Ana Karenina



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Tras un largo silencio, muy embarazoso para los dos, Levin continuó:

–Quería...

Calló otra vez.

De repente, recordó a Kitty y todo lo que había pasado, y mirando fijamente a los ojos a Veselovsky, le dijo:

–He ordenado enganchar los caballos para usted.

–¿Qué quiere decir eso? –preguntó Vaseñka–. ¿Adónde debo ir?

–A la estación del ferrocarril –––contestó Levin, sombrío y arrancando pedacitos de madera al bastón.

–¿Se marcha usted? ¿Ha pasado algo?

–Resulta que estoy esperando a unos invitados –pronun­ció Levin con energía. Y rápidamente, a la vez que arrancaba más pedacitos de madera del bastón con las puntas de sus fuer­tes dedos, siguió–: No, no espero invitado alguno ni ha pasado nada; pero le pido que se marche de aquí sin tardanza... Usted puede explicarse como quiera n–ú escasa cortesía.

Vaseñka se irguió, altivo, habiendo comprendido al fin.

–Pero yo le pido a usted una explicación –dijo, con acento fume.

–No puedo explicarle nada –replicó Levin tranquila y lentamente, reprimiendo el temblor de sus pómulos–. Mejor será para usted no preguntarme.

Y como había acabado de desgajar los pedazos de bastón que ya estaban tronchados, Levin agarró los extremos del trozo que quedaba y, aunque resistente, lo rompió también en pedacitos. Por último, cogió al vuelo una astilla que caía al suelo.

Seguramente el aspecto de aquellos fornidos brazos, de los músculos en fuerte tensión, la decisión que denotaban los ojos brillantes, la tranquilidad y seguridad de la voz, pausada y se­rena, convencieron a Vaseñka más que las palabras. Así, se encogió de hombros, sonrió con desdén y sólo dijo:

–¿Podré ver a Oblonsky?

–Le mandaré aquí ahora mismo.

–¡Qué idiotas! ––comentó Esteban Arkadievich al contarle su amigo que le echaban de la casa; y, habiendo encontrado a Levin en el jardín, donde aquél se paseaba en espera de ver la salida de su huésped, le dijo: –Mais c'est ridicule! ¿Qué mosca te ha picado? Mais c'est du demier ridicule! Qué tiene de particular que un joven...

Pero el punto en el cual la mosca había picado a Levin to­davía dolía, sin duda, porque éste palideció de nuevo y re­plicó rápidamente:

–Por favor, no me digas nada. No puedo hacer otra cosa. Siento mucha vergüenza ante ti y ante él. Pero pienso que para él no será una gran pena marcharse y, en cambio, su presencia nos es desagradable a mi mujer y a mí.

–Pero esto es ofensivo para él. Et puis c'est ridicule.

–Su estancia aquí es para mí, ofensiva y penosa (y no por culpa mía). Yo no sé por qué deba sufrir...

–Pues yo no esperaba esto de tu parte. On peut être ja­loux, mais à ce point c'est du dernier ridicule!

Levin dio rápidamente media vuelta y se marchó al fondo del jardín, donde continuó, solo, sus paseos.

No tardó en oír el ruido de la tartana, y, entre los árboles, vio cómo Vaseñka, sentado sobre un montón de heno (por desgracia la tartana no tenía el asiento bien arreglado) con su gorra escocesa encasquetada, bamboleándose por el traqueteo del coche al cruzar los baches o salvar piedras, se alejaba por la avenida.

Luego vio que el lacayo salía corriendo de la casa y paraba el carruaje.

–¿Qué sucederá?, pensó Levin.

Se trataba del mecánico alemán, del cual él se había olvi­dado por completo.

El mecánico, tras muchos saludos, dijo algo a Veselovsky, subió a la tartana y ésta siguió con los dos viajeros.

Esteban Arkadievich y la Princesa estaban indignados por la conducta de Levin. Él mismo se sentía no sólo ridicule en cierta manera, sino hasta culpable y avergonzado. Pero recor­dando lo que él y su mujer habían sufrido, al preguntarse si habría hecho lo mismo otra vez, Levin se contestaba que en ocasión análoga procedería de la misma manera.

Pero, al final del día, y a despecho del incidente, todos, ex­cepto la Princesa, que no perdonaba a su yerno aquella des­cortesía, estaban extraordinariamente animados y alegres, como suele ocurrir con los niños finalizando su castigo, o con los mayores que asisten a una recepción oficial al terminar las ceremonias.

Así que por la noche, en ausencia de la Princesa, hablaban de la salida forzosa de Vaseñka como de una cosa ocurrida ha­cía mucho tiempo. Y Dolly, que heredara de su padre el don de contar las cosas con gracia, les hacía estallar de risa cuando, por enésima vez, y siempre con nuevas invenciones humorísticas, contaba que ella estaba a punto de ponerse laci­tos para lucirse ante el huésped y salir así al salón, cuando oyó el ruido del carruaje.

–¿Y quién iba en él? –decía–. ¡El propio Vaseñka! Con su gorrita escocesa y las polainas, sentado sobre el heno. ¡Si al menos hubiesen ordenado prepararle el landolé!... Y luego oigo: « Esperen, esperen». Pensé: han tenido compasión de él. Pero véo que sientan a un grueso alemán y a él le levantan, le hacen que vaya de pie. ¡Y adiós mis lacitos! –terminaba si­mulando hallarse muy contrariada–. Mi fracaso era cierto.


XVI
Daria Alejandrovna realizó su propósito de ir a visitar a Ana. Comprendía que los Levin tenían razones bien fundadas para no desear relacionarse para nada con Vrosky y estaba segura de que su viaje afligiría a su hermana y causaría un disgusto a su cuñado; pero, por otra parte, consideraba un deber suyo visitar a Ana y deseaba demostrarle que, a pesar del cambio en su si­tuación, sus sentimientos para con ella no habían variado.

Para no causar a Levin nuevas molestias, Daria Alejan­drovna mandó alquilar en el pueblo los caballos necesarios. Pero, su cuñado, al enterarse de ello, se sintió disgustado y se lo censuró vivamente.

–¿Por qué piensas que ha de desagradarme tu viaje? No me has dicho ni una vez que querías ir. Además, si me resul­tara desagradable, más me resultaría aún si no aprovechas mis caballos. El que los alquiles en el pueblo es un motivo de dis­gusto para mí. Pero, hay otra cosa peor, y es que se compro­meterán y no cumplirán su palabra. Tengo, como sabes, caba­llos suficientes y buenos, y coches; si no quieres ofenderme: tómalos para tu viaje.

Daria Alejandrovna hubo de aceptar el ofrecimiento de su cuñado y éste, el día fijado preparó para el viaje cuatro caba­llos, y con un acompañamiento de trabajadores de la finca que iban a pie y en caballerías, salieron para aquel destino.

Constituía un gran trastorno para Levin, pues necesitaba los caballos para la Princesa y la comadrona, que habían de marcharse entonces también; mas el deber de hospitalidad le impedía permitir que Daria Alejandrovna recurriese a otras gentes. Sabía, además, que los veinte rublos que pedían a su cuñada por los caballos constituían para ella una pesada carga, dada su difícil situación económica.

La comitiva era muy abigarrada y nada brillante, pero Da­ria llegaría así con seguridad absoluta, fácilmente y dentro del mismo día, a la propiedad de Vronsky.

Por consejo de Levin, Daria Alejandrovna salió antes del amanecer. El camino era bueno y el coche cómodo; los caba­llos corrían ágiles; y en la delantera, junto al cochero, en el lu­gar del lacayo, iba el encargado que, en vez de aquél, había destacado Levin, para mayor seguridad. Dolly se durmió y no despertó hasta la posada en la que habían de cambiar de tiro.

Daria Alejandrovna tomó el té en la misma casa de Sviajsky donde Levin se detenía durante sus viajes. Charló con las mu­jeres, los niños y el viejo sobre el conde Vronsky, de quien el viejo hizo grandes elogios.

A las diez de la mañana continuó su viaje.

Cuando estaba en casa, ocupada constantemente en los quehaceres que le daban los niños, Daria Alejandrovna no te­nía tiempo para pensar en ninguna otra cosa; pero ahora, du­rante las cuatro horas que duró esta parte del viaje, acudieron a su mente todos los recuerdos de su vida y los fue repasando en sus aspectos más diversos. Sus pensamientos –que a ella misma le parecían extraños– volaron también hacia los ni­ños. La Princesa y Kitty (más conîiaba en la última) le habían prometido cuidarles. Sin embargo, estaba preocupada por ellos. «Quizá», temía, « Macha empezaría con sus travesuras. Acaso un caballo pisara a Gricha, o Lilly padeciese otra indi­gestión» . Luego pensó en el futuro. Primero, en el inmediato. « En Moscú, para este invierno, habría que mudarse de piso. Habremos de cambiar los muebles del salón, y hacer un abrigo a la hija mayor.» Después, el porvenir de sus hijos: «Las niñas, menos mal, no ofrecen tantas complicaciones; pero, ¡los niños!» . Y se dijo: « Está bien que me ocupe de Gricha ahora porque estoy más libre y no he de tener ningún hijo. Con Stiva, naturalmente, no hay que contar. Siguiendo así y con ayuda de la buena gente, sacaré adelante a mis hijos. Pero si vuelvo a estar embarazada...» .Y Dolly reflexionó que era muy injusto considerar los dolores del parto como señal de la maldición que pesa sobre la mujer. «¡Es tan poca cosa en comparación con lo que cuesta el criarlos!» , se dijo, recor­dando la última prueba por la que había pasado en este as­pecto y la muerte de su último niño. Y le vino a la memoria la conversación que, a propósito de esto, había tenido con la nuera de la casa donde habían cambiado los caballos. Aqué­lla, a la pregunta de Dolly de si tenía niños, contestó alegre­mente:

–Tuve una niña, pero Dios se me la llevó. Esta cuaresma la enterré.

–¿Y lo sientes mucho? –preguntó, también, Daria Ale­xandrovna.

–¿Por qué lo he de sentir? –contestó la joven–. El viejo tiene muchos nietos aun sin ella. Y me daba mucho trabajo. No podía atender a otros quehaceres más importantes... No podía trabajar ni hacer nada más que ocuparme de ella... Era un fastidio.

A Daria Alejandrovna esta contestación le había parecido repugnante en labios de aquella simpática muchacha, cuyo rostro expresaba bondad; pero ahora, al recordar involuntaria­mente aquellas palabras, se dijo que, a pesar del cinismo que había en ellas no dejaban de tener un fondo de verdad. Pen­saba entonces Daria Alejandrovna en sus embarazos: en el mareo, la pesadez de cabeza, la indiferencia hacia todo y, principalmente, en la deformación, en su fealdad. «La misma Kitty, jovencita y tan linda, ha perdido mucho. Yo, cuando es­toy embarazada, me vuelvo horrible.» «Luego los partos, los terribles sufrimientos y el momento más terrible aún de dar a luz... Y el dar el pecho, las noches sin dormir, las grietas, los dolores irresistibles si se retira la leche...» Y recordando aque­llos dolores por que ella había pasado en casi todos sus alum­bramientos, Daria Alejandrovna se estremeció. «Y por otro lado» , siguió, « las enfermedades de los pequeños, las noches en vela, los días enteros sin descanso, con la constante inquie­tud del miedo a la muerte». « ¿Y los mil disgustos de la educa­ción de los hijos? El "crimen" de la pequeña Macha en el jar­dín, las clases con los niños, el latín difícil, incomprensible para ellos.» «Y si, como final, llega la muerte...» Y Daria Ale­jandrovna rememoró, con horror y dolor profundo, el falleci­miento y el entierro de su último niño, atacado por la terrible difteria: los gestos horrorosos provocados por la tos y los aho­gos; el resuello de la garganta oprimida, llena de purulentas e inflamadas llagas; el último y supremo esfuerzo con la inmi­nente asfixia –desorbitados y sanguinolentos los ojos; con­gestionadas las facciones, hinchadas, reventando las venas; crispadas las manos; enarcados el torso y las piernecitas–. Luego, el pequeño ataúd, tan fúnebre aun con sus colores cla­ros –rosa y blanco– y sus adornos de pasamanería; el yerto cuerpecito, de frentecilla lívida con ricitos rubios; la boquita, morada, abierta como en gesto de extrañeza. Después el des­garrador adiós final, el lúgubre martilleo sobre los clavos que sujetaban la tapa de la caja, la partida del cortejo; todo entre la indiferencia de la gente. Y mientras, ella, en su dolor de ma­dre, en la angustiosa opresión de su pecho, que le ponía un nudo en la garganta, se sentía morir, y lágrimas de fuego corrían por sus mejillas.

«¿Y todo para qué?» , seguía la mente de Daria Alejan­drovna. «¿Qué resultará de todo ello? Vivir sin un momento de tranquilidad, ora embarazada, ya dando el pecho; siem­pre de mal humor, riñendo, torturándome yo y torturando a los demás, causando repugnancia a mi marido. Así habré pasado mi vida y saldrán niños infelices, mal educados, acaso niños mendigos. Ya este año, si no hubiéramos pasado el verano en casa de Levin, no sé qué habríamos hecho. Es verdad que Kostia y Kitty son tan delicados que no nos damos cuenta de nada, pero esto no puede durar. También ellos tendrán niños y no podrán ayudamos; ahora mismo van ya algo mal de recur­sos. ¿Quién nos ayudará? ¿Papá, que se ha quedado sin nada? De modo que ni educar a los niños podré. Quizá lo llegaría a hacer con la ayuda de otros, pero humillándome... Y suponga­mos lo mejor: que los niños no se mueren y puedo educarlos de algún modo. En este caso lo único que conseguiré es que no vayan por mal camino. ¿Y para esto tuve tanto trabajo, pasé tanto sufrimiento? ¡Para esto perdí mi vida!»

De nuevo Dolly recordó las palabras de la joven campesina y otra vez pensó que eran repugnantes; pero no pudo dejar de repetirse que en ellas había una parte de verdad.

–¿Qué? ¿Aún estamos lejos? –preguntó de repente al en­cargado, para distraerse de aquellos pensamientos.

–Desde este pueblo, según dicen, hay siete verstas.

El landolé, tras atravesar la calle principal del pueblo, llegó a un puentecillo, por el cual, hablando con voces alegres y so­noras, pasaba un grupo de mujeres, con bultos atados sobre las espaldas. Las mujeres se pararon mirando con interés al coche. Todos aquellos rostros le parecieron a Daria Alejan­drovna sanos y alegres y que pregonaban la alegría de vivir.

«Todos viven, todos gozan» , continuó pensando, en tanto que pasaba ante las mujeres, atravesaba el puentecillo y, lle­vada con buen trote, entraba en la montaña. Iba cómoda, sua­vemente, dulcemente mecida, pero seguía con negros pensa­mientos. «Todos gozan, sí, y yo voy como si hubiera salido de la prisión, como si estuviese abandonando el mundo. Sola­mente ahora, por un momento, me he dado cuenta de todo... Todos viven... estas mujeres; y la hermana Nataly; y Vareñka y Ana, a la cual voy a ver; sólo yo no vivo.

»Y criticar a Ana...» , pensó después. «¿Y por qué? ¿Soy yo mejor? Por lo menos, tengo un marido al cual amo... No como quisiera yo, pero le amo... Mientras que Ana no amaba al suyo. ¿Qué culpa tiene ella? Ella quiere vivir. Dios nos ha im­preso este deseo en el alma. Es muy posible que yo hubiese hecho lo mismo. Hasta ahora no sé si hice bien o mal escu­chándola en aquel trance terrible en que vino a mi casa, en Moscú. Entonces debí dejar a mi marido y empezar de nuevo mi vida. Podía amar y ser amada verdaderamente. ¿Es por ventura más honrado lo que hago ahora? No me inspira nin­gún respeto. Lo necesito» , pensó, refiriéndose a su marido, «y lo soporto. ¿Es esto mejor? En aquel tiempo podía yo agra­dar aún; me quedaba belleza». Daria Alejandrovna sintió ahora deseos de mirarse en el espejito que llevaba en su saco de viaje y fue a sacarlo. Pero viendo al cochero y al encargado en el pescante, pensó que alguno de ellos podía volver la cabeza y verla en aquella actitud y se sintió vergonzada de su propósito.

Daria Alejandrovna desistió de aquella idea, pero, aun sin mirarse en el espejo, pensaba que todavía no era tarde para un nuevo amor; y recordó a Sergio Ivanovich, que estaba par­ticularmente amable con ella; y al amigo de Stiva, el bueno de Turovsin, que cuidó a su lado a los niños cuando éstos tuvie­ron la escarlatina y que estaba enamorado de ella; y también a un hombre, muy joven aún, el cual decía, como le contó su propio marido, que «ella era la más guapa de todas las herma­nas». Y las aventuras mis pasionales a irrealizables se presen­taron a su imaginación.

«Ana obró bien y no seré yo quien la censure. Es feliz, hace feliz a otro hombre y no estará abatida como yo. Seguramente que, como siempre, estará fresca, espiritual y llena de interés por todo», pensaba Daria Alejandrovna. Y una sonrisa de pi­cardía fruncía sus labios, sobre todo porque, al pensar en el idilio de Ana, imaginaba para sí misma un idilio semejante con el hombre que forjaba su imaginación locamente enamo­rado de ella. También ella, como Ana, lo revelaría a su ma­rido. Y las imaginarias sorpresas y consiguiente turbación de Esteban Arkadievich le hicieron sonreír.

En estos pensamientos llegaron a la revuelta en que habían de dejar el camino para entrar en Vosdvijenskoe.


XVII
El cochero paró los caballos y miró a ver si encontraba a quién preguntar por la finca. Detrás, en un campo de centeno, cerca de un carro, sentados sobre la tierra, se veían varios campesinos.

El encargado fue a saltar para ir hacia ellos, pero, cam­biando de opinión, se puso a llamarles a gritos.

El vientecillo que producía el caminar del coche, parado éste, se había desvanecido, y el aire estaba en calma. Los tába­nos se pegaron a los caballos, cubiertos de sudor, y éstos se defendían de ellos rabiosamente movimiento constantemente la cabeza, las patas, sacudiéndose con la cola. Cesó el ruido metá­lico de las guadañas, que estaban cabruñando los campesinos.

Uno de éstos se levantó y se dirigió al coche, andando poco a poco, con precaución por ir con los pies descalzos sobre un camino reseco y lleno de guijos.

–¡Más deprisa, gandul! –gritó el encargado, ¡A ver si llegas de una vez!

El viejo –de cabellos blancos, ondulados y atados con una tirita de corteza de árbol, de espalda curvada, manchada de sudor– apresuró el paso, andando a pequeños saltos y, lle­gando al coche, con su mano derecha, renegrida y arrugada por el sol, el aire y los años, agarrada al guardabarro, y con el pie izquierdo en vilo, dijo con gesto obsequioso:

–¿Preguntan por Vosdvijenskoe, la casa de los señores, la finca del Conde? Pues en cuanto salgan de aquí, encontrarán un recodo a la izquierda. Sigan derechamente el camino que les llevará allí. ¿Y a quién van a ver? ¿Al mismo Conde?

–Y dígame: ¿están en casa, buen hombre?–, preguntó Daria Alejandrovna no sabiendo de qué modo, aun con aquel labriego, había de hablar de Ana.

–Creo que están –dijo el viejo, bajando el pie izquierdo y alzando el derecho para dar ahora descanso a éste, que dejó en el polvo su huella, marcando claramente los cinco dedos. Creo que están en casa –siguió, con ganas de hablar–––. Ayer también vinieron invitados... Tienen siempre una barbaridad de invitados... ¿Qué quieres? ––chilló a su vez, a un mozo que le gritaba algo desde el carro. Luego continuó–: Esto es... Hace poco que pasaron todos por aquí, montados a caballo. Querían ver el rastrojo... Ahora seguramente están en casa... ¿Y ustedes quiénes son?

–Nosotros venimos de muy lejos –dijo el cochero–. ¿De modo que está cerca de aquí?

–Te digo que aquí mismo. A poca distancia –decía el campesino, pasando su mano derecha por la aleta...

Un joven, sano, fuerte, se acercó también y le interrumpió:

–¿Saben si habrá trabajo por la cosecha?

–No lo sé, amigo.

–Así, pues, vas hacia la izquierda y llegarás directamente allí –terminó el campesino, separándose de mala gana de los viajeros.

El cochero hizo correr a los caballos, pero, cuando tomaba la revuelta, el viejo, les gritó:

–¡Párate! ¡Eh, querido, vuélvete!

El cochero paró los caballos.

–Allí viene el mismo señor –volvió a gritar el campe­sino–. Vean cómo corren.

Y mostraba a cuatro jinetes y a dos personas que iban en un charabán, y que eran Vronsky, su jockey, Veselovsky y Ana montados en sendos cáballos, y la princesa Bárbara y Sviajsky, que ocupaban el carruaje. Habían salido de la finca para dar un paseo y ver cómo trabajaban en el rastrojo las máquinas recientemente adquiridas.

Al ver el coche, los jinetes apresuraron el andar de sus ca­ballos. Delante, al lado de Veselovsky, iba Ana, que llevaba con paso tranquilo su caballo inglés, pequeño y fuerte, de cri­nes y cola cortas. La hermosa cabeza de Ana, con los cabellos negros, que desbordaban del alto sombrero, sus hombros rec­tos, el talle fino, su actitud tranquila y graciosa, formaban una bonita estampa de amazona que, a la vez que la admiraron, llenaron a Dolly de sorpresa.

En el primer momento le pareció algo inconveniente que Ana montara a caballo. Daria Alejandrovna consideraba aque­llo como una coquetería que no iba bien con su situación. Pero, cuando la vio de cerca, rectificó aquel juicio. Era todo tan sencillo, tranquilo y digno en la figura y la actitud de Ana que nada podía resultar más natural.

Al lado de ella, sobre el fogoso caballo militar, alargando hacia delante sus gruesas piernas, con su gorrita escocesa de largas cintas que flotaban por detrás, visiblemente orgulloso de sí mismo, iba Vaseñka Veselovsky.

Daria Alejandrovna, al reconocerle, no pudo reprimir una sonrisa.

Detrás iba Vronsky. Montaba un caballo de pura sangre, de color bayo oscuro y que aparecía agitado por el galope. Para retenerle, Vronsky tenía que tirar fuertemente de las riendas.

Les seguía un hombre vestido de jockey.

Sviajsky con la Princesa, en un charabán nuevo, llevado por un magnífico caballo negro de carreras, iban a los alcan­ces de los jinetes.

Cuando Ana reconoció a Dolly en la pequeña figura de mu­jer acurrucada en un rincón del viejo landolé, su rostro se ilu­minó de alegría.

–¡Ella! –exclamó.

Y lanzó su caballo al galope.

Al llegar junto al coche, saltó sin ayuda de nadie, y, reco­giendo el vuelo de sus faldas de amazona, corrió al encuentro de Dolly.

–Yo esperaba y no osaba esperar... ¡Qué alegría! No pue­des imaginarte mi alegría –decía Ana, ora juntando su rostro al de Dolly y besándola, ora separándose un poco y mirándola sonriente, con cariño–. ¡Qué alegría, Alexey! –dijo a Vronsky, que saltaba del caballo y se acercaba a ellas.

Vronsky, quitándose su alto sombrero gris, saludó a Dolly.

–No sabe usted cuánto nos alegra su llegada –dijo, dando un particular significado a las palabras y con franca sonrisa, que descubría sus fuertes y blancos dientes.

Vaseñka Veselovsky, sin bajarse del caballo, se quitó su gorrita y saludó a Dolly, agitando alegremente las cintas por encima de su cabeza.

–Es la princesa Bárbara –contestó Ana a la mirada in­terrogativa de Dolly, cuando se acercó a ellos el charabán.

–¡Ah! –dijo Daria Alejandrovna. Y, contra su deseo, su rostro expresó descontento.

La princesa Bárbara era tía de su marido. Dolly la conocía desde hacía mucho tiempo y no le inspiraba ningún respeto. Sabía que había pasado toda su vida viviendo como un pará­sito en las casas de sus parientes ricos; pero el que ahora vi­viera en la de Vronsky, hombre completamente ajeno a ella, lo sintió como una ofensa para la familia de su marido. Ana se dio cuenta de la expresión de disgusto que se pintaba en el rostro de su amiga y se confundió; se puso roja y tropezó con el vuelo de su falda de amazona, que había soltado en aquel momento.

Daria Alejandrovna se acercó al charabán, que se había pa­rado, y saludó fríamente a la Princesa.

Sviajsky, a quien también conocía, le preguntó cómo esta­ban el extravagante de su amigo y su joven esposa; y después de echar una ojeada a los caballos, que no formaban pareja, y al landolé que tenía las aletas recompuestas, Sviasky propuso a las damas que pasasen al charabán.

–No, seguiré en este vehículo –rehusó Dolly.

–El caballo es tranquilo y la Princesa guía bien –insis­tieron.

–No. Quédense como están –decidió Ana–. Nosotras iremos en el landolé.

Y, cogiendo a Dolly del brazo, se la llevó consigo a aquel coche.

Daria Alejandrovna miraba con interés el charabán, tan lu­joso como no lo había visto nunca; a los magníficos caballos; a todas aquellas personas que la rodeaban, tan elegantemente vestidas, tan bien ataviadas. Pero lo que más la admiraba era el cambio que advertía en su querida Ana. Otra mujer menos observadora o que no hubiese conocido antes a su cuñada y, sobre todo, que no hubiera pensado lo que durante su viaje pensó Dolly, no habría observado nada de particular en ella. Pero ahora Dolly estaba sorprendida de encontrar en Ana aquella belleza que solamente en los momentos de delirio amoroso se ve en las mujeres. Todo en ella era bello: los ho­yuelos de las mejillas y de la barbilla; la forma y el color de los labios; la sonrisa alada; el brillo de los ojos; la rapidez y la gracia de los movimientos; el tono de la voz; hasta la manera en que, medio en serio, medio en broma, contestara a Vese­lovsky al pedirle éste permiso para montar su caballo y ense­ñarle a galopar con las cuatro patas estiradas. Todo en ella respiraba un encanto del que Ana parecía consciente y que la colmaba de gozo.


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