Muerte en el Barranco de las Brujas



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MUERTE EN EL BARRANCO DE LAS BRUJAS Silver Ravenwolf

MUERTE EN EL BARRANCO DE LAS BRUJAS

SILVER RAVENWOLF

Colaboración de ebiblioteca y LibrosLibrosLibros





ARGUMENTO:

Siren McKay dejó Nueva York y, huyendo de los demonios de su pasado, regresó a su pueblo natal, Cold Springs, en el esta­do de Pensilvania. Poco después de abrir Siren una consulta de hipnoterapia, el pueblo, perdido en una zona rural, hierve de rumores sobre su condición de bruja. Algunos, incluso, la acu­san de ser la responsable de los incendios misteriosos que azo­tan la comarca. Y alguien quiere su muerte.


Pero el pueblo de Cold Springs también oculta un pasado oscuro y cruel. Fue hace más de doscientos años cuando, habiéndose reunido un círculo de brujas en la noche de Halloween, un crimen atroz, fruto del odio, interrumpió el pací­fico acto del culto. Ahora, los descendientes de los responsables del horror de aquella noche negra se ven obligados a pagar los pecados del pasado.

¿Quién sobrevivirá... y quién morirá?


Muerte en el barranco de las brujas es una narración épica de odios entre hermanos, de secretos de familia y de siniestros pla­nes ocultos, encuadrada en el género del más profundo realismo mágico. Obra de una de las brujas más célebres de América, nos desvela numerosas y auténticas técnicas mágicas y ricas tradi­ciones folclóricas de los Apalaches, todo ello unido a un sus­pense espeluznante que forja un relato estremecedor de traicio­nes y asesinatos.
SILVER RAVENWOLF (nacida en Pensilvania) es Cabeza de Clan de la Familia de la Selva Negra, a la que pertene­cen quince "covens" (grupos de brujería) de once estados del país. Realiza con frecuencia seminarios y conferencias sobre las religiones y las prácticas mágicas a lo largo de los EE.UU. Ha sido entrevistada en importantes medios de comunicación como el New York Times y el US News & World Report. Es autora de quince libros.

SILVER RAVENWOLF



MUERTE EN EL

BARRANCO DE LAS BRUJAS

LA TABLA DE ESMERALDA


Título del original:

MURDER AT WITCHES 'BLUFF
De la traducción:

ALEJANDRO PAREJA RODRÍGUEZ


2000. Silver RavenWolf

2000. De esta edición, Editorial EDAF, S. A. por acuerdo con Llewellyn Publications, St. Paul, MN 55164 (USA)


Editorial EDAF, S.A. Jorge Juan, 30. 28001 Madrid.

Dirección en Internet: http://www.edaf.net

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1004 Buenos Aires, Argentina.

Edafal3@interar.com.ar

Junio 2001

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

Depósito Legal: M. 24947-2001 I.S.B.N.: 84-414-0909-9

PRINTED IN SPAIN

IMPRESO EN ESPAÑA

Ibérica Grafic, S. L. - Fuenlabrada (Madrid)

INDICE



uno

dos

tres

cuatro

cinco

seis

siete

ocho

nueve

diez

once

doce

trece

catorce

quince

dieciseis

diecisiete

dieciocho

diecinueve

veinte

veintiuno

veintidos

veintitres

veinticuatro

veinticinco

veintiseis

veintisiete

veintiocho

veintinueve

treinta

treinta y uno

treinta y dos
fin

nota

la autora

1

____________________________

29 de septiembre
TANNER THORN estrechó en sus brazos al niño que sollozaba y se volvió hacia el incendio, pero cayó en una postura defensiva cuando se abalanzó ante él un monstruo negro y humeante. Tanner retrocedió, giró sobre sí mismo. ¿Qué demonios era aquello? El monstruo aulló, extendió la pata con fuerza mortífera, golpeó en el hombro a Tanner. El niño chilló y hundió después la cara en el pecho de Tanner mientras este perdía el equilibrio, caía de rodillas y rodaba por el suelo, aferrándose al chico con mano de acero mientras la madera astillada le raspaba las manos.

A Tanner le palpitaba el corazón con fuerza, le sangraban los nudillos, y no pensaba más que en la puerta del granero y en cómo iba a arreglárselas para salir al aire libre de la noche de finales de septiembre que estaba más allá de esa puerta. El monstruo bailaba, clavando las patas en el suelo a pocos palmos de la cabeza de Tanner. Algo duro y afilado le golpeó dolorosamente en las costillas. Se retorció, envolviendo al niño con su cuerpo. El monstruo giró hacia la derecha, perimitiendo a Tanner arrastrar al chico hasta dejarlo tras una taquilla de metal destartalada. Cayó del altillo una lluvia de chispas y de bolas de fuego en miniatura. Las pacas de heno que estaban a la derecha empezaron a arder inmediatamente, arrojando al aire fragmentos de heno al rojo vivo. El niño gritaba, dando palmadas con las manos desnudas a las llamas que flotaban por el aire. Tanner levantó los Ojos al cielo, cogió al niño por el cuello de la camisa y lo aparto de un tirón de los pies pesados y resonantes del monstruo que se encabritaba ante ellos, golpeando sonoramente con las pezuflas la taquilla de metal. No era un monstruo. Era un caballo. Un caballo inmenso, grande y negro que piafaba, que relinchaba, con la crin en llamas, cerrándoles el camino que conducía a la libertad. Las vigas crujían, se rompían y dejaban caer peadas cadenas del altillo incendiado al suelo lleno de humo del granero.

El niño tosió, asiéndose a la camisa vaquera de Tanner con sus uñas sucias y rotas, con los ojos inundados de lágrimas por el humo.

-¿Quién eres?

-Soy el jefe de bomberos, chico.

-No me lo creo -dijo el niño, tragando saliva-. Los jefes de bomberos no llevan el pelo largo. Llevan abrigos negros con tiras luminosas amarillas y cascos grandes. Tú no tienes nada de eso.

Retrocedió, volviendo alternativamente la carita asustada hacia Tanner y hacia el caballo, buscando con los ojos la manera de huir de los dos.

-No vayas a marcharte corriendo de mi lado -le advirtió Tanner, percibiendo el instinto de huida del niño.

El chico volvió a toser, y dijo después con voz llorosa:

-Me tienen prohibido hablar con desconocidos.

La adrenafina corrió por las venas de Tanner, y este sintió que la fuerza le palpitaba en las manos. Sabía lo que quería decir aquello, pero hacía mucho tiempo, muchísimo, que no había tenido aquella sensación. Intentó no hacer caso de ella.

-El desconocido es este fuego, chico. Yo no -murmuró, intentando rodear muy despacio al caballo enloquecido, arrastrando al mismo tiempo al niño.

-Por ahí no -dijo el niño, revolviéndose para soltarse de las manos de Tarmer-. ¡Por aquí! -exclamó, señalando la pared del fondo... que se combaba, crujía y cedía hacia el interior.

Tanner sacudió la cabeza. Le dolía el pecho y expulsaba el aliento del cuerpo a bocanadas sucias. Él venía por la carretera Ridge, llenándose los pulmones del aire fresco del otoño, cuando vio las llamas, entró por el camino de acceso de la granja de los Ferguson, llamó por radio a la central, se bajó del camión y pasó corriendo por delante de una mujer mayor que gritaba que su hijo estaba atrapado en el granero... y ahora los dos tenían que hacer frente a Godzilla, el caballo maravilloso, o a una pared en llamas. Difícil elección.

El nino dejó de debatirse y se aferró al brazo de Tanner.

-¡Mira eso! -susurró, entre un ataque de tos y señalando con un dedo tembloroso la zona que estaba detrás del caballo encabritado. Tanner no veía nada más que chispas, humo negro y ondeante y fuego rugiente.

-No... veo... nada.

El humo se estaba poniendo mal, muy mal. Tanner entrecerró los ojos, pero entre las lágrimas no pudo ver más que una mezcla confusa del brillo de las llamas y de las tinieblas del humo que tenía en los ojos. Se le contraían los pulmones y tenía la garganta como si un coche de carreras de aceleración de Daytona Beach se acabara de dejar en ella veinte metros de goma.

-¡Detrás del caballo! ¿No ves a la señora de fuego?

Tanner negó con la cabeza. ¡Mierda! Estaba en un aprieto horroroso. El estruendo del fuego, los relinchos del caballo, la respiración trabajosa del niño... Sabía que no debía haberse precipitado allí dentro sin equipo, pero el chico... había dejado de toser. Tanner bajó la vista hacia la forma inmóvil que estaba a su lado. El caballo se encabritó, giró y se perdió entre el humo, dejando a Tanner solo con el niño inconsciente. ¡Dios, le dolía respirar!

Tanner se quitó la chaqueta y envolvió en ella al niño, tomando en brazos el pequeño bulto. Agachado, inspeccionó la escena. Correr. ¿Hacia dónde? Nada.Ya no veía nada. El calor le abrasaba la carne. Correr. ¿Dónde? Cerró los ojos con fuerza para hacer salir las lágrimas y el humo.Y se acordó de Nana Loretta. Se acordó de su boquita tan formal, de que jamás llevaba un solo pelo fuera de su sitio. Intentó concentrarse, tal como le había enseñado ella de niño. ¿Y si no volvía a verla nunca? "Ayúdame, por favor", susurró. Las palabras le llegaron despacio, de entre el humo, de entre las llamas: ¿estaba mal de la cabeza? Puede que fuera por el miedo. 0 por la necesidad de ayudar al níño. No le importaba a qué se debía. Sus pensamientos se cristalizaron.

Se levantó despacio, apretando al niño contra su pecho con el brazo izquierdo, extendiendo la mano derecha con gesto dominante.

-¡Bienvenido, demonio ardiente! -gritó con voz quebrada, vacilante, con palabras que le salían trabajosamente por los labios secos y resquebrajados-. ¡No llegues más allá de donde has llegado!

Dio un paso hacia delante, tambaleándose, casi dejando caer al nífio. El rumor de las llamas pareció cobrar vida, como si hiciera una pausa, como si escuchara. Sonó algo con estrépito a su derecha. Él se apartó y dio un paso hacia la izquierda.

-¡Te tendré en cuenta esto como un, acto de arrepentimiento!

El fuego rugió y el humo se encrespó. Las llamas vacilaron y retrocedieron unos centímetros. Tenía que hacerlo. Era necesario. Dio otro paso hacia delante, aplicando su voluntad a elegir la dirección correcta. Sintió que aquella fuerza familiar le saltaba a la mano extendida. ¡Allí estaba! Se abría el camino de la libertad.

-¡En nombre de la Doncella, de la Madre y de la Anciana, yo te lo mando, oh fuego! ¡Por el poder de la Señora, que vela por todo y que lo hace todo!

Le falló la voz, y ya no le salía de la boca ennegrecida por el humo más que una serie de graznidos. El hedor se le agitaba en la boca como un enjambre de abejas. Le picaba. Zumbaba. Lo ahogaba. Se atragantó, y comprendió que no debía haber abierto la condenada boca. Toda su formación, sus años de experiencia, no valían nada, y solo se le ocurrían unas tontas palabras mágicas que le había enseñado, una anciana. "Utilízalas cuando llegue el momento oportuno", le había dicho. Él se había reído de ella entonces. Ahora ya no le hacía gracia aquello.

Se abrió ante él un estrecho camino como si el fuego fuera un ser vivo que se apartara un paso o dos a regañadientes para dejarlo pasar. Él vaciló hasta casi desfallecer, pero siguió adelante, Se sintió como si estuviera bailando una danza macabra con una hembra infernal, capaz de matarlo de amor con su abrazo caluroso, Mientras sus doncellas de humo violaban su cuerpo, entrensu música, que eran los golpes de las vigas ardientes sobre un suelo de cemento. ¡No podía rendirse! Nana se llevaría una desilusión si fracasaba.Y ella se enteraría. Sí, no cabía duda de que la vieja loca se enteraría. Él se encargaría, costase lo que costase, de que, aunque ella no pudiera sentirse orgullosa de él en vida, se imaginase por lo menos los últimos momentos que había pasado él sobre la tierra siendo lo que ella había querido siempre que fuera: un buen hombre. El fuego empezó a estrecharlo; su abrazo lo atormentaba agitando cuchillos de llama. El camino ya casi no existía. Tomó una bocanada de aire que lo ahogó e intentó gritar: "¡Debes cesar y no aumentar; te tendré en cuenta esto como un acto de arrepentimiento!", pero las palabras le salieron de los labios confusas e incomprensibles.

Otro paso; el niño no era más que una forma inerte en sus brazos. ¿Muerto? ¿Era posible que el niño hubiera muerto? Los brazos le temblaron de miedo y de tensión.

-¡Te ordeno que te calmes, gran llama, y que cese tu ira! -dijo roncamente-. ¡Te tendré en cuenta esto como un acto de arrepentimiento!

Avanzó rmientras sus palabras se perdían entre la cacofonía de ruidos y de furia. Las llamas se levantaron sobre él como el vuelo de la falda de una bella sureña, formando sobre su cabeza un paraguas de color rojo de sangre. Era como si él se hubiera convertido en el temido ratón que se había metido bajo las enaguas de la bella señorita, que bailaba a su alrededor esperando el momento de aplastarlo con un elegante pisotón de sus pies malvados. Atravesó la puerta del granero; su aliento quebró el aire otoñal.

La falda de fuego se hundió y expulsó a Tanner y al niño al patio polvoriento ante el granero como si fueran una bola díscola de carne. Unos brazos fuertes le quitaron al niño mientras él conseguía ponerse de rodillas, con la cabeza gacha, con los anchos hombros hundidos. Los pantalones vaqueros y la carmisa le echaban humo. Ya le había bajado la adrenalina, y le temblaba hasta el último centímetro de su cuerpo. Sentía los ojos como unas canicas llenas de polvo que le hubieran metido en la cara. Ya no sentía la garganta, pero tenía un dolor infernal en los pulmones.Tosió y escupió la saliva que no tenía, después vomito.Tanner levantó despacio hacia el cielo los ojos, irritados por el humo, contemplando las anchas lanzas de luz anaranjada que intentaban abrir agujeros luminosos en el vientre del universo de ébano. Dios, necesitaba una cerveza.

LA NOCHE del día siguiente, en lo alto de la montaña de la Cabeza de la Vieja, un búho posado en un abeto próximo ululó una triste oración a la salida de la luna. Tanner respiró hondo, dejando que sus sentidos conectaran con el mundo nocturno de la naturaleza. Aquel era su sitio favorito, allí, en la montaña, sobre el Barranco de las Brujas: era un lugar sagrado donde podía sentarse a solas e intentar comprender aquella vida suya que se descomponía. Los pinos olorosos, la vegetación de olor podrido a sus pies, producían a Tanner un placer sencillo. Estaba completamente seguro de que en aquellos momentos en su vida no había ninguna otra cosa que tuviera ni por lo más remoto nada de bueno.

Todavía le dolía el pecho por el humo que había inhalado y tosía, mientras el incendio de la otra noche en el granero era un recuerdo que se desvanecía rápidamente. ¡Había habido tantos incendios últimamente! Algunos eran completamente explicables, pero ¿y aquellos tres últimos? De ninguna manera. Primero fue la Logia de los Alces, después el de la fábrica de zapatos abandonada y ahora el del granero de los Ferguson. Nadie encontraba nada, ni siquiera los peritos investigadores. Suspiró, acercándose al borde del Barranco de las Brujas, recorriendo con la mirada el panorama del cielo y la tierra. Empujó con la bota un guijarro solitario, haciéndolo caer por el precipicio. Escuchó con aire solenme el ruido que producía al caer y el silencio posterior: la caída era tan grande que ya no le llegaba el sonido a los oídos. Se preguntaba si alguien lo oiría a él si se tiraba detrás de aquel guijarro.

El pueblo se extendía a sus pies; el lago estaba más allá, rodeado todo ello por los Montes Apalaches que él había aprendido a amar en los cuarenta y tantos años que llevaba en este planeta. La profundidad de la noche lo acariciaba. Las luces de las viviendas de los del pueblo parpadeaban y lanzaban destellos, recordándole a los ojos de su abuela cuando se enfadaba. ¿Por qué pensaba en ella? Porque seguramente ella estaría con un enfado de mil demonios, ya que él llevaba semanas enteras sin llamarla, ni mucho menos ir a verla. Al fin y al cabo, aquella era la estación. Y el incendio del día anterior. También entonces había pensado en ella. No, en lo que había pensado era en su propia muerte y en la única persona viva a la que todavía le importaba algo él. Se metió la mano en el bolsillo y sacó una moneda de oro, un regalo que le había hecho un tipo que había sido ilusionista. Se la había dado a Tanner para que le diera buena suerte. Tanner hizo girar la moneda entre sus dedos.Ya no sentía que tuviera tanta suerte; aunque sacudió la cabeza al pensar que, el día anterior, la fortuna había bailado a su lado, desde luego. Volvió a guardarse la moneda en el bolsillo.

Desde su punto de observación discernía incluso las calles del pueblo, en forma de herradura, a la luz de sus farolas eléctricas.Visto desde lo alto, el díseño parecía una constelación exótica. Le hacía preguntarse a uno qué era cielo y qué era tierra. Aquí y allá había luces parpadeantes, anaranjadas y amarillas, que punteaban las casas decoradas para el Halloween (ya llegaba, en efecto), y casi daban un aspecto propio de la Navidad; pero, en vez de las decoraciones familiares de esta fiesta, el pueblo brillaba con una luz anaranjada extraña. Le encantaba aquella vista. La conocía desde el tiempo en que no era más alto que la bomba de agua que había delante de la granja de su abuela. Ya estaba pensando otra vez en su abuela. Ella debía de estar enviándole unas vibraciones fuertes. Él optó por no hacerles caso.

Tanner se sentó en los farallones de granito y encendió un cigarrillo, tosió y sintió unas ganas inmensas de tomarse una cerveza. Se le hundieron los hombros y se frotó distraídamente la antigua cicatriz que le iba de la sien a la mejilla. A Ia luz de las primeras investigaciones, el incendio de la granja de los Ferguson parecía ser como los otros dos incendios misteriosos: ningún producto incendiario, ningún rayo, ninguna avería eléctrica, ni escapes de gas, ni quinqués de queroseno rotos, ni nada. Espontáneo. Había sucedido, sencillamente, lo cual era absolutamente imposible. Los fuegos no aparecían porque sí. Sacudió la cabeza y dio otra calada al cigarrillo, observando las volutas de humo que le salían de la boca y se alejaban airosamente hasta perderse en el espacio oscuro.

Si no resolvía pronto el misterio de aquellos incendios, se quedaría sin empleo. Algunos del ayuntamiento empezaban ya a quejarse a gritos de su incompetencia. La Policía Regional del condado de Webster no tenía una unidad especializada en la lucha contra los incendiarios. Había que reconocer que un pueblo de menos de 2.000 habitantes no necesitaba una unidad de esas características. La triste realidad era que más de un ochenta por ciento de los departamentos de policía de la nación tenían una plantilla inferior a veinte personas. Cierto, la Policía Regional de Webster era un poco mayor, pero no mucho mayor, y tampoco se podía poner a los bomberos ni a los agentes de policía a patrullar todos los graneros y todos los edificios aislados en treinta kilómetros a la redonda. Sus bomberos eran voluntarios, caramba, no eran unos ciber-policías-bomberos. Tenían sus vidas particulares fuera del parque de bomberos. No era culpa de él que la gente cometiera torpezas tales como iniciar una quema de rastrojos controlada en un campo reseco tras una sequía veraniega, o tirar un bote entero de gasolina para encendedores a la barbacoa del patio de su casa. Estas cosas se podían explicar, sí. Pero ¿y las tres últimas?

Él sabía que si un incendiario hacía su oficio casi a la perfección, ni siquiera el mejor investigador era capaz de detectarlo, a no ser que tuviera un golpe de suerte. ¿Tenía que enfrentarse el condado de Webster a un profesional? Esperaba que no.

La opinión pública era negativa. La gente decía cosas. En la sala donde él cantaba los números del bingo benéfico para los viejos todos los sábados por la noche, el ambiente estaba cargado de los rumores que hablaban de una absurda maldición antigua. Soltó un bufido e hizo girar el cigarrillo entre sus dedos, viendo bailar la punta anaranjada entre la oscuridad. Aquella gente no tenía la menor idea de lo que era una maldición. Todo aquello no era más que miedo y superstición, sumada a unas imaginaciones demasiado activas, fomentadas por los efectos especiales cada vez más sofisticados que se podían ver en el cine del centro.

Se frotó la frente. Aquello era una tontería. ¿Ah, sí? Y si era una cosa tan inverosímil, ¿cómo se explicaba lo del niño? ¿Qué había visto, en realidad, aquel chico? Puede que tuviera alterados los sentidos. El miedo producía efectos extraños sobre el cerebro. Tanner no había visto nada, ¿verdad? Pues no, no había visto nada. Solo cosas normales como el fuego, al niño y un caballo enloquecido. Todas cosas corpóreas. Se frotó la frente. Pero sí que había sentido algo. ¡En efecto! Se permitió a sí rmismo pensarlo. Algo extraño. Sacudió la cabeza como intentando quitarse de la mente aquellas imaginaciones. No había ningún ser humano lógico capaz de aceptar una fantasía como aquella. ¡La señora de fuego! Escupió al barranco como para asegurarse a sí mismo que seguía siendo un hombre que vivía en el mundo real. Dejó vagar su mente mientras una leve brisa movía las ramas de los pinos a su espalda, llenando el aire de un leve susurro.

La señora del fuego. Era uno de los motivos por los que había evitado últimamente a Nana Loretta. Con todas sus ideas raras. Aquella mujer vivía y respiraba supersticiones y ocultismo. Todo el pueblo la tomaba por loca, pero jamás se lo decían a la cara. Se rio brevemente. La temían. Era seguro que ella le podría dar alguna explicación extraña de los incendios. Pues bien, a éI no le interesaba oírla. El fuego era fuego. Quemaba. Destruía. No vivía: no era más que una fuerza de la naturaleza. Lo que había vivido él el día anterior no había sido más que fruto de su miedo. Una creación magnífica de su imaginación. Sabía que ella intentaría contarle otra cosa y, sencillamente, no quería discutirlo con ella. Suspiró al comprender que era porque ella podría convencerlo de lo contrario, y entonces él tendría que volver a vivir todos aquellos recuerdos dolorosos y a creer en la magia. Sacudió la cabeza. Aquello no valía la pena.

-¡Eh! ¡Tanner!

Oyó el ruido de las botas imnensas de Jimmy Dean que aplastaban los restos de vegetación seca del otoño.Tanner hizo un gesto de disgusto, esperando que Jimmy, de alguna manera, no advirtiera su presencia al borde del precipicio. Estuvo a punto de tirar el cigarrillo sobre las rocas, para que cayera al valle que estaba a sus pies antes de que apareciera Jimmy de entre los árboles, pero luego se lo pensó mejor. Después de haber tenido que luchar contra tantos incendios en las últimas semanas, no tendría perdón de Dios si él mismo provocaba uno. Apagó el cigarrillo contra una roca.

-¡He dicho "eh",jefe!

Mierda.

-Jimmy -dijo Tanner, levantando la vista hacia la cara de Jimmy Dean, su metro noventa y sus más de ciento cuarenta kilos de peso iluminados por un farol de gas que le colgaba de la mano gigantesca.



-Ya me pareció que me lo encontraría aquí -dijo Jimmy, dejando al descubierto los dientes más grandes que Tanner había visto en su vida, estaba seguro de ello. Aquellos dientes no dejaban de maravillarlo. Jimmy se agachó y arrojó hacia Tanner un paquete de seis cervezas. Tanner cogió en el aire las latas bamboleantes antes de que cayeran por el precipicio.

-Pensé que podría hacerle falta una cerveza, jefe -anunció Jimmy, rmientras apoyaba el farol en una superficie plana.

Tanner sonrió apagadamente.

-Esta noche no -dijo, devolviendo el paquete de cervezas. Jimmy extrajo una lata y tiró de la anilla.

-¿De modo que es verdad?

Tanner sintió que se le enarcaban las cejas.

-Lo que es verdad para uno puede ser una falacia para otro. ¿De qué me hablas?

Jimmy echó hacia atrás la cabeza, se rio y, acto seguido, se tragó la mitad de la lata y se secó la boca en la manga de su camisa de franela.

-De que ha dejado de beber.

Tanner tragó saliva con fuerza. ¿Es que en aquel pueblo no se respetaba nada?

-Puede -respondió.

Jimmy asintió moviendo la cabezota. El pelo negro y crespo se agitaba alrededor de su cara como un sombrero de ala ancha.

-Bueno, sí, seguramente hace bien, en vista de lo que acabo de hablar con Platt y con Billy Stouffer. Dennis asegura que hay una orden de detención contra usted. 0 eso dice él. Conociendo a Dennis, puede que no sean más que cuentos. Se pasaron por el parque de bomberos. Por eso he subido yo aquí. Para decírselo a usted.

Eructó y abrió otra lata.

-Eso sí que está bueno -dijo, riéndose-. Un jefe de bomberos al que quitan el carné de conducir por conducir bebido. Billy dijo que no lo detendría, pero Dennis le tiene ganas. Billy dijo que como favor personal y tal, y teniendo en cuenta que usted acaba de salvar a ese chico, pero Dennis no estaba de acuerdo con él. Cuando venía para aquí, hablé también con el veterinario y me dijo que también se va a salvar el caballo. Los Ferguson están muy contentos, ya que tenían aquel caballo en pupilaje, es de carreras y vale mucho dinero. Lo ha hecho muy bien jefe. Se habló de que el alcalde le diera una medalla, pero no creo que se la den, teniendo en cuenta que no es costumbre dar medallas a los borrachos del pueblo.

-Dennis Platt es un imbécil narcisista, y Billy…

Jimmy miró a Tanner frunciendo la frente.

-Sí. Eso es. Allí hay mucha historia, ¿eh, jefe?

-Pero todavía voy a matar a Stouffer. Algún día. De momento, no voy a perder el tiempo con ello. En todo caso, lo de esa orden de detención... Es falso. Es uno de los jueguecitos enfermizos de Dennis.

-Debería presentarse usted a aclararlo.

-Sí, eso es. Iré a decirle a su papá que su hijo está falsificando los registros porque yo le partí la boca al muy creído y arrogante en un bar con espectáculo erótico de Whiskey Springs. Todo es mentira. No hay ninguna orden de detención. Usaré la moto de todo terreno durante una temporada, hasta que a Dennis se le aclaren las ideas.

-O hasta que le paren los pies.

-Esperemos. ¿Está todo en calma allí abajo? -preguntó Tanner, señalando con un giro desmayado de la mano el pueblo que tenían a sus pies.

-No hay ningún incendio, si es eso lo que pregunta -dijo Jimmy- Pero se habla mucho. Se habla mucho.

Apuró la segunda cerveza y pasó a la tercera.

-¿De algo importante?

Jimmy encogió los anchos hombros rruientras la luz del farol destacaba sus duros rasgos. Tanner pensaba siempre que era de agradecer que Jimmy tuviera las borracheras alegres.

-Vuelven a darle a la lengua con lo de una maldición.

-La vida es una condenada maldición -dijo Tanner con desprecio.

Jimmy asintió. La tercera cerveza le cayó rápidamente por la garganta. Ladeó la cabeza.

-¿Hay algo de verdad en eso?

-¿En qué?

-Ya sabe, jefe, en lo de la maldición. Eso estaría bien. Lo que quiero decir es que usted está muy enterado en cuestión de maldiciones, ¿no? Desde luego, Nana Loretta lo sabe todo de ellas -dijo, con una expresión en la que se mezclaba la curiosidad con un leve rastro de miedo.

-Bébete tu la cerveza, Jimmy -dijo Tanner, dando al hombretón un golpecito en la barbilla, como a un niño. Sacudió la cabeza y se apartó. Debía haberse imaginado que aquellas charlas sin sentido acabarían entroncando con la historia de su familia. Siempre pasaba.Ya en los ochenta, cuando aquel vejestorio que vivía junto al lago se había vuelto loco y había matado a todos los animales de su granja, hasta el mismo periódico local había dado a entender que las brujas de la Cabeza de la Vieja se habían levantado de nuevo, apuntando directamente, claro está, a la familia de Tanner y a algunos otros colonos antiguos de la zona. No contaba para nada el hecho de que aquel hombre se hubiera pasado más años de su vida en un manicornio que en su granja. Después, a principios de los noventa, hubo una inundación, y también se echó la culpa a las brujas de la Cabeza de la Vieja y a sus descendientes. Hacia el cambio de siglo, cuando una serie de tornados azotaron el condado, fue lo rmismo de siempre. Las brujas de la Cabeza de la Vieja. Sintió una tensión en la boca. Dios, qué falta le hacía una cerveza. Se pasó la lengua por los labios al ver a Jim tirar de la anilla de otra lata. En lugar de la cerveza, encendió un cigarrillo.

-Apuesto a que su Nana está haciendo magia -dijo Jimmy.

-Quiero mucho a esa vieja loca, pero no sería capaz de hacer magia aunque se la pusieran en bandeja. Son imaginaciones suyas.

Jimmy no parecía convencido.

-Ay, anímese, Tanner. No se haga un nudo en los pantalones. Sí que es rara, pero yo la he visto hacer cosas francamente extrañas, como aquella vez que hizo aparecer una tormenta sobre la casa de Ronald Ackerman porque este había atropellado al perro de ella.Yo estaba delante. Lo vi con mis propios ojos.

-Estabas borracho.

-¿Y qué? Los ojos me seguían funcionando.

-Apenas -repuso Tanner, intentando contener una risa burlona.

-¡Oiga! Sí que tengo una noticia de última hora, aparte de la de que el viejo Billy le quiere aplastar las partes.

Tanner dio otra calada a su cigarrillo.

-Lo sé de buena fuente -se jactó Jimmy,

Tanner torció el gesto. Puede que la buena fuente fuera una camarera de bar, o los chicos del parque de bomberos o, peor todavía, las fulanas de la trastienda del Ballentine.

-Va a volver -anunció Jimmy.

-¿Quién?

-La señora asesina. La tía que se cargó a su novio en Nueva York el año pasado. Ya sabe, la que se había criado aquí, pero después se marchó y se volvió tan finolis -añadió, agitando los dedazos en el aire.

Tanner sintió una contracción dolorosa en el vientre.

-¿No te referirás a la tal McKay?

-Esa es -dijo Jimmy extendiendo el brazo y sacudiendo la lata de cerveza-. ¿No la conocía usted?

-No.


-Pues yo creía que...

-¡No!


Jimmy se encogió de hombros. Se le ilumniaron los ojos y dijo.

-Cuando llegue al pueblo, voy a acercarme a ella y le voy a preguntar si es verdad que mató a aquel tipo.

La cerveza número cinco salió rápidamente de la lata y cayó por la garganta de Jimmy.

-El asesinato es mal asunto.

-Sí que lo es. ¿Cree usted que lo mató?

Parecía que aquello animaba bastante a Jimmy. Qué día tan triste aquel: ¡tener que ver que una persona se emocionaba por la posibilidad de que existiera una maldición, y por la oportunidad de hablar cara a cara con una asesina absuelta! Tanner sabía que Jimmy no tenía mala intención. La vida en un pueblo pequeño te afectaba a la cabeza, te daba una especie de visión de túnel.

-A mí no me importa gran cosa que lo matara o no -respondió Tanner con prudencia-. En realidad, Jimmy, seguramente no será buena idea molestarla.

-Sí -asintió Jinimy-. No me gustaría acabar muerto, ni nada por el estilo. ¡Seguro que le costará trabajo encontrar novio en este pueblo!

Tanner dio una calada fuerte a su cigarrillo para contener una risa.

-Lo más probable es que ese sea el menor de sus problemas -respondió, mientras el humo le salía de la boca haciendo volutas. El olor a cerveza que brotaba de su compañero le producía picores en la nariz.

-No se me ocurre por qué habrá vuelto aquí -reflexionó Jimmy-. O sea, lo que se pensaría uno es que se marcharía a alguna parte donde no la conociera nadie. Ya me entiende, para romper con su pasado y todo eso. Se comenta que en aquella manera de librarse hubo algo la mar de extraño. Iba derecha a la silla eléctrica, y de repente aparece un tipo como caído del cielo y le salva el trasero. Es demasiado raro, me parece a mí.

Tanner se revolvió, inquieto. Sí, era raro. Sus pensamientos volvieron a Nana Loretta, pero se quitó enseguida esa idea de la cabeza. Qué ridículo. Aquella mujer no era Dios: no era más que una anciana que se sacaba de la manga algunos trucos poco corrientes y que eran más molestos que otra cosa. Sencillamente, no era posible que ella hubiera estado detrás de aquello. ¿O sí? Le recorrió los hombros un escalofrío y los movió para quitarse de encima esa sensación.

-¡Oiga!

Tanner dio un respingo.



-¿No fue usted a NuevaYork el mes pasado?

-Sí. Cosas del trabajo -respondió Tantier--. Esa conferencia de la Asociación Nacional de Bomberos. En realidad, se celebró en Secaucus, en el estado de Nueva Jersey. No en Nueva York.

Jimmy, con sus conocimientos limitados de geografía, no se daría cuenta de que Secaucus estaba a un tiro de piedra de la ciudad de Nueva York. Lo que más recordaba Tanner de aquello, por su parte, fue una borrachera de aquel fin de semana.

-Ah, sí. Es verdad. Había pensado que quizá se hubiera pasado usted por el juicio o algo así, terniendo en cuenta que se trataba de una persona de aquí y todo esto, pero si estaba en otro estado...

-¿Por qué iba yo a pasarme por allí? -le interrumpió Tanner, mientras el corazón le palpitaba un poco más de la cuenta.

-Yo habría ido -dijo Jimmy, encogiéndose de hombros-. Sí. Habría estado bien. Una chica del pueblo, allí, en el banquillo, defendiéndose de una condena a muerte...

-Ves demasiadas películas.

-Y bebo demasiada cerveza; pero, qué diantres, solo se vive una vez. Echar a correr, y que pase lo que sea, es lo que yo digo.

-Echar a correr, y que pase lo que sea -repitió Tanner.

Un hilillo de viento arrastró una hoja seca por el suelo del bosque. La hoja pasó rozando la base del farol y después echó a volar por el borde del precipicio.

Jimmy soltaba la última lata.

-¿Está seguro de que no quiere una cerveza? Solo he traído seis.

A Tanner se le hizo la boca agua.

-No. Bébetela tú.

-¿Se queda aquí arriba esta noche? -preguntó Jimmy-. Podría traerle algo de cerveza, jefe. Podríamos contar cuentos de fantasmas o algo así.

Tanner sonrió. No es que Jimmy fuera corto ni tonto; simplemente, era un producto de su entorno. Era de fiar en un incendio, y aquello era lo más importante de todo.

-Quiero pensar a solas -dijo Tanner-. Tengo que tomar unas decisiones.

Jimmy asintió solemnemente con la cabeza.

-Han traído a más peritos.

-Que los traigan. Que investiguen todo lo que quieran, con tal de que me dejen a mí apagar los incendios.Yo no pienso estorbarles si ellos no me estorban a mí.

-Hablando de pensar, ¿cuánto tiempo piensa quedarse aqui arriba?

-Hasta el próximo incendio, supongo. He montado mi campamento en el sitio de costumbre -dijo, señalando con la cabeza a la derecha-. Tengo mi busca. Por lo menos, estando aquí puedo vigilar desde el barranco.

-Bueno; pues entonces creo que yo iré al pueblo por más cerveza para mí. ¿Está seguro de que estará bien, jefe? -dijo Jimmy, poniéndose de pie despacio y recogiendo el farol. La luz evocó al moverse sombras extrañas a su alrededor. Dio una palmadita a Tanner en el hombro y se volvió para bajar la ladera de la montaña silbando alegremente. Cuando llegó a los primeros árboles, terminó cantando el estribillo: "Los huesos volverán a levantarse".

"Eso es lo que yo me temo", pensó Tanner, metiéndose la mano en el bolsillo y tocando la moneda de oro.

LA ENCONTRÓ en su jardín de la Luna, como lo llamaba ella: un bonito lugar, con senderos de grava y flores que brillaban a la luz de la luna, aunque en aquella primera noche de octubre la mayoría de las flores habían bajado ya definitivamente las cabezas delicadas. Estaba allí, de pie, en el sendero más interior, mirando la noche.

-Hice lo que me dijo usted –dijo él.

Nana Loretta asintió con la cabeza, ciñéndose más al cuerpo la rebeca delgada.

-¿Está bien? -preguntó.

-No está bebiendo.

-Bueno. Es un buen comienzo. Tú sí que has bebido.

-No puedo cambiar mi forma de ser -dijo Jimmy Dean, encogiéndose de hombros. Ella sacudió la cabeza.

-Un Averiguador debe mantener siempre el control de sus facultades. Estás haciendo un buen trabajo, pero quisiera que redujeras al mínimo el consumo de alcohol -dijo ella-. ¿Hay algo más? -añadió, después de hacer una pausa.

-Está terco.

-Me lo podía haber figurado.

-Se queda ahí arriba -dijo Jimmy Dean, moviendo los pies con desazón-. Hasta el próximo incendio, por lo menos.

-Que puede ser dentro de una hora, de un día, dudo que más. ¿Le hablaste de la maldición?

-No se lo traga.

-No creí que se lo fuera a tragar. ¿Cómo reaccionó cuando le dijiste que iba a volver Siren McKay? Se lo dijiste, ¿no?

Jiminy se rascó la cabeza bien poblada; el pelo hirsuto se le agitaba para delante y para atrás.

-Se lo dije. Parece que no le importa. Los incendios lo han sacado de quicio. Asegura que no la conoce.

-¿Ah, sí?

-¿Y es verdad? Quiero decir, ¿la conoce?

Ella se encogió de hombros, y extendió después una mano pequena y apretó levemente el antebrazo de Jimmy.

-Ya sé que no te gusta fisgar, teniendo en cuenta que eres amigo suyo; pero, hazme caso, Jimmy, hay mucho en juego.

Caminaron despacio por el sendero hacia la casa. Nana se apoyaba suavemente con la mano en el brazo carnoso de Jimmy,

-Cuidarás de mi chico por mí, ¿verdad, Jimmy?

Jimmy sonrió, haciendo relucir sus grandes dientes.

-Sí, señora Loretta. Siempre estoy al tanto de él. Hemos sido amigos casi toda la vida. No voy a consentir que le pase nada malo.

Ella esbozó una sonrisa.

-Ya lo sé; pero esta vez es diferente.

Apretó con más fuerza el brazo de Jimmy; le clavó tanto las uñas que le atravesaron la camisa de franela.

-Lo he consultado todo: su carta astral, el tarot; hasta he hecho un pequeno sortilegio.

-¿Las conchas?

-Sí. Los antepasados dicen que se avecinan problemas. Problemas grandes. ¿Te acuerdas de ella? -añadió, mirando el cielo tachonado de estrellas.

Él hizo un gesto de negación sacudiendo la gran cabeza.

-No, señora Nana, no me acuerdo de ella.

Estaba loca como una cabra. Lo había estado siempre, lo estaría siempre, pero no tendría nada de malo llevarle la corriente. Jimmy le dio una palmadita en la mano pequeña y fría.

EL RELOJ en miniatura de la repisa de la chimenea sonó tres veces. Nana, envuelta en una colcha azul y dorada que había hecho ella misma, seguía reflexionando. En su casa no brillaba ni una sola luz. Ella prefería con mucho la oscuridad. Nana se consideraba a sí misma una persona muy realista. Algunos la consideraban fría. Su nieto la veía así, desde luego. Para ella, las realidades eran las realidades, y todos los problemas humanos tenían su origen en las debilidades humanas. Era causa y efecto. Tenía ochenta años, puede que más: algunas cosas apenas las recordaba, mientras que otros pensamientos eran tan claros como un cielo azul de septiembre. Pero lo que para Nana era normal a otros les parecería exagerado, raro, incluso puras fantasías. A ella le había pasado siempre lo mismo. ¿Cómo explicas a la gente, cuando te haces mayor, que eres capaz de ver a los muertos de vez en cuando? ¿O que un pensamiento bien dirigido podía arrojarte beneficios enormes? ¿Que las oraciones daban resultado? ¿Que a veces obtenías éxitos milagrosos cuando imponías las manos a un enfermo con intención de curarlo? Que la magia existía de verdad, y que, a veces... había monstruos sueltos en la tierra, aunque lo más probable es que se tratara de monstruos humanos. Pero algunas veces no tenían nada de humanos. Ella creía que, al ir progresando la ciencia, las mentes más elevadas del planeta aceptarían lo mismo que ella sabía que era cierto; pero, de momento, aquellas mentes maravillosas, como todas las demás, se burlaban de la gente como Nana Loretta. Suspiró, empujándose en el suelo con los pies metidos en zapatillas, dejando oscilar su cuerpo con el vaivén de la mecedora. A veces parecía injusto. Cuando nació, allí mismo, estaba fuera de lugar; y al cabo de ochenta y tantos años, las personas como ella todavía no eran bien recibidas.

Aquellos tres últimos incendios, por ejemplo. Tenían algo que le resultaba enormemente familiar, pero ella no era capaz de atrapar el recuerdo sin dejarlo escapar. Podía ser que alguien conjurara aquellos fuegos a propósito, enredando con un elemental del fuego. No es que fuera corriendo de casa en casa, provocando los incendios con gasolina; lo que haría sería manipular el universo con magia. Al resto del mundo, aquella idea le parecería insensata y absolutamente imposible, pero Nana sabía que no lo era. Hubo una época histórica en aquella misma región en que la idea no habría parecido tan rara ni mucho menos. Como en el caso del hechizo del dragón del agua, por ejemplo. Cada vez que una bruja local lo utilizaba mal, Nana veía en el aire el dragón del agua, y los campos y las calles se inundaron más de una vez porque aquella bruja no sabía emplear el elemento del agua como es debido en el hechizo. Cuando Tanner era pequeño, entraba corriendo en la casa y la hacía salir al porche para enseñarle el dragón que se cernía sobre la montaña.

-Nana -le decía-, hay una bruja que está haciendo magia con el corazón roto.

Sí, aquellos tiempos habían sido buenos, desde luego.

Y habían terminado.

Nana se frotó la sien. No había persona más lógica que Nana, y dentro de su proceso de reflexión era esencial haber agotado todos los demás razonamientos posibles. Ella lo sabía bien. Era muy posible que un elemental del fuego hubiera quedado descontrolado de alguna manera, por error o intencionadamente. Quería hablar de ello con Tanner, pero sabía de antemano cuál sería la reacción de este. En realidad, él la había rehuido últimamente.Tanner estaba convencido de que creer en la magia había sido su perdición. De que había perdido a sus hijos y a su esposa por cosas invisibles más que por su propia estupidez en el fondo de una botella. A Nana se le encogió el corazón. Echaba de menos a sus bisnietos, pero no quería entrometerse. Aquellos niños se habían ido al norte, y seguramente estarían mejor. Ella era demasiado anciana para ocuparse de criarlos.

Se levantó de su sillón con rigidez, arropándose con la colcha. La verdad era que debía dormir algo, pero la mente le daba vueltas de un modo que no le permitía caer en un sueño reparador. Y además estaba lo de Siren McKay. Maldita chica. Si ella hubiera podido criarla como quería, no habría pasado nada de aquello. Pero, no: la familia no se lo consintió. ¿Cuántas veces habría repasado mentalmente aquella vieja discusión? Entró en la cocina arrastrando los pies y encendió la lumbre de gas bajo la tetera. Sus hombros se tensaron al irse calentando a la vez sus pensamientos y el agua. ¿Cómo explicar a la gente normal el concepto de linaje? ¿O los detalles complicados de la transmisión de poderes? Las reglas, los momentos, las posibilidades... "Bueno, Nana Loretta -se dijo a sí misma-, es que no se lo explicas, porque no te creerían, sin más. Si leyeras estas cosas en un libro, te creerías que son pura ficción y podría ser bastante dificil conseguir simplemente que el lector dejara de lado ese viejo guante mental limitador que es la incredulidad: ¡eso es lo que hay!" Frustrada, dio con su puño viejo un golpe en la superficie del fogón que hizo bailar la tetera sobre el fuego.

La gente creía que la magia era cosa de las películas y de los cuentos de hadas con finales de miedo. Suponían, por ello, que si supieras hacer magia serias como Dios, omnisciente, todopoderoso. Pero las cosas no funcionaban así. Tenías días buenos y días malos, épocas fructíferas y épocas estériles, como todas las demás personas del mundo. Vivías y morías. Se estremeció. Aquello era lo que ella temía de verdad: morirse. No por el acto en sí, sino por todo lo que se echaría a perder. Solo había una persona que cumpliera los requisitos. Siren McKay. Era el único recipiente femenino que quedaba con la ascendencia debida. Sí, aquello parecía un poco melodramático, claro, y puede que se estuviera permitiendo algo de megalomanía; pero también era verdad que tenía más de ochenta años y que tenía derecho a algunos escarceos en el drama psicológico. Se lo tenía bien ganado, desde luego. ¿Y si se moría? Allí mismo. En ese imismo momento. ¿Y qué? En todo caso, nadie creía en su poder, no se enterarían de lo que se había perdido. ¿A quién le importaría?

Juntó las manos con fuerza y se llevó los labios a los dedos entrelazados. Le rodó una lágrima solitaria por la mejilla arrugada.

A ella sí que le importaba.

El pitido estridente de la tetera cortó sus pensamientos, permitiendo que saliera a la luz otra idea más mortífera. Aquel miedo que iba creciendo todos los días, como una mala hierba que le hubiera nacido en el cerebro. ¿Y si la magia no era verdad? ¿Y si, al cabo de tantos años, descubría un día que el poder que llevaba no existía en realidad? ¿Y si toda aquella gente tenía razón? ¿Que ella no era más que una anciana loca, una mujer que iba viviendo tranquilamente, de estación en estación, para darse cuenta, en el momento de su muerte, de que era igual que todos los demás? Común y corriente, ni mejor ni peor, simplemente humana. Sin nada de magia, nada más que una mujer sencilla que se había pasado ochenta años engañándose a sí rmisma.


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