas continuaron moviéndose. No lo hacían en dirección con-traria a la fuente de esos inquietantes sonidos, sino en dirección a ellos. El teléfono en la mano le pesaba como si fuera un ladrillo. Caminaba a-guantando la respiración. No se dio cuenta de que no estaba respirando hasta que había penetrado un par de pasos en el callejón y su mirada se hubo posado en un grupo de figuras que se encontraba más adelante.
Los matones vestidos de cuero negro y con gafas de sol.
Estaban agachados, sobre las rodillas y las manos, manoseando algo, tirando de algo. A la tenue luz que llegaba desde la calle, Gabrielle dis-tinguió un jirón de tela en el suelo, al lado de la carnicería. Era la cami-seta del punki, destrozada y manchada.
El dedo que Gabrielle todavía tenía sobre el teclado del móvil se movió sigilosamente hacia la tecla de rellamada. Se oyó un callado zumbido al otro extremo de la línea y luego la voz del telefonista de la policía re-tumbó en la noche como la salva de cañón.
—Novecientos once. ¿Cuál es su emergencia?
Uno de los motoristas giró la cabeza al notar la repentina interrupción. Unos ojos fieros y llenos de odio se clavaron en Gabrielle como puñales. Tenía el rostro completamente ensangrentado. ¡Y sus dientes! Eran a-filados como los de un animal: no eran dientes, sino colmillos que apun-taron hacia ella en el momento en el que él abrió la boca y siseó una palabra de sonido terrible en un idioma extraño.
—Novecientos once —volvió a decir el telefonista—. Por favor, informe de su emergencia.
Gabrielle no era capaz de hablar. Estaba tan aturdida que casi no po-día ni respirar. Se acercó el móvil a los labios, pero no consiguió pro-nunciar ni una palabra.
La llamada de socorro había sido inútil.
Dándose cuenta de ello, y aterrorizada hasta los huesos, Gabrielle hizo la única cosa lógica que se le ocurrió. Con la mano temblorosa, dirigió el aparato hacia la pandilla de motoristas sádicos y apretó el botón de «cap-turar imagen». Un pequeño destello de luz iluminó el callejón.
Oh, Dios. Quizá todavía tuviera la oportunidad de escapar de esa no-che infernal. Gabrielle apretó el botón otra vez, y otra, y otra, mientras se retiraba hacia atrás por el callejón en dirección a la calle. Oyó el mur-mullo de unas voces, oyó unos insultos, el sonido de pies en el callejón, pero no se atrevió a mirar hacia atrás. Ni siquiera lo hizo al oír un agudo chirrido de acero a sus espaldas, seguido por unos chillidos de agonía y de rabia que no eran de este mundo.
Gabrielle corrió en la noche impulsada por la adrenalina y el miedo y no se detuvo hasta que encontró un taxi en Commercial Street. Subió a él y cerró la puerta con un fuerte golpe. Resollaba, descolocada de miedo.
—¡Lléveme a la comisaría más cercana!
El taxista apoyó un brazo en el respaldo del asiento del copiloto y se volvió hacia ella. La miró con el ceño fruncido.
—¿Está bien, señorita?
—Sí —repuso ella automáticamente. Después añadió—: No. Necesito informar de...
Jesús. ¿De qué tenía intención de informar? ¿Del frenesí caníbal de una pandilla de motoristas rabiosos? ¿O de la otra explicación posible, la cual ni siquiera era mucho más creíble?
Gabrielle miró al taxista expectante a los ojos.
—Por favor, deprisa. Acabo de presenciar un asesinato.
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