Una plegaria atribuida a los indios sioux revela el conocimiento universal de la muerte como transición a una forma de vida diferente. Una amiga que sabía cuánto me interesaba el conocimiento espiritual de las antiguas culturas me la envió:
Oración sioux
El espíritu nunca nació,
el espíritu nunca cesará de ser,
nunca hubo un tiempo en que no existió.
El fin y el principio son sueños.
Sin nacimiento, sin muerte y sin cambios
el espíritu permanece eterno.
La muerte no lo afecta
aunque parezca su morada.
Hay multitud de pruebas de que los niños tienen un conocimiento interno de la muerte. Cuando comencé a desempeñar mi profesión, como médica rural en Suiza, visité a muchos niños con tumores, enfermedades cardíacas, leucemia y otras dolencias que implican riesgo de muerte. Entonces apenas se había escrito sobre este tema, y el médico rural tenía que depender ante todo de su intuición y sentido común ante las preguntas del paciente.
Una noche terminé mi ronda de visitas en casa de una niña que llevaba meses enferma y apenas respondía al tratamiento. Sus padres y sus hermanos mayores estaban ocupados con la cosecha y su madre sólo de vez en cuando hacía un alto en el trabajo para atender a su hijita. La pequeña estaba atendida por una bisabuela que apenas oía y veía muy poco. Si bien desde un punto de vista práctico era alguien que no la podía cuidar muy bien, demostró ser la mejor cuidadora y compañía posible para la pequeña Susan.
La anciana pasaba todo el día sentada al lado de Susan y hacía sus siestas pero debía tener una percepción extrasensorial formidable, pues siempre estaba alerta y pendiente de Susan cuando ésta se despertaba. Entonces «abu» la acariciaba suavemente para que viese que se había dado cuenta de que se había despertado, y, pacientemente, le acercaba zumo a sus resecos labios para que bebiera a sorbitos, sin presionarla ni forzarla a comer.
Me hubiese quedado horas mirándolas. A veces escuchaba los relatos de la abuela, que debía de crear a partir de viejos recuerdos y de un conocimiento interno de las cosas que iban a pasar. Su vista le impedía leer cuentos, pero sus historias eran mucho más entretenidas e inspiradas que cualquiera de los libros que he leído (¡y he leído muchos!). Diríase que «abu» sabía qué iba a pasar, y sus relatos siempre parecían una preparación de lo que ocurriría.
Al principio Susan no paraba de hacerle preguntas, pero poco a poco fue preguntando cada vez menos. El día antes de morir, Susan se limitó a preguntar a su bisabuela, quien debía de intuir lo que iba a suceder, si «la visitaría pronto». Sólo esa mujer podía comprender esa pregunta. Acarició cariñosamente la mano de su biznieta y le dijo:
—Por supuesto. Sabes que este cuerpo viejo y quebradizo ya no durará mucho. Supongo que se mantiene mientras me necesitas. Pronto estaremos juntas y..., ¿sabes una cosa?, podré oír y ver, y bailaremos juntas.
La anciana sabía que yo estaba allí presente y me sonrió con picardía. ¿Sabía ella ya que yo algún día comprendería lo que ella y la niña compartían ese día? ¿O quizá, consciente de mi presencia, se limitó a enseñarme a mí también, sabiendo que una ayuda siempre se aprecia y que esos momentos especiales y relajados me hacían valorar más mi trabajo? ¿Quién me iba a decir, hace treinta años, que los ancianos y los niños acabarían siendo mis maestros?
La viejecita preparó el mejor vestido de Susan y le dijo a su madre que a la mañana siguiente no fuera a trabajar. En esa familia había un maravilloso entendimiento. Desayunaron juntos, y poco después la familia me llamó para decirme que Susan había muerto.
Como era costumbre en aquellos días, la familia lavó y vistió a Susan. Los vecinos hicieron un ataúd, y la gente del pueblo acudió a presentar sus respetos. El cuerno estaba en la sala de estar a la vista de la cocina y del comedor. Amigos y vecinos, compañeros de clase y profesores, acudieron a despedirse de ella.
El pueblo proporcionó el coche fúnebre y los caballos, y prácticamente todos siguieron a la comitiva hasta la iglesia y el cementerio. Los niños del colegio cantaron, el cura dijo el sermón, el abuelo y uno de los mejores amigos de la familia dijeron también algunas palabras, y se bajó el ataúd. Los hermanos y las hermanas, amigos y vecinos, echaron puñados de tierra sobre el féretro y taparon el agujero.
La bisabuela asistió a todo el ritual y sólo faltó a la comida que se dio en el restaurante del pueblo, atestado de familiares, amigos y vecinos. La familia regresó a casa al anochecer. La abuela sufrió un ligero ataque, y a petición suya permaneció en casa. La cuidé todo lo que hizo falta.
Las visitas a esa casa se convirtieron para mí en un tesoro, y prosiguieron mucho después de que la abuela se hubo ido con Susan. La familia siempre me envía una postal por Navidad y espera alguna señal de vida de su «doctora de allende los mares».
Es un privilegio ser médico en el campo, donde en muchas regiones la vida sigue siendo sencilla y llena de amor, trabajo, participación, y «abuelas» que transmiten su amor, fe y cuidados a las jóvenes generaciones, que así algún día podrán hacer lo mismo con sus hijos, y con los hijos de sus hijos.
Estoy segura de que, sin que yo lo supiera, esa anciana fue uno de mis mejores maestros, y, junto con las numerosas «Susanas» a las que cuidé, grabó en mi mente la imagen de que la muerte puede ser tan simple y poco complicada como lo es la vida, si no la convertimos en una pesadilla.
El lenguaje simbólico de los niños
Otra madre, cuya hija de dieciséis años murió al caerse de un caballo, nos mostró un dibujo que su hija había realizado. El simbolismo de ese dibujo lleva a preguntarse si la niña sabía que iba a tener una inminente lesión craneal; lo mismo puede decirse de los poemas que escribió, que no sólo son conmovedores, sino también muy reveladores. La primera poesía, sin título, la encontraron el día después de su muerte. Estaba en un trozo de papel, entre las páginas de su diario, que se había llevado de vacaciones.
Soy una niña aún
perdida entre encajes y azucenas
y nunca en la vida
me acerqué a ti sin
un miedo inicial.
Es mejor que crea por ti, en cualquier caso.
Espera, verás lo que quiero decir
cuando me rompa en mil pedazos Nunca habrás tenido tanto miedo en tu vida ni una compensación tan grande.
Madre
¿Cómo tocarte?
Eres tan frágil, te rompes con tanta facilidad...
Sí, te quiero, pero estoy en la edad de la rebelión
¿y cuál es mi revuelta?
Si te dejo ahora, ¿qué será de nosotras?
¿No ves que debo quererte desde lejos?
No puedo seguir siendo tu soporte;
mis hombros están dolidos por mi propio peso.
Me asustas, llorando por tus hijos...
¿Qué harás cuando a mí, tu única hija,
me toque el turno? Tu amor es fuerte, pero el rechazo surge
con facilidad. ¿Cómo puedo dejarte y saber que me sentirás
contigo? Si me pides que te acaricie, y no puedo hacerlo,
¿lo comprenderás?
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