3-el principe azul



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―Pero mi señora ha salido, alteza.

¿Ha salido? ―dijo, frunciendo el cejo.

―Sí, señor. Salió hace veinte minutos.

¿Dónde ha ido? ¿Se llevó a los escoltas?

―Sí, señor. Ellos acompañaron a su alteza. Mencionó que tenía que salir de inmediato a ver a su abuelo.

¡Ay, no! ―dijo Rafe, con expresión preocupada―. Espero que el viejo coronel esté bien.

―Mi señora no dijo nada, alteza, pero si me permite decirlo, parecía preocupada.

Quizás pueda alcanzarla ―murmuró, dando media vuel­ta y caminando con determinación hacia los establos. Su abuelo era un anciano frágil que podía en cualquier momento sufrir al­gún percance. Sij le había ocurrido algo grave, Rafe quería estar al lado de Dani.

Al momento estaba ya montado en su caballo blanco, galo­pando por el Camino Real junto a los seis hombres que día y noche le escoltaban, y más teniendo en cuenta que Orlando no había sido aún capturado.

El camino hasta la propiedad de los Chiaramonte no era largo, y él lo conocía con los ojos cerrados. La casa se encontraba rodeada de andamios debido a la restauración que Rafe había ordenado llevar a cabo. Cuadrillas de picapedreros y techadores trabajaban ruidosamente. Sus carromatos, cargados de material, estaban aparcados por todo lo largo del camino de entrada. Vio con alivio que los guardias que escoltaban a Dani esperaban fuera de la casa.

¿Qué ocurre? ―preguntó al jefe de sus hombres mien­tras detenía con firmeza a su caballo.

Su alteza quería visitar a su excelencia, señor ―replicó el hombre, deslumbrado por el sol al mirar a Rafe para saludarle.

¿Su excelencia está bien?

―Sí, alteza, por lo que yo sé.

Rafe bajó de la silla y caminó hasta la puerta delantera. Una vez dentro miró a su alrededor, sin ver a nadie. Recordando el raído salón donde se había sentado con el viejo hombre aquella primera noche, se adentró por el pasillo hasta él.

¡Dani! ―empezó a llamar, pero al abrir la puerta de la ha­bitación, descubrió a su mujer en los brazos de otro hombre.

Sin dar crédito a lo que veía, Rafe se detuvo en la entrada mirándoles.

Los tres se habían quedado petrificados, como figuras de cera. El reloj de la chimenea resonó con un campanazo en medio del si­lencio. Después, fue como si los pulmones de Rafe se hubiesen comprimido.

Dani se alejó de Mateo y dio un paso hacia Rafe.

—Mi amor...

El levantó una mano para que le dejara en paz, con una sola sílaba en sus labios.

—No.

Dani palideció, era como si hubiese visto la cara de un extraño.



—Raffaele...

La primera palabra que le vino a la mente fue la de «traición».

El primer pensamiento que tuvo sentido fue el de que ella lo tenía todo planeado desde el principio.

Y tuvo frío.

Dio una paso atrás, salió al pasillo, y cerró la puerta tras de sí. Encogido, dio media vuelta y se alejó de allí, con Dani corriendo tras él. Erguido y tenso, aunque a punto de tambalearse, hizo oídos sordos a las súplicas de su mujer y caminó con determina­ción hacia sus hombres.

Ni una vez miró atrás.

—No te vayas. No me hagas esto, Raffaele. Puedo explicár­telo...

—Hay un fugitivo en esta casa ―dijo tranquilamente a los guardias―. Arrestadle.

¡Raffaele! ―gritó, cogiéndole del brazo―. ¡No es lo que piensas! ¡Te quiero! ¡Mírame!

Él se deshizo de ella, la rabia haciéndole un nudo en la gar­ganta, y se alejó caminando. Quería preguntarle por qué, pero no pudo. Le temblaban las manos, sus movimientos eran inseguros al coger las riendas y montar en el semental blanco.

Apenas podía ver, mucho menos pensar, porque la ira le nu­blaba los ojos.

¡Raffaele! ―gritó ella detrás de él. Pero él azuzó al ca­ballo y se alejó cabalgando por el camino inundado de malas hierbas.

Podía sentir cómo los latidos de su corazón se le agolpaban en la garganta.

Al salir al camino principal, vio a tres jinetes galopando ha­cia él. Sólo se detuvo al ver que alzaban sus manos para decirle algo. Eran tres mensajeros reales.

¡Alteza! El vizconde Berelli nos envía a buscarle, alteza.

¿Qué sucede? ―gruñó. Al parecer, Elan era la única alma de este mundo en quien podía confiar.

¡Le suplica que vaya ahora mismo al palacio del obispo! El príncipe Leo ha vuelto de España. El obispo ha traído al chico, ejerciendo su derecho como guardián legal del príncipe. Su ex­celencia dice ―perdóneme, su alteza―, dice que no confía en usted y que no puede dejar al chico a su cuidado.

¿Corno diablos es posible que mi hermano haya vuelto solo a Ascensión? ―preguntó enfadado, instando a su caballo a que se moviera―. ¡Tiene diez años, por el amor de Dios! Mis padres no le hubiesen dejado regresar solo.

Los mensajeros movieron sus caballos para seguirle el paso, flanqueándole.

Al parecer el príncipe Leo discutía mucho con los otros niños de España y decidieron que era suficiente. Le enviaron de regreso en el barco. El capitán ha dicho que ha sido toda una aventura para él.

―Será granuja... Apuesto a que sí ―murmuró Rafe―. Iré ahora mismo.

—Sí, señor. El obispo se negó a dejarle con el vizconde o con cualquier otro.

—Ese anciano es una cruz ―murmuró.

Con Orlando todavía suelto, sabía que el obispo no estaba preparado para proteger a Leo.

Con sólo su contingente de guardaespaldas cabalgando jun­to a él, Rafe galopó de vuelta a Belfort, tratando de centrarse en cómo iba a poner a buen recaudo a su hermano. Sin embargo, su corazón seguía aún sangrando por la traición de Dani.

Apartó de su mente la horrible visión de ella en brazos de otro hombre y espoleó a su caballo para que fuera más rápido.

La multitud de la calle les retrasó, era día de mercado y todo el mundo tenía algo que vender a aquellos que tuviesen dinero para pagarlo, pensó Rafe con amargura. El palacio del obispo es­taba situado a pocos metros de la catedral. Los guardias reales gritaron a la gente para que se apartaran, mientras la comitiva se abría paso como podía entre las calurosas calles.

Rafe sentía un dolor en el estómago cada vez que pensaba en Dani. Una y otra vez, seguía sintiendo el mismo bofetón en la cara que la propia visión le había provocado.

Había desterrado a Mateo Gabbiano. No importaba las excu­sas que ella pudiera darle, no iba a permitir que se saltase a la to­rera esto también, cómo no iba a obviar el hecho de que los había encontrado a los dos abrazados al entrar de improviso en la habi­tación. ¿Qué más podía haber pasado si él no hubiese llegado?

Por enésima vez, trató de apartar estos pensamientos y de­tuvo su caballo delante de la grande y ornamentada casa del obis­po, a la que rodeaba un cuidado jardín.

El y sus hombres desmontaron. Rafe superó de dos en dos los escalones del porche. Golpeó la puerta con los nudillos, y desconfió al ver que la puerta estaba abierta.

Advirtió a sus hombres con una mirada de extrañeza. Mien­tras empujaba la puerta con la mano, se llevó la otra a la cintura para desenvainar la espada.

Ningún sirviente vino a recibirle. Tampoco oyó risas de nin­gún niño.

Entró con cuidado en el reluciente recibidor de mármol. Mi­ró a derecha e izquierda, y echó un vistazo a la pulida escalera en curva, sin ver a nadie. Siguió caminando.

¿Excelencia? ―llamó. Hizo una señal a sus hombres para que entraran y registraran las habitaciones―. ¿Leo? ¡Soy yo, Rafe! ¿Estás ahí?

¡Alteza! ―Uno de los hombres gritó de repente en una habitación lejana―. ¡Aquí!

Rafe siguió el grito. Atravesó las espléndidas habitaciones.

¡Aquí, señor! ―dijo otro de sus hombres, indicándole la habitación a la izquierda del pasillo principal.

Cuando entró en el comedor, Rafe vio a sus hombres con­gregados en el centro de la habitación.

¡Señor! ¡Se trata de su excelencia!

Rafe se maldijo, con un escalofrío en la espalda. Apartándo­les, se arrodilló junto al obispo que yacía en el suelo en medio de un charco de sangre.

¡No os quedéis ahí parados, id a buscar a Leo! ―gritó―. ¡Tú! ―ordenó a uno―. ¡Ve al palacio real a buscar refuerzos. Ahora mismo!

¡Sí, señor!

Rafe le cerró los ojos al anciano e hizo una mueca al ver la raja que tenía en el pecho. Le había traspasado la ropa y Rafe se manchó los dedos de sangre al tratar de buscarle el pulso en la garganta. Como no lo encontró, volvió a poner la cabeza del obispo suavemente en el suelo. Una mirada rápida le permitió ver que el obispo tenía cortes en las manos y en los antebrazos, lo que revelaba que había tratado de defenderse.

Orlando había hecho esto. Rafe lo sintió con todo su cuerpo. El duque había forzado la puerta, atacado al obispo y después se había llevado a Leo.

Bajó los ojos para mirar al obispo asesinado, y justo Rafe se levantó en el momento en el que una voz profunda le hablaba con un acento que no le resultaba familiar.

―Alteza, no se mueva.

Levantó los ojos en regia ofensa para ver quién se atrevía a dirigirse a él con tanta confianza.

Se trataba de un grupo desconocido de hombres vestidos con los uniformes de la guardia real. Entraron cautelosamente en la habitación y le rodearon poco a poco, amenazándole todos con las armas en alto.

―Alteza, baje su arma.

¿Qué estás diciendo? ¿Qué significa todo esto? ―pregun­tó―. Vuelvan a sus puestos. ―Les miró, sin reconocer ninguna de sus caras.

Uno que parecía ser el jefe dio dos pasos hacia él, apuntándo­le con una pistola.

¿Qué diablos crees que estás haciendo? ―preguntó Rafe enfadado, pero sin bajar su espada.

Exactamente lo que yo le he pedido que haga. ―Esta vez la voz sí le resultó familiar. Orlando irrumpió por la puerta de la habitación―. Las apariencias pueden resultar engañosas, ¿no crees?

Rafe arremetió contra él.

¿Qué le has hecho a mi hermano?

¡Detente! ―le rugió el hombre, mientras los demás ce­rraban el círculo sobre él.

Orlando se cruzó de brazos y sonrió con desdén a Rafe. Rafe le maldijo y trató de llegar a él, pero las bestias unifor­madas como falsos guardias reales le cerraron el paso. Él hizo balancear, la espada, gritando a sus hombres, que llegaron co­rriendo para unirse a la refriega. Sin embargo, les superaban ampliamente en número. Unos cuantos fueron reducidos. Lu­chaban con fiereza, y se precipitaron sobre él como perros sobre un toro herido, y cuando le hubieron desarmado y obligado a caer de rodillas, le pusieron los brazos a la espalda y le esposa­ron con cadenas.

Orlando se acercó a él, recitando con voz calmada:

—En nombre del Rey y de la autoridad que la oficina del pri­mer ministro me concede... príncipe Raffaele di Fiore, queda arrestado por el asesinato del obispo Justinian Vasari y por otros crímenes de alta traición.

¿Dónde está mi hermano?

Pero Orlando se limitó a sonreír, con sus ojos verdes de hie­lo brillando de pura maldad. Hizo una breve señal a sus hom­bres, y éstos cogieron a Raffaele y le sacaron de allí pasando de largo ante su jefe. Le arrastraron a un carruaje que esperaba a la puerta, transportándole ante el consejo de sus enemigos.

Dani no pudo hacer nada para evitar que la guardia real apresara a Mateo, según las órdenes de Raffaele.

Antes de que le llevaran preso, Mateo entregó a Dani las evidencias del peligro que representaba Orlando, pruebas por las que había arriesgado su vida.

Tenía que encontrar a Raffaele y explicárselo.

Mientras su carruaje marchaba rápidamente hacia la ciudad, ni siquiera se atrevía a pensar en las conclusiones que habría sa­cado su marido al entrar y verla abrazada a Mateo. No había querido quedarse para oírla, por tanto, ¿cómo iba a saber que la razón por la que Mateo la había abrazado era porque acababa de decirle que iba a ser madre? Mateo sólo estaba dándole la enho­rabuena con un abrazo.

A juzgar por la fría reacción de Raffaele, comprendió que verles así había sido para él la gota que había colmado el vaso de todos sus temores. Se había sentido traicionado. Se sentía fatal por haberle hecho daño, aunque hubiese sido sin saberlo, y se sentía herida por la manera tan fría en la que la había tratado.

Su barrera defensiva era suficiente para hundirla casi en la desesperación. ¿Es que nunca iba a confiar en ella? ¿No sabía que estaba locamente enamorada de él? ¿Cuándo terminaría por creerla?

Había pasado casi media hora, tiempo suficiente para que él estuviese más calmado y razonable. Si nada más lo hacía, espe­raba que al menos su gran noticia consiguiera ablandarle.

Finalmente, llegó al palacio real. Acababa de entrar y se estaba quitando los guantes cuando Elan vino corriendo ha­cia ella.

Principessa!

¿Dónde vas con esa prisa?

Elan dejó caer sus hombros. Su cara estaba pálida.

¿Qué ocurre?

―Quédese con sus guardias, alteza. Orlando ha movido ficha.

¿Dónde está mi marido?

―Don Arturo le ha seguido el juego a Orlando. Los dos... ¡ay, Señor! Han arrestado a Rafe por el asesinato del obispo Justinian y el príncipe Leo ha desaparecido... Ah, no tengo tiempo de explicárselo. ¡Tengo que irme!

¿Cómo? ¿El obispo está muerto? ¿Raffaele... arrestado? ―Le miró horrorizada―. ¿Cómo es posible? ¡Él es el príncipe heredero!

¡Todo forma parte del maquiavélico plan de Orlando y la vieja sabandija del primer ministro!

¡Voy contigo! ¡Vamos!

―No, alteza, usted debe quedarse aquí y mantenerse a salvo.

—Raffaele me necesita. Además, ¡tengo esto! ―dijo, mos­trándole los documentos.

¿Qué es eso?

―Te lo explicaré en el carruaje...

¡Dígamelo ahora o Rafe me cortará la cabeza por meterla en esto!

Orlando no es el descendiente de la rama real de los di Cambio, Elan ―dijo rápidamente, bajando la voz―. Simplemen­te asumió esa identidad para explicar su parecido con el Rey. ¡Su verdadero padre es el rey Lazar! Es el producto de una breve, brevísima, relación que el Rey tuvo con una baronesa flo­rentina.

¡Ay, Dios mío! ―dijo, con los ojos muy abiertos.

―Esta baronesa, la baronesa Raimondi, intentó hacer pasar a Orlando como hijo de su marido, pero el barón nunca terminó de creérselo. Orlando no se parecía en nada a él. Éste es el testi­monio jurado de la antigua sirvienta de la baronesa Raimondi, llamada Nunzia, que fue también la que cuidó de Orlando.

—Pero ¿el testimonio de una sirvienta, alteza? ¿Qué peso puede tener?

Junto a esto, será más que suficiente para probar que Or­lando es un mentiroso. ―Le mostró el segundo documento―. Éste es el certificado de nacimiento de Orlando, registrado con el nombre de Raimondi. Si damos a don Arturo razón para que al menos dude de Orlando y le cuestione, podremos encontrar un entresijo para entrar en la demoníaca armadura que ha creado.

―Está bien, pero sigo creyendo que Rafe me mandará azo­tar ―murmuró, no queriendo perder más tiempo en tratar de convencerla.

Dani se detuvo sólo para susurrar algo al oído a una de las corpulentas sirvientas.

¡Ahora mismo, alteza! ―dijo la sirvienta, pero Dani iba ya detrás de Elan.

Durante el rápido trayecto que tardó el carruaje en llegar hasta el Rotunda, el edificio del Parlamento, Elan le contó a Da­ni la llegada del príncipe Leo y su casi inmediata desaparición mientras estaba bajo la custodia del obispo. Se quedó pensativa al comprender que Orlando tenía la misma inteligencia privile­giada, la fortaleza y el magnetismo de los Fiore, pero nada de su bondad.

Al llegar al Rotunda, el cochero tuvo que abrirse paso entre una multitud que se agolpaba en los aledaños del edificio des­pués de conocer el escándalo del asesinato del obispo y la deten­ción del príncipe. Todos estaban al corriente del antagonismo que había entre ellos.

Bajaron del coche y mientras los sirvientes y los soldados les rodeaban, Dani y Elan subieron los escalones de la entrada a la carrera. El interior del edificio estaba casi tan abarrotado como la plaza de fuera, pero como princesa real, Dani pudo tras­pasar la multitud de hombres y Elan la siguió de cerca.

Del Senado de estilo románico llegaba un griterío de voces enfadadas.

¡Esto es ridículo! ¿Cómo se atreve a esposar al príncipe heredero? ―preguntaba el almirante naval, que siempre había sido partidario de Rafe.

¡Fue cogido en el mismo escenario del crimen!

Dani llegó a la parte superior de las escaleras que conducían al lugar donde tenía lugar la discusión y se quedó horrorizada con lo que vio.

Bajo ella, el senado se había convertido en un violento es­pectáculo.

Don Arturo presidía, de pie, desde la tribuna, y acusaba a Raffaele en un estado de extremada agitación. Los otros minis­tros del gabinete se alineaban en las mesas laterales, todos gritando, hablando a la vez y agitando las manos. Algunos se ha­bían incluso levantado de las sillas. Orlando estaba allí, de negro como siempre, paseándose arrogante de un lado a otro de la sala con un paso lento, los brazos cruzados y mirando de vez en cuan­do a su hermanastro con una sonrisa de burla.

Raffaele, el príncipe heredero, el futuro rey de Ascensión, había sido obligado a permanecer de pie como un criminal co­mún en el estrado tallado en madera adyacente a la tribuna.

Dani no podía creer lo que veía. Su amor, su príncipe... enca­denado, como si estuvieran en Francia veinte años atrás, rojo de rabia, y no en la plácida y próspera Ascensión. Sus siempre impe­cables ropas estaban ahora rotas, su boca torcida en una mueca, sus ojos llenos de odio, y su pelo dorado caía despeinado y salvaje. Parecía un bárbaro, un Sansón capturado.

Dani cargó contra ellos, sin saber siquiera lo que estaba ha­ciendo.

¡Todo el gabinete estuvo presente la noche en la que el rey Lazar le advirtió de que si no se casaba con una de las cinco princesas seleccionadas, perdería el derecho al trono y sería su hermano, el príncipe Leo, el que sucedería en el trono a su pa­dre! ―gritaba don Arturo en el momento en el que Dani en­traba en escena―. Ahora que ha desobedecido a su padre en lo que respecta al matrimonio, ¿no es verdad, alteza, que quería evitar a toda costa que el Rey le desheredara haciendo desapa­recer a su propio hermano? ¿Dónde ha escondido el cuerpo del niño? ―rugió el hombre.

Como respuesta, Raffaele le miró con profundo desdén, sin decir una palabra, demasiado orgulloso, demasiado altivo y arro­gante, pensó Dani, como para decir una palabra en su propia de­fensa. Su silencio denunciaba, más que cualquier otra cosa, el vergonzoso proceso que estaba teniendo lugar.

Al acercarse, Dani pensó que mostraría al menos un deste­llo de alivio al verla, aunque hubiesen discutido sobre Mateo. Pero en vez de eso, la miró poniéndose pálido, al tiempo que Orlando se volvía y se detenía con una sonrisa lenta y demonía­ca al verla.

Elan trató de detenerla al ver que pasaba al siniestro de Or­lando y caminaba directamente a la tribuna con una rabia que la hacía temblar. Demasiado furiosa como para decir nada, le­vantó el certificado de nacimiento que llevaba y el testimonio de la niñera para que don Arturo lo viera.

El primer ministro se agarró a los bordes del atril de madera de la tribuna y levantó su nariz hacia ella con enérgica desapro­bación.

—No se permiten mujeres en este edificio, alteza. ―Le­vantó los ojos al senado―. ¡Quizás ahora que la era de la deca­dencia y el vicio ha terminado, deberíamos volver a las costum­bres que nos hicieron grandes como país un día!

—Coja estos papeles y léalos, si es usted inteligente ―le or­denó con los dientes apretados.

Algo en su mirada fiera y decidida le hizo dudar. Sin mucha convicción, cogió los papeles y abrió uno de ellos, y echó un vis­tazo a su contenido.

—Daniela.

Ella miró a Raffaele, que había pronunciado su nombre con tanta suavidad. Le oyó a pesar del estrépito. Se acercó al mo­mento a él mientras, unos metros más allá, Elan discutía vehe­mentemente con los guardias para que le desencadenasen.

Cuando ella levantó los ojos y se encontró con los suyos, os­curos y verdes, vio en ellos ira, humillación y condena.

—Estás en peligro ―dijo―. Quiero que salgas de este edi­ficio y dejes Ascensión inmediatamente. Intenta ponerte en contacto con mi padre antes de que Orlando lo haga. Cuéntale todo.

—No, no voy a dejarte aquí solo con ellos. ¡Te quiero! ―Las lágrimas rodaron por sus ojos al acercarse a él y acariciarle la mejilla con la mano―. No te he traicionado, Raffaele, nunca lo haría...

Él presionó la mejilla contra la palma de su mano, entregán­dole toda la tormenta verde y dorada de sus ojos.

Dani, si de verdad me amas, vete. Don Arturo quiere mi sangre y Orlando se la ha servido en una bandeja de plata. Nada podrá detenerles para que, después, vayan detrás de ti. Dile a Elan que vuelva a la antigua ciudadela de los di Cambio. Creo que Orlando ha llevado allí a Leo. Tengo el presentimiento de que mi hermano está vivo. Creo que Orlando está reservando a Leo como su última carta. Dile a Elan, que pase lo que pase, salve al chico.

―Ayudaré a Elan a encontrarle...

¡No! No quiero que pongas los pies en ese lugar. Toda la fortaleza está sembrada de trampas mortales.

―Olvidas que estás hablando con el Jinete Enmascarado.

—Dani... ha ocurrido justo como mi padre dijo que ocurri­ría ―susurró.

—No, no pierdas ahora las esperanzas, querido ―le ordenó con suavidad―. Ahora tenemos muchas más razones para lu­char por el futuro que nunca.

El la miró sin comprender.

Su mirada se inundó de lágrimas de amor, pero trató de guar­dar la compostura y no dejarse llevar por el llanto.

—Ahora, por el amor de Dios, deja a un lado ese estúpido or­gullo tuyo y utiliza tus dotes de orador para defender tu causa.

—Dani, quieres decir que... ―empezó.

¿Qué está cuchicheando la parejita? ―interrumpió Or­lando, dirigiéndose a ellos con una expresión de burla en los ojos.

Ellos se miraron, ignorándole.

Los ojos de Dani le dijeron lo mucho que le quería. Sabía que Orlando estaba intentando oír la conversación.

—No te he traicionado, y voy a probártelo ―susurró, pero sus siguientes palabras iban dirigidas a Orlando tanto como a él―. ¿Te acuerdas, Raffaele? Aquel día en el muelle, hace sema­nas, cuando me despedí de los hermanos Gabbiano... Le pedí a Mateo que investigase en el pasado de Orlando por mí. La ra­zón por la que Mateo vino a verme hoy fue para darme la prue­ba de que tu primo no es quien dice ser.

Los ojos de Orlando se entornaron.

¿Qué prueba?

Había empezado la pelea, pensó mientras le miraba de frente.

—Lo descubrirá cuando llegue el momento, su gracia. Aca­bo de dársela a don Arturo.

—Daniela ―dijo Raffaele con toda la autoridad que fue po­sible―, sal de aquí. Ahora.


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