La Copa Dorada



Yüklə 2,23 Mb.
səhifə37/38
tarix29.10.2017
ölçüsü2,23 Mb.
#19791
1   ...   30   31   32   33   34   35   36   37   38

Capítulo XL

________________________________________________________________________
A primera hora llegó un telegrama enviado por Charlotte. «Iremos to­mar té cinco tarde, si no tenéis inconveniente. Mando telegrama Assing­ham almorzar con ellos.» Maggie entregó inmediatamente a su marido este documento que tenía diversos significados, diciéndole que su padre y la esposa de éste seguramente habían llegado la noche anterior o aquella misma mañana y, evidentemente, se habían alojado en un hotel.

El Príncipe se encontraba en su aposento, en donde pasaba a menudo buenos ratos a solas. A su alrededor tenía media docena de periódicos a­biertos, entre los que cabía distinguir Le Figaro y el Times, aunque el Prín­cipe, con un cigarro entre los dientes y la frente visiblemente nublada, parecía dedicado a pasear por el cuarto. Maggie hasta el momento, al ir al encuentro de su marido, lo cual hacía en los últimos tiempos varias veces, impelida por una y otra necesidad, jamás había recibido una impresión tan clara de fuerza suprema: por ignoradas razones, en el momento de entrar, Americo dio rápidamente media vuelta sobre sí mismo. Ello se debió, en parte a la expresión del rostro de Americo, que parecía como sofocado por la fiebre, lo que trajo a la mente de Maggie la acusación que Fanny Assing­ham le había dirigido recientemente, bajo aquel mismo techo, de «pensar» de manera impenetrable. Estas palabras habían quedado grabadas en su mente y la habían inducido a pensar más y todavía más impenetrablemen­te, por lo que, al principio, en el aposento de su marido, se sintió respon­sable de provocar en él la irritación resultante de unas dudas que ella no había querido provocar. Durante los últimos tres meses, Maggie había tra­tado a su marido, y tenía perfecta conciencia de ello, animada por una constante idea de la que jamás le había hablado; pero en última instancia lo que había ocurrido era que Americo la miraba de vez en cuando de manera que parecía percibir la presencia no de una idea, sino de cincuen­ta, diversamente preparadas para diversos usos que debía tener en cuenta. De una manera casi extraña, se dio cuenta de que se alegraba de haber ido al encuentro de su marido con algo tan poco abstracto como un telegrama. Después de penetrar en la prisión de Americo con semejante pretexto, mientras sus ojos se fijaban en la cara de su marido y recorrían las cuatro paredes que encerraban la inquietud del Príncipe, se dio cuenta de la vir­tual identidad de la condición de su marido con el aspecto de la situación de Charlotte para la que Maggie, a principios de verano y en toda la ampli­tud de una gran mansión, había hallado la imagen de una jaula cerrada. Americo le causó la impresión de estar enjaulado, de ser un hombre que no podía, sin producir un efecto instantáneo en la sensibilidad de Maggie, empujar instintivamente la puerta que ella no había dejado perfectamen­te cerrada a su espalda. Americo había estado revolviéndose en veinte dis­tintos sentidos, impulsado por impaciencias que eran exclusivamente suyas; tan pronto Maggie estuvo en su compañía, volvió a parecer que ésta hubiera entrado en su más que monástica celda para ofrecerle luz o ali­mento. Sin embargo, se daba una diferencia entre el cautiverio de Americo y el de Charlotte, la diferencia consistente en que Americo se encontraba allí escondido por voluntad propia y propia decisión, lo cual quedó reco­nocido con el sobresalto que la entrada de Maggie le produjo, como si incluso este acto fuera una intromisión. Esto fue lo que delató el temor que Americo sentía a sus veinte ideas, y lo que, al cabo de un minuto, indujo a Maggie a sentir deseos de repudiar o de explicar. Era más maravilloso de lo que ella hubiera podido expresar; era, en todos los sentidos, como si Maggie hubiera comenzado a triunfar sobre Americo en medida superior a sus propias intenciones. Durante estos instantes, tuvo la impresión de que Americo exageraba, que aquella imputación de propósitos había alcanza­do para él una altura excesiva. Hacía un año que Maggie había comenzado a preguntarse cómo podía conseguir que Americo pensara más en ella y la juzgara mejor; pero, a fin de cuentas, ¿qué era lo que ahora pensaba Americo? El Príncipe tenía la vista fija en el telegrama, que había leído más de una vez, a pesar de lo fácil que era comprenderlo, incluso teniendo en cuenta sus implícitas excusas. Durante estos momentos, Maggie sintió unas ansias que casi le causaron miedo. Poco le faltó para dar a entender de una manera u otra lo que dio a entender en los jardines de Fawns ante Char­lotte: que había acudido verdaderamente desarmada. Maggie no estaba erizada de intenciones; por la impresión que Americo le causaba en esta ocasión, Maggie apenas sabía qué se había hecho de la única intención con la que había ido al encuentro de su marido. Sólo tenía su vieja idea, la idea que él ya sabía, sin siquiera la sombra de otra. En realidad, cuando hubie­ron pasado cuatro o cinco minutos, llegó el momento en que Maggie ni siquiera tenía una idea. Americo le devolvió el papel, preguntándole si deseaba que hiciera algo.

Maggie quedó allí mirando a Americo, que doblaba el telegrama como si se tratara de un documento precioso, conteniendo en todo instante el aliento. De repente, y como si fuera resultado de que entre ellos sólo hubiera aquellas pocas palabras escritas, ocurrió un hecho extraordinario. Americo estaba con ella como si fuera suyo, suyo en una gradación y a una escala, con una intensidad y una intimidad, que eran nuevas; que eran algo extraño, algo como la irrupción de una ola que les liberaba del lugar en que habían estado clavados, y les causaba la impresión de estar flotando. ¿Qué fue lo que impidió que al impulso de esta ola Maggie alargara las manos hacia Americo y se abrazara a él, como en pasados tiempos, con el impulso que Americo y Charlotte habían conspirado en secreto para infun­dírselo? Maggie a menudo había sentido el impulso de abrazarse a su padre. Sin embargo, no hizo todavía nada inconsecuente, aunque no podía decir, por el momento, qué fue lo que la salvó. En el momento en que hubo terminado de doblar cuidadosamente el telegrama, Maggie hizo algo que era meramente útil:

––Sólo quería que lo supieras, no fuese que, por casualidad, no coinci­dieras con ellos. Sí, porque es la última vez.

––¿La última vez?

––Considero que es su adiós.

Maggie sonrió, como siempre solía hacerlo y dijo:

––Vendrán solemnemente para despedirse con todas las formalidades. Siempre hacen lo que hay que hacer. Mañana se van a Southampton.

Estas palabras motivaron que el Príncipe preguntara:

––Si siempre hacen lo que hay que hacer, ¿por qué no vienen a almorzar, por lo menos?

Ella vaciló, pero halló con notable facilidad la respuesta adecuada:

––Desde luego tenemos que invitarles a almorzar. Te costará poco hacer­lo. Pero hay que tener en cuenta que tienen infinitos compromisos y cosas que hacer.

––¿Tantos compromisos tienen que tu padre no puede dedicarte su últi­ma noche en Inglaterra?

Le fue más difícil dar contestación a esta pregunta. Sin embargo, tam­bién halló una salida:

––Probablemente eso es lo que nos propondrán, que vayamos a algún lugar los cuatro, aunque para redondear la fiesta, también tendrían que asistir Fanny y el coronel. No quieren que vengan a tomar el té, y Charlotte lo dice claramente, los quitan de en medio, a los pobrecillos, se desemba­razan de ellos de antemano. Quieren estar a solas con nosotros.

Maggie guardó silencio unos instantes y prosiguió:

––Y si se limitan a almorzar con Fanny y el coronel, y a tomar el té con nosotros, quizá se deba a que tienen el capricho de pasar los dos solos su última noche en Londres.

Había dicho todo lo anterior tal como se le había ido ocurriendo. Fue incapaz de contenerse, a pesar de que, mientras oía sus propias palabras, tenía la impresión de echarlo todo a rodar. Pero ¿no era esto lo más ade­cuado para compartir el último día de cautiverio del hombre a quien ado­raba? Cada momento que pasaba tenía la impresión más clara de estar esperando, con Americo y en la celda de éste, de manera que recordaba vagamente el comportamiento de los nobles cautivos, durante la Revolu­ción francesa, durante el período del tenebroso Terror, que solían celebrar una fiesta o dar rienda suelta a altos pensamientos, con sus pobres últimos recursos. Si Maggie, ahora, lo había hecho todo añicos, si había quebran­tado todas las normas observadas en los últimos meses, debía limitarse a comprender que así era, a comprender que aquello que había estado per­siguiendo se hallaba, al fin, tan cerca que ya no podía conservar la sereni­dad. Ysu marido bien hubiera podido tener la impresión de que ésta había perdido la cabeza, por cuanto Americo ignoraba, en todo momento, que la súbita libertad con que su esposa se expresaba no era más que una indi­recta de la intensidad con que deseaba abrazarle. También ignoraba que aquélla era la manera con que Maggie ––ahora que estaba realmente con él–– prescindía audazmente de la suprema norma de tenerlo suspenso en las dudas. Para los hombres y las mujeres de la Revolución francesa no había dudas. El cadalso, para aquellos en quienes Maggie pensaba, era una certidumbre, en tanto que lo que el telegrama de Charlotte anunciaba era, claramente, y salvo un error incalculable, la liberación. Sin embargo, lo importante consistía en que todo estaba más claro para ella que para Ame­rico. La verdad, la libertad de Maggie, para cuya consecución tanto había trabajado, amenazaban con apiñarse sobre su cabeza igual que un grupo de cabezas angelicales, en los poblados haces de luz que desde lo alto pene­tran por las rejas de la prisión, que regalan, a veces, la enfebrecida visión de quienes están encadenados. Maggie tenía la impresión de que más tarde sabría, que al día siguiente por la mañana sabría con tristeza, sin algu­na duda, cuán alocadamente había latido su corazón ante aquella primicia de lo que significaba que les dejaran solos a los dos, y juzgaría con calma incluso aquella avidez por solucionar lo que tan poca importancia tendría, todo lo que no fuera las complicaciones propias de la constante presencia de los otros dos. Yverdaderamente, el caso era que estaba simplificándolo todo mucho más de lo que hacía su marido, y ello quedaba de relieve ante ésta en la expresión de su rostro mientras la escuchaba. Realmente, pare­cía un tanto desconcertado, en lo referente a su suegro y a la señora Verver, porque cuando Maggie aludió a la posibilidad de que prefirieran pasar una velada con ellos, preguntó:

––¿Pero no es algo así como si se separaran el uno del otro?

––De ninguna manera. No, no es como si se separaran el uno del otro. Sólo dan término a un período, que ha sido tremendamente interesante para los dos, sin que sepan cuándo podrán reanudarlo.

Sí, Maggie podía hablar así del período vivido por la otra pareja. Se sen­tía segura hasta el punto de afirmar más el dominio que de su terreno tenía:

––Tienen sus razones, tienen muchas cosas en que pensar, cosas que noso­tros ni siquiera sabemos. De todas maneras, también cabe la posibilidad de que papá proponga que pasemos juntos las últimas horas. Quiero decir él y yo. Quizá quiera que vayamos a cenar solos, en recuerdo de los viejos tiempos.

La Princesa guardó silencio unos instantes, y prosiguió:

––Quiero decir los verdaderos viejos tiempos, antes de que mi gran mari­do fuera inventado, antes de que su gran esposa también lo fuera, los mara­villosos tiempos en que comenzó a sentir ese gran interés por todo lo que ha hecho a partir de entonces, los tiempos de sus primeros grandes pro­yectos y oportunidades, descubrimientos y negocios. Los tiempos en que permanecíamos sentados hasta muy tarde, siempre muy tarde, en los res­taurantes extranjeros que le gustaban, en todas las ciudades de Europa; allí nos quedábamos, con los codos apoyados en la mesa y casi todas las luces apagadas, hablando de las cosas que había visto durante el día, de las cosas de que había oído hablar, de las ofertas que había hecho, de las cosas adquiridas, rechazadas o perdidas. Y, aunque te parezca increíble, me lle­vaba a estos sitios debido a que, a menudo, la servidumbre era la única compañía con que podía dejarme. Si esta noche me llevara con él, para recordar los viejos tiempos, a la exposición de Earl Court, ello se parecería un poco, sólo un poquito, a nuestras primeras aventuras.

Mientras Americo la miraba y, en realidad, debido precisamente a que la miraba, tuvo una inspiración que decidió poner en práctica. Si él se pre­guntaba qué iba a decir Maggie a continuación, he aquí que ésta diría exac­tamente lo adecuado:



––En este caso, mi padre dejará a Charlotte a tu cuidado durante nuestra ausencia. Tendrás que llevarla a algún lugar, donde pasar vuestra última velada, a no ser que prefieras pasarla, con ella, aquí. En este caso, me en­cargaré de que os sirvan la cena y de que nada os falte. En fin, podrás hacer lo que quieras.

Maggie no había podido saberlo con seguridad de antemano, y, desde luego, no lo había sabido, pero el más inmediato resultado de estas palabras fue que Americo le dio a entender que no consideraba que estas palabras fueran una burda exageración en la ironía o en la ignorancia. En verdad, nada en el mundo fue tan dulce para ella como las palabras de su marido al intentar reaccionar con la seriedad suficiente para no cometer error alguno. Maggie le había dejado preocupado, lo cual no había sido su pro­pósito, ni mucho menos. Le había dejado desorientado, pero no pudo evi­tarlo y le importaba relativamente poco. Entonces, se dio cuenta de que Americo estaba dotado de una muy considerable simplicidad, simplicidad que jamás había osado presumir en él. Fue un descubrimiento propio, con el que lo contrastaba todo, en busca de hallar verdadera medida pero que le dio una sensación de novedad. Y, a la luz de este descubrimiento, volvió a percatarse de las muchas cosas de que su marido la creía capaz. Eviden­temente, todas estas ideas eran raras para él, pero Maggie, al paso de los meses, había sabido crear la impresión de que podían ser ideas sustancio­sas. Y, ahora, allí estaba él, hermoso y sombrío, contemplando lo que su esposa le había dado. Maggie tenía la seguridad de que en la mente del Príncipe había algo, un conocimiento propio, con el que lo contrastaba todo, en busca de hallar verdadera medida y significado. Americo jamás había abandonado aquello, desde el día, desde semanas atrás, en que Maggie, en su aposento, después de que él se enfrentara con la copa de Bloomsbury, lo había plantado en la mente de su marido, al espetarle, refi­riéndose al tema de la opinión que su padre tenía de él, su decidido «Descubre el resto por ti mismo». Al paso de los meses, Maggie se había dado cuenta de que Americo lo había intentado, había intentado averi­guarlo, y, sobre todo, había procurado cuidar las apariencias para que nin­gún conocimiento que pudiera llegarle, procedente de cualquier fuente, fuese con violencia, y sí con una penetración más sutil. Sin embargo, nada había llegado a él, nada con lo que él pudiera contar en su beneficio se ha­bía desprendido, para su conocimiento, ni siquiera del anuncio, suficien­temente repentino, de la secesión de sus parientes. Charlotte sufría, Charlotte vivía torturada, pero él mismo le había dado motivos suficientes para ello, y, en lo tocante a todo lo demás que hiciera referencia a la obli­gación que Charlotte tenía de seguir a su marido, este personaje y Maggie habían barajado de tal manera todos los eslabones de causa y efecto que la intención seguía, al igual que ciertas famosas frases poéticas escritas en una lengua muerta, sujeta a diversas interpretaciones. Y lo que renovaba la oscuridad en que Americo se encontraba era la extraña imagen con que Maggie le había hecho aquella oferta en común, por parte de ella y de su padre, de una oportunidad de despedirse de la señora Verver con las debi­das formalidades, máxime si se tenía en cuenta que él, de una manera harto patética, no podía permitirse el lujo de rechazarla, so pretexto de apariencia y buen gusto. Sin embargo, para el Príncipe, el buen gusto, en cuanto criterio regulador de su comportamiento, había quedado atrás, ya que, ¿quién podía decir que una de las cincuenta ideas de Maggie, o quizá cuarenta y nueve de ellas, no viniera a decir exactamente que el buen gusto en sí mismo, aquel buen gusto al que el Príncipe siempre había confor­mado su actitud, careciera de toda importancia? De todas maneras, ahora, el Príncipe estimaba que Maggie hablaba con toda seriedad, y esto suponía la principal razón de que ella se aprovechara como quizá jamás podría vol­ver a aprovecharse. Estaba así reflexionando en el preciso instante en que el Príncipe, en contestación a sus últimas palabras, hizo una observación que, si bien era perfectamente congruente y justa, a ella le pareció, al prin­cipio, rarísima:

––Están haciendo lo más prudente. Sí, porque, caso de irse...

Y el Príncipe, por encima de su cigarro, miró a su esposa. Dicho en pocas palabras, sí, en caso de irse aquél era el momento en que debían hacerlo, teniendo en consideración la edad del padre de Maggie, la necesidad de iniciar a Charlotte en las tareas que les aguardaban, la general magnitud del trabajo de asentarse de nuevo, de aprender a vivir en su extraño futu­ro, habida cuenta de todo lo anterior, ya era hora de que reunieran el valor suficiente para comenzar a ponerlo en práctica. Esto era perfectamente lógico, pero no tuvo la virtud de parar los pies a la Princesa, quien al mo­mento ya había hallado la forma con que revestir su reto:

––¿Pero ni siquiera echarás un poco en falta a Charlotte? Es hermosa, es maravillosa, y su marcha, para mí, es algo así como si fuera a morirse, aun­que no fisicamente, claro está, ya que es una mujer espléndida y se halla aún muy lejos de renunciar a la vida. Pero, sí, muere para nosotros dos, para ti y para mí. Y el hecho de que nos deje tantos recuerdos suyos, tanta parte de sí misma contribuye a darnos esta sensación.

El Príncipe fumó pensativo durante un minuto, y, al fin, dijo:

––Tal como tú dices, es espléndida, y siempre queda y siempre quedará, con nosotros, gran parte de ella.

La Princesa repuso a estas palabras:

––A pesar de todo, tengo la impresión de que no nos separamos total­mente de ella. Sí, por cuanto, ¿cómo es posible que no pensemos siempre en ella? Parece que su desdicha nos haya sido necesaria, como si la hubié­ramos necesitado, en su perjuicio, para formarnos, para que comenzára­mos a recorrer nuestro camino.

El Príncipe meditó estas palabras, y les dio respuesta con una pregunta:

––¿Y por qué hablas de la desdicha de la esposa de tu padre?

Intercambiaron una larga mirada, una mirada que duró el tiempo que Maggie necesitó para encontrar una contestación:

––Porque no puedo dejar de hacerlo.

––¿No puedes?

––Si no hablara de ella, tendría que hablar de él. Y no puedo hablar de él.

––¿Te es imposible?

En tono tajante, indicativo de que no iba a repetir jamás aquella negati­va, Maggie dijo:

––Imposible.

A pesar de lo cual, Maggie añadió:

––Concurren muchos elementos. Y mi padre es demasiado grande.

El Príncipe miró la punta de su cigarro, y, mientras volvía a llevárselo a los labios, dijo:

––¿Demasiado grande, para quién? Después de dudar, añadió:

––No, querida, no es demasiado grande para ti. Para mí, sí, todo lo que quieras.

––Quería decir que es demasiado grande para mí. Ysé muy bien por qué lo digo. Con esto basta.

El Príncipe volvió a mirarla como si con sus palabras sólo hubiera con­ seguido aumentar su desorientación. Juzgó que el Príncipe estaba a punto de preguntarle por las razones por las que pensaba así; pero sus ojos man­tuvieron su expresión de advertencia en contra, y fueron otras las palabras que el Príncipe pronunció al cabo de un minuto:

––Lo importante es que eres su hija. Por lo menos tenemos esto. Y si puedo añadir algo diré que esto, por lo menos, lo valoro debidamente.

––Sí, sé perfectamente que lo valoras. Y, en cuanto a mí hace referencia, diré que de ello saco cuanto provecho puedo.

El Príncipe también meditó estas palabras, que le indujeron a emitir un sorprendente juicio.

––Charlotte hubiera debido conocerte. Lo veo con toda claridad. Hubie­ra debido conocerte mejor.

––¿Mejor que tú?

Gravemente, el Príncipe afirmó:

––Sí, mejor que yo. Charlotte no te conocía en absoluto. Y todavía no te conoce.

Pero Maggie exclamó:

––¡Me conoce muy bien!

El Príncipe sacudió negativamente la cabeza, sabía lo que había dicho:

––No sólo no te comprende más que yo, sino que te comprende menos que yo, a pesar de que yo...

Maggie le apremió:

––¿A pesar de que tú?

––A pesar de que yo, a pesar de que ni siquiera yo...

Volvió a callar, y los dos quedaron presos en el silencio. Por fin, Maggie lo rompió:

––Si Charlotte no me conoce, esto se debe a que yo se lo he impedido. He preferido engañarla y mentirle.

El Príncipe, manteniendo la mirada fija en los ojos de su esposa, dijo:

––Sé lo que has preferido. Y yo he preferido lo mismo.

Al cabo de un instante, Maggie contestó:

––Sí, decidí después de haber adivinado cuál era tu decisión. Pero ¿con­sideras que te comprende, a ti?

––¡Pocas dificultades presenta!

––¿Estás seguro?

––Bastante seguro. Pero esto carece de importancia.

El Príncipe esperó unos instantes, y, luego, fija la vista en el humo del cigarro, bruscamente opinó:

––Es estúpida.

En un largo gemido, Maggie protestó:

––Oh...

Esta exclamación alteró realmente el color de la cara del Príncipe, quien dijo:



––Con ello quiero decir que Charlotte, contrariamente a lo que tú pien­sas, no es desdichada.

Y habiendo recobrado con estas palabras toda su lógica, añadió:

––¿Cómo va a ser desdichada, si no sabe?

Maggie intentó poner dificultades a la lógica del Príncipe:

––¿Qué es lo que no sabe?

––¿Acaso sabe que tú sabes?

Dijo estas palabras de tal manera que Maggie tuvo conciencia, al ins­tante, de tres o cuatro posibles respuestas. Pero lo primero que Maggie dijo fue:

––¿Crees que eso es lo único que cuenta?

Y antes de que el Príncipe pudiera contestarle, Maggie proclamó:

––¡Lo sabe, lo sabe!

––Bueno, ¿y qué sabe?

Pero ella echó la cabeza atrás, y en movimiento impaciente apartó la mirada de los ojos de su marido:

––¡No hace falta que te lo diga! Sabe lo suficiente. Además, no nos cree.

Esto último sobresaltó un poco al Príncipe, quien exclamó:

––¡Pide demasiado!

Estas palabras motivaron que su esposa emitiera otro gemido de protes­ta, lo que indujo al Príncipe a formular un juicio:

––Jamás permitirá que la consideres desdichada.

––Sé mejor que nadie lo que jamás permitirá que la considere.

––Tú misma lo verás.

––Veré maravillas, ya lo sé. Las he visto y estoy dispuesta a ver más.

Maggie recordó. No le faltaban recuerdos, y estos recuerdos la movieron a decir:

––Es terrible. La vida de las mujeres es siempre terrible.

El Príncipe la miró con gravedad y dijo:

––Todo es terrible, cara, en el corazón del hombre. Charlotte quiere cons­truir su propia vida, y la construirá.

Su esposa, quien se había acercado a una mesa, en donde, distraída­mente, modificó la posición de diversos objetos, se volvió hacia él, y dijo:

––En este caso, mientras construye su vida construye también la nuestra, aunque sea un poco indirectamente.

Al escuchar estas palabras, el Príncipe fijó la vista en los ojos de su espo­sa, y ésta le sostuvo la mirada, mientras decía algo que había estado en sumente durante los últimos minutos:

––Hace poco has dicho que Charlotte no se ha enterado por ti de que yo «sabía». ¿Debo considerar que estas palabras significan que tú aceptas y re­conoces mi conocimiento?

El Príncipe hizo los debidos honores a esta pregunta, sopesó visible­mente su importancia, y sopesó también su respuesta:

––¿Consideras que hubiera debido darte de ello muestras más claras?

––No se trata de una cuestión de claridad, sino de verdad.

El Príncipe, enfática la voz, aun cuando con significado ambiguo, mur­muró:

––Oh, la verdad...

––Sí, es todo un problema. Pero, a pesar de todo, hay ciertas realidades que verdaderamente existen, como, por ejemplo, la buena fe.

El Príncipe se apresuró a contestar:

––¡Claro que sí!

Después de lo cual dijo, más despacio:

––¡Si alguna vez, desde el principio de los tiempos, ha habido un hombre que haya actuado con buena fe...!

Pero el Príncipe dejó su oferta en este punto. Entonces, cuando pasó el tiempo preciso para que estas palabras se asentaran cual un puñado de polvillo de oro arrojado al aire, Maggie dio muestras de una extraña y pro­funda aprehensión:

––Comprendo.

Evidentemente, al cabo de un instante, el completo carácter de esta manifestación pareció divino al Príncipe, quien sólo pudo decir:

––Oh, Dios mío, Dios mío...

Ahora, Maggie hablaba con toda libertad:

––Has guardado silencio durante mucho tiempo.

––Sí, sí, sé perfectamente lo que he guardado. Sin embargo, ¿puedes hacer una cosa más, otra todavía, en mi beneficio?

Durante un instante, y hallándose la Princesa nuevamente vulnerable, pareció que estas palabras fueran a hacerla palidecer:

––¿Es que aún puedo hacer una cosa más?

Estas palabras oprimieron una vez más en el Príncipe el resorte de la sen­sación de lo inexpresable:

––Oh, Dios mío, Dios mío...

Sin embargo, nada había que la Princesa no pudiera decir:

––Haré cualquier cosa. Dime qué es.

––Esperar.

Y la italiana mano levantada del Príncipe, con el juego de sus dedos que aconsejaban, jamás hizo ademán más expresivo. El Príncipe bajó la voz y repitió:

––Esperar, esperar.

Maggie había comprendido, pero habló como si deseara que el Príncipe se lo dijera explícitamente:

––¿A que hayan estado aquí, quieres decir?

––Sí, a que se hayan ido, a que estén lejos.

Maggie insistió:

––¿A que se hayan ido de este país?

En busca de mayor claridad, Maggie tenía la vista fija en el Príncipe, que parecía reflejar una promesa, por lo que incorporó prácticamente la pro­mesa en su respuesta:

––Hasta que hayamos dejado de verles por todo el tiempo que Dios quie­ra. Hasta que estemos realmente solos.

––¡Si sólo es esto!

Cuando de esta manera la Princesa hubo arrancado, como solía ocurrir, el denso aliento de lo definitivo, que era el ambiente de lo íntimo, de lo inmediato, de lo familiar, durante largo tiempo ausente en el vivir de la Princesa, volvió a alejarse del Príncipe y puso la mano en la manecilla de la puerta. Pero, al principio, la mano de la Princesa quedó allí, sin agarrar la manecilla. Ahora, tenía que hacer otro esfuerzo de dificultad redoblada por todo lo que había pasado entre ellos, el esfuerzo de alejarse del Prín­cipe, cuya irresistible presencia lo impregnaba todo. Había algo que la Princesa no hubiera podido decir qué era. Parecía que, encerrados los dos juntos, hubieran llegado demasiado lejos, demasiado lejos teniendo en cuenta el lugar en que se hallaban, por lo que el mero hecho de alejarse de él parecía un intento de recobrar lo perdido, lo desaparecido. Maggie se había llevado con ella algo que, al cabo de diez minutos, y principal­mente durante el transcurso de los tres o cuatro primeros, había resbalado de ella, por lo que ahora resultaba inútil, ¿o no?, hacer esfuerzos para apa­rentar tenerlo o recogerlo. En realidad, esta sensación era dolorosa, y Maggie vaciló, intensamente, durante aquel largo momento, casi aterrada ante su infinita capacidad de aceptación. Realmente, bastaba con que A­merico presionara para que ella cediera, punto por punto, y en los pre­sentes momentos sabía, mientras lo miraba al través de la nube en que se hallaba, que la confesión de este preciso secreto estaba allí, al alcance de la mano de su marido. Esta sensación fue extraordinaria. Su debilidad, su deseo, en tanto Maggie no se hurtó a ellos, afloraron a su rostro, como una luz o como una sombra. Buscó palabras que lo encubrieran, y volvió a abordar la cuestión del té, igual que si ellos dos no fueran a verse antes:

––Entonces, alrededor de las cinco. Cuento contigo.

Sin embargo, algo le había ocurrido a él, y las palabras de su esposa le proporcionaron la oportunidad de obrar en consonancia. Acercándose a Maggie, dijo:

––¡Pero nos veremos antes! ¿No?

Con la mano todavía en la manecilla de la puerta, Maggie tenía la espal­da apoyada en ésta, por lo que su retirada, ante el avance de su marido, sólo consistía en dar menos de un paso, pero ni siquiera aunque en ello le fuera la vida hubiera podido rechazarlo con la otra mano. Ahora, Americo estaba tan cerca de ella que podía tocarlo, olerlo, besarlo, abrazarlo. Casi la apretaba, y el calor de su rostro ceñudo, sonriente, Maggie no podía saberlo, en realidad únicamente hermoso y extraño, se cernía sobre ella con el tamaño desproporcionadamente grande con que sobre nosotros se ciernen los objetos que vemos en sueños. Maggie cerró los ojos, y de esta manera, al momento y en contra de su voluntad, alargó la mano, que encontró la de Americo y la retuvo. Entonces, detrás de sus ojos cerrados, sonó la palabra justa. «¡Espera!» Era la palabra de desdicha y ruego de Americo, la palabra de los dos, era cuanto les quedaba, era su madero en alta mar.

––Espera. Espera.

Maggie seguía con los ojos cerrados, pero su mano, lo sabía, confirmaba la palabra, y al cabo de un minuto comprendió que la mano de Americo absorbía el significado. Él la soltó y dando media vuelta sobre sí mismo se alejó de ella, con aquel mensaje, y cuando Maggie volvió a verle, estaba de espaldas, tal como había quedado al dejarla, con la cara orientada hacia la ventana, fija la vista fuera. Maggie se había salvado, y salió del aposento.


Yüklə 2,23 Mb.

Dostları ilə paylaş:
1   ...   30   31   32   33   34   35   36   37   38




Verilənlər bazası müəlliflik hüququ ilə müdafiə olunur ©muhaz.org 2024
rəhbərliyinə müraciət

gir | qeydiyyatdan keç
    Ana səhifə


yükləyin