La Copa Dorada



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Capítulo XI

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Una semana después, hallándose ya en París, Adam Verver habló a Charlotte una vez más de aquella espera, aunque el ejercicio de la pacien­cia no fue doloroso para él. Había escrito a su hija, y no desde Brighton, sino inmediatamente después de haber regresado a Fawns, en donde sólo pasaron cuarenta y ocho horas, para emprender luego su viaje. La contes­tación de Maggie a la carta de su padre fue un telegrama remitido desde Roma que entregaron al señor Verver al mediodía de su cuarta jornada de estancia en París, telegrama que hizo llegar a Charlotte, quien se encon­traba sentada en aquellos momentos en el salón del hotel, en donde ha­bían acordado reunirse para ir a almorzar juntos. La carta que el señor Verver escribió en Fawns ––carta de varias páginas, escrita con lúcida y casi triunfal intención de informar sin reserva alguna–– no dio resultado cuan­do puso manos a la obra, y no sin cierta sorpresa por su parte; el docu­mento era de fácil redacción, incluso teniendo en cuenta lo que, a este res­pecto, su clara conciencia de la importancia del texto le había inducido a suponer. Sin embargo, debido totalmente a razones que se hallaban laten­tes de forma natural en aquel acervo de percepciones, incorporó al men­saje una parte de la impaciencia que sentía. Por el momento, el principal resultado de la conversación antes reseñada había consistido en cierto cam­bio en la actitud del señor Verver en relación con su joven amiga, así como cierto cambio, igualmente perceptible, en la actitud de Charlotte con res­pecto a él. Y todo a pesar de que el señor Verver no había renovado su empeño de «hablar» con Charlotte, ni siquiera para decirle que había des­pachado su misiva a Roma. La delicadeza, una delicadeza todavía más her­mosa, toda la delicadeza que Charlotte pudiera desear, imperaba en la rela­ción entre los dos, por ser lógico que en su actual situación, Charlotte no tuviera mayores motivos de preocupación hasta el momento en que Maggie la hubiera tranquilizado.

Sin embargo, fue precisamente en París ––ciudad que representó para ellos algo parecido a un Brighton multiplicado por mil–– donde la delicadeza creó entre el señor Verver y su amiga la tensión, la sensación de expectativa, lo que él habría accedido a denominar provisional peculiari­dad de sus presentes circunstancias. Estos elementos ejercían su propia acción, imponiendo y comportando, bajo un mismo título, buen número de abstenciones y precauciones, abundantes ansiedades y prevenciones, to­do lo cual el señor Verver no habría sabido cómo expresar pero que, en to­do momento, imponía a los dos una aceptación de su realidad presente. El señor Verver esperaba en compañía de Charlotte que otra persona viniera en su ayuda, a pesar de que, por lo que ya había ocurrido, los dos se hallaban en una situación que la capacidad de otra persona no podía atenuar ni agravar. Sobre esta base, los comunes convencionalismos ––y esto era lo raro–– merecían mayor atención, y se trataba precisamente de los convencionalismos que, antes de la conversación en el paseo de Brigh­ton, el señor Verver había olvidado con gran placer por su parte. La expli­cación se hallaba, suponía el señor Verver ––o así lo habría imaginado si no se hubiese sentido tan inquieto––, en que París, a su manera, emitía voces y advertencias más profundas, de modo que, si uno se descuidaba un poco, por todas partes se abrían trampas que la vista percibía cubiertas de flores, invitando a más y mayores descuidos. En el aire se insinuaban extrañas formas y cabía la posibilidad de que uno se uniera a ellas antes de que se diera cuenta. Como el señor Verver no quería unirse a ninguna forma, sino sólo revestirse de la de un caballero dispuesto a jugar con per­fecta limpieza todos los juegos que en la vida tuviera que jugar, se descu­brió a sí mismo al recibir el mensaje de Maggie, alborozándose, no sin cierta incongruencia. La comunicación que el señor Verver dirigió a su hija le había costado, en el momento de redactarla, el que su propia pluma le pinchara dolorosamente diversas partes de su persona ––su per­sonal pudor, la imagen que él tenía del estado de preparación en que su hija se encontraba para tan súbito cambio, y muchas otras––, y quizá por esto ansiaba que la demora se redujera y que se produjeran las rápidas transiciones que la inminente llegada de la pareja prometía. A fin de cuentas, cierto matiz ofensivo había en el hecho de que un hombre de su edad tuviera que estar pendiente de ajena aprobación. Desde luego, Maggie estaba tan lejos como Charlotte de desear que esta situación se produjera y, por su parte, Charlotte estaba tan lejos como Maggie de tra­tar a la ligera el valor real que el señor Verver tenía de sí mismo. En resu­men, el generoso rigor de conciencia de su pobre hija tenía nervioso al señor Verver.

De todas maneras, estas vacilaciones espirituales del señor Verver iban emparejadas con la gran alegría que experimentó al avistar el final de aquella dura prueba que significaba el final del período en el que parecía aceptar que las dudas y los interrogantes eran pertinentes. Cuanto más pensaba en la cuestión, más convencido estaba de que en verdad aquellas dudas e interrogantes solamente eran feos. Ahora estimaba que habría soportado mucho mejor que Charlotte le hubiera dicho con toda sencillez que él no le gustaba. Desde luego, no se habría alegrado, ni mucho menos, pero lo habría comprendido perfectamente y, a regañadientes, lo habría aceptado. Pero el señor Verver gustaba a Charlotte, ya que nada había dicho o hecho Charlotte que negara lo anterior, con lo cual el señor Verver se sentía inquieto no sólo en lo que le concernía a él mismo sino también en lo que afectaba a su joven amiga. Charlotte le miró fijamente en el momento en que le entregó el telegrama que había recibido; esta mirada, por el oscuro y tímido temor que el señor Verver imaginó había en ella, le proporcionó quizá el mejor momento de convencimiento de que, como hombre, realmente gustaba a la muchacha. Él nada dijo, por cuanto las palabras del telegrama expresaban más de lo que habría podido decir, y quedaron todavía mayormente realzadas cuando Charlotte, que se había levantado al ver que el señor Verver se le acercaba, las leyó en un murmu­llo:

––«Emprendemos viaje esta noche para aportaros todo nuestro amor, ale­gría y comprensión.»

Allí estaban las palabras. ¿Qué más quería Charlotte? Sin embargo, al devolverle la hojita desplegada, no dijo que fueran suficientes, y al instan­te advirtió que el silencio de Charlotte probablemente no era ajeno al hecho de haber palidecido visiblemente. Sus ojos extremadamente bellos, como el señor Verver aseguraba que los había considerado siempre, res­plandecían al mirarle con un color todavía más oscuro al contrastar con la palidez de la cara y, con ello, Charlotte había adoptado una vez más su evi­dente manera de someterse, gracias a una explícita honestidad y a su voluntad de tratar cara a cara con el señor Verver, al juicio que él se for­mara con toda libertad, incluso con rudeza, de la impresión que le causa­ra a él. Tan pronto se dio cuenta de que la emoción era lo que la tenía reducida al silencio, advirtió también que estaba profundamente conmo­vido, pues ello demostraba que, a pesar de que Charlotte se había absteni­do de manifestarlo, había aguardado albergando hermosas esperanzas. Quedaron así en silencio durante unos instantes, mientras el señor Verver se daba cuenta, por el signo antes dicho, de que ciertamente gustaba a Charlotte lo suficiente, gustábale lo bastante como para, a pesar de estar siempre presto a calificarse de viejo, hacerle experimentar una sensación de placer.

Este placer determinó que fuera el primero en hablar.

––¿Comienza a convencerse, aunque sólo sea un poco?

A pesar de todo, Charlotte aún tenía problemas en qué pensar:

––¿Lo ve? Hemos turbado su paz. ¿A santo de qué ponerse en marcha así, tan precipitadamente?

Adam Verver dijo:

––Porque quieren felicitarnos, quieren contemplar nuestra dicha.

Charlotte volvió a meditar, en esta ocasión también y desde el punto de vista del señor Verver, del modo más evidente posible, y, por fin, Charlo­tte dijo:

––¿Hasta ese punto se han impresionado?

––¿Le parece demasiado?

Charlotte siguió pensando en voz alta:

––Tendrían que haberse quedado una semana más.

––Bueno, ¿y qué? ¿Acaso nuestra situación actual no merece este peque­ño sacrificio? Tan pronto como usted lo desee iremos a Roma con ellos.

Estas palabras parecieron tener el efecto de frenar a la muchacha, tal como el señor Verver la había visto frenada anteriormente, y un poco ines­crutable, por sus alusiones a lo que podrían hacer juntos en tal o cual oca­sión. Charlotte dijo:

––¿Y quién se beneficia de este merecido pequeño sacrificio? Nosotros, naturalmente. Queremos verlos por nuestras propias razones. Esbozó una vaga sonrisa y añadió:

––Mejor dicho, por las razones de usted.

Valerosamente, el señor Verver declaró:

––¡Y usted también desea verlos, querida!

Después de unos instantes, Charlotte reconoció con harta esponta­neidad:

––Es cierto, también yo quisiera verlos. Sin embargo, para nosotros algo depende de esta visita.

––Y tanto... Pero no es menos cierto que no se puede decir que para ellos no dependa nada de esta visita.

––¿Qué es lo que puede depender de esta visita para ellos, cuando es evi­dente que no quieren contrariarnos? Esto es lo que me pregunto. Com­prendería que se apresuraran a venir con el fin de evitar nuestras posibles decisiones. Pero ese entusiasmo que tan poco puede esperar, esa intensa ansia, confieso queme intriga un poco.

Después de una pausa, Charlotte añadió:

––Quizá me considere suspicaz y poco considerada, pero estimo que el Príncipe no puede desear venir tan pronto. El Príncipe ansiaba intensa­mente irse.

Después de pensar, el señor Verver observó:

––¿Acaso no se fue y no ha estado fuera?

––Sí, pero sólo el tiempo preciso para comenzar a disfrutar de su viaje. Además, puede muy bien darse el caso de que el Príncipe no coincida con el optimista parecer que nuestra situación merece a Maggie, según usted. Es muy posible que, hasta el momento, el Príncipe no haya considerado como una posibilidad normal y corriente el que usted diera a su esposa una flamante madrastra.

Al escuchar estas palabras, Adam Verver adoptó una expresión grave y dijo:

––En ese caso, mucho me temo que el Príncipe tendrá que aceptar de nosotros lo que su esposa acepte; y tendrá que aceptarlo si es que carece de la capacidad precisa para hallar otras razones, debido precisamente a que ella lo acepta.

Para terminar, añadió:

––Para él, con eso basta y sobra.

El tono en que el señor Verver había hablado indujo a Charlotte a mirar­le directamente a los ojos, después de lo cual dijo en tono brusco:

––Déjeme verlo otra vez.

Y cogió la hoja doblada que había devuelto al señor Verver y que éste conservaba en la mano. Después de leer de nuevo el texto, dijo:

––¿No será para ellos una manera como cualquier otra de ganar tiempo?

Una vez más, el señor Verver se quedó mirándola en silencio pero, en el mismo instante, después de aquel encogerse de hombros y de aquella pre­sión descendente en sus bolsillos, que Charlotte ya había provocado más de una vez en momentos de desconcierto, dio bruscamente media vuelta sobre sí mismo y se alejó de ella en silencio. En su leve desesperación, el señor Verver miró alrededor, cruzó el salón del hotel: con arcos en lo alto, vidrios esmerilados, protegido contra los ruidos estridentes, resguardado de las imágenes desagradables, caliente, con dorados, con cortinajes, casi íntegramente alfombrado, con árboles exóticos en macetas, con exóticas señoras en sillas, que titubeaban al hablar, que decían barbarismos como si tuvieran las alas plegadas o estuvieran aleteando muy levemente en la superior, la suprema, la inexorable envoltura del ambiente parisino, que semejaba un recinto de crítica importancia y gran capacidad, una sala de espera odontológica, médica, quirúrgica, un escenario de ansiedad y de­seo mezclados, de carácter preparatorio para los bárbaros allí reunidos para la necesaria amputación o extracción de las excrecencias y redun­dancias de la barbarie. El señor Verver llegó a la porte cochère, se aconsejó de nuevo con su habitual optimismo, que aquí, por ignoradas razones, quedó agudizado por el aire fresco inhalado, y regresó sonriente junto a Charlotte.

––¿Le parece a usted increíble que cuando un hombre esté tan enamo­rado como Americo todavía lo está, su más natural impulso sea sentir lo que su esposa siente, creer lo que ella cree, desear lo que ella desea, desde luego, siempre y cuando no haya una razón especial que lo impida?

Este modo de hablar fue eficaz. Charlotte reconoció prontamente esa natural posibilidad:

––Para mí nada es increíble respecto a personas inmensamente enamo­radas.

––¿Acaso Americo no está inmensamente enamorado?

Charlotte dudó, pero sólo para hallar la correcta expresión del grado, aunque a fin de cuentas, adoptó la palabra del señor Verver:

––Inmensamente.

––¡Pues eso es todo!

Sin embargo, Charlotte esbozó de nuevo una sonrisa. No, todavía no estaba plenamente de acuerdo:

––No, no es todo.

––¿Qué más quiere?

––Es preciso que la esposa del Príncipe consiga hacerle creer realmente lo que ella realmente cree.

Después de estas palabras, Charlotte prosiguió con mayor lucidez lógica todavía:

––La realidad de lo que el Príncipe crea depende, en este caso, de la rea­lidad de lo que Maggie crea. Por ejemplo, ahora el Príncipe quizá haya quedado convencido de que Maggie posiblemente desea abundar en el parecer de usted, sea cual fuere. Quizá el Príncipe recuerde que ésta ha sido siempre la actitud de Maggie.

A estas palabras Adam Verver repuso:

––Muy bien, ¿y qué hecho inducirá al Príncipe a tener cautela en seme­jante examen? ¿A qué catástrofe, que el Príncipe pueda recordar, ha lleva­do tal disposición de ánimo a Maggie?

––¡A ésta, precisamente!

Estas palabras hicieron de que, a la vista del señor Verver, Charlotte se alzara más erguida y diáfana que en cualquier momento anterior.

El señor Verver preguntó:

––¿Nuestro pequeño problema tal como se encuentra en la actualidad?

En realidad, el aspecto de Charlotte en estos instantes le produjo tal efecto que sólo pudo reaccionar con maravillosa dulzura. Entonces el señor Verver volvió a hablar:

––¿No cree que debiéramos esperar un poquito antes de calificar de catás­trofe nuestra situación?

La respuesta de Charlotte a estas palabras fue precisamente esperar, pero no durante el largo período que las palabras del señor Verver impli­caban. Sin embargo, cuando por fin habló, también lo hizo con dulzura:

––¿Y qué es lo que quiere usted esperar, mi querido amigo?

Esta pregunta quedó en el aire suspendida entre los dos, e intercambia­ron una mirada que bien habría podido dar a cada uno de ellos la apa­riencia de buscar en el otro los síntomas de su clara ironía. Estos síntomas quedaron inmediatamente tan manifiestos en el rostro del señor Verver, que indujeron a Charlotte, como si estuviera avergonzada de haberlos pro­ducido de manera tan marcada, y también como si hubiera sido obligada, bajo presiones, a manifestar algo que había mantenido oculto hasta el momento, a saltar bruscamente al terreno de un puro y simple razona­miento.

––Usted no ha reparado en ello, pero yo no he podido dejar de darme cuenta de que, a pesar de lo que usted presume, de lo que nosotros presu­mimos si así lo prefiere, Maggie sólo le ha comunicado a usted con su tele­grama su alegría. No me ha dirigido a mí expresión alguna de su rebosan­te gozo.

Charlotte no dejaba de tener razón; el señor Verver, perdida la mirada durante unos instantes, meditó aquellas palabras. Pero, al igual que antes, recurrió a su presencia de ánimo por no hablar ya de su amable sentido del humor.

––¡Se queja usted precisamente de lo que es más encantadoramente con­cluyente! Maggie ya nos trata como si fuéramos una sola persona.

Charlotte, a pesar de su lógica y de su lucidez, quedó afectada por la manera en que el señor Verver decía en ciertas ocasiones las cosas. Le miró con el intenso deseo de complacerle, y sus palabras expresaron lisa y lla­namente sus sentimientos:

––Quiero que sepa que me gusta, me gusta mucho.

¿Y qué efecto podían producir estas palabras sino el de estimular el sen­tido del humor del señor Verver?

––Ahora comprendo lo que pasa, mi querida amiga. No estará usted tran­quila hasta que haya oído lo que el Príncipe tenga que decir. Y aquel hombre feliz añadió:

––Me parece que mandaré en secreto un telegrama al Príncipe, con la contestación pagada, diciéndole que usted desea que le mande unas cuan­tas palabras.

Esto produjo el efecto de ensanchar más la sonrisa de Charlotte: ––¿Cuál es la respuesta que pagará, la del Príncipe o la mía?

––Desde luego, pagaré con sumo gusto la respuesta que usted desee man­dar con todas las palabras que quiera.

Y, para que su generosidad no quedara limitada, el señor Verver añadió:

––Tampoco le pediré que me enseñe su mensaje.

Al parecer, Charlotte aceptó la oferta al pie de la letra, puesto que pre­guntó:

––¿Y tampoco me pedirá leer el telegrama del Príncipe?

––Tampoco. Podrá mantenerlo en secreto.

Sin embargo, al escuchar las palabras del señor Verver, como si en ellas hubiera insinuado que en aquella cuestión había un verdadero problema,

Charlotte pareció considerar que, aunque sólo fuera por razones de buen gusto, la broma había llegado bastante lejos. Dijo:

––Carece de importancia. ¡A no ser que el Príncipe hable por sí mismo! De todas maneras, ¿cómo se le va a ocurrir hablar por sí mismo?

El señor Verver se mostró de acuerdo:

––Estoy convencido de que no lo hará. El Príncipe ignora que es usted morbosa.

Después de meditar brevemente, Charlotte manifestó su asenso:

––No, todavía no lo ha descubierto. Quizá algún día lo descubra, pero, por el momento, aún no ha reparado en ello. Entre tanto, prefiero consi­derarle inocente.

Con estas palabras la situación quedó aclarada, en opinión de Charlotte, y así hubiera seguido si ella no hubiera incurrido inmediatamente en una de sus reacciones de inquietud:

––Sin embargo, Maggie sabe que soy morbosa y no puede beneficiarse del principio según el cual todos somos inocentes mientras no se demuestre lo contrario.

Por fin, un poco fatigado, Adam Verver observó:

––Bueno, me parece que también Maggie le dirá algo.

A consecuencia de las reiteradas alusiones, el señor Verver tenía ahora la clara impresión de que la omisión de Maggie realmente era sorpren­dente. A lo largo de toda su vida Maggie jamás había estado en un error durante más de tres minutos.

Un instante después, Charlotte advirtió de forma un tanto extraña:

––Bueno, la verdad es que no me considero con derecho a exigir que Maggie se dirija a mí.

Esta observación tuvo la virtud de reafirmar la impresión del señor Verver a la que acabamos de referirnos. Dijo:

––Me gustaría mucho que lo hiciera.

Ante estas palabras, Charlotte, como inducida por la manera constante en que el señor Verver ––y más o menos en contra de sus propias afirma­ciones–– acababa por darle la razón, demostró que también ella podía siem­pre, y con no menos amabilidad, recorrer la mitad de la distancia que mediaba entre los dos:

––Solamente me he referido a la falta de una gentil consideración, esa gentil consideración que concurre en todo cuanto Maggie hace. No tengo derecho a ella, pero aceptando lo que usted ha dicho, en el sentido de que aún podemos esperarla, será conmovedora. Será muy hermosa.

Después de mirar el reloj, el señor Verver dijo:

––Vayamos a almorzar. Cuando regresemos, encontraremos aquí el men­saje que esperamos.

Charlotte, sonriente, mientras buscaba con la mirada la boa de plumas con la que había bajado de su aposento, advirtió:

––Y si no ha llegado, sólo se le podrá imputar al mensaje este levísimo defecto.

El señor Verver vio la boa de Charlotte en el brazo de la silla de donde ésta se había alzado al llegar él, la cogió y la levantó de manera que su encan­tadora suavidad le rozara la cara ––se trataba de un maravilloso producto de París, comprado bajo su entendida mirada el día anterior––, y la mantuvo en esa posición unos instantes, antes de entregarla a Charlotte, a quien dijo:

––¿Me promete estar tranquila?

Mientras meditaba, Charlotte mantuvo la vista fija en el admirable rega­lo del señor Verver. Por fin dijo:

––Se lo prometo.

––¿En todo momento?

––En todo momento.

Para encontrar más justificada su petición, advirtió:

––Y debe usted recordar que, cuando Maggie le mande el telegrama, de una forma natural hablará más por cuenta de su marido de lo que lo hizo al mandármelo a mí.

Sólo unas cuantas palabras suscitaron dudas en Charlotte: ––¿De una forma natural?

––Desde luego. Nuestro matrimonio coloca al Príncipe, con respecto a usted, o a usted con respecto al Príncipe, en una relación nueva, en tanto que la relación del Príncipe conmigo queda igual. En consecuencia, nues­tro matrimonio es motivo de que el Príncipe tenga más cosas que decirle a usted que a mí.

––¿Acerca de que este matrimonio me convertirá en su madrastra políti­ca o como quiera que sea que se llame?

Un tanto divertida, Charlotte meditó sus propias palabras, y añadió:

––Sí, es natural que un caballero tenga algo ––que decir a una mujer joven a este respecto.

El señor Verver dijo:

––Bueno, Americo siempre sabe comportarse, según el caso, de la mane­ra más divertida o de la manera más seria que quepa desear, y sea cual fuere el talante que adopte con respecto a usted al mandarle su mensaje, esa manera será rotunda en uno u otro sentido.

Y como quiera que la muchacha dirigió al señor Verver una de sus pro­fundas, extrañas y, al mismo tiempo, tiernas miradas críticas, y se abstuvo de hacer comentario alguno, el señor Verver se sintió impulsado por una vaga ansiedad a formularle una pregunta:

––¿Verdad que el Príncipe es un hombre encantador?

Charlotte Stant repuso:

––Ciertamente encantador. Si no lo fuera, poco me importaría su com­portamiento.

En justa armonía, su amigo declaró:

––¡Y tampoco a mí!

––Pero es que a usted no le importa. No tiene por qué importarle. Bueno, quiero decir que no tiene por qué importarle como a mí me importa. Es el último grado de insensatez: preocuparse angustiosamente, hasta dar la últi­ma partícula, por lo que uno está obligado a dar.

Guardó silencio unos instantes y prosiguió:

––Si yo estuviera en su lugar, si en mi vida tuviera, en lo tocante a felici­dad, poderío y paz, siquiera una pequeña parte de lo que usted tiene, sería preciso que ocurriera algo tremendamente importante para que llegara a preocuparme. Ocurriera lo que ocurriese en el mundo, por nada me pre­ocuparía, salvo por aquello que afectara a mi suerte.

El señor Verver repuso:

––La comprendo muy bien, pero todo depende de lo que usted entienda por «suerte», por la suerte de cada cual. Yen estos momentos estoy hablan­do precisamente de mi suerte. Será todo lo sublime que usted quiera tan pronto como usted me haya colocado en mi sitio. Solamente cuando uno se encuentra en su sitio tiene todo eso a que usted se ha referido.

El señor Verver aclaró sus palabras:

––No son las cosas de que usted ha hablado las que le ponen a uno en su sitio, sino que es esa otra cosa que yo deseo lo que pone las otras en su sitio. Si usted me da lo que le pido, lo verá.

Charlotte cogió la boa y se la echó sobre los hombros y, mientras meditaba, apartó la mirada del señor Verver y la fijó en algo que había atraído su interés, a pesar de que a esa hora, hora de la dispersión suscitada por el almuerzo, el salón había quedado tan abandonado que estaba totalmente a su disposición, y en él hubiera podido hablar con absoluta libertad, incluso en el caso de ser propensos a conversar a gritos. Charlotte estaba ya dis­puesta a salir en compañía del señor Verver, pero había reparado en la pre­sencia de un jovenzuelo vestido de uniforme, emisario evidente de la ofi­cina de Postes et Télégraphes, que, procedente de la calle, se había acercado a la pequeña fortaleza defendida por la concierge, a la que ofreció una misi­va que había extraído de la pequeña cartera que llevaba colgada al hom­bro. La empleada, que había recibido al emisario en el vestíbulo, advirtió que, en el otro extremo del salón, Charlotte prestaba marcada atención a aquella visita, por lo que, segundos después, la empleada avanzó hacia nuestros amigos, con las cintas de la cofia al viento, y una sonrisa de noti­ficación tan ancha como su delantal blanco. Alzó la mano con la que sos­tenía el mensaje telegráfico y, en el momento de entregarlo, advirtió:

––Cette fois––ci, pour Madame!

Después de lo cual se retiró con idéntica afabilidad, dejando a Char­lotte en posesión de lo entregado. La joven sostuvo unos momentos el telegrama en la mano sin abrirlo. Los ojos de Charlotte estaban ahora fijos en su compañero, quien, inmediatamente, recibió en tono triunfal el men­saje:

––¡Aquí está!

En silencio, Charlotte abrió el telegrama y, tal como hizo con el que anteriormente le entregara el señor Verver, estudió durante un minuto su contenido sin expresión en el rostro. El señor Verver la contempló en silen­cio, sin formularle pregunta alguna. Por fin, Charlotte alzó la vista y dijo:

––Le daré lo que me ha pedido.

La expresión del rostro de Charlotte era rara, pero ¿cuándo una mujer no ha tenido el derecho de ser rara en los momentos de su suprema entre­ga? El señor Verver aceptó la expresión de Charlotte con agradecido silen­cio y con una larga mirada, de manera que durante unos instantes nada más ocurrió entre los dos. Su comprensión quedó sellada, y el señor Verver casi tenía la impresión de que Charlotte le había puesto ya en su sitio. Pero también tenía la impresión de que Maggie había colocado a Charlotte en su sitio, de lo cual resultaba, como siempre, que ¿dónde estaría él si, a fin de cuentas, no hubiera intervenido Maggie? Ella les había unido, ella les había juntado con el bello sonido que produce un cierre de plata, y allí, con la visión de todo lo anterior llenándole los ojos, el señor Verver se encontraba ante Charlotte, quien le miraba con una expresión que la borrosa visión del señor Verver contribuía a hacer todavía más rara. Sin embargo, sonrió y dijo:

––¡Cuánto hace por mí esta hija mía!

Y en aquella misma situación, es decir, todavía con la visión borrosa, el señor Verver antes vio que oyó la contestación de Charlotte. Sostenía el papel totalmente desdoblado, pero tenía la vista fija en el señor Verver. Charlotte dijo:

––No es de Maggie. Es del Príncipe.

El señor Verver exclamó:

––¡Magnífico! ¡Es lo mejor que podía ocurrir!

––Es lo suficiente.

––Le agradezco que lo juzgue así. Es suficiente para resolver nuestro pro­blema, pero no es suficiente, me parece a mí, para resolver nuestro almuer­zo, ¿verdad? Déjeunons.

Sin embargo, y a pesar de esta invitación, Charlotte siguió quieta, con el documento a la vista, desplegado. Charlotte preguntó:

––¿No quiere leerlo?

El señor Verver, después de pensar, dijo:

––Si el telegrama la ha dejado convencida, no quiero leerlo. No hace falta.

Como si quisiera cumplir con un deber de conciencia, Charlotte le dio otra oportunidad:

––Puede leerlo si quiere.

El señor Verver volvió a vacilar, pero lo hizo llevado por la amabilidad, no por un impulso curioso:

––¿Es divertido?

Por fin, Charlotte volvió a bajar la vista fijándose en el telegrama y, con un leve movimiento de contracción de los labios, repuso:

––No. Es grave.

––En ese caso no quiero leerlo.

Charlotte Stant dijo:

––Muy grave.

Alegremente, en el momento en que emprendían la marcha, el señor Verver observó:

––¿No le he dicho que el Príncipe es así?

Por toda contestación, la muchacha, antes de cogerle del brazo se guar­dó el telegrama, arrugado, en un bolsillo de la chaqueta.


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