Mujeres enamoradas



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Ellas continuaron radiantes en su fácil trascendencia femenina, hermosa de mirar. Intercambiaban confiden­cias, eran íntimas en sus revelaciones hasta el último grado, entregándose una a otra al fin todos los secre­tos. No callaban nada, lo contaban todo hasta estar al borde del mal. Y se armaban la una a la otra de cono­cimiento. Era curioso cómo resultaba complementario su conocimiento, el de una para con el de la otra.

Ursula veía a sus hombres como hijos, se compadecía de su nostalgia y admiraba su coraje, cuidando de ellos como una madre cuida de su hijo, con cierto deleite en su novedad. Pero para Gudrun eran lo opuesto. Les temía y les despreciaba, aunque respetase incluso de­masiado sus actividades.

-Naturalmente -dijo con soltura-, hay una cualidad de vida en Birkin bastante notable. Hay una fuente de vida en él extraordinariamente rica, realmente sor­prendente en cuanto al modo en que él puede entre­garse a cosas. Pero hay tantas cosas en la vida que él sencillamente desconoce. O bien no es consciente para nada de su existencia, o bien las descarta como mera­mente despreciables..., cosas que son vitales para la otra persona. En cierto sentido no es lo bastante lúcido, es demasiado intenso en puntos aislados.

-Sí -exclamó Ursula-, es demasiado un predica­dor. Es realmente un cura.

-¡Exactamente! No puede escuchar nada de lo que el otro tenga que decir..., sencillamente no sabe oír. Su propia voz es demasiado sonora.

-Sí. Te hace callar a gritos.

-Te hace callar a gritos -repitió Gudrun-. Y a fuerza de mera violencia. Y, naturalmente, de nada sirve. Nadie es convencido por la violencia. Eso hace imposible hablar con él..., y creo que vivir con él sería más que imposible.

-¿Piensas que no sería posible vivir con él? -pre­guntó Ursula.

-Pienso que sería demasiado fatigoso, demasiado agotador. Le estarían gritando a una todo el tiempo, él impondría su modo sin dar ninguna elección. Desearía controlarte completamente. No puede permitir que exis­ta ninguna mente distinta de la suya. Y, además, la verdadera torpeza de su mente es su falta de autocrí­tica. No, creo que sería perfectamente intolerable.

-Sí -asintió vagamente Ursula. Sólo estaba parcial­mente de acuerdo con Gudrun-. Lo molesto es -dijo­que a una le resultaría intolerable casi cualquier hom­bre después de quince días.

-Es perfectamente horrible -dijo Gudrun-. Pero Birkin... es demasiado positivo. No podría soportar que llamaras propia a tu alma. Eso es estrictamente cierto de él.

-Sí -dijo Ursula-. Tienes que tener su alma.

-¡Exactamente! ¿Y qué puede una concebir de más mortífero?

Esto era todo tan cierto que Ursula se sintió sacu­dida hasta el fondo del alma con fea repugnancia.

Prosiguió en la más estéril de las miserias, con la discordia chirriando y lanzando sacudidas a través de ella.

Entonces comenzó una revulsión hacia Gudrun. Ella terminaba con la vida tan profundamente, presentaba las cosas de un modo tan feo y definitivo; de hecho, aunque fuesen verdad las cosas que habían dicho sobre Birkin, también eran ciertas otra cosas. Pero Gudrun trazaba dos líneas por debajo de él y le tachaba como una cuenta saldada. Allí estaba él, sumado, pagado, es­tablecido, acabado. Y era tal mentira. Ese dogmatismo de Gudrun, ese despachar a las gentes y a las cosas con una frase, era una mentira tan grande. Ursula empezó a rebelarse ante su hermana.

Un día que estaban caminando por el sendero vieron a un gorrión sentado en la rama más alta de un arbus­to, trinando agudamente. Las hermanas quedaron mi­rándole. Una sonrisa irónica brilló en el rostro de Gudrun.

-¿Verdad que se siente importante? -sonrió.

-¡Sí! -exclamó Ursula con una pequeña mueca iró­nica-. ¡Parece un pequeño Lloyd George del aire!

-¡Cierto! ¡Un pequeño Lloyd George del aire! Eso es justamente lo que son los gorriones -exclamó Gudrun con deleite.

Entonces, durante días, Ursula vio a los pájaros per­sistentes y entrometidos, como políticos gordos y pe­queños elevando sus voces desde la plataforma, hom- brecillos que necesitaban hacerse oír a toda costa.

Pero incluso aquí llegó la revulsión. Algunos embe- rizos salieron volando de repente a lo largo del camino frente a ella. Y le parecieron tan misteriosos e inhu­manos, como centelleantes púas amarillas disparadas a través del aire en alguna misión extraña, viviente, que se dijo: «Después de todo, es impúdico llamarles pe­queños Lloyd Georges. En realidad nos son desconoci­dos, son las fuerzas desconocidas. Es impúdico pensar en ellos como si fuesen idénticos a los seres humanos. Son de otro mundo. ¡Que necio es el antropomorfismo! Gudrun es realmente impúdica, insolente, erigiéndose en medida de todo, haciendo que todo se degrade a pautas humanas. Rupert está más en lo cierto, los seres humanos son aburridos pintando el universo a su propia imagen. Gracias a Dios, el universo es no-humano.» Le parecía una irreverencia, destructiva para toda la verdadera vida, hacer pequeños Lloyd Georges de los pájaros. Era una mentira para con los gorriones y una difamación. Sin embargo, provenía de ella misma. Pero bajo la influencia de Gudrun: así se exoneraba a sí misma.

En consecuencia, se retrajo de Gudrun y de sus po­siciones, se volvió en espíritu nuevamente hacia Birkin. No le había visto desde el chasco de su propuesta. No lo deseaba, porque no deseaba que le lanzasen la cues­tión de su aceptación. Sabía lo que quería decir Birkin cuando le pidió que se casase con él; vagamente, sin ponerlo en palabras, lo sabía. Sabía qué clase de amor, qué clase de rendición deseaba él. Y no estaba para nada segura de que fuese la clase de amor que ella mis­ma deseaba. No estaba para nada segura de desear ese mutuo unísono en la separación. Ella deseaba indecibles intimidades. Deseaba tenerle radicalmente, tenerle de­finitivamente como algo propio, oh, tan indeciblemente, en intimidad. Beberle.. , ah, como un sorbo de vida. Se hacía a sí misma grandes declaraciones de su disposi­ción a calentarle las plantas de los pies entre los senos, al modo del nauseabundo poema de Meredith. Pero sólo a condición de que él, su amante, la amase absoluta­mente, con un autoabandono completo. Y, con suficien­te sutileza, ella sabía que él nunca se abandonaría defi­nitivamente a ella. No creía en un autoabandono defini­tivo. Lo había dicho abiertamente. Era su reto. Ella estaba preparada para luchar con él por ello. Porque creía en una absoluta rendición .al amor. Creía que el amor sobrepasaba con mucho al individuo. El decía que el individuo era más que el amor, o que cualquier relación. Para él, el alma brillante y singular aceptaba el amor como una' de sus condiciones, una condición de su propio equilibrio. Ella creía que el amor era todo. El hombre debía entregarse a ella. Debía ser bebido hasta los posos por ella. Que él fuese su hombre radi­calmente, y a cambio ella sería su humilde esclava..., quisiera ella o no.

20. GLADIATORIAL

Tras el chasco de la propuesta, Birkin se había ido apresurada y ciegamente de Beldover, en un remolino de furia. Sentía que había sido un completo estúpido, que toda la escena había sido una farsa. Pero eso no le preocupaba para nada. Estaba enfadado profunda­mente, irónicamente, de que Ursula persistiese siempre en el viejo lamento: «¿por qué deseas forzarme?» y en su abstraimiento luminoso, insolente.

Se fue derecho a Shortlands. Allí encontró Gerald de pie en la librería con la espalda hacia el fuego, tan inmóvil como un hombre completo y vacuamente des­asosegado, radicalmente hueco. Había hecho todo el trabajo que desea hacer... y ahora no había nada. Podía salir en el coche, podía correr hacia la ciudad. Pero no deseaba salir en el coche, no deseaba correr hacia la ciudad, no deseaba llamar a los Thirlby. Estaba inmóvil, suspendido en una agonía de inercia, como una máquina sin poder alimentador.

Era muy amargo para Gerald, que hasta entonces no había conocido jamás ese aburrimiento, que había ido de actividad en actividad sin detenerse jamás. Ahora, gradualmente, todo parecía estar deteniéndose en él. Ya no deseaba hacer las cosas que ofrecían estímulo. Algo muerto dentro de él se negaba simplemente a res­ponder a cualquier sugestión. El rumiaba en su mente qué podría hacer para salvarse de esa miseria de nu­lidad, para aliviar la tensión de ese vacío. Y sólo había tres cosas capaces de activarle, de hacerle vivir. Una era beber o fumar hashish; la otra, ser calmado por Birkin, y la tercera, las mujeres. Y no había por el momento nadie con quien beber. Ni tampoco había una mujer. Y sabia que Birkin estaba fuera. En consecuen­cia, todo cuanto podía hacer era sufrir la tensión de su propia vaciedad.

Cuando vio a Birkin su rostro se iluminó con una sonrisa súbita, maravillosa.

-Dios mío, Rupert -dijo-, acababa de llegar a la conclusión de que nada en el mundo me importaba excepto alguien con quien aliviar los rigores de la sole­dad: el correcto alguien.

Era muy sorprendente la sonrisa en sus ojos mien­tras miraba al otro hombre. Era el rayo puro del alivio. Su rostro estaba pálido e incluso ajado.

-La mujer correcta, supongo que quieres decir -dijo Birkin rencorosamente.

-Naturalmente, como elección. A falta de eso, un hombre entretenido.

Reía mientras lo dijo. Birkin se sentó junto al fuego.

-¿Qué estabas haciendo? -preguntó.

-¿Yo? Nada. Estaba mal justamente ahora, todo pa­rece venir de canto, y no puedo trabajar ni jugar. No sé si será un signo de vejez.

-¿Quieres decir que estás aburrido?

-No sé si estoy aburrido. No puedo concentrarme en nada. Y siento que el diablo está o muy presente dentro de mí o muerto.

Birkin levantó la vista y le miró a los ojos.

-Podías intentar golpear algo -dijo él. Gerald sonrió.

-Quizá -dijo-, si encuentro algo que merezca ser golpeado.

-¡Cierto! -dijo Birkin con su voz suave.

Hubo una larga pausa durante la cual cada uno pudo sentir la presencia del otro.

-Uno tiene que esperar -dijo Birkin.

-¡Ah Dios, ah Dios! ¡Esperar! ¿Qué estamos espe­rando?

-Dicen que hay tres curas para el ennui: sueño, bebida y viajar -dijo Birkin.

-Todo agua de borrajas -dijo Gerald-. Al dormir, sueñas; al beber, maldices, y cuando viajas le gritas a un mozo. No, las únicas dos cosas son el trabajo y el amor. Cuando no estás trabajando deberías estar amando.

-Sea pues -dijo Birkin.

-Dame el objeto -dijo Gerald-. Las posibilidades

de amor se agotan ellas mismas.

-¿Es así? ¿Entonces qué?

-Entonces te mueres -dijo Gerald.

-Como es debido -dijo Birkin.

-No lo veo -repuso Gerald.

Se sacó las manos de los bolsillos del pantalón y

buscó un cigarrillo. Estaba tenso y nervioso. Encen­dió el cigarrillo sobre una lámpara, acercándose y re­tirándose rápidamente. Estaba vestido para cenar, como de costumbre por la tarde, aunque se encontraba solo.

-Hay un tercer elemento que añadir a los dos tuyos -dijo Birkin-. Trabajo, amor y lucha. Olvidas la lucha.

-Supongo que sí -dijo Gerald-. ¿Has boxeado al­guna vez?

-No, creo que no -dijo Birkin.

-Ay...


Gerald levantó la cabeza y expulsó lentamente el humo en el aire.

-¿Por qué? -dijo Birkin.

-Nada. Pensé que podríamos celebrar un asalto. Quizá es cierto que deseo golpear algo. Es una suges­tión.

-¿Y piensas que bien podrías golpearme a mí? –dijo Birkin.

-¿A ti? Bueno..., quizá..., no sé. De un modo amis­toso, naturalmente.

-¡Vaya! -dijo Birkin con mordiente.

Gerald estaba de pie apoyándose contra la chimenea.

Miró hacia Birkin y sus ojos lanzaron un destello de terror como los de un garañón, inyectados y sobreexci­tados, vueltos mirando hacia atrás en un rígido terror.

-Siento que si no me ando con ojo me descubriré haciendo algo estúpido -dijo él.

-¿Por qué no hacerlo? -dijo fríamente Birkin.

Gerald escuchó con rápida impaciencia. Seguía mi rando a Birkin, como si buscase algo en el otro hombre.

-Yo solía hacer algo de lucha japonesa -dijo Bir­kin-. Vivía conmigo en Heidelberg, en la misma casa, un japonés y me enseñó algo. Pero nunca fui bueno en ella.

-¡Caramba! -exclamó Gerald-. Esa es una de las cosas que jamás he visto. ¿Quieres decir jiu-jitsu?

-Sí. Pero yo no sirvo .para esas cosas..., no me in­teresan.

-¿Que no? A mí si. ¿Cómo se empieza?

-Te enseñaré lo que pueda, si quieres -dijo Birkin.

-¿Lo harás?

Una mirada rara, sonriente, apretó el rostro de Ge­rald durante un momento mientras decía:

-Bien, me gustaría mucho.

-Intentaremos entonces el jiu-jitsu. Pero me temo que no podrás hacer mucho dentro de una camisa al­midonada.

-Desnudémonos entonces para hacerlo adecuadamen­te. Espera un minuto...

Tocó el timbre y esperó al mayordomo.

-Traiga un par de bocadillos y un sifón -dijo al hombre-, y luego no me moleste para . nada más esta noche..., ni permita que lo haga nadie.

El hombre desapareció. Gerald se volvió hacia Bir­kin con los ojos encendidos.

-¿Y solías luchar con un japonés? -dijo-. ¿Os des­nudabais?

-A veces.

-¡Caramba! ¿Qué tal era él entonces, como lucha­dor?

-Creo que bueno. No soy un buen juez. Era muy rápido, resbaladizo y lleno de fuego eléctrico. Es notable la especie curiosa de fuerza fluida que parecen tener esas gentes..., no como una presa humana..., como un pólipo...

Gerald asintió.

-Podría haberlo imaginado -dijo- viéndoles. Más bien me repelen.

-Repelen y atraen, ambas cosas. Son muy repulsi­vos cuando están fríos, y entonces tienen un aspecto gris. Pero cuando se calientan y se excitan hay una atrae ción definida..., una especie curiosa de denso fluido eléctrico..., como anguilas.

-Bien..., sí..., probablemente.

El criado trajo la bandeja y la depositó sobre una mesa.

-No entre más -dijo Gerald.

La puerta se cerró.

-Entonces -dijo Gerald-, ¿nos desnudaremos y empezaremos? ¿Prefieres beber algo antes?

-No, no deseo beber.

-Ni yo.


Gerald corrió el cerrojo de la puerta y apartó los muebles. El cuarto era grande, con espacio de sobra, espesamente alfombrado. Entonces se quitó rápidamen­te sus ropas y esperó a Birkin. Este, blanco y delgado, se aproximó a él. Birkin era más una presencia que un objeto visible; Gerald le veía completamente, pero en realidad no de un modo visual. Mientras que Gerald era en cambio concreto y perceptible, un trozo de pura sustancia final.

-Ahora -dijo Birkin- te enseñaré lo que aprendí y lo que recuerdo. Déjame cogerte así...

Y sus manos se cerraron sobre el cuerpo desnudo del otro. Al momento siguiente había volteado con lige­reza a Gerald, que quedó cabeza abajo contra su rodilla. Relajado, Gerald se puso en pie de un salto con ojos chispeantes.

-Eso es ingenioso -dijo-. Inténtalo otra vez ahora.

Los dos hombres empezaron a luchar. Eran muy dis­tintos. Birkin, alto y estrecho, de huesos muy finos y delgados. Gerald, mucho más pesado y plástico. Sus huesos eran fuertes y redondos, sus miembros redon­deados, todos sus contornos estaban hermosa y plena­mente moldeados. Parecía tenerse en pie con un peso adecuado sobre el rostro de la tierra, mientras Birkin parecía tener el centro de gravedad en su propia mitad. Y Gerald tenía una fuerza rica, como friccional y más bien mecánica, pero repentina e invencible, mientras Birkin era abstracto hasta el punto de ser casi intan­gible. Chocaba con el otro invisiblemente, sin parecer tocarle apenas, como una tela, pero de repente atacaba de un modo tenso y bello que parecía penetrar hasta la médula misma del ser de Gerald.

Se detuvieron, analizaron métodos, practicaron pre­sas y volteos, se acostumbraron el uno al otro, el uno al ritmo del otro y lograron una especie de mutuo en­tendimiento físico. Y luego celebraron de nuevo una verdadera lucha. Parecían empujar su carne blanca más y más profundamente el uno contra el otro, como si fuesen a acabar estallando en una singularidad. Birkin tenía una gran energía sutil que presionaba sobre el otro con fuerza misteriosa, sobrecargándole como si fue­se un hechizo. Luego se desvanecía, y Gerald respiraba libre, con movimientos blancos, jadeantes, deslum­brantes.

Así se entremezclaron y lucharon el uno contra el otro, más y más cerca. Ambos eran blancos y de piel clara, pero Gerald se arrebataba cuando era tocado, y Birkin permanecía blanco y tenso. Parecía penetrar en la masa más sólida y difusa de Gerald para fundir su cuerpo a través del cuerpo del otro, como si pretendie­ra someterlo sutilmente, apresando siempre con alguna anticipación necromántica rápida cada movimiento de la otra carne, desviándola y contraatacando, actuando sobre los miembros y el tronco de Gerald como un viento duro. Era como si toda la inteligencia física de Birkin penetrase en el cuerpo de Gerald, como si su energía fina y sublimada penetrase en la carne del hom­bre más lleno como una especie de potencia, lanzando una red fina, una cárcel, sobre los músculos y hacia las profundidades mismas del ser físico de Gerald.

Así lucharon veloz y apasionadamente, resueltos y sin mente al fin, dos figuras blancas esenciales esfor­zándose en una singularidad más estrecha y próxima de lucha, con un extraño anudamiento de pulpo y un brillar de miembros bajo la moderada luz del cuarto; un tenso nudo blanco de carne aferrado en silencio entre los muros de viejos libros marrones. Una y otra vez se oía un agudo jadeo o un sonido semejante a un suspiro, luego el rápido sonido amortiguado del movi­miento sobre el suelo de alfombra espesa, el ruido ex­traño de carne escapando bajo carne. En el nudo blan­co de violento ser vivo que oscilaba silenciosamente no había a menudo cabeza visible, sólo se divisaban miembros veloces, tensos, las sólidas espaldas blancas, la conjunción física de dos cuerpos aferrados en una singularidad. Entonces aparecía la cabeza centelleante y despeinada de Gerald cuando la lucha cambiaba, y luego durante un momento la cabeza parda y como una sombra del otro hombre se alzaba desde el conflicto, con los ojos abiertos de par en par, terribles y sin visión.

Al final, Gerald quedó tumbado de espaldas, inerte, sobre la alfombra, alzándose su pecho con un gran ja­deo lento, mientras Birkin se arrodillaba sobre él casi inconsciente. Birkin estaba mucho más agotado. Respi­raba en jadeos pequeños y cortos, apenas podía respi­rar en absoluto. La tierra parecía balancearse y oscilar, y una oscuridad completa estaba cubriendo su mente. No sabía qué pasaba. Se deslizó hacia adelante, cayen­do inconsciente sobre Gerald, y Gerald no se dio cuenta. Luego recuperó una media consciencia, percibiendo sólo el extraño movimiento de balanceo y deslizamiento del mundo. El mundo se estaba deslizando, todo se estaba deslizando hacia la oscuridad. Y él se estaba deslizando interminablemente, interminablemente hacia la lejanía.

Recobró la conciencia al escuchar un inmenso ruido fuera. ¿Qué podía estar sucediendo, qué pasaba, qué era el gran ruido como de martillo resonando por la casa? No lo sabía. Y entonces le vino la idea de que eran los latidos de su propio corazón. Pero eso parecía imposi­ble, el ruido estaba fuera. No, estaba dentro de él, era su propio corazón. Y los latidos eran dolorosos de tan ten­sos y sobrecargados. Se preguntó si Gerald los escucha­ría. No sabía si estaba de pie, tumbado o cayendo.

Cuando comprendió que había caído postrado sobre el cuerpo de Gerald se asombró, quedó sorprendido. Pero se incorporó sujetándose con la mano y esperando que su corazón fuese deteniéndose y haciéndose menos doloroso. Le dolía mucho y se llevaba su conciencia.

Sin embargo, Gerald estaba aún menos consciente que Birkin. Esperaron oscuramente, en una especie de no-ser, durante muchos minutos desconocidos, sin contar.

-Naturalmente... -jadeó Gerald-, yo no necesitaba ser áspero... contigo..., necesitaba retener... mi fuerza...

Birkin escuchó el sonido como si su propio espíritu estuviera de pie tras él, fuera de él, oyéndolo. Su cuerpo estaba en un trance de agotamiento, su espíritu apenas escuchaba. Su cuerpo no podía responder. Sólo sabía que su corazón estaba aquietándose. Estaba completa­mente dividido entre su espíritu, que permanecía fuera y sabía, y su cuerpo, que era un pulsar inconsciente de sangre.

-Podría haberte tirado... usando violencia... -jadeó Gerald-. Pero me ganaste con bastante corrección.

-Sí -dijo Birkin, endureciendo su garganta y pro­duciendo las palabras en esa tensión-, eres mucho más fuerte que yo..., podrías ganarme... fácilmente.

Se relajó entonces de nuevo a la terrible palpitación de su corazón y su sangre.

-Me sorprendió -jadeó Gerald- la fuerza que tie­nes. Casi sobrenatural.

-Durante un momento -dijo Birkin.

Seguía escuchando como si fuese su propio espíritu desencarnado el que oyese, situado detrás de él a al­guna distancia. Sin embargo, su espíritu se aproximaba. Y la violenta palpitación de la sangre en su pecho es­taba aquietándose, permitiendo a su mente el regreso. Comprendió que estaba apoyándose con todo su peso sobre el cuerpo suave del otro hombre. Quedó atónito, porque pensaba haberse retirado. Se recobró y se sentó. Pero seguía vago y sin estabilidad. Sacó la mano para sujetarse. Tocó la mano de Gerald, que yacía en el suelo. Y la mano de Gerald se cerró cálida y repentina sobre la de Birkin, permanecieron exhaustos y sin aliento con las manos entrelazadas estrechamente. Era la mano de Birkin la que, respondiendo rápidamente, se había cerra­do en un abrazo fuerte y cálido sobre la del otro. El apretón de Gerald había sido repentino y momentáneo.

Sin embargo, la conciencia normal estaba volviendo, refluyendo. Birkin podía respirar casi naturalmente de nuevo. La mano de Gerald se retiró lentamente; Birkin se puso de pie despacio como aturdido, dirigiéndose hacia la mesa. Se sirvió un whisky con soda. Gerald fue también a procurarse una bebida.

-Fue una verdadera lucha, ¿no? -dijo Birkin, mi­rando a Gerald con ojos oscurecidos.

-Vive Dios que sí -dijo Gerald.

Miró el cuerpo delicado del otro hombre y añadió: -No fue demasiado para ti, ¿verdad?

-No. Uno debería luchar y esforzarse y estar física­mente cerca. Le pone a uno sano.

-¿Piensas eso?

-Sí. ¿Tú no?

-Sí -dijo Gerald.

Había largos espacios de silencio entre sus palabras.

La lucha tenía algún significado profundo para ellos..., un significado sin terminar.

-Somos íntimos mental, espiritualmente; en conse­cuencia, debiéramos ser íntimos también físicamente, en mayor o menor medida..., es más completo.

-Ciertamente -dijo Gerald.

Luego sonrió agradablemente, añadiendo:

-Es bastante asombroso para mí. Estiró los brazos con gracia.

-Sí -dijo Birkin-. No sé por qué tendría uno que justificarse.

-No.


Los dos hombres empezaron a vestirse.

-También pienso que eres bello -dijo Birkin a Gerald-, y eso es gozoso. Uno debiera gozar de lo que es dado.

-Piensas que soy bello..., ¿quieres decir físicamente? -preguntó Gerald con destellos en los ojos.

-Sí. Tienes un tipo septentrional de belleza, como luz reflejada desde la nieve, y un cuerpo bello, plástico.

Sí, existe eso también para ser gozado. Deberíamos go­zar de todo.

Gerald rió en su garganta y dijo:

-Desde luego es un modo de verlo. Yo puedo decir

que me siento mejor. Me ha ayudado sin duda. ¿Es esto la Bruderschaft que deseabas?

-Quizá. ¿Piensas que esto compromete a algo?

-No sé -rió Gerald.

-En cualquier caso, uno se siente más libre y más abierto ahora..., y eso es lo que deseamos.

-Ciertamente -dijo Gerald.

Se acercaron al fuego con las botellas, los vasos y la comida.

-Siempre como un poco antes de irme a la cama -dijo Gerald-. Duermo mejor.

-Yo no debería dormir tan bien -dijo Birkin.

-¿No? Mira tú que no somos semejantes. Me pondré una bata.

Birkin quedó solo mirando el fuego. Su mente había retornado a Ursula. Ella parecía volver de nuevo a su conciencia. Gerald bajó con una bata de seda con an­chas rayas negras y verdes, brillante y escandalosa.


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