En busca del tiempo perdido



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La patrona estaba rebosante de alegría, la alegría de una antigua querida que a punto de ser abandonada por su joven amante consigue romper su boda. Y quizá no había calcula­do la mentira, ni siquiera mentido a sabiendas. Quizá una lógica sentimental, algo más elemental aún, una especie de reflejo nervioso que la impulsaba, para animar su vida y proteger su felicidad, a «mezclar las cartas» en el pequeño clan, hacía subir impulsivamente a sus labios, sin que ella tu­viera tiempo de controlar su veracidad, aquellas afirmacio­nes diabólicamente útiles, ya que no rigurosamente exactas.

-Si nos lo hubiera dicho a nosotros solos no importaría -repuso la patrona-; nosotros ya sabemos que de lo que él dice hay que tomar y dejar, y además todos los oficios son buenos, cada uno tiene su valor, cada cual es lo que vale. Pero lo que nos duele es que vaya con esas cosas a madame de Portefin -madame Verdurin la citaba adrede, porque sa­bía que Charlie quería a madame de Portefin-. Cuando le oyó, mi marido me dijo: «Hubiera preferido que me dieran una bofetada». Pues Gustavo le quiere a usted tanto como yo -así se supo que monsieur Verdurin se llamaba Gustavo-. En el fondo es un sentimental.

-Pero yo no te he dicho nunca que le quería -murmuró monsieur Verdurin fingiendo una hosquedad bonachona-. El que le quiere es el Charlus.

-¡Oh!, no, ahora comprendo la diferencia; vivía traiciona­do por un miserable, mientras que usted, usted sí que es bueno -exclamó Charlie con sinceridad.

-No, no -murmuró madame Verdurin para consolidar su victoria (pues veía salvados sus miércoles) sin abusar de ella-, miserable es mucho decir; hace daño, mucho daño, pero inconscientemente; le advierto que esa historia de la Legión de Honor no duró mucho. Y sería muy desagradable para mí repetirle todo lo que ha dicho de su familia -dijo madame Verdurin, que se hubiera visto muy apurada para hacerlo.

-¡Oh!, aunque no dudara más que un instante, basta para probar que es un traidor -exclamó Morel.

En este momento volvimos al salón.

-¡Ah! -exclamó monsieur de Charlus viendo a Morel y di­rigiéndose hacia el músico con la animación de los hombres que han organizado sabiamente toda la noche con vistas a una cita con una mujer y que, muy exaltados, no sospechan que ellos mismos han armado la trampa donde van a coger­los y apalearlos, delante de todo el mundo, unos hombres apostados por el marido-. Vaya, no es demasiado pronto.

¿Está usted contento, joven gloria, y sin tardar mucho joven caballero de la Legión de Honor? Pues va a ostentar en segui­da su cruz -dijo monsieur de Charlus a Morel en un tono tierno y triunfante, pero refrendando, con estas mismas pa­labras alusivas a la condecoración, las mentiras de madame Verdurin, que a Morel le parecieron así una verdad indiscu­tible.

-Déjeme, le prohibo acercarse a mí -gritó Morel al ba­rón-. Esto no debe de ser para usted un ensayo, no soy el pri­mero que intenta pervertir.

Lo único que me consolaba era pensar que iba a ver cómo monsieur de Charlus pulverizaba a Morel y a los Verdurin. Por muchísimo menos había sido yo objeto de sus iras de loco, nadie estaba libre de ellas, no le intimidaría ni un rey. Pero ocurrió algo extraño. Vimos a monsieur de Charlus mudo, estupefacto, midiendo su desgracia sin comprender la causa, no encontrando una palabra, mirando sucesiva­mente a todos los presentes con gesto interrogador, indigna­do, suplicante, y que parecía preguntarles, más que lo que había ocurrido, lo que él debía contestar. Quizá lo que le en­mudecía (al ver que madame Verdurin volvía los ojos y que nadie acudía en su ayuda) era el sufrimiento presente y, so­bre todo, el terror de los sufrimientos que le esperaban; o bien que, no habiéndose exaltado de antemano con la ima­ginación y forjado una furia, no teniendo dispuesta la ira (pues, sensitivo, nervioso, histérico, era un verdadero im­pulsivo, pero un falso valiente, y hasta, como siempre había querido yo, y esto me lo hacía bastante simpático, un falso malévolo, y no tenía las reacciones normales del hombre de honor ultrajado), le habían sorprendido y herido brusca­mente cuando estaba sin armas; o bien, en un medio que no era el suyo, se sentía menos a sus anchas y menos valiente que en el Faubourg. El caso es que, en aquel salón que él des­preciaba, el gran señor (al que la superioridad sobre los ple­beyos no era más esencialmente inherente que lo fuera a un antepasado suyo ante el tribunal revolucionario), en una pa­rálisis de todos los miembros y de la lengua, no supo hacer otra cosa que dirigir a todos lados unas miradas de espanto, de indignación por la violencia que le infligían, unas mira­das tan suplicantes como interrogadoras. Y, sin embargo, monsieur de Charlus poseía todos los recursos no sólo de la elocuencia, sino de la audacia, cuando, presa de una ira que hervía en él desde hacía tiempo, dejaba a cualquiera hecho un guiñapo, con las palabras más cruentas, ante las gentes del gran mundo escandalizadas y que nunca creyeron que se pudiera llegar tan lejos. En estos casos, monsieur de Charlus ardía, se agitaba en verdaderos ataques nerviosos que hacían temblar a todo el mundo. Pero es que en estos casos tenía la iniciativa, atacaba, decía lo que quería (como Bloch sabía burlarse de los judíos y enrojecía si alguien los nombraba delante de él). A aquellas personas a quienes odiaba, las odiaba porque creía que le despreciaban. De haber sido amables con él, en lugar de enfurecerse contra ellas las hu­biera besado. En una circunstancia tan terriblemente impre­vista, aquel gran discurseador sólo supo balbucir:

-¿Qué quiere decir esto? ¿Qué pasa?



Ni siquiera se le oía. Y como la eterna pantomima del te­rror pánico ha cambiado tan poco, aquel viejo caballero al que ocurría una aventura desagradable en un salón pari­siense repetía sin querer las actitudes esquemáticas en las que la escultura griega de las primeras edades estilizaba el espanto de las ninfas perseguidas por el dios Pan.

El embajador caído en desgracia, el alto funcionario que pasa a la reserva, el hombre de mundo recibido fríamente, el enamorado despedido, examinan, a veces durante meses, el hecho que ha matado sus esperanzas; le dan vueltas y más vueltas como a un proyectil disparado de no se sabe dónde ni por qué, casi un aerolito. Quisieran conocer los elementos que forman ese extraño objeto caído sobre ellos, saber qué malas voluntades se pueden reconocer en él. Los químicos disponen de análisis; los enfermos de un mal cuyo origen desconocen pueden llamar al médico, y los hechos crimina­les son más o menos dilucidados por el juez de instrucción. Pero rara vez descubrimos los móviles de los hechos descon­certantes de nuestros prójimos. Y monsieur de Charlus -an­ticipándonos a los días que siguieron a aquella noche sobre la que hemos de volver- sólo una cosa clara vio en la actitud de Charlie. Morel, que había amenazado muchas veces al ba­rón con contar la pasión que le inspiraba, debía de haber aprovechado para ello aquel momento en que se creía sufi­cientemente «llegado» para volar con sus propias alas. Y por pura ingratitud se lo habría contado todo a madame Verdu­rin. Pero ¿cómo ésta se había dejado engañar? (pues el ba­rón, decidido a negar, se había convencido a sí mismo de que los sentimientos que le reprocharían eran imaginarios). Acaso algún amigo de madame Verdurin, tal vez él mismo, enamorado de Charlie, había preparado el terreno. En con­secuencia, monsieur de Charlus, los días siguientes, escribió unas cartas terribles a varios «fieles» completamente ino­centes y que le creyeron loco; después fue a hacerle a mada­me Verdurin un largo relato enternecedor, relato que no pro­dujo en absoluto el efecto que él deseaba. Pues, por una parte, madame Verdurin repetía al barón: «Pues no se ocu­pe más de él, despréciele, es un niño». Pero el barón no an­siaba más que una reconciliación. Por otra parte, para con­seguirla privando a Charlie de todo lo que creía seguro, monsieur de Charlus pedía a madame Verdurin que no vol­viera a recibirle, a lo que ésta opuso una negativa que le va­lió unas cartas irritadas y sarcásticas de monsieur de Char­lus. Yendo de una suposición a otra, el barón no dio jamás con la verdadera; es decir, que el golpe no había partido en modo alguno de Morel. Verdad es que hubiera podido ente­rarse pidiendo a éste unos minutos de conversación. Pero consideraba esto contrario a su dignidad y a los intereses de su amor. Había sido ofendido y esperaba explicaciones. Por lo demás, a la idea de una entrevista que pudiera disipar una mala interpretación va siempre unida otra idea que, por la razón que sea, nos impide prestarnos a esa entrevista. El que se ha rebajado y ha demostrado su debilidad en veinte oca­siones dará prueba de orgullo en la ocasión número veinti­uno, precisamente la única en que sería útil no atrincherarse en una actitud arrogante y disipar un error que, al no ser desmentido, se va arraigando en el adversario. En cuanto al aspecto mundano del incidente, corrió el rumor de que a monsieur de Charlus le habían echado de casa de los Verdu­rin cuando intentaba violar a un joven músico. Y no le extra­ñó a nadie que monsieur de Charlus no volviera a aparecer en casa de los Verdurin; cuando por casualidad se encontra­ba en alguna parte con alguno de los «fieles» de los que sos­pechara y a los que había insultado, éste le guardaba rencor al barón y el barón ni siquiera le saludaba, lo que no sor­prendía a nadie, pues se comprendía muy bien que ningún miembro del pequeño clan quisiera hablar al barón.

Mientras monsieur de Charlus, anonadado por las pala­bras que acababa de pronunciar Morel y por la actitud de la patrona, parecía una ninfa presa de terror pánico, monsieur y madame Verdurin se retiraron al primer salón, como en señal de ruptura diplomática, dejando solo a monsieur de Charlus, y Morel, en el estrado, metía su violín en el estuche.

-Cuéntanos cómo fue -dijo ávidamente madame Verdu­rin a su marido.

-No sé qué le dijo usted, pero parecía impresionadísimo -intervino Ski-; se le saltaban las lágrimas.

-Creo que lo que he dicho yo le ha sido completamente indiferente -dijo madame Verdurin fingiendo no haber en­tendido, con uno de esos manejos que, por lo demás, no en­gañan a todo el mundo y para obligar al escultor a repetir que Charlie lloraba, lágrimas que enorgullecían demasiado a la patrona para que quisiera arriesgarse a que las ignorara alguno de los fieles que podía no haber oído bien.

-No, no, al contrario, le brillaban unos buenos lagrimo­nes -dijo el escultor en voz baja y con sonriente gesto de con­fidencia mal intencionado, sin dejar de mirar de reojo para cerciorarse de que Morel seguía en el estrado y no podía oír la conversación.

Pero había una persona que la oía y cuya presencia iba a devolver a Morel, nada más verla, una de las esperanzas que había perdido. Era la reina de Nápoles, que al darse cuenta de que había olvidado el abanico le había parecido más ama­ble volver ella misma a buscarlo, dejando para ello la otra fiesta. Entró calladamente, como confusa, dispuesta a pedir perdón y a hacer una breve visita ahora que no quedaba na­die. Pero en el calor del incidente, que ella comprendió en se­guida y que la indignó, no la oyeron entrar.

-Dice Ski que tenía lágrimas en los ojos; ¿te fijaste tú en eso? Yo no he visto esas lágrimas. ¡Ah, sí, es verdad, ahora me acuerdo! -corrigió, temiendo que su denegación fuera creída-. Y Charlus está hecho un guiñapo, debía buscar una silla, le tiemblan las piernas, se va a caer redondo -dijo bur­lándose despiadadamente.

En este momento corrió Morel hacia ella.

-¿No es esa señora la reina de Nápoles? -preguntó (aun­que sabía que era ella) señalando a la soberana que se dirigía hacia Charlus-. Después de lo ocurrido, ya no puedo pedir al barón que me presente a ella.

-Espere, le presentaré yo -dijo madame Verdurin, y se­guida por algunos fieles, pero no por mí ni por Brichot, que nos apresuramos a pedir nuestros abrigos y a marcharnos, se dirigió hacia la reina, que estaba hablando con monsieur de Charlus. Había creído éste que la realización de su gran deseo de que Morel fuera presentado a la reina de Nápoles sólo podía impedirla la muerte, improbable, de la soberana. Pero nos representamos el futuro como un reflejo del pre­sente proyectado en un espacio vacío, cuando es el resulta­do, a veces muy inmediato, de causas que en su mayor parte ignoramos. No hacía de aquello ni una hora, y monsieur de Charlus lo habría dado todo por que Morel no fuera presen­tado a la reina. Madame Verdurin hizo a ésta una reverencia. Al ver que la reina no parecía reconocerla, dijo-: Soy mada­me Verdurin. ¿No me reconoce vuestra majestad?

-Muy bien -dijo la reina, y siguió hablando a monsieur de Charlus con tanta naturalidad y con un aire tan perfecta­mente distraído que madame Verdurin dudó si era a ella a quien se dirigía aquel «muy bien» pronunciado en un tono maravillosamente distraído que a monsieur de Charlus, ex­perto y goloso catador en materia de impertinencias, le arrancó, en medio de su dolor de amante, una sonrisa de gratitud.

Morel, al ver de lejos los preparativos de la presentación, se acercó. La reina ofreció su brazo a monsieur de Charlus. También con él estaba enfadada, pero sólo porque no hacía frente con más energía a los villanos que le habían insultado. Estaba roja de vergüenza por él, de que los Verdurin osaran tratarle así. La simpatía que con tanta sencillez les había de­mostrado unas horas antes y la insolente altivez con que ahora se erguía ante ellos nacían del mismo punto de su co­razón. La reina era una mujer muy buena, pero la bondad la concebía sobre todo en forma de una lealtad inquebrantable a las personas que quería, a los suyos, a todos los príncipes de su familia, entre los cuales figuraba monsieur de Charlus, y luego a todas las personas de la burguesía o del pueblo más humilde que sabían respetar a los que ella amaba, tener para ellos buenos sentimientos. Si había mostrado simpatía a ma­dame Verdurin, era porque la creía dotada de estos buenos instintos. Desde luego es un concepto estrecho, un poco tory y cada vez más anticuado de la bondad; pero esto no quiere decir que su bondad fuera menos sincera y menos ardiente. Los antiguos no amaban menos al grupo humano al que se consagraban porque ese grupo no rebasara los límites de la ciudad, ni los hombres de hoy aman menos a la patria que los que amarán a los Estados Unidos de toda la tierra. Muy cerca de mí he tenido el ejemplo de mi madre, a la que mada­me de Cambremer y madame de Guermantes no pudieron nunca decidir a formar parte de ninguna obra filantrópica, de ningún ropero patriótico, a vender papeletas en fiestas benéficas. No quiero decir que tuviera razón en no actuar más que cuando se lo dictaba el corazón y en reservar a su familia, a sus domésticos, a los desdichados que el azar pu­siera en su camino, sus riquezas de amor y generosidad; pero sé muy bien que estas riquezas, como las de mi abuela, fueron inagotables y superaron con mucho todo lo que pu­dieran hacer e hicieron madame de Guermantes o madame de Cambremer. El caso de la reina de Nápoles era muy dife­rente, pero de todos modos hay que reconocer que ella no concebía los seres simpáticos como se conciben en esas no­velas de Dostoievsky que Albertina había cogido de mi bi­blioteca y había acaparado, es decir, en figura de parásitos adulones, ladrones, borrachos, tan pronto serviles como in­solentes, facinerosos, asesinos si llega el caso. Por lo demás, los extremos se tocan, pues el hombre noble, el allegado, el pariente ultrajado que la reina quería defender era monsieur de Charlus, es decir, a pesar de su alcurnia y de todos los pa­rentescos que tenía con la reina, una persona cuya virtud iba escoltada por muchos vicios.

-Parece que no está usted bien, querido primo -dijo la reina a monsieur de Charlus-. Apóyese en mi brazo. Tenga la seguridad de que le sostendrá siempre. Es bastante firme para eso -y levantando altivamente los ojos ante ella (donde se encontraban entonces, según me contó Ski, madame Ver­durin y Morel)-: Ya sabe que en otro tiempo, en Gaeta, este brazo tuvo a raya a la plebe. Sabrá servirle a usted de fortaleza -y así, llevando del brazo al barón y sin dejar que le presenta­ran a Morel, salió la gloriosa hermana de la emperatriz Isabel.



Conociendo el carácter terrible de monsieur de Charlus, las persecuciones con que aterrorizaba hasta a parientes su­yos, se podría creer que después de aquella noche iba a des­encadenar su furia y a ejercer represalias contra los Verdu­rin. Pues no ocurrió así, y la causa principal de que no ocu­rriera fue seguramente que el barón cogió frío a los pocos días, contrajo una de esas neumonías infecciosas muy fre­cuentes entonces y durante mucho tiempo los médicos le creyeron y se creyó él mismo a dos dedos de la muerte, per­maneciendo varios meses entre ésta y la vida. ¿Fue simple­mente metástasis física y la sustitución por un mal diferente de la neurosis que hasta entonces le había llevado hasta a or­gías de cólera? Pues es demasiado sencillo creer que, como nunca había tomado en serio a los Verdurin en el aspecto so­cial, no podía guardarles rencor como si se tratara de gentes de su clase; también demasiado sencillo recordar a este pro­pósito que los nerviosos, irritados a cada paso contra ene­migos imaginarios e inofensivos, se vuelven, en cambio, in­ofensivos cuando alguien toma contra ellos la ofensiva, y que es más fácil calmarlos echándoles agua fría a la cara que pro­curando demostrarles la inanidad de sus agravios. Pero pro­bablemente la explicación de esta falta de rencor no hay que buscarla en una metástasis, sino más bien en la enfermedad misma, pues causaba al barón tan grandes fatigas que le que­daba poco tiempo para pensar en los Verdurin. Estaba me­dio muerto. Hablábamos de ofensivas; hasta las que no ten­drán sino efectos póstumos requieren, para «montarlas convenientemente», el sacrificio de una parte de nuestras fuerzas. A monsieur de Charlus le quedaban demasiado po­cas para el trabajo de una preparación. Se suele hablar de enemigos de por vida que, in articulo mortis, los dos al mis­mo tiempo, abren los ojos para verse recíprocamente y los vuelven a cerrar felices. Este caso debe de ser raro, excepto cuando la muerte nos sorprende en plena vida. Cuando ya no queda nada que perder, se evitan riesgos que en plena vida se asumirían despreocupadamente. El espíritu de ven­ganza forma parte de la vida: aparte algunas excepciones que, dentro de un mismo carácter, son, como se verá, huma­nas contradicciones, nos abandona, por lo general, en el um­bral de la muerte. Monsieur de Charlus, después de pensar un instante en los Verdurin, se volvía contra la pared y ya no pensaba en nada. No es que hubiera perdido su elocuencia, sino que la de ahora le pedía menos esfuerzos. Todavía le manaba, pero había cambiado. Desprovista de las violencias que tan a menudo la adornaran, ahora ya no era más que una elocuencia casi mística embellecida por palabras dulces, por parábolas del Evangelio, por una aparente resignación a la muerte. Hablaba sobre todo los días en que se creía salva­do. Una recaída le hacía callar. Esta cristiana dulzura en que se había transmutado su magnífica violencia (como en Es­ther el genio, tan diferente, de Andromaque) causaba admi­ración a los que le rodeaban. Se la hubiera causado hasta a los Verdurin, que no hubieran podido menos de venerar a un hombre al que por sus defectos habían odiado. Claro que sobrenadaban unos pensamientos que no tenían nada de cristianos. Pedía al arcángel Gabriel que viniera a anunciar­le, como al profeta, cuándo llegaría el Mesías. Y añadía, inte­rrumpiéndose con una dulce sonrisa dolorosa: «Pero que no venga el Arcángel a pedirme, como a Daniel, que espere "sie­te semanas y sesenta y dos semanas", pues me moriré antes». El Mesías que monsieur de Charlus esperaba era Morel. Por eso pedía también al arcángel Rafael que se lo trajera como trajo al joven Tobías. Y mezclando otros medios más huma­nos (como los papas enfermos, que al mismo tiempo que mandan decir misas no dejan de llamar a su médico), insi­nuaba a sus visitantes que si Brichot le traía en seguida a su joven Tobías, acaso el arcángel Rafael consintiera en devol­verle la vista como al padre de Tobías, o en la piscina probá­tica de Betsaida. Mas, a pesar de estos retornos a lo humano, no era menos deliciosa la pureza moral de las palabras de monsieur de Charlus. Vanidad, maledicencia, arrebatos de maldad y de orgullo, todo esto había desaparecido. Mo­ralmente, monsieur de Charlus se había elevado muy por encima del nivel en que antes viviera. Pero este perfeccio­namiento moral, sobre cuya realidad su arte oratorio era capaz, por otra parte, de engañar un poco a sus enterneci­dos auditores, este perfeccionamiento desapareció al de­saparecer la enfermedad que había actuado por él. Como veremos, monsieur de Charlus volvió a bajar la cuesta con una rapidez progresivamente creciente. Pero la actitud de los Verdurin hacia él era ya sólo un recuerdo un poco leja­no que unas iras más inmediatas impidieron que se reavi­vara.

Volviendo atrás, en la fiesta de los Verdurin, cuando los dueños de la casa se quedaron solos, monsieur Verdurin dijo a su mujer:

-¿Sabes por qué no ha venido Cottard? Está con Saniette, que ha fallado la jugada de Bolsa en que se metió para reha­cerse. Cuando se enteró de que no le quedaba un franco y te­nía cerca de un millón de deudas, le dio un ataque.

-Pero ¿por qué jugó? Es idiota, Saniette no entiende nada de eso. Otros más listos que él se dejan las plumas, y él estaba destinado a que le engañara todo el mundo.

-Pues claro, ya hace mucho tiempo que sabemos que es idiota -dijo monsieur Verdurin-. Pero, en fin, el resultado es ése: un hombre al que el casero echará mañana a la calle y que se va a encontrar en la última miseria; su familia no le quiere, no será Forcheville quien haga algo por él. Así que yo había pensado... Bueno, no quiero hacer nada que te des­agrade, pero quizá podríamos pasarle una pequeña renta para que no se dé demasiado cuenta de su ruina, para que pueda cuidarse en su casa.

-Estoy completamente de acuerdo, está muy bien que hayas pensado en eso. Pero dices «en su casa»; ese imbécil ha se­guido viviendo en una casa demasiado cara y ya no es posible, habría que alquilarle algo de dos habitaciones. Creo que toda­vía vive en un piso de seis o siete mil francos.

-Seis mil quinientos. Pero le tiene mucho cariño. Después de todo, esto que ha tenido es un primer ataque, no creo que pueda vivir más de dos o tres años. Supongamos que gasta­mos por él diez mil francos durante tres años. Creo que po­dríamos hacerlo. Por ejemplo, este año, en vez de volver a alquilar la Raspelière, podríamos tomar algo más modesto. Creo que con nuestras rentas no es imposible amortizar diez mil francos en tres años.

-Bueno, pero lo malo es que se sabrá, y eso obligaría a ha­cerlo por otros.

-Puedes creer que no había pensado en eso. Sólo lo haré con la expresa condición de que nadie se entere. ¡Estaría bueno!, no me haría ninguna gracia que nos viéramos obli­gados a ser los bienhechores del género humano. ¡Nada de filantropías! Lo que podríamos hacer es decirle que lo dejó la princesa Sherbatoff.

-Pero ¿lo creería? La princesa consultó a Cottard para su testamento.

-En último término, pondremos a Cottard en el secreto, tiene costumbre del secreto profesional, y como gana mu­chísimo dinero no será nunca uno de esos oficiosos a los que hay que soltarles la mosca. Y hasta puede que quiera encar­garse de decir que la princesa le había tomado a él de inter­mediario. De ese modo, nosotros ni siquiera apareceremos para nada. Eso evitaría el fastidio de las escenas de gratitud, de las manifestaciones, de las frases.

Monsieur Verdurin añadió una palabra que significaba evidentemente esa clase de escenas conmovedoras y de fra­ses que deseaba evitar. Pero no me la pudieron decir exacta­mente, pues no era una palabra francesa, sino uno de esos términos que usan en las familias para designar ciertas co­sas, sobre todo las cosas molestas, probablemente porque quieren poder señalarlas ante los interesados sin que éstos lo entiendan. Estas expresiones son generalmente un resto contemporáneo de un estado anterior de la familia. En una familia judía, por ejemplo, será un término ritual desviado de su sentido y quizá la única palabra hebrea que la familia, afrancesada ahora, conoce aún. En una familia arraigada­mente provinciana, será una palabra del dialecto de la pro­vincia, aunque la familia no hable ya y ni siquiera compren­da el dialecto. En una familia procedente de América del Sur y que no hable más que el francés, será una palabra españo­la. Y en la generación siguiente esa palabra ya no existirá más que como un recuerdo de infancia. Se recordará que, en la mesa, los padres aludían a los criados que servían, sin que éstos los entendieran, diciendo tal palabra, pero los niños ig­noran lo que quería decir exactamente esa palabra, si era del español, del hebreo, del alemán, del dialecto, y ni siquiera si había pertenecido alguna vez a una lengua cualquiera o era un nombre propio o una palabra enteramente inventada. Sólo se puede aclarar la duda si se tiene un tío abuelo, un pa­riente viejo que ha debido de emplear el mismo término. Como yo no he conocido a ningún pariente de los Verdurin, no pude reconstruir exactamente la palabra. El caso es que hizo reír a madame Verdurin, pues el empleo de esa lengua menos general, más personal, más secreta que la lengua ha­bitual da a los que la usan entre ellos un sentimiento egoísta nunca exento de cierta satisfacción. Pasado este instante de regocijo, madame Verdurin objetó:


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