Viaje al fin de



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No cesaríamos de marchitarnos, si no los olvidáramos. Sin contar los esfuerzos que hemos hecho para llegar adonde estamos, para volver apasionantes nuestras espe­ranzas, nuestras degeneradas dichas, nuestros fervores y embustes... ¡La tira! Y nuestro dinero, ¿eh? Y modales modernos al tiempo y eternidades para dar y tomar... Y las cosas que nos obligamos a jurar y que juramos y que, según creímos, los demás no habían dicho ni jurado nunca antes de que nos llenaran la cabeza y la boca y per­fumes, caricias y mímicas, toda clase de cosas, en una pa­labra, para acabar ocultándolo lo más posible, para no hablar más, de vergüenza y miedo a que nos vuelva como un vómito. Conque no es empeño lo que nos falta, no, sino más bien estar en el buen camino que conduce a la muerte tranquila.

Ir a Toulouse era, en resumen, otra tontería más. Al re­flexionar, no me cupo la menor duda. Conque no tenía excusas. Pero, de seguir a Robinson así, entre sus aventu­ras, le había yo cogido gusto a los asuntos turbios. Ya en Nueva York, cuando me tenía quitado el sueño, había empezado a atormentarme la cuestión de si podría acom­pañar más adelante, y aún más, a Robinson. Te hundes, te espantas, primero, en la noche, pero quieres comprender, de todos modos, y entonces ya no sales de las profundi­dades. Pero hay demasiadas cosas que comprender a un tiempo. La vida es demasiado corta. No quisieras ser in­justo con nadie. Tienes escrúpulos, vacilas a la hora de juzgar todo eso de golpe y temes sobre todo morir mien­tras vacilas, porque entonces habrías venido a la tierra para nada. De lo malo lo peor.

Tienes que darte prisa, no debes fallar tu propia muer­te. La enfermedad, la miseria que te dispersa las horas, los años, el insomnio que te pintarrajea de gris días, se­manas enteras, y el cáncer que tal vez te suba ya, meticu­loso y sanguinolento, del recto.

¡No voy a tener nunca tiempo!, te dices. Sin contar la guerra, lista siempre también ella, en el hastío criminal de los hombres, para subir del sótano donde se encierran los pobres. ¿Se mata a bastantes pobres? No es seguro... Lo pregunto. ¿No habría tal vez que degollar a todos los que no comprendan? Y que nazcan otros, nuevos pobres y siempre así hasta que aparezcan los que comprendan bien la broma, toda la broma... Igual que se siega el césped hasta el momento en que la hierba es la buena de verdad, la tierna.

Al apearme en Toulouse, me encontré ante la estación bastante indeciso. Una cerveza en la cantina y ya me veía, de todos modos, deambulando por las calles. ¡Es diverti­do ir por ciudades desconocidas! Es el momento y el lu­gar en que puedes suponer que toda la gente que encuen­tras es amable. Es el momento del sueño. Puedes aprovechar que es el sueño para ir a matar un poco de tiempo al jardín público. Sin embargo, pasada cierta edad, a menos que haya razones familiares excelentes, tienes apariencia, como Parapine, de buscar a las niñas en el jardín público, has de andarte con ojo. Es preferible la pastelería, justo antes de cruzar la verja del jardín, bello establecimiento de la esquina decorado como un burdel con pajaritos que cubren los espejos de amplios biseles. Te ves en él comiendo, pensativo, infinitas garrapiñadas. Refugio para serafines. Las señoritas del establecimiento charlan a hurtadillas de sus asuntos del corazón así:

«Entonces le dije que podía venir a buscarme el do­mingo... Mi tía me oyó y me hizo una escena a causa de mi padre...»

«Pero, ¿no se volvió a casar tu padre?», la interrumpió la amiga.

«¿Qué tiene que ver que volviera a casarse?... Tiene derecho, de todos modos, a saber con quién sale su hi­ja, ¿no?...»

Ésa era también la opinión de la otra señorita de la tienda. Lo que produjo una controversia apasionada en­tre todas las dependientas. En vano me mantenía yo en mi rincón, para no molestarlas, atiborrándome, sin inte­rrumpirlas, de pastas y trozos de tarta, que, por cierto, no pagué, con la esperanza de que consiguieran resolver antes aquellos delicados problemas de precedencias fami­liares, seguían igual. Nada aclaraban. Su impotencia espe­culativa las hacía limitarse a odiar en plena confusión. Reventaban de irracionalidad, vanidad e ignorancia, las señoritas del establecimiento, y echaban chispas susu­rrándose mil injurias.

Pese a todo, me quedé fascinado con su cochina mise­ria. Me lancé por los borrachos. Ya es que ni los contaba. Ellas tampoco. Esperaba no tener que irme antes de que hubieran llegado a una conclusión... Pero la pasión las volvía sordas y luego mudas, a mi lado.

Agotada la hiel, se contenían, crispadas, al abrigo del mostrador de los pasteles, cada una de ellas invencible, cerrada, reprimida, cavilando el modo de sacarlo a relucir en otra ocasión, con mayor mala leche, de soltar, a la pri­mera de cambio y con rabia, las memeces rabiosas e hi­rientes que supiesen de su compañera. Ocasión que, por cierto, no tardaría en presentarse, que provocarían... De­sechos de argumentos al asalto de nada en absoluto. Ha­bía acabado sentándome para que me aturdieran mejor con el ruido incesante de las palabras, de los abortos de pensamiento, como en una orilla en que las olitas de pa­siones incesantes nunca llegaran a organizarse. Escuchas, esperas, confías, aquí, allá, en el tren, en el café, en la calle, en el salón, en la portería, escuchas, espe­ras que la mala leche se organice, como en la guerra, pero se limita a agitarse y nunca ocurre nada, ni en el caso de esas pobres señoritas ni en los demás tampoco. Nadie viene a ayudarte. Una cháchara inmensa se extiende, gris y monótona, por encima de la vida como un espejismo de lo más desalentador. Dos damas entraron entonces y se rompió el deslucido encanto creado entre las señoritas y yo por la ineficaz conversación. Las clientas fueron ob­jeto de la diligencia inmediata de todo el personal. Se adelantaban a servirles antes de que pidieran. Eligieron, aquí y allá, picaron pastas y tartas para llevar. En el mo­mento de pagar aún se deshacían en cumplidos y preten­dieron invitarse mutuamente a hojaldres «para tomar».

Una de ellas rehusó dando mil veces las gracias y ex­plicando por los codos y en confianza, a las otras damas, muy interesadas, que su médico le había prohibido toda clase de dulces, que era maravilloso, su médico, que ya había hecho milagros con el estreñimiento en la ciudad y en otros lugares y que estaba curándola, a ella, entre otras, de una retención de caca que padecía desde hacía más de diez años, gracias a un régimen de lo más especial, gracias también a un medicamento maravilloso conocido sólo por él. Las damas no estaban dispuestas a dejarse su­perar tan fácilmente en el terreno del estreñimiento. Pa­decían más que nadie de estreñimiento. Protestaban. Exi­gían pruebas. La dama en tela de juicio se limitó a añadir que ahora hacía unas ventosidades, al ir al retrete, que eran como fuegos artificiales... que con sus nuevas depo­siciones, todas muy bien construidas, muy resistentes, había de tener más cautela... A veces eran tan duras, las nuevas deposiciones maravillosas, que sentía un daño atroz en el trasero... Se le desgarraba... Conque se veía obligada a ponerse vaselina antes de ir al retrete. Era irre­futable.

Así salieron totalmente convencidas, aquellas clientas tan charlatanas, acompañadas hasta la puerta de la paste­lería «Aux Petits Oiseaux» por todas las sonrisas del es­tablecimiento.

El jardín público de enfrente me pareció apropiado para hacer un alto, en actitud de recogimiento, el tiempo justo de recobrar el ánimo antes de salir en busca de mi amigo Robinson.

En los parques provinciales los bancos permanecen casi todo el tiempo vacíos durante las mañanas laborables, jun­to a macizos repletos de cañacoros y margaritas. Cerca de los grutescos, sobre aguas totalmente cautivas, una barquita de zinc, rodeada de cenizas ligeras, se mantenía sujeta a la orilla con una cuerda enmohecida. El esquife navegaba el domingo, estaba anunciado en un cartel y el precio de la vuelta al lago también: «Dos francos.»

¿Cuántos años? ¿Estudiantes? ¿Fantasmas?

En todos los rincones de los jardines públicos hay, ol­vidados así, montones de sepulcritos cubiertos con las flores del ideal, bosquecillos llenos de promesas y pañue­los llenos de todo. Nada es serio.

De todos modos, ¡basta de quimeras! En marcha, me dije, en busca de Robinson y su iglesia de Sainte-Eponime y de ese panteón cuyas momias guardaba junto con la vieja. Yo había ido a ver todo aquello, tenía que deci­dirme.

Con un simón empecé a dar vueltas al trote, por el hueco de las umbrosas calles del casco antiguo, donde el día se queda enredado entre los tejados. Armábamos mucho escándalo con las ruedas tras el caballo, todo pe­zuña, de calzadas a pasarelas. Hace mucho que no se queman ciudades en el Mediodía. Nunca habían sido tan antiguas. Las guerras ya no pasan por allí.

Llegamos ante la iglesia de Sainte-Eponime, cuando daban las doce. El panteón estaba un poco más lejos, bajo un calvario. Me indicaron su emplazamiento en el centro de un jardincillo muy seco. Se entraba a aquella cripta por una especie de agujero con parapeto. De lejos divisé a la guardiana del panteón, una chica joven. Me apresu­ré a preguntarle por mi amigo Robinson. Estaba cerrando la puerta, aquella muchacha. Me sonrió muy amable para responderme y al instante me dio noticias y buenas.

Con la claridad del mediodía, desde el lugar donde nos encontrábamos, todo se volvía rosa a nuestro alrededor y las piedras desgastadas subían hacia el cielo a lo largo de la iglesia, como dispuestas a ir a fundirse en el aire, por fin, a su vez.

Debía de tener unos veinte años, la amiguita de Robinson, piernas muy firmes y prietas, busto chiquito de lo más agradable y cabecita menuda encima, bien dibujada, preciosa, de ojos tal vez demasiado negros y atentos, para mi gusto. De estilo nada soñador. Ella era quien escribía las cartas de Robinson, las que yo recibía. Me precedió con sus andares seguros hacia el panteón, pies, tobillos bien dibujados y también ligamentos de cachonda que debía de arquearse bien en el momento culminante. Ma­nos breves, duras, firmes, manos de obrera ambiciosa. Giró la llave con un gestito seco. El calor bailaba a nues­tro alrededor y temblaba por encima del piso. Hablamos de esto y aquello y después, abierta la puerta, se deci­dió, de todos modos, a enseñarme el panteón, pese a ser la hora del almuerzo. Yo empezaba a sentirme a gusto. Penetrábamos en el frescor en aumento tras su farol. Era muy agradable. Hice como que tropezaba entre dos pel­daños para cogerme a su brazo, lo que nos hizo bromear y, al llegar a la tierra batida abajo, le di un besito en el cuello. Protestó al principio, pero no demasiado.

Al cabo de un momentito de afecto, me retorcí en tor­no a su vientre como un auténtico gusano enamorado. Nos mojábamos y remojábamos, viciosos, los labios, para la conversación de las almas. Le subí una mano des­pacio por los muslos arqueados; es agradable, con el farol en el suelo, porque se pueden contemplar al mismo tiem­po los relieves en movimiento a lo largo de la pierna. Es una posición recomendable. ¡Ah! ¡No hay que perderse nada de momentos así! Bizqueas de gusto. Te sientes bien recompensado. ¡Qué impulso! ¡Qué buen humor de re­pente! La conversación se reanudó en otro tono, de con­fianza y sencillez. Éramos amigos. Lo primero, ¡darle al asunto! Acabábamos de economizar diez años.

«¿Acompañas a menudo a las visitas? -le pregunté en­tre resoplidos y con descaro. Pero al instante proseguí-: Es tu madre, ¿verdad?, la que vende las velas en la iglesia de al lado... El padre Protiste me habló también de ella.»

«Substituyo a la Sra. Henrouille sólo al mediodía... -respondió-. Por las tardes trabajo en una casa de mo­das... en la Rué du Théátre... ¿Has pasado por delante del Teatro al venir?»

Me tranquilizó una vez más respecto a Robinson: se encontraba mucho mejor e incluso el especialista de los ojos pensaba que pronto vería lo bastante como para ir solo por la calle. Ya lo había intentado incluso. Era un presagio excelente. La tía Henrouille, por su parte, se de­claraba encantada con la cripta. Hacía negocio y econo­mías. Un único inconveniente: en la casa en que vivían, las chinches no dejaban dormir a nadie, sobre todo durante las noches de tormenta. Conque quemaban azufre. Al parecer, Robinson hablaba con frecuencia de mí y en tér­minos aún elogiosos. De una cosa a otra, pasamos a la historia y las circunstancias de la boda.

Es cierto que con todo aquello aún no le había pregun­tado yo cómo se llamaba. Madelon se llamaba. Había na­cido durante la guerra. Su proyecto de boda, al fin y al cabo, me venía muy bien. Madelon era nombre fácil de recordar. Seguro que sabía lo que hacía casándose con Robinson... A pesar de sus progresos, iba a ser siempre un inválido, en una palabra... Y, además, ella creía que sólo le había afectado a los ojos... Pero tenía los nervios enfermos, ¡y el ánimo, pues, y lo demás! Estuve a punto de decírselo, de avisarla... Las conversaciones sobre matrimonios nunca he sabido yo cómo orientarlas ni cómo salir de ellas.

Para cambiar de tema, sentí gran interés repentino por las cosas de la cripta y, puesto que venía de muy lejos para verla, era el momento de ocuparse de ella.

Con su farolito, Madelon y yo los hicimos salir de la sombra, a los cadáveres, de la pared, uno por uno. ¡De­bían de hacerlos reflexionar, a los turistas! Pegados a la pared, como fusilados, estaban aquellos muertos hacía tiempo... No les quedaba ya ni piel ni huesos ni ropa... Un poco sólo de todo ello... En estado lamentable y agu­jereados por todas partes... El tiempo, que llevaba años royéndoles la piel, seguía sin soltarlos... Aún les desga­rraba trozos de rostro, aquí y allá, el tiempo... Les agran­daba todos los agujeros y les encontraba aún largos cabos de epidermis, que la muerte había olvidado sobre los car­tílagos. El vientre se les había vaciado de todo, pero aho­ra parecían tener una cunita de sombra en lugar de om­bligo.

Madelon me explicó que en un cementerio de cal viva habían esperado más de quinientos años, los muertos, para llegar a aquel estado. No se habría podido decir que fueran cadáveres. La época de cadáveres había acabado de una vez por todas para ellos. Habían llegado a los confi­nes del polvo, despacito.

Los había, en aquel panteón, grandes y pequeños, veintiséis en total, deseosos de entrar en la Eternidad. Aún no les dejaban. Mujeres con cofias colocadas en lo alto del esqueleto, un jorobado, un gigante e incluso un niño de pecho, muy acabadito, también él, con una espe­cie de babero de encaje en torno al cuello, faltaría más, y un jirón de pañal.

Ganaba mucho dinero, la tía Henrouille, con aquellos restos de siglos. Cuando pienso que yo la había conoci­do, a ella, casi igual a aquellos fantasmas... Así volvimos a pasar despacio ante todos ellos, Madelon y yo. Una a una, sus cabezas, por llamarlas de algún modo, fueron apareciendo en silencio en el círculo de cruda luz de la lámpara. No es exactamente noche lo que tienen en el fondo de las órbitas, es aún una mirada casi, pero más dulce, como la de las personas que saben. Lo que molesta más que nada es su olor a polvo, que te retiene por la punta de la nariz.

La tía Henrouille no se perdía una visita con los turis­tas. Los hacía trabajar, a los muertos, como en un cir­co. Cien francos al día le proporcionaban en la tempora­da alta.

«¿Verdad que no tienen aspecto triste?», me preguntó Madelon. La pregunta era ritual.

La muerte no le decía nada, a aquella monina. Había nacido durante la guerra, época de muerte fácil. Yo sabía bien cómo se muere. Lo había aprendido. Hace sufrir atrozmente. Se puede contar a los turistas que esos muer­tos están contentos. No tienen nada que decir. La tía Henrouille les daba incluso palmaditas en el vientre, cuando aún les quedaba bastante pergamino encima y re­sonaban: «bum, bum». Pero eso tampoco es prueba de que todo vaya bien.

Por fin, volvimos a nuestros asuntos, Madelon y yo. Así, que era totalmente cierto que se encontraba mejor, Robinson. Yo, encantado. ¡Parecía impaciente por casarse, la amiguita! Debía de aburrirse de lo lindo en Toulouse. Allí eran raras las ocasiones de conocer a un muchacho que hubiese viajado tanto como Robinson. ¡Menudo si sa­bía historias! Verdaderas y no tan verdaderas también. Ya le había hablado mucho, por cierto, de América y de los trópicos. Era perfecto.

Yo también había estado, en América y en los trópi­cos. Yo también sabía historias. Me proponía contarlas. A fuerza de viajar juntos era como nos habíamos hecho amigos incluso, Robinson y yo. El farol se estaba apa­gando. Volvimos a encenderlo diez veces, mientras arre­glábamos el pasado con el porvenir. Ella me negaba los senos, demasiado sensibles.

De todos modos, como la tía Henrouille iba a regresar de un momento a otro del almuerzo, tuvimos que volver a la luz del día por la escalerita empinada y frágil y difícil como una escala. Lo noté.


Por culpa de aquella escalerita tan estrecha y traidora, Robinson bajaba pocas veces a la cripta de las momias. A decir verdad, se quedaba más bien ante la puerta, charlan­do un poco con los turistas y entrenándose para encontrar la luz, por aquí y por allá, y a través de los ojos.

En las profundidades, entretanto, se espabilaba la tía Henrouille. Trabajaba por dos, en realidad, con las mo­mias. Amenizaba la visita de los turistas con un discursito sobre sus muertos de pergamino. «No son asquerosos, ni mucho menos, señoras y señores, ya que han estado conservados en cal viva, como ven, y desde hace más de cinco siglos... Nuestra colección es única en el mundo... La carne ha desaparecido, desde luego... Sólo les ha que­dado la piel, pero está curtida... Están desnudos, pero no indecentes... Como verán, a un niño lo enterraron al tiempo que a su madre... Está muy conservado también, el niño... Y ese grande, con su camisa y su encaje, que viene después... Tiene todos los dientes... Como ven... -Volvía a darles palmaditas en el pecho, a todos, para aca­bar y sonaban como un tambor-. Ya ven, señoras y seño­res, que a éste sólo le queda un ojo... sequito... y la len­gua... ¡que se ha vuelto como cuero también! -Se la sacaba-. Saca la lengua, pero no es repugnante... Pueden dejar la voluntad, al marcharse, señoras y señores, pero se suelen dejar dos francos por persona y la mitad por los niños... Pueden tocarlos antes de irse... Darse cuenta por sí mismos... Pero háganlo con cuidado... Se lo recomien­do... Son de lo más frágil...»

La tía Henrouille, nada más llegar, había pensado au­mentar los precios, era cosa de entenderse con el obispa­do. Pero no era tan fácil por culpa del cura de Sainte-Eponime, que quería quedarse con la tercera parte de la recaudación, para él sólito, y también de Robinson, que protestaba, continuamente porque ella no le daba bastan­te comisión, le parecía a él.

«Ya me he dejado engañar -decía- como un pardillo... Otra vez... ¡Tengo la negra!... ¡Y eso que es buen asunto, la cripta de la vieja!... Y se forra, la tía puta esa, te lo di­go yo.»

«Pero, ¡tú no pusiste dinero en el negocio!... -le obje­taba yo para calmarlo y hacerle comprender-. ¡Y estás bien alimentado!... ¡Y te cuidan!...»

Pero era obstinado como un abejorro, Robinson, au­téntica naturaleza de perseguido. No quería comprender, ni resignarse.

«Al fin y al cabo, ¡te has librado bastante bien de un asunto muy sucio! ¡Te lo aseguro!... ¡No te quejes! Ibas derechito a Cayena, si no te hubiéramos echado una mano... ¡Y te hemos buscado un sitio tranquilito!... Y, además, has conocido a Madelon, que es buena y te quiere... ¡Enfermo como estás!... Conque, ¿de qué vienes a quejarte?... ¡Sobre todo ahora que has mejorado de los ojos!...»

«Pareces querer decir que no sé de qué me quejo, ¿eh? -me respondía entonces-. Pero siento, de todos modos, que debo quejarme... Así es... Ya sólo me queda eso... Voy a decirte una cosa... Es lo único que me permiten... No están obligados a escucharme.»

En realidad, no cesaba de quejarse, en cuanto nos que­dábamos solos. Yo había llegado a temer esos momentos de confianza. Lo veía con sus ojos parpadeantes, aún un poco supurantes al sol, y me decía que, después de todo, no era simpático, Robinson. Hay animales hechos así; de nada sirve que sean inocentes e infelices y demás, lo sabe­mos y, aun así, nos caen mal. Les falta algo.

«Podías haberte podrido en la cárcel...», volvía yo a la carga, para hacerlo reflexionar de nuevo.

«Pero, ¡si ya he estado en la cárcel!... ¡No es peor que como estoy ahora!... ¡Tú qué sabes!...»

No me había contado que hubiese estado en la cárcel. Debía de haber sido antes de que nos conociéramos, an­tes de la guerra. Insistía y concluía: «Sólo hay una liber­tad, te lo digo yo, una sola. Ver claro, en primer lugar, y después estar forrado de pasta, ¡lo demás son cuentos!...».

«Entonces, ¿adonde quieres llegar?», le decía yo. Cuando se lo instaba así, a decidirse, a pronunciarse de una vez, se desinflaba. Sin embargo, era cuando podría haber sido interesante...

Mientras Madelon se iba, por el día., a su taller y la tía Henrouille enseñaba sus restos a los clientes, íbamos, no­sotros, al café bajo los árboles. Ése era un rincón que le gustaba mucho, el café bajo los árboles, a Robinson. Pro­bablemente por el ruido que hacían por encima los pájaros. ¡Qué cantidad de pájaros! Sobre todo hacia las cinco, cuando volvían al nido, muy excitados por el vera­no. Caían entonces sobre la plaza como una tormenta. Contaban incluso que un peluquero, que tenía su esta­blecimiento junto al jardín, se había vuelto loco, sólo de oírlos piar todos juntos durante años. Es cierto que ya no nos oíamos, al hablar. Pero era alegre, de todos modos, le parecía a Robinson.

«Si al menos me diera veinte céntimos por visitante, ¡me parecería bien!»

Volvía, cada cinco minutos más o menos, a su preocu­pación. Entretanto, los colores del tiempo pasado pare­cían volverle a la cabeza, pese a todo, historias también, las de la Compañía Porduriére en África, entre otras, que habíamos conocido muy bien los dos, ¡qué caramba!, e historias verdes que aún no me había contado nunca. Tal vez no se hubiese atrevido. Era bastante reservado, en el fondo, misterioso incluso.

En punto a tiempo perdido, de Molly sobre todo era de quien me acordaba bien, yo cuando me sentía tierno, como del eco de una hora dada a lo lejos, y, cuando pen­saba en algo agradable, en seguida pensaba en ella.

Al fin y al cabo, cuando el egoísmo cede un poco, cuando el momento de acabar de una vez llega, en punto a recuerdos no conservamos en el corazón sino el de las mujeres que amaban de verdad un poco a los hombres, no sólo a uno, aunque fueras tú, sino a todos.

Al volver por la noche del café, no habíamos hecho nada, como suboficiales jubilados.

Durante la temporada alta, los turistas no cesaban de acudir. Rondaban por la cripta y la tía Henrouille conse­guía hacerlos reír. Al cura no le hacían demasiada gracia, aquellas bromas, pero, como recibía más de lo que le co­rrespondía, no abría la boca y, además, es que, en materia de chocarrerías, no entendía. Y, sin embargo, valía la pena, ver y oír a la tía Henrouille, en medio de sus cadá­veres. Se los miraba fijamente a la cara, ella que no tenía miedo a la muerte, pese a estar tan arrugada, tan aperga­minada ya, también ella, que era como uno de ellos, con su farol, que fuese a charlar delante de sus narices, por llamarlas de algún modo.

Cuando regresábamos a la casa y nos reuníamos para cenar, volvía a hablarse de la recaudación y, además, la tía Henrouille me llamaba su «Doctor Chacal» por lo que había ocurrido entre nosotros en Rancy. Pero todo ello en broma, por supuesto. Madelon se ajetreaba en la coci­na. Aquella vivienda en que nos alojábamos recibía una luz muy mortecina, dependencia de la sacristía, muy es­trecha, llena de viguetas y recovecos polvorientos. «De todos modos -comentaba la vieja-, aunque sea de noche, por así decir, todo el tiempo, encuentras la cama, el bolsi­llo y la boca, ¡y con eso basta y sobra!»

Tras la muerte de su hijo, no había sufrido demasiado tiempo. «Siempre estuvo muy delicado -me contaba una noche, hablando de él-, y yo, fíjese, que ya tengo seten­ta y siete años, ¡nunca me he quejado de nada!... Él siem­pre estaba quejándose, era su forma de ser, exactamente como Robinson... por citar un ejemplo. Así, que la esca­lerita de la cripta es dura, ¿eh?... ¿La conoce usted?... Me cansa, desde luego, pero hay días en que me produce has­ta dos francos por escalón... Los he contado... Bueno, pues, por ese precio, ¡subiría, si me lo pidieran, hasta el cielo!»


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