Mujeres enamoradas



Yüklə 1,84 Mb.
səhifə35/42
tarix29.10.2017
ölçüsü1,84 Mb.
#19792
1   ...   31   32   33   34   35   36   37   38   ...   42

-¿Estoy fea? -dijo.

Y se sonó otra vez.

Una pequeña sonrisa apareció alrededor de los ojos de él.

-No -dijo él-, afortunadamente.

Y tras decirlo cruzó en su dirección, recogiéndola como una pertenencia en sus brazos. Ella era tan tier­namente hermosa que no podía soportar verla, sólo po­día soportar esconderla de sí mismo. Ahora,- lavada por sus lágrimas, era nueva y frágil como una flor recién abierta; una flor tan nueva, tan tierna, tan hecha per­fecta por luz interior que no podía soportar mirarla, debía ocultarla ante sí mismo, cubrirse los ojos contra ella. Ella tenía el perfecto candor de la creación, algo traslúcido y simple, como una flor radiante, brillante, desplegada ese momento en bendición primordial. Ella era tan nueva, tan nítida de asombro, tan falta de ti­nieblas. Y él era tan viejo, tan hundido en graves me­morias. El alma de ella era nueva, indefinida y resplan­deciente con lo no visto. Y el alma de él era oscura y tenebrosa, sólo poseía un grano de esperanza viva, como un grano de semilla de mostaza. Pero ese único grano vivo era comparable a la perfecta juventud de ella.

-Te amo -susurró él mientras la besaba temblando de pura esperanza, como un hombre que nace de nuevo a una esperanza maravillosa, viva, trascendente a los vínculos de la muerte.

Ella no podía saber cuánto significaba para él, cuán­to quería él decir con esas escasas palabras.

Casi infantil, deseaba pruebas y afirmaciones sobre afirmaciones, porque todo parecía todavía incierto, sin fijar, para ella.

Pero la pasión de gratitud con la que él la recibió en su alma, la alegría extremada e impensable de sa­berse vivo y preparado para unirse con ella, él, que es­taba tan cerca de la muerte, que estaba tan próximo a seguir con el resto de su raza la ladera descendente de la muerte mecánica, nunca podría ser comprendida por ella. El la veneraba como la vejez venera a la ju­ventud, se gloriaba en ella porque en su único grano de fe era tan joven como ella, era su compañero ade­cuado. Ese matrimonio con ella era su resurrección y su vida.

Ella no podía saber todo esto. Deseaba ser exaltada, ser adorada. Había distancias infinitas de silencio entre ellos. ¿Cómo podría contarle a ella la inmanencia de su belleza, que no era forma, peso o color, sino algo como una luz extraña, dorada? ¿Cómo podría siquiera saber en qué reposaba la belleza de ella para él? Decía: «Tu nariz es bella, tu barbilla es adorable.» Pero sona­ba a mentiras, y ella estaba decepcionada, herida. In­cluso cuando dijo, suspirando con veracidad: «Te amo, te amo», no era la efectiva verdad. Era algo más allá del amor, era la alegría de haberse sobrepasado uno a sí mismo, de haber trascendido la vieja existencia. ¿Cómo podía decir él «yo» cuando era algo nuevo y des­conocido, para nada él mismo? Ese yo, esa vieja fór­mula de la edad, era algo muerto.

En el júbilo nuevo, en esa paz que sustituía al co­nocimiento, no había yo y tú, sólo existía la tercera e incumplida maravilla, la maravilla de existir no como uno mismo, sino en una consumación de mi ser y su ser en otro nuevo, una unidad nueva y paradisíaca re­cobrada desde la dualidad. ¿Cómo puedo decir «te amo» cuando yo he dejado de ser y tú has dejado de ser? Ambos estamos capturados y trascendidos en una nueva unidad, donde todo es silencioso porque no hay nada que responder, todo es perfecto y simultáneo. La pala­bra viaja entre las partes separadas. Pero en el Uno perfecto existe un perfecto silencio de fruición.

Se casaron por la ley al día siguiente y, siguiendo el consejo de él, ella escribió a su padre y a su madre. Su madre contestó, su padre no.

No volvió a la escuela. Se quedó con Birkin en su casa o en el molino, desplazándose con él cuando él se desplazaba. Pero no veía a nadie, excepto a Gudrun y Gerald. Seguía sintiéndose toda extraña y asombrada, pero estaba aliviada como por la aurora.

Gerald se sentaba hablándole una tarde en el estudio cálido del molino. Rupert no había vuelto todavía a casa.

-¿Eres feliz? -le preguntó Gerald con una sonrisa.

-¡Muy feliz! -exclamó ella, apocándose un poco en su resplandor.

-Sí, se nota.

-¿Se ve? -exclamó Ursula sorprendida.

El miró hacia ella con una sonrisa comunicativa.

-Oh, sí, fácilmente.

Ella estaba complacida. Meditó un momento.

-¿Y puedes notar que Rupert es feliz igualmente?

El bajó los párpados y miró hacia otra parte.

-Oh, sí -dijo.

-¡Realmente!

-Oh, sí.


El estaba muy silencioso, como si debiese callar algo. Parecía triste.

Ella era muy sensible a la sugestión. Hizo la pregun­ta que él deseaba.

-¿Por qué no sois felices vosotros también? -dijo ella-. Podíais serlo del mismo modo. El se detuvo un momento.

-¿Con Gudrun? -preguntó.

-!Sí! -exclamó ella, brillándole los ojos.

Pero había una tensión extraña, un énfasis, como si estuviesen aseverando sus deseos en contra de la verdad.

-¿Piensas que Gudrun me aceptaría y que seríamos felices? -dijo él.

-¡Sí, estoy segura! -exclamó ella.

Los ojos de Ursula estaban redondos de placer. Sin embargo, por debajo se sentía constreñida, conocía su propia insistencia.

-Oh, me alegro tanto -añadió.

El sonrió.

-¿Qué te alegra? -dijo él.

-Me alegra por ella -contestó-. Estoy segura de que tú... eres el hombre adecuado para ella.

-¿Lo estás? -dijo él-. ¿Y piensas que ella estaría de acuerdo contigo?

-¡Oh, sí! -exclamó rápidamente.

Entonces, tras reconsiderarlo, muy incómoda:

-Aunque Gudrun no sea tan sencilla. Uno no la co­noce en cinco minutos, ¿cierto? Ella no es como yo en eso.

Rió con su rostro extraño, abierto, deslumbrado.

-¿Piensas que no se parece mucho a ti? -preguntó Gerald.

Ella frunció el entrecejo.

-Oh, sí, en muchos sentidos. Pero nunca sé lo que hará cada vez que llega algo nuevo.

-¿No lo sabes? -dijo Gerald.

Quedó silencioso durante algunos momentos. Luego se movió a tientas.

-En cualquier caso, iba a pedirle que se fuese conmigo por Navidades -dijo con una voz muy pequeña, cautelosa.

-¿Irse contigo? ¿Quieres decir por un tiempo?

-Todo el tiempo que ella quiera -dijo él con un movimiento desaprobador.

Ambos quedaron silenciosos durante algunos minutos.

-Desde luego -acabó diciendo Ursula-, ella podría estar sencillamente deseando correr al matrimonio. Ya lo averiguarás.

-Sí -sonrió Gerald-. Ya lo averiguaré. Pero en

caso de que no..., ¿piensas que iría conmigo al extran­jero durante unos pocos días..., cosa como de dos se­manas?

-Oh, sí -dijo Ursula-. Yo se lo pediría.

-¿Piensas que podríamos quizás ir todos juntos?

-¿Todos nosotros?

El rostro de Ursula se iluminó nuevamente.

-Sería bastante divertido, ¿no crees?

-Muy divertido -dijo él.

-Y entonces sería la ocasión de que vieses -dijo

Ursula.


-¿Qué?

-Cómo iban las cosas. Creo que lo mejor es cele­brar la luna de miel antes de la boda..., ¿no crees?

Ella quedó complacida con su mot. El rió.

-En ciertos casos -dijo él-. Preferiría que fuese así en el mío propio.

-¡No me digas! -exclamó Ursula; luego, dubitati­vamente-. Sí, quizás estás en lo cierto. Uno debería complacerse a sí mismo.

Birkin llegó un poco después, y Ursula le contó lo que habían estado hablando.

-¡Gudrun! -exclamó Birkin-. Es una amante nata, tal como Gerald es un amante nato..., amant en titre. Si, como alguien dice, todas las mujeres son o esposas o amantes, Gudrun es una amante.

-Y todos los hombres, amantes o esposos -excla­mó Ursula-. Pero ¿por qué no ambas cosas?

-Lo uno excluye lo otro -rió él.

-Entonces yo quiero un amante -exclamó Ursula.

-No, no lo quieres -dijo él.

-Sí -se lamentó ella.

El la besó y rió.

Fue dos días después de esto cuando Ursula tuvo que ir a recoger sus cosas de la casa en Beldover.

Habían hecho el traslado, la familia ya no estaba.

Gudrun tenía un alojamiento en Willey Green.

Ursula no había visto a los padres desde su matri­monio. Lloraba pensando en la ruptura, aunque supie­se que de nada servía. Para bien o para mal, ella no podía ir a ellos. Así que sus cosas quedaron atrás, y ella y Gudrun debían ir a buscarlas por la tarde.

Era una tarde invernal, con rojo en el cielo, cuando llegaron a la casa. Las ventanas estaban oscuras y va­cías, el lugar era ya asustador. Un vestíbulo desnudo y vacío desencadenó un escalofrío en los corazones de las muchachas.

-No creo que me hubiese atrevido a venir sola -dijo Ursula-. Me da miedo.

-¡Ursula! -exclamó Gudrun-. ¡Es asombroso! ¿Pue­des creer que viviste en este lugar sin sentirlo jamás? ¡No puedo concebir cómo viví aquí un solo día sin morir de terror!

Miraron en el gran comedor. Era un cuarto de tama­ño considerable, pero ahora una celda habría sido más encantadora. Las grandes ventanas estaban desnudas, el suelo desnudado y un borde de betún oscuro rodeaba el parquet de madera pálida. En el desvaído papel de las paredes se veían manchas oscuras en el lugar donde hubo muebles o cuadros colgados. La sensación de mu­ros secos, delgados, aparentemente frágiles, y de un suelo igualmente frágil, pálido, con sus bordes negros artificiales, era neutralizante para la mente. Todo era nulo para los sentidos, había recipientes sin sustancia, porque los muros eran secos y como de papel. ¿Dónde estaban? ¿En la tierra o suspendidos en una caja de cartón? En la chimenea había papel quemado y frag­mentos de papel a medio quemar.

-¡Imagina que pasamos aquí nuestros días! -dijo Ursula.

-Lo sé -exclamó Gudrun-. Es demasiado espan­toso. ¡Cómo debemos ser si somos el contenido de esto!

-¡Vil! -dijo Ursula-. Es realmente vil.

Y reconoció portadas medio quemadas de Vogue, re­tratos medio quemados de mujeres con trajes reposan­do bajo la parrilla.

Fueron al cuarto de estar. Otra habitación de aire encerrado; sin peso ni sustancia, sólo una sensación de intolerable cárcel de papel en vaciedad. La cocina parecía más sustancial debido al suelo de baldosas ro­jas y al fogón, pero era fría y horrenda.

Las dos muchachas subieron huecamente las escale­ras vacías. Cada sonido se repetía en ecos bajo sus co­razones. Recorrieron el pasillo desnudo. Contra la pa­red del dormitorio de Ursula estaban sus cosas..., un baúl, una cesta de trabajo, algunos libros, chaquetas sueltas, una sombrerera, todo existiendo desolado en la vaciedad universal del ocaso.

-¿Verdad que son una visión alegremente estimu­lante? -dijo Ursula mirando sus abandonadas pose­siones.

-Muy estimulante -dijo Gudrun.

Las dos muchachas se pusieron manos a la obra, lle­vándose todo a la puerta de entrada. Una y otra vez hi­cieron el camino hueco, resonante. Todo el lugar pare­cía resonar a su alrededor con un ruido de futilidad hueca, vacía. En la distancia, los cuartos vacíos, invi­sibles, lanzaban una vibración casi de obscenidad. Ellas casi corrieron con las últimas cosas para depositarlas fuera. Pero hacía frío. Estaban esperando a Birkin, que iba a venir con el coche. Entraron de nuevo en la casa y subieron al dormitorio de su padres, cuyas ventanas daban a la calle y también al campo, donde se produ­cía el crepúsculo negro y rojo, sin luz.

Se sentaron en el alféizar a esperar.

Ambas miraban el cuarto. Estaba vacío, con una falta de sentido que era casi espantosa.

-Realmente -dijo Ursula-, este cuarto no podría ser sagrado, ¿verdad?

Gudrun lo recorrió con ojos lentos.

-Imposible -repuso.

-Cuando pienso en sus vidas..., en la de padre y madre, en su amor, en su matrimonio, en todos noso­tros, sus hijos, y en nuestra crianza..., ¿tendrías tú una vida semejante, preciosa?

-No, Ursula.

-Todo parece tan nada..., sus dos vidas... carecen de significado. Realmente, si no se hubiesen encontra­do, si no se hubieran casado y no hubiesen vivido jun­tos..., tampoco habría importado, ¿no crees?

-Naturalmente..., uno no puede saberlo -dijo Gu­drun.

-No. Pero si yo pensase que mi vida iba a ser así.... preciosa -dijo cogiendo el brazo de Gudrun-, saldría corriendo.

Gudrun quedó silenciosa durante unos pocos mo­mentos,

-De hecho, uno no puede contemplar la vida ordi­naria..., uno no puede contemplarla -repuso Gudrun-. Contigo, Ursula, es bastante distinto. Estarás fuera de todo ello con Birkin. El es un caso especial. Pero con el hombre común, que tiene su vida fijada en un lu­gar, el matrimonio es sencillamente imposible. Puede haber y hay miles de mujeres que lo desean, incapaces de concebir ninguna otra cosa. Pero la sola idea del asunto me pone loca. Uno debe ser libre ante todo, uno debe ser libre. Uno puede hipotecar todo lo demás, pero debe ser libre...; unos no debe convertirse en el número de una calle, en el siete de Pinchbeck Street..., o Somerset Drive..., o Shorlands. Ningún hombre será suficiente para hacer aceptable eso..., ¡ninguno! Para casarse, uno debe tener una independencia o nada, un camarada de armas, un Glücksritter. Un hombre con una posición en el mundo social... bien, ¡es sencillamente imposible, imposible!

-¡Qué palabra encantadora, Glücksritter! -dijo Ur­sula-. Mucho más agradable que soldado de fortuna.

-¿Verdad? -dijo Gudrun-.Yo movería al mundo con un Glücksritter. ¡Pero una casa, un establecimien­to! Ursula, ¿qué significaría?... ¡Piensa!

-Lo sé erijo Ursula-. Tuvimos una casa..., eso me basta.

-De sobra -dijo Gudrun.

-El pequeño hogar gris del Oeste -citó irónica­mente Ursula.

-Suena a gris también -dijo Gudrun sin sonreír.

Se vieron interrumpidas por el sonido del automó­vil. Birkin había llegado. Ursula estaba sorprendida de verse tan animada, de haberse liberado de los problemas de las casas grises en el Oeste.

Oyeron el ruido de sus tacones sobre el suelo del vestíbulo situado debajo.

-¡Hola! -llamó, resonando con vida su voz por la casa.

Ursula se sonrió. El también sentía miedo ante el lugar.

-¡Hola! Aquí estamos -gritó. Y le oyeron subir rápidamente.

-Este es un lugar fantasmal -dijo.

-Estas casas no tienen fantasmas..., jamás tuvieron

personalidad alguna, y sólo un sitio con personalidad

puede tener un fantasma -dijo Gudrun.

-Supongo. ¿Estáis llorando las dos sobre el pasado?

-Sí -dijo Gudrun severamente.

Ursula rió.

-No llorando lo que se fue, sino llorando que algu­na vez fuese -dijo.

-Oh -repuso él aliviado.

Se sentó durante un momento. Ursula pensó que había algo ondulante y vivo en su presencia. Hacía incluso que la estructura impertinente de esa casa nula desapareciese.

-Gudrun dice que no podría soportar estar casada

y metida en una casa -dijo Ursula con intención.

Sabían que esto se refería a Gerald. El quedó silencioso algunos momentos.

-Bien -dijo-, si sabes de antemano que no po­drías soportarlo, ¿estás segura?

-¡Desde luego! -dijo Gudrun.

-¿Por qué piensa toda mujer que su meta en la vida es tener un maridito y una casita gris en el Oeste? ¿Por qué es ésta la meta de la vida? ¿Por qué habría de serlo? -dijo Ursula.

-II faut avoir le respect de ses bétises -dijo Birkin.

-Pero uno no necesita respetar la bétise antes de

haberla cometido -rió Ursula.

-Ah, ¿entonces son des bétises du papa?

-Et de la mama añadió satíricamente Gudrun.

-Et des voisins -dijo Ursula.

Rieron todos y se levantaron. Estaba oscureciendo.

Llevaron las cosas al coche. Gudrun cerró la puerta de la casa vacía. Birkin había encendido los faros del auto­móvil. Todo parecía muy feliz, como si se marchasen

de viaje.

-¿Te importa parar en casa de Coulson? Tengo, que dejar la llave allí -dijo Gudrun.

-De acuerdo -dijo Birkin, y se pusieron en marcha.

Se detuvieron en la calle principal. Las tiendas aca­baban de encenderse, los últimos mineros volvían a sus casas siguiendo las calzadas elevadas sobre el barrizal, sombras semivisibles en su polvo gris de los pozos atra­vesando el aire azul. Pero sus pies retumbaban áspe­ramente con un ruido múltiple sobre el pavimento.

¡Cómo le gustaba a Gudrun salir de la tienda y en­trar en el coche con Ursula y Birkin para ser transpor­tada velozmente por la cuesta de crepúsculo palpable! ¡Qué aventura parecía ser la vida en ese momento! ¡Qué profunda y súbitamente envidió a Ursula! La vida era para ella una puerta abierta, tan rápida, tan despreocu­pada, como si no sólo este mundo, sino el mundo ya sido y el venidero fuesen nada para ella. Ah, sería perfecto simplemente si ella pudiese ser justo así.

Porque sentía siempre -salvo en los momentos de excitación- que había una carencia dentro de ella. Se sentía insegura. Había creído que ahora, al fin, en el amor fuerte y violento de Gerald, estaba viviendo de modo pleno y definitivo. Pero ya al compararse con Ur­sula su alma quedaba celosa, insatisfecha. No estaba satisfecha, nunca estaría satisfecha.

¿Qué le faltaba ahora? Era el matrimonio... la mara­villosa estabilidad del matrimonio. Lo deseaba realmen­te, dijese lo que dijese. Había estado mintiendo. La vieja idea del matrimonio era correcta incluso enton­ces, la idea del matrimonio y el hogar. Sin embargo, su boca se torcía un poco ante las palabras. Pensó en Gerald y Shortlands. ¡El matrimonio y el hogar¡ ¡Bue­no, que esperase! El significaba mucho para ella, pero... Quizá no era lo suyo casarse. Gudrun era uno de los seres marginales de la vida, una de las vidas a la de­riva y sin raíces. No, no..., no podía ser así. De repente conjuró un cuarto rosa, ella vestida con un hermoso traje y un hombre apuesto vestido de smoking que la tenía en sus brazos a la luz del fuego y la besaba. Tituló «hogar» a ese cuadro. Habría servido para la Real Aca­demia.

-Ven con nosotros a tomar un té..., ven -dijo Ur­sula cuando se aproximaron al cottage de Willey Green.

-Muchísimas gracias..., pero debo irme a casa -dijo Gudrun.

Deseaba mucho seguir con Ursula y Birkin. De he» cho, eso le parecía vivir. Pero cierta perversidad no se lo permitía.

-Ven..., sí, seria tan agradable -suplicó Ursula.

-Lo siento muchísimo..., me encantaría..., pero no puedo... realmente...

Se bajó del coche con prisa, temblorosa.

-Vaya si no puedes -llegó la voz reprochadora de Ursula.

-No, realmente no puedo -respondieron las pala­bras patéticas y entristecidas desde la oscuridad del crepúsculo.

-¿Te encuentras bien? -gritó Birkin.

-¡Del todo! -dijo Gudrun-. ¡Buenas noches!

-Buenas noches -respondieron ellos.

-Ven siempre que quieras, nos encantará -gritó Birkin.

-Muchas gracias -gritó Gudrun con la voz extraña, vibrante, de una aflicción solitaria que a él le resultaba desorientante.

Se volvió hacia la puerta de su chalet y ellos reanu­daron su marcha. Pero tan pronto como el coche se difuminó en la distancia ella miró en esa dirección. Mientras subía el sendero de su extraña casa su cora­zón estaba lleno de una amargura incomprensible.

En su recibidor había un reloj de pie, e insertado en su esfera había un rostro rubicundo, dedondo, de ojos oblicuos, que hacía el más ridículo de los guiños cuando el péndulo iba hacia un lado y cuando volvía al mismo absurdo ojo malicioso. La cada absurda, sua­ve, rubicunda y tostada le ofrecía en todo momento un insolente gesto malicioso. Quedó mirándola durante varios minutos, hasta ser sobrecogida por una especie de enloquecido asco que le hizo reírse de sí misma tri­vialmente. Pero seguía guiñando, ofreciendo el ojo ma­licioso primero en un lado y luego en el otro. ¡Ah, qué infeliz era! En mitad de su felicidad más activa, ¡qué in­feliz era! Echó una ojeada a la mesa: mermelada de jengibre y el mismo pastel casero con demasiada- A pesar de todo, la mermelada era buena y muy difícil de conseguir.

Se pasó toda la noche deseando ir al molino. Pero se lo negó fríamente. Fue la tarde siguiente. Le gustó encontrar allí a Ursula sola. Era una atmósfera encan­tadora, íntima, recluida. Hablaron sin cesar y encan­tadas.

-¿No eres terriblemente feliz aquí? -dijo Gudrun a su hermana, mirándose los ojos brillantes en el espejo.

Siempre envidiaba, casi con resentimiento, la extra­ña plenitud positiva que subsistía en la atmósfera alre­dedor de Ursula y Birkin.

-Realmente, qué bellamente está hecho este cuarto -dijo en voz alta-. Esta estera dura tiene un color encantador, el color de la luz fresca.

Y le pareció perfecto.

-Ursula -acabó diciendo con una voz interrogativa y distante-, ¿sabías que Gerald Crich ha sugerido que nos marchásemos todos juntos por Navidad?

-Sí, habló con Rupert.

Un profundo rubor tiñó la mejilla de Gudrun. Quedó silenciosa un momento, como atónita, no sabiendo qué decir.

-Pero ¿no crees -acabó diciendo- que es sorpren­dentemente descarado?

Ursula rió.

-El me gusta por eso -dijo.

Gudrun quedó silenciosa. Era evidente que la idea misma la atraía poderosamente, aunque estuviese casi indignada por el hecho de que Gerald se tomase la li­bertad de hacer semejante sugestión a Birkin.

-Hay en Gerald una sencillez que me parece bas­tante encantadora -dijo Ursula-, ¡de algún modo tan desafiante! Oh, pienso que es muy atractivo.

Gudrun no contestó durante algunos momentos. Te­nía todavía que recobrarse de la sensación de insulto por la desconsideración con que era tratada su libertad.

-¿Sabes qué dijo Rupert? -preguntó.

-Dijo que podría ser divertidísimo -repuso Ursula. Gudrun miró de nuevo hacia abajo y quedó silen­ciosa.

-¿No te lo parece a ti? -dijo Ursula sondeándola.

Nunca estaba del todo segura de las defensas con que se rodeaba Gudrun.

Gudrun alzó el rostro con dificultad y lo mantuvo mirando hacia otra parte.

-Creo que podría ser terriblemente divertido, como decís -repuso-. Pero ¿no piensas que fue tomarse una libertad imperdonable... hablar de cosas semejantes con Rupert..., que después de todo..., entiendes lo que quie­ro decir? Podrían haber sido dos hombres arreglando una salida con alguna pequeña type que acabaran de encontrar. ¡Oh, me parece bastante imperdonable!

Usó la palabra francesa «type».

Sus ojos chispearon, su rostro suave estaba adusto y arrebatado. Ursula seguía mirándola algo asustada, so­bre todo porque pensaba que Gudrun parecía bastante común, realmente como una pequeña type. Pero no tuvo valor para pensarlo realmente, sin ambages.

-Oh, no -exclamó tartamudeando-. Oh, no..., no es para nada eso..., ¡desde luego que no! No, pienso que la amistad entre Rupert y Gerald es bastante bella. Son sencillamente sencillos, se dicen todo el uno al otro como si fuesen hermanos.

Gudrun se sonrojó más profundamente. No podía soportar que Gerald la traicionase..., ni siquiera con Birkin.

-¿Pero piensas que incluso los hermanos tienen al­gún derecho a intercambiarse confidencias de ese tipo? -preguntó con rabia profunda.

-Oh, sí -dijo Ursula-. No se dijo nada que no fue­se perfectamente honesto. No, lo que me sorprendió más en Gerald es lo perfectamente simple y directo que puede ser. Y ya sabes que eso exige talla de un hom­bre. La mayoría de ellos deben ser indirectos, son tan cobardes.

Pero Gudrun seguía aún silenciosa de rabia. Desea­ba que se mantuviera un secreto absoluto con respecto a sus movimientos.

-¿No querrás ir? -dijo Ursula-. Hazlo, ¡podremos ser tan felices todos! Hay algo que amo en Gerald..., es mucho más atractivo de lo que pensé. Es libre, Gu­drun, lo es realmente.

La boca de Gudrun seguía cerrada, hosca y fea. Aca­bó abriéndola al fin.

-¿Sabes dónde se propone ir? -preguntó.

-Sí..., al Tirol, a un sitio donde solía ir cuando es­taba en Alemania..., un sitio delicioso donde van estu­diantes, pequeño, áspero y encantador, para los depor­tes de invierno.

Por la mente de Gudrun cruzó el furioso pensamien­to: «lo saben todo».


Yüklə 1,84 Mb.

Dostları ilə paylaş:
1   ...   31   32   33   34   35   36   37   38   ...   42




Verilənlər bazası müəlliflik hüququ ilə müdafiə olunur ©muhaz.org 2024
rəhbərliyinə müraciət

gir | qeydiyyatdan keç
    Ana səhifə


yükləyin