Juan Calvino



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CAPITULO XIV

CALVINO Y EL ORDEN POLÍTICO

por W. stanford reíd
Aunque Calvino es conocido en la historia, en primer lugar, como un teólogo, no se puede olvidar que recibió su entrenamiento académico y profesional, no en una escuela de teología, sino en la Facultad de Letras de París y en las Facultades de Leyes de Orleáns y Bourges. Además, su primer trabajo publicado, un comen­tario del De Clementia de Séneca, fue, antes que todo, una expo­sición de la ciencia política del Renacimiento. Desde el principio de su carrera Calvino estuvo obviamente muy interesado en el problema del gobierno, lo que resultó el que llegara a ser uno de los más importantes escritores políticos de influencia del si­glo xvi y, como tal, uno de los arquitectos de la moderna demo­cracia constitucional.

No es de sorprender que, a causa de este entrenamiento, Cal­vino tratase en sus escritos más con las cuestiones del orden po­lítico que con cualquier otro tema «secular». No sólo su exposición de De Clementia, sino también sus comentarios bíblicos, sus ser­mones, sus panfletos y, por encima de todo lo demás, el último capítulo de sus Instituciones de la Religión Cristiana, aportan el testimonio de su intensa preocupación para este asunto.

No importa que estuviera desarrollando un tema mucho mayor en cualquier punto de sus escritos, a menudo el menor tema sobre el gobierno político aparece.

La consecuencia de esto es que sus ideas sobre el Estado han sido comentadas y expuestas por muchos diferentes intérpretes que provienen de amplios y divergentes orígenes. No solamente los propios calvinistas, sino los católico-romanos y los luteranos, conservadores y liberales, marxistas, sociólogos, psicólogos e his­toriadores, todos han contribuido a la discusión. Su filosofía política ha sido atacada, ensalzada, ridiculizada y mal interpretada hasta tal extremo que a veces se pregunta uno si el propio Calvino ha­bría estado completamente seguro de lo que quería significar.

Con todo, a despecho de las varias y contradictorias interpreta­ciones, es necesario llegar a una comprensión de sus puntos de vista, ya que mucha parte de la cambiada ideología política de nuestros días se ha originado en él. ¿Cuál fue, pues, el verdadero concepto de Calvino de un programa para el Estado? ¿Qué ha sido su influencia y su mensaje para nuestro mundo en este tormentoso siglo xx? Estas parecen ser las cuestiones de importancia que hay que plantearse al respecto.

Para comprender los orígenes de la filosofía política de Cal­vino no podemos contentarnos con decir que parecen estar desti­ladas de la Biblia, sino que hay que comprender que estuvo ínti­mamente relacionada e influenciada por los acontecimientos y el pensamiento de su época. Y una de las primeras razones para su presente pertinencia es que el siglo xx es, en mucho, de la misma condición que el xvi, con el caos amenazando detrás de la puerta. La civilización medieval se hallaba presa en la angustia de su desintegración, lo que significa que en la esfera política el esquema del naciente aunque frecuentemente ineficaz constitucionalismo es­taba desplomándose.

Las Cortes Españolas, los Estados Generales Franceses y los Estados Escoceses estaban ya en la escena política, mientras que el Parlamento inglés existía solamente por la gracia de Enri­que VIII que necesitaba su apoyo en su acción de divorcio contra Catalina de Aragón y la resultante amenaza del ataque español. Emparejado con este colapso de la «democracia» medieval estaban el rechazo de las pretensiones del Sacro Imperio Romano de sobe­ranía sobre Europa y la revuelta de incluso los príncipes de la Iglesia Romana contra las ambiciones papales de absoluto dominio. La marea política del siglo xvi surgió en favor de los nuevos, tal vez más circunscritos geográficamente, pero ciertamente más ho­mogéneos, Estados nacionales, cuyos monarcas reclamaban que, puesto que gobernaban sólo por la voluntad de Dios, deberían go­bernar con absoluto poder y autoridad. Lo que quedaba de los gobiernos constitucionales medievales fue rápidamente desapare­ciendo bajo el ataque furioso de la dictadura.

En esta situación política los Reformadores Protestantes queda­ron inevitablemente implicados. Algunos gobernantes, bien fuese por propio interés, por convicción o tal vez por una mezcla de ambas cosas, dieron su conformidad a las nuevas enseñanzas, mientras que otros, por las mismas razones, las rechazaron. Similarmente, los varios grupos protestantes con frecuencia diferían unos de otros en su actitud hacia el Estado. Como el propio Calvino resalta en sus Instituciones (IV, xx, 1), había en su época dos ten­dencias principales corrientes. Una, puesta en práctica por la ma­yor parte de los anabaptistas, negaba que por lo que a los cristia­nos concernía, el gobierno civil cumpliese alguna función valedera, mientras que la otra, sostenida por muchos católicos romanos y algunos luteranos, era que los príncipes poseían una absoluta e ilimitada autoridad civil. Calvino rechazó ambos puntos de vista basándose en que la falta de gobierno conducía sólo a la anarquía y al caos, y el absolutismo monárquico se oponía usualmente a la verdadera religión, exaltándose por encima del trono del Dios so­berano.

El tipo apropiado de gobierno civil a los ojos de Calvino era el que cumpliese una definida pero limitada función. Tenía la res­ponsabilidad de mantener la estructura de la sociedad humana con­tra los ataques de la codicia humana y de la ausencia de la ley. Esto no significaba, sin embargo, que el Estado fuese omnipotente, poseyendo el derecho de interferir con la familia normal, los nego­cios, las actividades y las relaciones eclesiásticas. Más bien ten­dría la obligación de ver que cada individuo y cada grupo social, como la familia, fuese libre económicamente, socialmente y ecle­siásticamente para servir a Dios en todos los aspectos de la vida. Al mismo tiempo, el magistrado —según él creía— tenía el deber de apoyar la verdadera religión con objeto de que todos los hom­bres y por todas partes oyesen el Evangelio. Sólo si se daban estas condiciones el Estado cumpliría adecuadamente con los requeri­mientos de Dios. Fue para mostrar, tanto al gobernante como al subordinado, la naturaleza del estado y sus respectivas obligacio­nes y libertades dentro de él que Calvino puso de relieve sus pun­tos de vista sobre el orden político.

Fundamental para todo su pensamiento, y en particular para 1 sus puntos de vista políticos, fue el propio fundamento social de Calvino, que incluía las ideas y opiniones de la naciente clase media francesa. Como hijo de un notario de Noyon, en la Picardía, Calvino procedía de un ambiente que se ha llamado «humanismo burgués». El educado hombre de negocios de Francia era usual-mente reformista en perspectiva, considerando la aristocracia y el alto claro como lujos costosos, costosos no sólo en términos de dinero, sino también en términos de derechos y privilegios, puesto que sentía que las clases altas estaban continuamente intentando usurpar las Libertades de los comerciantes y los profesionales. Cuando se añadió a esta tendencia oligárquica un creciente despo­tismo real que frecuentemente se traducía en persecución religiosa, fue natural que la clase media no mirase a las altas esferas de la sociedad con demasiado favor. Así, el fundamento social y eco­nómico de Calvino tendió a influenciarle en la dirección de una interpretación constitucional de la función de la autoridad del Es­tado.

Con objeto de comprender los orígenes de las apreciaciones de Calvino, se precisa, sin embargo, una comprensión más que super­ficial de su origen vital y su vida de hogar. Disponemos de varias fuentes y no es la menor su pensamiento clásico y su educación en tal sentido. Algunos de sus maestros en París fueron eruditos platónicos o aristotélicos que le pusieron en fructífero contacto con tales pensadores. Abundando en la cuestión, su trabajo sobre la De Clementia de Séneca indudablemente le forzó a estudiar a Cicerón y de aquí a Aristóteles en su Política y a la República de Platón. No es de maravillar, por tanto, que se encuentren ideas platónicas o aristotélicas a través de su pensamiento político, como, por ejemplo, cuando, siguiendo a Platón, declara que el Estado tiene que ser un organismo con cabeza y miembros, cuerpo y alma. Así, el estudio del Renacimiento sobre los antiguos clásicos ejerce indudablemente una influencia poderosa sobre él.

Sobre este fundamento él construye el edificio de su entrena­miento legal recibido en Orleáns y en Bourges. Naturalmente, el foco del curso de la ley fue la romana y los comentarios de Cice­rón, Séneca, Ulpiano y otros juristas. De ellos Calvino parece haber aprendido no solamente mucho concerniente a los detalles de la organización del gobierno y su operancia, sino también de la nece­sidad fundamental de un gobierno estable si la sociedad tiene que sobrevivir. Es cierto que la tendencia de la ley romana está situada en la dirección del absolutismo; pero esto no parece haber influen­ciado grandemente a Calvino debido a otras equilibradoras in­fluencias.

Una de estas fuerzas antidespóticas fue indudablemente el con­junto de ideas de los juristas medievales. Es cierto, como alguien ha hecho resaltar, que él nunca hizo directa referencia a esos escri­tores; pero en las Facultades de leyes de Francia apenas si pudo haber escapado al contacto con los puntos de vista constitucionales y casi democráticos de hombres tales como Juan de Terre Rouge» (1418) o Claude de Seyssel (1519), que insistieron en que el abso­lutismo real estaba limitado por la religión, las leyes existentes y la autoridad de los Parlamentos y las leyes de los tribunales. Des­pués de todo, los juramentos de la coronación de la mayor parte de los reyes medievales usualmente les comprometían a reforzar las leyes del país y a mantener la justicia y la verdadera religión. Todo esto habría formado parte del aceptado esquema de pensa­miento de Calvino.

Una influencia más importante en favor del constitucionalismo que la de los pensadores medievales la tuvo, sin embargo, de Gui­llermo Budé. Este humanista francés estuvo esforzándose por in­tegrar el sistema legal de la Francia medieval con la ley de Roma, con la esperanza de formar con las antiguas ideas un sistema valedero para su tiempo. La influencia de Budé sobre el joven Calvino estuvo más tarde reforzada por la enseñanza de aquel a quien más tarde se le llamó «el príncipe de los juristas», Pedro Taisan de l'Etoile, y de otro a quien no consideró tan alto, Andrés Alciati de Bourges. De esta forma, una considerable parte, tanto de su entrenamiento clásico como legal, se combinó para dirigir el pen­sar de Calvino en una dirección orientada hacia la necesidad de un gobierno fuerte, aunque constitucional.

Nos podríamos preguntar, a primera vista, corno fue que Calvino, conocido en su historia primariamente como el teólogo de la Palabra, pudo haber aceptado los puntos de vista de tales pensa­dores. La respuesta está en que él creyó que el orden del gobierno civil era uno de los dones de Dios a los hombres por medio de pensamientos paganos que derivaban sus principios y prácticas de «la ley natural» (Gen. 4:20). Puesto que los escritores clásicos, la ley romana y los juristas medievales habían dejado escrito mucho de valor sobre el tema del gobierno, es natural que tuvieran que ser consultados y estudiados, aunque nunca fueron tomados como infalibles.

La razón de Calvino para aceptar lo que los paganos habían dicho respecto al gobierno estaba en que creía que los hombres, aunque caídos, tenían, por la gracia común de Dios, razón hasta ciertos límites, en lo concerniente a las cosas de este mundo. Con todo, porque no podían razonar adecuadamente y del modo más completo, debido a su ceguera causada por el pecado, para alcan­zar una verdadera y adecuada filosofía del Estado todas las es­peculaciones y teorías de los pensadores paganos necesitaban ser contrastadas con las Sagradas Escrituras. Esto fue exactamente lo que Calvino intentó hacer. Tomando las ideas legales y políticas de los primeros tiempos, las sujetó a los principios básicos cris­tianos y produjo un sistema que en su esencia era nuevo. Unió a la política la fe y acción cristiana individual de una forma que produjo lo que equivalía a algo que se acercaba a una revolución en el pensamiento político de su época.

¿Por qué podrían ser llamadas revolucionarias estas teorías? No ciertamente porque favoreciesen la anarquía o el despotismo, ya que tomó una posición en cierto modo existente entre estos dos polos opuestos. Y, con todo, la suya no fue meramente una filoso­fía «a medio camino», porque en ella yacía el principio revolucio­nario de la soberanía del Dios trino y uno. Así, cuando Friederich Heer (Europáische Geistegeschichte, pp. 374 ff) declara que Calvino tomó la totalidad de la íntima dimensión del hombre como el fundamento de su pensamiento político, comete una equivocación. No es el hombre, ni la iglesia, como algunos de los pensadores medievales habrían sostenido, sino el propio Dios, hablando por Su Palabra y por Su Espíritu, quien constituye el fundamento del Es­tado de Calvino. Y esto aportó una nueva dimensión al pensamien­to político occidental.

Cuando Calvino piensa en términos del Dios soberano trino y uno, no trata con una eterna abstracción. No sólo estuvo Dios eternamente concretizado, si se permite esta expresión, en las mu­tuas y eternas relaciones de las tres personas de la Trinidad, sino que Dios se ha manifestado exteriormente a Sí mismo en Sus obras de creación y providencia. Dios se revela a Sí mismo a través de la naturaleza y la historia en todos sus aspectos. Yendo incluso más lejos, sin embargo, Calvino también resalta el hecho de que en la obra del plan de la redención Dios ha hablado directamente, dando al hombre una especial revelación de Sí mismo y de Su vo­luntad para la justificación y la santificación. Al tratar con el pensamiento político de Calvino no hay que perder de vista que éstas son las premisas fundamentales y básicas a las que él sujetó todas las ideas sobre la naturaleza del estado, sobre las cuales construyó toda su estructura.

A desemejanza de los juristas romanos, tales como Quintiliano, Calvino no comienza por aceptar la idea de que el Estado es el creador del derecho o de la justicia. El insiste, más bien, que todas las ideas humanas de lo justo y lo injusto, del derecho y la equidad han sido implantadas en su corazón por Dios. De esta forma, todas las buenas leyes que tienen la equidad, como objetivo, son el re­sultado de la «ley natural» grabada por Dios en la conciencia del hombre (Inst., IV, xx, 14; I Tim. 2:3). De este modo el concepto humano de la justicia tiene sus raíces en el mismísimo ser del propio Dios; y aunque el pecado ha distorsionado la imagen del juicio humano, la idea de la justicia expresada en la ley de la natu­raleza todavía permanece, aunque parcialmente oscurecida. Dios, sin embargo, no ha dejado al hombre con un defectuoso conoci­miento de la ley de la naturaleza, ya que El ha mostrado clara­mente sus principios y aplicaciones en la Biblia, particularmente en el Decálogo, que es una «declaración de la ley natural de la conciencia... grabada por Dios en la mente de los nombres» (Inst., IV, xx, 16). La conciencia del hombre iluminada por las Escrituras tiene que formar la base de todo sistema legislativo.

Con todo, incluso esta revelación bíblica objetiva no es suficiente para que la ley y la justicia reinen en la sociedad. En vista de la pecadora ignorancia del hombre y su voluntaria desobediencia, los gobiernos tienen que decretar, promulgar e imponer estricta­mente aquellos estatutos que incorporen los principios de la jus­ticia. Esta es la tarea divinamente asignada al estado. Calvino insistió en que el advenimiento del pecado en la creación planteó una amenaza a la vida, a la libertad y al propio uso del universo material, una amenaza que pudo ser refrenada sólo por la actua­ción del propio Dios como juez. Para este fin El ha creado el es­tado político en el cual el magistrado viene a ser Su representante para la ejecución de la justicia (Ex. 18:15, 22:28; Deut. 16:18). El magistrado, no obstante, no tiene un poder arbitrario, ya que aun­que tenga el poder de infligir castigos, está siempre ligado por la básica ley o constitución llamada «ley natural» de Dios, expresada formalmente de acuerdo con las necesidades físicas y psicológicas del país (Inst., IV, xx, 9; Ex. 18:8). Así que la justicia de Dios es el propósito último del Estado, sea cualesquiera su forma, para que la justicia de Dios aporte la paz y la libertad a la sociedad.

El Estado, por otra parte, no está simplemente compuesto por magistrados. Calvino nunca perdió de vista al ciudadano común que no puede ser separado de los que tienen el mandato. El ciu­dadano ordinario tiene la primordial responsabilidad de la obedien­cia, aunque sus gobernantes sean malos, puesto que Dios los ha colocado en sus posiciones de autoridad. Esto significa que los ciudadanos no están solamente para obedecer las leyes, sino tam­bién para pagar los tributos y, si es preciso, luchar, al mando de los que gobiernan, para la defensa del territorio y el país. Si el que gobierna ordena algo que no es recto y justo, los ciudadanos tienen que orar para su conversión, rehusar obedecer las malas órdenes, sin importarles las consecuencias; pero nunca resistirse mediante la rebelión (Inst., IV, xx, 23 f; Ex. 22:28; Dan. 6:22 f; Hechos 23:5). Desde sus corazones tienen que reconocer que el magistrado es el instrumento de Dios.

Algunos han creído que, a causa de este énfasis en la obedien­cia, Calvino es amigo de los dictadores. Calvino, sin embargo, re­calca igualmente otro aspecto del gobierno. Ninguna autoridad po­lítica ni eclesiástica puede legalmente doblegar la conciencia, por­que sólo Dios es el Señor. Esto quiere decir que ningún gobernante civil puede exigir a un ciudadano que haga entrega de su libertad: religiosa, económica y social, o de la situación en la vida que Dios le haya conferido. El súbdito tiene derechos divinamente ordena­dos que el magistrado tiene que respetar escrupulosamente, así como el súbdito ha de respetar al magistrado. De aquí se despren­de una situación que no permite ni que haya anarquía ni despotis­mo bajo Dios.

La pauta total del pensamiento político de Calvino va unida a su concepto de la alianza de pacto. Un número bastante grande de los que han escrito sobre la visión de Calvino en cuanto al Estado, o bien han ignorado totalmente esta idea, o la han considerado simplemente como un elemento entre muchos, sosteniendo que el pacto político como principio fundamental de gobierno es invención de los calvinistas de una generación más tarde. Sin embargo, para el que esto escribe, el concepto de alianza o pacto es en verdad el fundamento para la completa comprensión de Calvino en cuanto al Estado. La idea platónica de que la ley derivada del orden di­vino es el cemento que mantiene unido al estado, la visión medieval de que gobernantes y gobernados están juntamente enlazados por un mutuo contrato y, por encima de todo esto, el ejemplo bíblico de la alianza de Israel con Dios le llevan a adoptar esta interpreta­ción. Esto queda de manifiesto en sus sermones sobre I Samuel (1561), por sus muchos otros comentarios esparcidos y en particu­lar por su insistencia de que los ciudadanos de Ginebra deberían estar todos unidos en una alianza política que sostuviera a la vez el gobierno de la ciudad y las ordenanzas eclesiásticas. El gobierno político ideal sería una especie de alianza divina y humana.

De esto se puede ver que para Calvino la alianza instituida por Dios entre El mismo, los magistrados y el pueblo de un Estado es la más básica institución política. La ley fundamental de la sociedad, como una especie de constitución, tanto si está escrita o no, forma el material de la alianza y debe, hasta un cierto grado, estar basada en las dos tablas de la ley divina (Ex. 28:12; Inst., TV, xx, 14, 15). Por esta razón, aunque ellos no lo reconozcan, existe entre los gobernantes y el pueblo de un Estado, por virtud de su mutua alianza, una obligación a la vista de Dios para tratarse uno a otro en justicia, equidad y rectitud (Rom. 13:1 f). Los magis­trados son la ley viviente a quienes el pueblo tiene que dar justo honor y obediencia, y, a su vez, los magistrados tienen ellos mis­mos que obedecer muy cuidadosamente la ley (Deut. 17:14 f; I Ti­moteo 2:3). Aquí existe un nuevo tipo de constitucionalismo, no forzado por las manos de un monarca, como ocurre en la Carta Magna, ni dictado por una iglesia supranacional, sino un consti­tucionalismo basado sobre la voluntad creadora y decreto de Dios. Esta fue, tal vez, una de las más grandes contribuciones de Cal­vino al pensamiento político.

Se puede objetar, por supuesto, que hay muchos estados en los cuales esta alianza no es reconocida. Calvino lo reconocía muy bien; con todo, afirmaba que la alianza existe por implicación, ya que Dios ha establecido la magistratura para gobernar sobre el pueblo que tiene que obedecer. Si esta alianza no existe en abso­luto en un Estado, el resultado no puede ser otro que el declive de la democracia en anarquía, de la aristocracia en autocracia, y de la monarquía en tiranía. Fue esta tiranía en la que cayeron inevitablemente los gobiernos irresponsables de un Darío, un Herodes o un Francisco I, y que él siempre temió (Deut. 17:14 f; Dan. 6:17 ff; Mat. 14:3 ff). Algunas de sus más severas denuncias están dedicadas a los reyes. Con todo, incluso con esta oposición, * particularmente contra una monarquía universal y hereditaria, nunca pierde de vista el hecho de que en cierta medida el pacto político divino continúa existiendo, ya que «no hay tiranía que no contribuya en algunos aspectos a la consolidación de las sociedades humanas». Puesto que los monarcas mantienen su dignidad por ordenación de Dios, el pueblo tiene que obedecerles. Al mismo tiempo, no obstante, los monarcas dependen del pueblo para su gobierno continuado (Rom. 13:1 ff). Así, incluso en un estado com­pletamente pagano el pacto o alianza aún existe, aunque no exter­namente visible.

El pacto queda manifestado mucho más claramente en un Estado constitucional, ya que en él los mutuos deberes y respon­sabilidades de gobernantes y gobernados están debidamente reco­nocidos. Aquí los gobernantes protegen los derechos de los indivi­duos y ciudadanos, mientras que al mismo tiempo limitan su liber­tad para el bien común. Para ayudar a establecer y mantener tan deseable estado de cosas debe haber, según Calvino, una constitu­ción escrita que ponga de manifiesto la organización política bá­sica de la nación, que debería ser representativa, ordenando todo un sistema de comprobaciones y equilibrios.

Sobre esta base, Calvino favorece el gobierno mediante una «aristocracia», no de riqueza, sino de virtud) elegida por el pueblo (Ex. 18:13-25). Ya que no deberíamos ser «obligados a obedecer a toda persona que pueda ser tiránicamente puesta sobre nuestras cabezas, y nadie pueda gobernar sino el que haya sido elegido por nosotros» (Deut. 1:13). En semejante estado constitucional deberían estar siempre personas que, a semejanza de los Estados Generales de Francia del Parlamento de París, sean responsables de la pro­tección del pueblo contra cualquier ambición desmedida del tirano. Este cuerpo, porque es oficial y parte de la maquinaria constitu­cional, tiene el derecho a resistir la opresión e incluso a derrocar al monarca (Inst., IV, xx, 31). Tal acción no es prerrogativa del ciudadano privado, sino de aquellos cuya responsabilidad es ver que las condiciones de la alianza (divina) se cumplan en la cons­titución del Estado.

Con todo, incluso en un tal estado constitucional la verdadera naturaleza de la alianza política puede muy bien permanecer des­conocida. Las obligaciones de la alianza y sus responsabilidades deben ser aceptadas y cumplidas por el cristiano, aun individual, cuando la influencia cristiana está descuidada o no existente. Pero tan sólo cuando la iglesia es verdaderamente el alma del Estado, y la alianza de Dios es abiertamente reconocida y obedecida, se en­cuentra un gobierno que puede llamarse propiamente digno de tal alianza. En tal Estado tanto los magistrados como los ciudadanos reconocen que sus responsabilidades dependen unos de otros y su­bordinan su obediencia a Dios (Rom. 13:5 f). Así, para Calvino, el solo y verdadero ciudadano «demócrata» es el cristiano, porque > él sólo ve su situación política en su verdadera luz, sub specie aeternitatis. El sólo reconoce que el Señor del gobierno político, lo mismo que de la iglesia, es Cristo.


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