Esa agua pureza y espejo. Esa agua que consuela y cura sus arrugas, sus heridas, tapa sus grietas, calma sus resquebrajamientos, sus sequedades, su sed.
Esa agua que reanima, que hace revivir, que sube por sus troncos y sus miembros. Esa agua cuya aplicación quita el dolor de cabeza, y compensa el exceso de calor creado por la energía, el trabajo, las penas, los ejercicios corporales e intelectuales.
Esa agua, en fin, esa agua del mundo, quizás específica de nuestra tierra a la que envuelve íntegramente con sus velos líquidos o vaporosos –y cuyas características quisiera ahora examinar un poco más seriamente, puesto que el Sena a fin de cuentas sólo es una pequeña parte de ella.
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Resulta muy notable que la naturaleza tanto interior como exterior a nosotros se presenta en sus tres estados, y he dicho que debíamos felicitarnos por ello.
Si se admite que nuestra Tierra, en su origen, no fue sino un fragmento desprendido del Sol, no estamos tan seguros sin embargo de que los minerales se formaron a partir de líquidos: tal vez fue a partir de especies estables a temperatura más elevada. Nos es posible, en efecto, imaginarnos el Sol, y por consiguiente el actual núcleo central de nuestra Tierra, y por ende la Tierra entera en su origen como una inmensa masa gaseosa e incandescente, y aun como un simple conjunto o sistema de cargas eléctricas.
Sea como fuere, parece que como efecto de un enfriamiento progresivo, algunos de los elementos gaseosos de ese conjunto en contacto con capas aún más frías del éter intersideral se condensaron en diversos vapores, entre ellos el vapor de agua. Podemos imaginarnos entonces una primera edad de la Tierra donde su historia se redujo a una especie de tormenta perpetua. Gas que se elevaba por el mero hecho de su energía cinética, que luego se condensaba y caía en lluvias que, en contacto con el núcleo central, se evaporaban de inmediato, para condensarse de nuevo, volver a caer en chaparrones y así sucesivamente, arrastrando en sus movimientos numerosas cenizas hasta que gracias al enfriamiento continuo poco a poco se forma una costra, ardiente todavía aunque sólida de modo que la tormenta prosigue, pero poco a poco los movimientos de evaporación se hacen más lentos y el líquido finalmente puede permanecer un momento en las depresiones de la superficie.
Sucede así que el líquido ya no se evapora sino en parte y se forman los océanos, pero a una temperatura tal (temperatura de incubadora) que toda clase de cuerpos simples, fósforo, carbono, etc., resultan entonces íntimamente mezclados y disueltos en el agua, y aquellos cuya combinación compleja constituye la materia orgánica pueden asociarse y dar lugar dentro de los océanos a los primeros fenómenos de la vida, cuya imagen nos ofrece todavía actualmente el plancton.
He aquí pues, querido amigo, cómo nuestra imaginación nos permite describir lo que los anteriores libros sagrados llamaron el Génesis.
Pero lo más maravilloso que hay para decir, escúchalo bien, es lo siguiente: al agua químicamente pura, e incluso a la que se puede obtener por síntesis en los laboratorios, le queda algo de ese rasgo monstruoso y casi divino.
Sí, cuando se estudia el agua comparativamente con otros líquidos, se comprueban anomalías tales que pueden confirmar en verdad la hipótesis de su carácter originario.
Deseoso de ahorrarte nuevas fatigas, no te arrastraré esta vez mucho más adentro de los maravillosos jardines de la ciencia cuantitativa, erizados de fórmulas y de aparatos raros. Pero ya que nos hemos acercado de nuevo, déjame mostrarte sin embargo, como a través de rejas, algunos de los tesoros que se han acumulado allí.
Considerado antaño como tipo del estado líquido, el agua es un fenómeno casi único en su género. Para explicar sus diversas anomalías, de las cuales la más usualmente experimentada es su aumento de volumen por solidificación (pero hay muchas otras, más sorprendentes aún), la física moderna acaba de abandonar la hipótesis según la cual sería un líquido asociado, mezcla de diversos hidroles. Ahora prefiere representar una masa de agua cualquiera como una gigantesca molécula única, con lazos internos móviles (aunque sin embargo sólidos), y con vacíos importantes cuyo parcial llenado daría cuenta especialmente de su anomalía de densidad.
Además está completamente aceptado, y te ruego que midas la importancia de ese descubrimiento, que determinados cuerpos disueltos, lejos de destruir la regularidad del ensamblaje coordinado del agua, por el contrario lo consolidan.
De modo que si recordamos el hecho de que ciertos organismos marinos, como la medusa por ejemplo, contienen más de un ochenta por ciento de agua, no consideraremos en definitiva para nada como una boutade la siguiente frase del físico Langmuir: “El Océano entero no es más que una gran molécula un tanto laxa y la salida de un pez es consecuencia de un proceso de disociación.”
En este punto, una señal de mi dedo bastará sin dudas para hacerte recordar las analogías desarrolladas en la primera parte de este discurso, y comprender inmediatamente el magnífico eco de una proposición así dentro de la retórica. No quiero insistir en ello.
Así, nos hallaríamos pues actualmente en una época del mundo, o si lo prefieres, viene a ser lo mismo, en una temperatura del mundo, donde los tres estados de la materia pueden existir simultáneamente, de una manera relativamente estable aunque muy móvil, agitada, de donde resulta la vida. Y no solamente en lo que hemos adquirido el hábito de llamar la Naturaleza, sino también en nuestro mismo cuerpo, es decir, en una de las formas llamadas superiores de la vida, y no solamente en nuestro cuerpo, sino en las formas de nuestra mente, lo que implica la coexistencia, allí como en todas partes, del objeto, la mente y la palabra.
Pero ya que hemos elegido en este caso un objeto líquido particular, un río: el Sena, y que elegimos tratarlo según la forma retórica que le resulta adecuada, nos falta ejemplificar, de acuerdo a ese objeto y según nuestro modo de expresión, nuestra hipótesis general y restringirla al caso en cuestión.
Pues bien, es fácil. Digamos tan solo que la tormenta, de la que hablábamos hace un rato, continúa. Aunque en proporciones y con una intensidad incomparablemente menores. Se ha atenuado, fragmentado; es entrecortada por espacios y períodos de buen tiempo. ¿Buen tiempo? A decir verdad, no lo deseemos demasiado, no lo deseemos en absoluto, porque lo que llamamos así prefigura sin dudas una época del mundo en que el líquido habrá desaparecido, y todo se secará, y es probable que nuestra especie haya cambiado mucho… hasta desaparecer sin dejar rastros. Sea como fuere, el agua sigue cumpliendo su ciclo tal como lo hemos descripto, y es en los días de buen tiempo cuando se eleva hacia las alturas de la atmósfera. ¿Qué es entonces el Sena, dentro de este ciclo? Nada más que una, y ni de cerca la más importante, de las grietas que toma indiferentemente una parte del agua cuando corre por la superficie de la Tierra para alcanzar los lugares donde se evapora en masa: el Océano. ¿Y no parece cómico pensar, cuando hemos adquirido esta idea de nuestro río, que tales zanjas alguna vez pudieron ser divinizadas? Pero ciertamente llegaron a serlo, por obra de las larvas que somos. No me seguiré sorprendiendo más con ello.
Prefiero considerar con un poco de atención el exquisito mecanismo según el cual marcha y funciona la divertida relojería del mundo actual. Sí, bien podemos considerarlo así, en la medida en que las más terribles tempestades, trombas, ciclones, huracanes ya no afectan en verdad de manera muy desastrosa la vida de nuestro universo. Me gustaría verlo desde un poco más arriba, o que me lo representaran más chico, para comprobar entonces con qué minucia, qué complicaciones, qué ínfimos matices se da el funcionamiento de ese delicado aparato. ¡Cómo inciden toda clase de influencias, de soplos, de engranajes sutiles en la formación, el curso, la detención y la precipitación de las nubes! ¡Cómo se desencadena todo, al parecer inopinadamente, pero de la manera y a la hora más precisa, exactamente en el lugar determinado! Qué variedad de formas, de meteoros, de músicas, de efectos, de fenómenos. Ah, un chorrito de agua por aquí, y mira por allá la tormenta que se forma, estalla y se precipita y se deshace, y las aguas se filtran alegremente en la pequeña hondonada del terreno, observa todas esas arrugas. Elijamos una para estudiarla. ¿Aquélla? No le saques los ojos de encima, no la pierdas de vista, es el Sena… Pero espera, déjame observar primero cómo se organiza el mecanismo del cual sólo es uno de los pequeños corredores, el mecanismo que lo alimenta.
Y comprueba de inmediato, desde el punto elevado en que nos hallamos, cuán visible es, aunque las aguas, en oposición al fuego, no sean una fuente de calor y no tengan actividad propia, aparte de su movilidad (y la fluidez de los vapores que surgen de ellas), no obstante su sensibilidad a los impulsos que provienen ya sea de los movimientos de la atmósfera, ya sea de las atracciones de los astros, le comunican al globo entero una apariencia de animación y de vida. Observa que los cambios más importantes dentro de los mismos continentes se deben a la circulación de las aguas corrientes, porque causan, incluso en las capas más profundas, perturbaciones más variadas y al menos tan importantes, en todo caso más constantes, que las de los volcanes que ocasiona el fuego interior.
Mira ahora cómo pasan las cosas.
De hecho, casi todos los contrastes de clima provienen de que la atmósfera, constantemente en movimiento, se halla en contacto unas veces con el agua de los océanos, otras veces con la tierra firme. La tierra se calienta y se enfría aproximadamente dos veces más rápido que el agua. Ahora bien, en los alrededores del paralelo norte 65º es donde la masa continental está más extendida. Será pues en ese punto donde se mostrarán las anomalías térmicas más fuertes, los contrastes más acentuados del clima. Es también allí donde las perturbaciones atmosféricas serán más frecuentes y más irregulares.
De hecho, nuestras regiones de Europa occidental, aunque situadas un poco por debajo de esa latitud, poseen una inestabilidad del tiempo caracterizada por un cielo que cambia de un día para el otro, golpes de frío que interrumpen el calentamiento de primavera, formación de nubes y chaparrones que suceden rápidamente a las horas soleadas, jornadas tórridas bruscamente interrumpidas por una tormenta.
Es porque la atmósfera que las baña trae tanto el hálito del trópico como el de las regiones polares, el soplo del océano y también el de las estepas asiáticas.
Entre las altas presiones oceánicas subtropicales centradas en las Azores y las bajas presiones oceánicas subárticas centradas en Islandia, el aire debe desplazarse, desviado por la rotación de la Tierra, hacia el este noreste.
Ese gran flujo oceánico que proviene del oeste sudoeste, progresivamente enfriado o calentado según las estaciones pero naturalmente húmedo, afecta los sistemas nubosos, cuya extensión se ve limitada en invierno por un pico de alta presión que prolonga hasta Suiza e incluso hasta el Macizo central francés el gran máximo del Asia.
Por otra parte, sufrimos en este caso el contragolpe debilitado de las perturbaciones pasajeras más profundas, debidas a áreas ciclónicas que se desplazan rápidamente sobre el océano durante una misma jornada, arrastrando a menudo anticiclones migratorios. El elemento activo en la formación de tales perturbaciones es el aire polar que expulsa a las alturas al aire tropical. Se producen en el frente constantemente oscilante donde se encuentran las masas de aire tropical y de aire polar, y su energía es tanto mayor en la medida en que surgen en latitudes más altas. Las nubes surgen y se condensan en superficies de discontinuidad inclinadas, a lo largo de las cuales se enfrentan esas masas de aire de diferente origen. Se presentan allí en masas poderosas y generadoras de lluvias, mientras que nubes ligeras aparecen en los intervalos. Tales sistemas nubosos sobreviven la mayoría de las veces a las perturbaciones que los generaron y prosiguen su ruta hacia el oeste disipándose poco a poco…
Sea como fuere, ya sea que su origen se encuentre en el flujo regular de la atmósfera entre los grandes centros de acción que describí hace un momento o en la resonancia de perturbaciones pasajeras de tipo ciclónico, en todos los países de Europa occidental la lluvia viene del océano, traída por hileras de nubes que abordan el continente empujadas por los grandes vientos del oeste, reguladores de nuestro clima.
Pero acerquemos un poco más nuestra mirada a la región que nos interesa: comprobaremos enseguida la sensibilidad de las precipitaciones ante las menores asperezas del terreno. Comprobaremos también que llueve cada vez menos a medida que nos internamos en el continente. En cuanto a las variaciones de las precipitaciones con relación al relieve, observaremos que las pendientes a barlovento son las más húmedas, y las pendientes a sotavento son relativamente más secas. Es como si las colinas del Bocage normando, las mesetas del Haut Perche y de la región de Caux hicieran de pantalla o de abrigo para el conjunto de la cuenca parisina, donde todo es transición, a partir de allí, y matices delicados.
Por otra parte, ya que desde el punto de vista en que nos hemos ubicado los años pasan rápido (¿no es así, querido amigo?) y más aún las estaciones, muy pronto nos fue posible observar que en razón de la situación cósmica de nuestro planeta, y debido a que los frentes polares tienden a reunirse en invierno, la frecuencia y la energía de las perturbaciones de origen ciclónico se ven entonces muy incrementadas, y resulta aumentado proporcionalmente el eco que sentimos de ellas en nuestro continente. En esa estación será cuando las hileras de nubes abordarán nuestras regiones con mayor frecuencia y en mayores masas, será entonces cuando las precipitaciones serán más abundantes, cuando nuestros ríos habrán de conocer sus crecientes.
Sin embargo, si abandonamos definitivamente la consideración de las nubes y de las precipitaciones que se desprenden de ellas, para fijar nuestra mirada en la cuenca de nuestro río, y en el río en sí mismo, comprobaremos que, si bien toda su agua le llega de las precipitaciones atmosféricas, presenta un importante déficit de caudal. ¿A qué se debe? Una parte del agua corre y arriba directamente a la línea de vaguada; una parte se evapora; otra se filtra aunque reaparece en forma de vertientes, o es devuelta a la atmósfera (principalmente en verano) por la respiración de las plantas. Una muy escasa parte finalmente es retenida por las rocas descompuestas y la vegetación.
Por tal motivo, más allá incluso del clima (que incide sobre la abundancia y la regularidad de las precipitaciones, y también sobre el coeficiente de evaporación del agua una vez caídas las lluvias) que según acabamos de ver en nuestras regiones es templado y lleno de transiciones y matices, por tal motivo, decía, el relieve del suelo (que ofrece vaguadas en pendientes más o menos pronunciadas), y la estructura geológica del terreno (conforme la cual se efectuará más o menos fácilmente la filtración), son factores importantes del régimen y de las características generales de los cursos de agua.
Pues bien, todos los cursos de agua nacidos en las llanuras atlánticas tienen un índice de caudal poco elevado y un coeficiente de caudal que constata la pérdida de dos tercios del agua caída del cielo. Esto se explica tanto por el escaso relieve cuanto por el clima. En toda la Cuenca parisina hay muy pocas elevaciones que superen los doscientos metros, las pendientes pronunciadas siempre son demasiado cortas como para impulsar la corriente, la nieve es rara y nunca dura lo suficiente como para cumplir un papel significativo en el suministro de agua, que es debida exclusivamente a la lluvia. Pero, gracias a una armoniosa combinación de los terrenos permeables e impermeables en la zona, y a la alternancia de capas calcáreas, arenosas y arcillosas o margosas, identificadas en la superficie por la alternancia de mesetas descubiertas y depresiones verdes, el Sena corre por encima de otros Senas más profundos, y los estanques y lagos de su cuenca descansan a su vez sobre otros estanques y otros lagos: es porque la extensión de los terrenos suficientemente permeables como para almacenar napas y restituir lentamente las reservas se estima en este caso en un sesenta por ciento de la superficie de la cuenca. Tal es el factor de regularización que más a menudo se ha señalado.
En definitiva, si bien el Sena es el río de nuestra región cuyo índice de caudal es el más débil con respecto a las aguas caídas, no obstante ningún otro gran río de Francia arrastra aguas tan abundantes por una vaguada de tan escasa pendiente ni ofrece durante el año variaciones medias tan poco notorias. Ninguno cuyas crecientes sean más fáciles de prever. Y ciertamente, la armadura de altos muelles que protegen las calles de París no ha sido emplazada y no se justifica sino debido al carácter particularmente precioso, en esta capital, de los archivos de piedra o de papel que se encuentran depositados allí: el Sena, a decir verdad, por su mismo carácter, no merecía tal desconfianza.
Ahora, querido amigo, mi mente se vuelve invenciblemente hacia ti. Tampoco creas que resulta útil, por favor, oponer diques demasiado elevados al oleaje de apariencia un tanto tumultuosa que corre por estas páginas, cuyos márgenes blancos quizás te parezcan insuficientes para proteger los tesoros previamente depositados en los preciosos monumentos y las anchas avenidas de tu mente. O bien, si aun así debes levantarlos, piensa sin embargo que este escrito todavía no arrastra sino apenas un tercio de las precipitaciones que se produjeron al respecto en mi mente, ya que el resto se evaporó o se filtró mientras tanto. Te ruego que confíes en la constancia de esa ley en nuestro clima: quédate tranquilo. Tu propia mente no dejará correr en su superficie sino apenas un tercio de las precipitaciones que se producen por obra mía. Vas a almacenar otro tercio, que un día u otro devolverás por tus propias vertientes. En cuanto al tercer tercio, se evaporará por sí mismo…
Pero ya veo lo que me vas a objetar. Que este escrito, según confesé (por mi intención confesa, en todo caso), no es para nada comparable a las lluvias que caen del cielo y cuyos aguas se pierden en dos terceras partes, sino que más bien se parece a su objeto, es decir, al río que arrastra el tercio restante, sin dejar que en el camino se evapore gran cosa. Ciertamente, es en verdad lo que deseo y te agradezco que manifiestes algo de asombro. El asombro está justificado en determinada medida; en otro sentido, no lo está en absoluto.
Líquido es lo que se desliza y siempre tiende a ponerse a nivel. Podríamos agregar: que tiende a meter adentro el resto del mundo. Sí, contrariado por esa condena que lo persigue, tiende a condenar, si no a todo el resto del mundo, por lo menos lo que está cerca de sus orillas… y tal vez lo lograse si le dieran tiempo. De tal modo, los ríos en su juventud muestran una actividad muy grande, se les notan gargantas, cascadas. En su madurez, cuando han encontrado su perfil de equilibrio, las modificaciones se vuelven más lentas, el deslizamiento de las aguas más constante. En su período de senilidad, por último, han transformado su cuenca en penillanura donde se acumulan gran cantidad de productos en descomposición. La corriente se torna cada vez más débil. Los ríos lentos y apacibles no arrastran más que partículas arcillosas. La acumulación ya no es más activa que el ahondamiento, y pareciera que todas las fuerzas estuvieran entonces como dormidas.
Mi Sena, te lo dije al comienzo, en este sentido se arriesga por cierto a parecer relativamente más joven de lo que debería… Claro que eso me gusta, o más bien te autorizo con gusto a que te guste.
Admito sin embargo que si acaso debí, como un neófito, darle un exceso de juventud mostrando preferentemente su aspecto cósmico, también procuré, aunque sólo fuera por la manera en que mi discurso multiplica las sinuosidades, las lentitudes, las digresiones, las vueltas, los meandros, darle una oportunidad considerable a la evaporación.
Insistiendo tan sólo un poco más, podría decir que el tercio en un líquido que se filtra le asegura sus fundamentos al monumento líquido, mientras que el tercio que se evapora no tiene otro interés que hacer más apreciable el tercio final que, semejante al tonel de las Danaides, aunque se dirija incesantemente hacia abajo, hacia su pérdida en el medio salino original, sigue siendo tangible en su misma huida. Tangible como agua dulce, como agua insípida y fría, condenada, no plástica, inerte. Inerte, quiero decir sustancialmente, inerte salvo justamente en su movilidad, en su movimiento hacia el océano, hacia lo salífero, la vida; inerte salvo en su deseo, salvo en su intención.
Y además, para ser completamente sincero en este tema, ¡qué me importa!
Mil veces, desde que intenté darle libre curso a mi mente a propósito del Sena, mil veces, lo has comprobado, querido lector, me encontré en el camino con obstáculos repentinamente alzados por mi propia mente para obstruirse el camino. Mil veces me pareció que mi mente corría a lo largo de la orilla para ganarle en velocidad a su propia corriente, para oponerle pliegues de terreno, diques o embalses… Quizás asustada por verla correr a lo que creía que sería su perdición. O deseosa, quizás, de verificar la fuerza y la perseverancia de su deseo, y de verlo manifestarse de manera más espectacular o expresiva, obligándolo a incrementarse o a reforzarse de forma bella. Mil veces me pareció que frente a cada uno de los obstáculos que ella misma levantaba, mi mente contaba (desde otro ángulo) con aferrarse a ellos casi indefinidamente para incitarse a tomarlos largamente en consideración.
Pero en cada ocasión supe comportarme de manera de poder seguir mi curso. Cada vez, tras haber reconocido el obstáculo, casi de inmediato encontré la pendiente que me permitió rodearlo. Y sin duda que no estaba desde un principio tan fijado en mi designio ni en el punto de la costa que escotaría para arrojarme al océano como para que determinados obstáculos no pudieran hacerme desviar el curso –pero no importa, ya que encontré decididamente mi paso y supe cavar un lecho que casi no conlleva en adelante más vacilaciones ni variantes. No importa, ya que dados los obstáculos que se me plantearon, al menos encontré el camino más corto. Sí, cada vez que se me apareció un obstáculo, me pareció insensato chocar con él indefinidamente y lo dejé de lado, o bien lo sumergí, lentamente lo envolví, lo erosioné, siguiendo la pendiente natural del espíritu y sin inundar por ello demasiado las llanuras circundantes. Sí, cada vez encontré mi salida, ya que nunca tuve otra intención que seguir derramando mis recursos. No importa entonces. No importa que el sol y el aire me saquen un tributo, puesto que mis recursos son infinitos. Y porque tuve la satisfacción de atraer hacia mí, y drenar a lo largo de todo mi trayecto mil adhesiones, mil afluentes y deseos e intenciones adventicias. Puesto que finalmente he formado mi escuela y todo me aporta agua, todo me justifica. Ahora veo bien que desde que elegí este libro y a pesar de su autor emprendí mi carrera, veo bien que no puedo secarme. No importa, ya que han renunciado a ponerme diques, ya que sólo piensan en sobrepasarme, en adornarme con arcos. No importa, porque hacen falta puentes para cruzarme. Tampoco importa, por último, puesto que lejos de lanzarme hacia otro deseo, en otro río, me tiro directamente al océano. No importa, ya que ahora interpreto a toda mi región, y no solamente no se prescindirá ya de mí en los mapas, sino que aun si se inscribiera en ellos nada más que una línea, sería yo.
Sé muy bien que no soy el Amazonas ni el Nilo ni el Amor. Pero también sé que hablo en nombre de todo lo líquido, y por lo tanto quien me concibió puede concebirlos a todos.
Llegado a este punto, ¿para qué seguir corriendo, cuando ya estoy seguro de no dejar de correr dentro de ti, querido amigo? O más bien, ¿para qué seguir corriendo, si no para estirarme y relajarme al fin?
Como en el mar…
Pero entonces empieza otro libro – donde se pierde el sentido y la pretensión de éste…
París, 1947.
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