La gran transformacióN



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La situación era ciertamente desconcertante. Los po­bres habían hecho su primera aparición en Inglaterra en la primera mitad del siglo XVI. Se manifestaron en tanto que individuos no ligados a las casas señoriales o a «una autoridad feudal», y su transformación progresiva en una clase de trabajadores libres fue el producto, a la vez, de la feroz persecución del vagabundeo y del impulso que reci­bió la industria del país, enormemente apoyada por la ex­pansión continua del comercio exterior. Durante el siglo XVII el pauperismo es mencionado con mucha menos fre­cuencia, y hasta la tajante medida que supuso la Ley de domicilio se adoptó sin mediar una discusión pública. Cuando a finales de este siglo se retomó la discusión, la utopía de Tomás de Moro y las antiguas leyes de pobres databan ya de más de ciento cincuenta años, de tal forma que la disolución de los monasterios y la rebelión de Kett estaban ya olvidadas desde hacía tiempo. Durante este pe­riodo siempre habían existido, aquí y allá, el cercamiento y el acaparamiento de tierras, por ejemplo bajo el reinado de Carlos I, pero en términos generales las nuevas clases ya estaban asentadas. Además, mientras que a mediados del siglo XVI los pobres constituían un peligro para la so­ciedad sobre la que se avalanzaban como si se tratara de un ejército enemigo, a finales del siglo XVII su presencia se circunscribía casi exclusivamente al ámbito de la fiscalidad local. Por otra parte, la sociedad ya no era una socie­dad semi-feudal sino una sociedad semi-comercial, en la que sus miembros representativos eran partidarios del trabajo y no podían aceptar la opinión medieval según la cual la pobreza no era un problema, ni tampoco la de los afortunados cercadores de tierras que opinaban que los parados eran simplemente perezosos que no querían tra­bajar. A partir de este momento las ideas sobre el pau-pe­rismo comenzaron a reflejar una perspectiva filosófica que sustituía a las viejas cuestiones teológicas sobre el tema. Las opiniones sobre los pobres coinciden cada vez más con las ideas sobre la existencia. De ahí la diversidad y la aparente confusión de esas ideas, pero también su in-



res excepcional para la historia de nuestra civilización.

Los cuáqueros, que han sido los pioneros en la explora­ción de las modernas posibilidades de existencia, han sido los primeros en reconocer que el paro involuntario debía de ser el resultado de algún defecto existente en la organi­zación del trabajo. Con la misma sólida fe que tenían en sus métodos y en sus nego-cios aplicaron a sus pobres el principio del «ayúdate a ti mis-mo», principio colectivo que practicaban ocasionalmente co-mo objetores de con­ciencia, cuando querían evitar mantener a las autoridades pagando su pensión en la cárcel. Lawson, un cuáquero lleno de celo, publicó un Appeal to the Parliament Concerning the Poor that there be no beggar in England a modo de manifiesto en el que se proponía establecer bolsas de tra­bajo en el sentido que tienen actualmente las oficinas de empleo. Esto ocurría en 1660. Diez años antes, Henry Robinson había propuesto la creación de una «Oficina de di­recciones y encuentros». El gobierno de la Restauración favoreció, sin em-bargo, métodos más realistas; la Ley de domicilio de 1682 iba directamente a contracorriente de todo el sistema racional de bolsas de trabajo que habrían podido crear un mercado de tra-bajo más amplio; la domiciliación (settlement), término utiliza-do por vez primera en dicha Ley, ligaba el trabajo a la parro-quia.

Tras la Gloriosa Revolución (1688) la filosofía cuáque­ra encontró en John Bellers un verdadero adivino del curso que iban a seguir las ideas sociales en un futuro muy próximo. Su propuesta de establecer Colleges of lndustry, que data de 1695, surgió en la atmósfera de las asambleas de menesterosos, en las que las estadísticas servían mu­chas veces para dar una preci-sión científica a las acciones religiosas de asistencia 2; de este modo, el tiempo de ocio obligado de los pobres podría reportar beneficios. Este proyecto no se basa en los principios de una bolsa de tra­bajo sino en algo muy diferente, en el intercambio de tra­bajo. En el primer caso la idea era encontrar a alguien que


2 Meetings of Sufferings: asamblea creada en 1675 con el fin de soco­rrer a los cuáqueros perseguidos y a sus familias. (N. del T.)


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emplease al parado, mientras que en el segundo los tra­bajadores no tenían necesidad de un patrón, siempre y cuando pudiesen intercambiar directamente sus trabajos. Como decía Bellers «el trabajo de los pobres es la mina de los ricos», ¿por qué entonces no podían los pobres satisfa­cer sus necesidades explotando esas riquezas en beneficio propio, obteniendo incluso beneficios suplementarios? Bastaba con organizarlos en un College o corporación en el que pudiesen realizar sus trabajos en común. Este proyec­to ha estado en el centro de todo el pensamiento socialista ulterior sobre la pobreza, ya se trate de las Villages of Union de Owen, de los falansterios de Fourier, de los Ban­cos de cambio de Proudhon, de los talleres nacionales de Louis Blanc, de los Nationale Werkstátten de Lassalle, o in­cluso de los planes quinquenales de Estalin.

El libro de Bellers contenía en germen la mayoría de las proposiciones que han tenido que ver con la solución de este problema desde que comenzaron a producirse las grandes conmociones creadas por las máquinas en la so­ciedad moderna. «Esta asociación, este College, va a hacer del trabajo y no del dinero el criterio a través del cual se van a evaluar toda las cosas necesarias». Estaba prevista la formación de un «College de todo tipo de oficios útiles en el que los trabajadores producirían sin descanso unos para otros». La relación entre bonos de trabajo, ayuda y cooperación es significativa. Los trabajadores, en número de trescientos, debían de mantenerse a sí mismos y traba­jar en común para ganarse estrictamente la subsistencia; «lo que trabajasen de más debía de ser pagado». Es así como se combinaban las raciones de subsistencia con una paga en función de los resultados obtenidos. En el caso de algunas experiencias poco importantes de ayuda, el suple­mento económico iba a parar a la Asamblea de menestero­sos y se gastaba en otros miembros de la comunidad cuá­quera. Este suplemento llegó a adquirir un gran futuro: la idea nueva del beneficio era la panacea de esta época. ¡El proyecto nacional de Bellers para la asistencia a los para­dos iba de hecho a convertirse en la base misma del benefi­cio para los capitalistas!


En el mismo año de 1696, John Cary lanzó la Bristol Corporation for the Poor que, tras algunos éxitos al princi­pio, no consiguió proporcionar beneficios al igual que ocu­rrió con todas las otras empresas del mismo género. Las propuestas de Bellers se basaban sin embargo en la misma hipótesis que el sistema de tasas de trabajo ideado por John Locke, según el cual los pobres de los pueblos debían de ser asignados a los pagadores de impuestos locales para trabajar para ellos en un número proporcional a la cuan­tía de sus contribuciones. Este fue el origen del sistema, condenado al fracaso, de los round-smen practicado bajo la Ley Gilbert. La idea de que se podía acabar con el paupe­rismo se había implantado firmemente en las conciencias.

Fue exactamente un siglo más tarde cuando Jeremy Bentham, el más prolífico de todos los proyectistas socia­les, discurrió el plan de utilizar a gran escala a los indigen­tes para poner en funcionamiento un mecanismo inventa­do por su hermano Samuel, todavía más imaginativo que él, con el fin de trabajar la madera y el metal. «Bentham, dice Sir Leslie Stephen, se había asociado a su hermano para inventar una máquina de vapor. De pronto se les ocu­rrió la idea de emplear, en lugar del vapor, a los prisione­ros». Esto sucedía en 1794; pocos años después existía ya el plan panóptico de Bentham gracias al cual las prisiones podían ser diseñadas para ser vigi-ladas con pocos gastos y eficazmente. Decidió así aplicar a su fábrica esta idea, pero el lugar de los prisioneros lo ocuparían los pobres. Pronto el invento de los hermanos Bentham se convirtió en un plan general para resolver la cuestión social. La de­cisión de los magistrados de Speenhamland, la propuesta de un salario mínimo realizada por Whitbread, el proyec­to de ley de Pitt, que se conoció en círculos privados y esta­ba destinado a reformar la legislación de pobres, habían convertido al paupe-rismo en un tema de actualidad entre los hombres de Estado. Bentham, cuyas críticas al proyec­to de Ley de Pitt se decía que habían provocado la retirada de éste, se alistó en las filas de los Annals de Arthur Young y formuló elaboradas propuestas (1797). Sus Industry-Houses, siguiendo el plan del Panóptico -cinco pisos divi-



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didos en doce sectores- para la explotación del trabajo de los pobres asistidos, debían ser dirigidas por un consejo de adminis-tración central con sede en la capital que tendría por modelo el consejo de administración de la Banca de Inglaterra; en dicho consejo tendrían voz todos los miem­bros que poseyesen una parte equivalente a cinco o diez li­bras. Un texto publicado pocos años más tarde decía: «una única autoridad debe de ser la encargada de admi­nistrar los organismos de los pobres en todo el Sur de In­glaterra, y una única fundación ha de encar-garse de los gastos... Esta autoridad será la de una sociedad de acciones la cual se denominará por ejemplo Compañía nacional de caridad» 3. Se deberían construir al menos doscientas cin­cuenta Industry-Houses con cerca de quinientos mil pen­sionis-tas. El plan se acompañaba de un análisis detallado de las diferentes categorías de parados y anticipaba en más de un siglo los resultados de otros investigadores en este campo. El espíritu clasificador de Bentham es una de las mejores mues-tras de sus capacidades para el realismo. Distinguía los «traba-jadores sin puesto de trabajo», des­pedidos recientemente de un trabajo, de aquellos que no podían encontrar empleo a cau-sa de un «estancamiento accidental»; distinguía el «estanca-miento periódico» de los trabajadores de estación de los «trabajadores neutrali­zados al convertirse en superfluos por la invención de las máquinas» o, en términos todavía más modernos, de las personas en paro técnico; un último grupo estaba formado por la «mano de obra desmovilizada», otra categoría mo­derna puesta de relieve en la época de Bentham por la gue­rra contra Francia. La categoría más significativa fue no obstante la de «estancamiento accidental» ya menciona­da, que, no sólo comprendía a los artesanos y a los artistas que ejercían oficios «dependientes de la moda», sino tam­bién a un grupo mucho más importante formado por los que estaban en el paro «tras el cierre generalizado de las manufacturas». El plan de Bentham consistía nada menos



3 J. Bentham, Pauper Management, 1.a edición, 1797.

que en sacar a flote el ritmo de los negocios mediante la co-mercialización del paro a gran escala.

Robert Owen reeditó en 1819 los planes de Bellers, que contaban con más de ciento veinte años, con el fin de insti­tuir los Colleges of Industry. La crisis esporádica había adoptado aho-ra las proporciones de un torrente de mise­ria. Sus Villages of Union se diferenciaban fundamental­mente de las instituciones de Bellers en que eran mucho más grandes y en que para la misma extensión de terreno (480 hectáreas) se servía de 1.200 personas. Entre los miembros del comité, que exhortaban a suscribir este plan eminentemente experimental para resolver el pro­blema del paro, figuraba un tal David Ricardo que no era precisamente el más desconocido experto. No se presentó, sin embargo, ningún suscriptor. Un poco más tarde el francés Charles Fourier se vio ridiculizado al esperar, día tras día, por un promotor que se decidiese a invertir en su plan del Falans-terio, fundado en ideas muy semejantes a las que patrocinaba uno de los más grandes expertos fi­nancieros de la época. ¿Acaso la firma de Robert Owen en New Lanark -que contaba con Jeremy Bentham como socio capitalista- no se hizo céle-bre en el mundo entero gracias al éxito económico de su proyecto filantrópico? Todavía no había una opinión definitiva sobre la pobreza, ni era muy bien aceptado el extraer beneficio de los po­bres.

Owen retomó de Bellers la idea de los bonos de trabajo y la aplicó en 1832 en su National Equitable Labor Exchange, pe-ro fracasó. El principio, muy próximo, del automantenimiento económico de las clases laboriosas -una idea también de Be-llers- había inspirado dos años antes el mo­vimiento de las Tra-des-Unions. Las Trades-Unions eran una asociación general de todos los oficios, de cualquier género que fuesen sin exceptuar los oficiales y maestros de taller, que pretendían vertebrar la so-ciedad mediante ma­nifestaciones pacíficas. ¿Quién habría podi-do creer que se iban a convertir en el embrión de todas las ten-tativas vio­lentas del Gran Sindicato Único cien años más tar-de? En los planes para pobres apenas se puede distinguir en-tre




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sindicalismo, capitalismo, socialismo y anarquismo. La Banca de Cambio de Proudhon, primer gran gesto prácti­co del anar-quismo filosófico que tuvo lugar en 1848, ha sido esencial-mente un retoño de la experiencia de Owen. Marx, el socia-lista de Estado, atacó con acritud las ideas de Proudhon y reclamó la acción del Estado para propor­cionar los capitales necesarios a ese tipo de proyectos co­lectivistas, entre los que pasaron a la historia los de Louis Blanc y Lassalle.

¿Por qué no se conseguía obtener dinero de los indigen­tes? La razón era fundamentalmente económica y no ence­rraba ningún gran misterio. Ciento cincuenta años antes Daniel Defoe la había expresado con claridad en un folleto publicado en 1704 que bloqueó la discusión esbozada por Bellers y Locke. Defoe insistía en el hecho de que, si los po­bres eran socorridos no querrían trabajar por un salario y que, si se los ponía a trabajar para fabricar mercancías en instituciones públicas, se produ-ciría como resultado el paro en las manufacturas privadas. Su panfleto llevaba un título diabólico Giving Alms no Charity and employing the Poor a Grievance to de Nation. Este texto fue seguido por la fábula burlesca más conocida que el Dr. Mandeville dedi­có a las abejas cuya comunidad es próspera porque pro­mueve la vanidad y la envidia, el vicio y el consumo osten­toso. Pero mientras que el gracioso Dr. Mandeville dis-frutaba con una superficial parábola, el planfletario Defoe planteaba uno de los problemas fundamentales de la nueva economía política. Su ensayo fue rápidamente ol­vidado, si se exceptúan algunos círculos de la «base políti­ca», pues así se denominaban en el siglo XVIII los proble­mas de manteni-miento del orden, mientras que la parábola bastante superfi-cial de Mandeville excitaba la imaginación de hombres tan importantes como Berkeley, Hume y Adam Smith. Evidente-mente, en la primera mitad del siglo XVIII los bienes mue-bles constituían un asunto de moral, mientras que no ocurría lo mismo con la pobreza. Las clases puritanas se oponían a las formas feu­dales de manifiesto despilfarro que su conciencia conde­naba, considerándolas lujos y vicio, mientras que tuvieron


que reconocer, no sin resistencias, que, al igual que las abejas de Mandeville, el comercio y la artesanía decaían rápidamente sin estos males. Posteriormente, estos ricos comerciantes se tranquilizaron en lo que se refiere a la moralidad de los nego-cios: las nuevas manufacturas de al­godón no servían para osten-tación de los ociosos sino para satisfacer cotidianas necesidades monótonas, y se crearon formas sutiles de despilfarro que pre-tendían ser menos ostentosas pese a que eran aún más inútiles que las antiguas. La sátira de Defoe sobre los peligros que se corren al soco­rrer a los pobres no era lo suficientemente tópica como para penetrar en las conciencias preocupadas por los ries­gos morales de la riqueza; la Revolución industrial no había llegado aún. No obstante, a su manera, la paradoja de Defoe anticipaba las perplejidades que se avecinaban: «dar limosna no es hacer caridad» -pues, al suprimir el aguijón del hambre, se obstaculizan la producción y se crea simple y llanamente la escasez; «emplear a los pobres es hacer un daño a la nación»- ya que al crear empleos pú­blicos se aumenta la superabundancia de bienes en el mer­cado y se adelanta la ruina de los negociantes privados. El cuáquero John Bellers y el periodista oportunista Daniel Defoe, el santo y el cínico, en algún remoto lugar a comien­zos del siglo XVIII suscitaron cuestiones a las que, tras más de dos siglos de trabajo y refle-xión, de esperanzas y de sufrimientos, se iban a aportar solu-ciones.

En la época de Speenhamland la verdadera naturaleza del pauperismo aún permanecía oculta al entendimiento de los hombres. Existía todavía un acuerdo unánime en pensar que era deseable que la población fuese numerosa, lo más numerosa posible, puesto que el poder del Estado consistía en el número de hombres. Se aceptaban también sin dificultad las ventajas del trabajo a bajo precio, puesto que únicamente así las manufac-turas podían properar. Además, sin los pobres ¿dónde encon-trar equipamientos para los navios y soldados para hacer la gue-rra? A pesar de todo, la pregunta sobre si el pauperismo no era en realidad un mal estaba planteada. En todo caso ¿por qué los indi­gentes no podían ser utilizados en beneficio del interés pú-



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blico del mismo modo que de forma evidente servían a los inte-reses privados? No se podía dar ninguna respuesta convin-cente a estas cuestiones. Por casualidad Defoe en­contró la verdad que, setenta años más tarde, no se sabe si comprendió Adam Smith: el sistema de mercado no se había desarrollado aún y no se veía por tanto su debilidad intrínseca. Ni la nueva riqueza, ni la nueva pobreza resul­taban, por tanto, comprensi-bles en aquella época.

La sorprendente convergencia existente entre los pro­yectos de autores tan diferentes como Bellers el cuáquero, Owen el ateo y Bentham el utilitarista, muestran que la cuestión estaba todavía en estado de crisálida. Owen, so­cialista, creía apasiona-damente en la igualdad de los hom­bres y en sus derechos inscritos en la naturaleza, mientras que Bentham, por su parte, despreciaba el igualitarismo, se reía de los derechos del hombre y se inclinaba decidida­mente por el laissez-faire. Y, sin embar-go, los «paralelogramos» de Owen se asemejan tan estrecha-mente a las Industry-Houses de Bentham que uno podría pen-sar que habían constituido su única inspiración, si olvidásemos lo que debe a Bellers. Estos hombres estaban los tres conven­cidos de que una organización adecuada del trabajo de los parados debía de producir beneficios. Bellers, el humani­tario, esperaba emplear estos excedentes principalmente, para aliviar a otros miserables; Bentham, el utilitarista li­beral, quería transferirlos a los accionistas; mientras que Owen, el socialis-ta, deseaba devolvérselos a los propios parados. Sus diferen-cias expresan, sobre todo, los signos casi imperceptibles de discrepancias futuras, mientras que sus ilusiones comunes manifiestan la misma concep­ción radicalmente errónea de la naturaleza del pauperis­mo, en una economía dé mercado a punto de nacer. Su principal diferencia, en el lapso de tiempo que los separa, consistía en que el número de pobres se incrementaba de forma continua: en 1696, momento en el que escribía Be­llers, la cifra total de los impuestos locales se acercaba a cuatrocientas mil libras; en 1796, cuando Bentham criticó el proyecto de Ley de Pitt, superaba los dos millones; y en 1818, cuando Robert Owen apareció en escena, la cifra se

acercaba ya a los ocho millones de libras. Durante los ciento veinte años que separan a Bellers de Owen, la po­blación se ha-bía posiblemente triplicado, pero los impues­tos locales aumen-taron veinte veces más. El pauperismo se había convertido en una amenaza, pero su sentido no estaba todavía claro para nadie.



Capítulo 10

LA ECONOMÍA POLÍTICA Y

EL DESCUBRIMIENTO DE

LA SOCIEDAD

Para que el siglo XIX entrase en escena fue preciso que se entendiese bien el significado de la pobreza. El momen­to de ruptura se sitúa en torno al año 1780. En la gran obra de Adam Smith la existencia de los pobres aún no consti­tuye un proble-ma. La cuestión será evocada, diez años más tarde, de un mo-do muy general en la Dissertation on the Poor Laws de Town-send y, durante siglo y medio, cons­tituirá una preocupación constante.

El cambio de atmósfera entre Adam Smith y Townsend resulta verdaderamente sorprendente. Con el primero se cierra una época que se había abierto con los inventores del Estado, Tomas Moro y Maquiavelo, Lutero y Calvino; el segundo pertenece a ese siglo XIX durante el cual Ricar­do y Hegel descubrieron, desde posiciones opuestas, la existencia de una sociedad que no está sometida a las leyes del Estado sino que, más bien por el contrario, somete al Estado a sus propias leyes. Es cierto que Adam Smith ana­lizó la riqueza material como un campo específico de estu­dio, y también es verdad que, puesto que lo hizo con un gran realismo, fundó una nueva ciencia, la economía. La riqueza, a pesar de todo, constituye para él simplemente


un aspecto de la vida de la colectividad, a cuyos objetivos permanece subordinada; la riqueza es un atributo de las naciones que luchan por la vida en la historia y no puede ser disociada de ellas. Para Adam Smith, una variable de los factores que gobiernan la riqueza de las naciones es el estado del país en su conjunto, su situación de progreso, estacionaria o en declive. Otra variable es la necesidad primordial de la seguridad, así como la necesidad del equilibrio entre las potencias; y otra es también, la políti­ca del gobierno que favorece a la ciudad o al campo, a la industria o a la agricultura. Adam Smith considera, pues, que la cuestión de la riqueza puede ser planteada única­mente en el interior de una estructura política determina­da. Por riqueza entiende el bienestar material del «gran cuerpo del pueblo». Nada en su obra deja traslucir que sean los intereses económicos de los capitalistas los que imponen su ley a la sociedad, ni que sean los portavoces en la tierra de la divina providencia, que gobierna el mundo económico como si se tratase de una entidad separada. La esfera económica, según él, no está sometida todavía a leyes autónomas que nos proporcionen un criterio del bien y del mal.

Smith ve la riqueza de las naciones como una función de la vida nacional, física y moral; por esto su política naval se adaptó perfectamente al Acta de navegación de Cronwell y, también por eso, sus ideas sobre la sociedad humana se armonizaron con el sistema de los derechos na­turales de John Locke. A su juicio nada indica la presencia en la sociedad de una esfera económica que podría llegar a convertirse en la fuente de la ley moral y de las normas po­líticas. El interés personal nos sugiere pura y simplemente aquello que, intrínsecamente, también beneficiará a los demás, de modo semejante a como el interés personal del carnicero nos permite beneficiarnos de una cena. Un opti­mismo general impregna todo su pensamien-to, ya que las leyes que gobiernan la parte económica del universo están en perfecta armonía con el destino del hombre, como ocu­rre con todas aquellas que gobiernan otros ámbitos. Nin­guna «mano invisible» intenta imponernos los ritos del


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