Magia, ciencia y religióN


Contribución social e individual en la religión primitiva



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3. Contribución social e individual en la religión primitiva

Es forzoso, por consiguiente, que concluyamos que la publicidad es una técnica indispensable de la revelación religiosa en las comunidades primiti­vas, pero que la sociedad no es ni la autora de las verdades de la religión ni, menos aún, su autorreve­lado contenido. La necesidad de una pública mise en scène del dogma y la anunciación colectiva de las verdades morales se deben a varias causas que vamos a resumir.

Ante todo, la cooperación social es precisa para rodear la revelación de las cosas sagradas y de los seres sobrenaturales con grave solemnidad. La comu­nidad que, de alma y cuerpo, se esfuerza por cele­brar las formas del ritual está creando el ambiente del credo homogéneo. En tal acción colectiva, los que menos necesitan del alivio de creer o de la afir­mación de la verdad prestan su ayuda a quienes realmente lo precisan. El mal, esto es, las fuerzas desintegradoras del destino, se distribuye así por un sistema de seguridad mutua en el infortunio y en las miserias espirituales. En el abandono de un pariente o amigo, en las crisis de la pubertad, en tiempos de un peligro o calamidad amenazadora, cuan­do la prosperidad puede usarse bien o mal, la reli­gión postula el modo justo de pensar y proceder, y la sociedad acepta tal veredicto y lo repite al unísono.

En segundo lugar, la celebración pública del dog­ma religioso es indispensable para el mantenimien­to de la moral en las comunidades primitivas. Todo artículo de fe, como liemos visto, detenta una in­fluencia moral. Ahora bien, para que la moral sea activa tiene que ser universal. La duración de los nexos sociales, la reciprocidad de servicios y de obli­gaciones, la posibilidad de cooperación se basan, en cualquier sociedad, en el hecho de que todo miem­bro sepa lo que se espera de él y en que, por decir­lo brevemente, exista un modelo universal de con­ducta. Ninguna regla moral puede funcionar a me­nos que ya esté prevista y que pueda contarse con ella. En las sociedades salvajes, en las que la ley, en cuanto que está reforzada por juicios y castigos, está casi por completo ausente, la norma moral automá­tica y que actúa por sí misma es de la mayor importancia para formar los cimientos mismos de una organización primitiva de la cultura. Tal cosa sólo es posible en una sociedad en la que no existe en­señanza privada de la moral, ni códigos personales de conducta y honor, ni escuelas éticas, ni diferen­cias de opinión en tal campo. La enseñanza de la moral ha de ser abierta, universal y pública.

Finalmente y en tercer lugar, la transmisión y la conservación de la tradición sacra acarrea la publi­cidad o, al menos, el carácter colectivo de la cele­bración. Es esencial para toda religión que su dog­ma se considere absolutamente inviolable e inalte­rable. El creyente ha de estar firmemente convencido de que lo que da en aceptar como verdad está salva­guardado y se halla por encima de toda posibilidad de falsificación y alteración. Toda religión ha de tener sus salvaguardas tangibles y fieles por las que la autenticidad de su tradición esté garantizada. En las religiones superiores conocemos la extrema im­portancia de la autenticidad de los escritos sacros y la suprema preocupación por la pureza del texto y la verdad de su interpretación. Las razas primiti­vas han de confiar en la memoria humana. Sin em­bargo, no por no tener libros o inscripciones o cor­poraciones de teólogos, están menos atentas a la pureza de sus textos ni menos salvaguardadas con­tra su alteración o formulación errónea. Sólo hay un factor que puede evitar la ruptura constante del hilo sagrado: la participación de muchas gentes en la salvaguardia de la tradición. El consenso público del mito en ciertas tribus, los recitales oficiales de narraciones sagradas que se celebran en ocasiones, la incorporación de ciertas partes del credo en las ceremonias sacras, la guardia de partes de la tradi­ción conferida a cierto cuerpo de hombres ―socie­dades secretas, clanes totémicos, consejos de ancia­nos― son medios de salvaguardar la doctrina de las religiones primitivas. Vemos que, siempre que esta doctrina no es del todo pública en una tribu determinada, sucede que existe un tipo de organización social que sirve al propósito de su conservación.

Estas consideraciones nos explican también la ortodoxia de las religiones primitivas y excusan su intolerancia. En una comunidad primitiva no sólo la moral, sino también los dogmas han de ser idén­ticos para todos sus miembros. Cuando los credos salvajes se consideraban como supersticiones ociosas, ficciones, fantasías pueriles o morbosas, o, en el mejor de los casos, toscas especulaciones filosóficas, era difícil entender por qué el primitivo se atenía a ellas de modo tan obstinado y fiel. Pero una vez que advertimos que todo canon del credo del salvaje es para él una fuerza vital, que su doc­trina es el alimento mismo de la fábrica social ―pues toda su moralidad se deriva de ella, toda su cohesión social y su paz interior― es fácil que com­prendamos que no puede permitirse el lujo de la tolerancia. Y del mismo modo está claro que, tan pronto como se empieza a minar sus «supersticio­nes», ya se le esté desposeyendo de su ensamblaje moral sin que sea muy grande la posibilidad de pro­porcionarle otro para sustituirlo.

De esta suerte, vemos con claridad la necesidad de que los actos religiosos sean de naturaleza extre­madamente abierta y colectiva, así como de la universalidad de los principios morales, y advertimos también de manera diáfana por qué tal cosa está mucho más marcada en las religiones primitivas que en las de los pueblos civilizados. La participación pública y el interés social por los asuntos religiosos se ven explicados así según razones claras, concretas y empíricas, sin que haya lugar para una Entidad que se autorrevele mediante un disfraz artero a sus adoradores y que ya esté mistificada y mal entendida en el acto mismo de su revelación. El hecho es que la dimensión social del consenso público es una condición necesaria pero no suficiente y que, sin el análisis de la mente individual, no podemos avanzar un paso en nuestro entendimiento de la re­ligión.

Hicimos al principio de nuestra exposición de los fenómenos religiosos, en la tercera parte de este ensayo, una distinción entre religión y magia; sin embargo, en el curso de nuestro examen, dejamos completamente de lado los ritos mágicos y ahora nos toca retornar a ese importante dominio de la vida primitiva.



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