Mujeres enamoradas



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Parecía que el tren huyese gradualmente de la oscu­ridad hacia una luz débil y luego, golpe a golpe, hacia el día. ¡Ah, qué monótono era! Los árboles se mostra­ban débilmente, como sombras. Luego una casa blanca se presentó con curiosa nitidez. ¿Cómo era? Luego vio un pueblo..., siempre había casas cruzando por la ven­tanilla.

Estaba atravesando un mundo viejo todavía, denso de invierno y monótono. Había tierra de labranza y pas­tos, árboles y arbustos talados, granjas desnudas y sin cultivar. No había aparecido tierra nueva.

Miró el rostro de Birkin. Estaba blanco, quieto y eterno, demasiado eterno. Entrelazó implorantemente sus dedos con los suyos bajo la manta. Sus dedos res­pondieron, sus ojos miraron hacia ella. ¡Qué oscuros eran sus ojos, como una noche, como otro mundo si­tuado más allá! ¡Oh, si él fuese el mundo también, si sólo fuese el mundo él! ¡Si simplemente pudiese lla­mar él a la existencia a un mundo, que sería el de ambos!

Los belgas se bajaron, el tren continuó, atravesando Luxemburgo, Alsacia-Lorena, Metz. Pero ella estaba cie­ga, era incapaz de ver más. Su alma no miraba hacia fuera.

Acabaron llegando a Basle, al hotel. Fue todo un tran­ce a la deriva, del que nunca se despertaría. Salieron a la mañana antes de que el tren partiese. Vio la calle, el río, se acercó al puente. Pero no significaba nada. Recordaba algunas tiendas, una llena de cuadros, una con terciopelo naranja y armiño. Pero ¿qué significa­ban? Nada.

No estuvo a sus anchas hasta que volvieron al tren. Entonces se sintió aliviada. Estaba satisfecha con tal de que siguieran moviéndose hacia adelante. No pasó mucho antes de que llegaran a Zurich y corriesen bajo montañas con nieve profunda. Se estaban acercando al fin. Ese era el otro mundo ahora.

Innsbruck estaba maravilloso, profundo de nieve y de noche. Montaron en un trineo abierto sobre la nie­ve; el tren había sido demasiado caliente y sofocante. Y el hotel, con su luz dorada brillante bajo el porche, parecía un hogar.

Rieron con placer cuando estuvieron en el vestíbulo. El lugar parecía lleno y activo.

-¿Sabe si han llegado el señor y la señora Crich..., ingleses..., desde París? -preguntó Birkin en alemán.

El portero reflexionó un momento, y se disponía a contestar cuando Ursula vio a Gudrun bajando lenta­mente la escalera con su abrigo oscuro brillante de piel gris.

-¡Gudrun! ¡Gudrun! -llamó, saludando desde el fon­do de la escalera.

Gudrun miró sobre el pasamanos y perdió al instan­te su aire lento y tímido. Sus ojos lanzaron destellos.

-¡Vaya..., Ursula! -exclamó.

Y empezó a bajar los peldaños mientras Ursula los subía corriendo. Se encontraron en un rellano y se be­saron con risas y exclamaciones inarticuladas, intensas.

-¡Pero! -exclamó Gudrun mortificada-. ¡Pensába­mos que llegabais mañana! Yo quería ir a la estación.

-¡Pues no, llegamos hoy! -exclamó Ursula-. ¡Es un sitio encantador!

-¡Adorable! -dijo Gudrun-. Gerald se acaba de ir a buscar algo. Ursula, ¿no te sientes pavorosamente cansada?

-No, no tanto. Pero seguro que parezco sucia, ¿verdad?

-No, no tanto. Tienes un aspecto de lozanía casi perfecta. ¡Me gusta inmensamente ese gorro de piel!

Miró sobre Ursula, que llevaba un gran abrigo suave con cuello de piel profunda, suave y rubia y un gorro de piel suave del mismo color.

-¡Y tú! -exclamó Ursula-. ¿Qué aspecto crees que tienes?

Gudrun adoptó un rostro despreocupado, inexpresivo.

-¿Te gusta? -dijo.

-¡Es magnífico! -dijo Ursula, quizá con un toque de sátira.

-Subid... o bajad -dijo Birkin.

Porque las hermanas se habían quedado cogidas del brazo en la escalera, obstruyendo el paso y proporcio­nando un completo pasatiempo al conjunto de personas que había en el vestíbulo, desde el portero hasta el rechoncho judío con ropa oscura.

Las dos jóvenes subieron lentamente, seguidas por Birkin y el botones.

-¿Primer piso? -preguntó Gudrun mirando sobre el hombro.

-Segundo, madame..., ¡el ascensor! -repuso el bo­tones.

Y se lanzó al ascensor para anticiparse a las dos mujeres. Pero ellas le ignoraron como si, charlando sin prisa, se dispusiesen a subir andando hasta el segundo piso. El botones las siguió, algo contrariado.

Fue curioso el placer que proporcionó a las herma­nas ese encuentro. Era como si se hubiesen encontrado en e! exilio y uniesen sus fuerzas solitarias contra todo e! mundo. Birkin lo observó con cierta desconfianza y asombro.

Cuando se hubieron bañado y cambiado entró Gerald. Parecía brillar como el sol sobre la escarcha.

-Vete con Gerald a fumar -dijo Ursula a Birkin-. Gudrun y yo queremos hablar.

Las hermanas se sentaron entonces en el dormitorio de Gudrun y hablaron de ropas y experiencias. Gudrun contó a Ursula la experiencia de la carta de Birkin en el café. Ursula quedó conmovida y asustada.

-¿Dónde está la carta? -preguntó.

-Me la quedé -dijo Gudrun.

-Me la darás, ¿verdad? -dijo ella.

Pero Gudrun quedó silenciosa algunos momentos an­tes de contestar:

-¿La quieres realmente, Ursula?

-Quiero leerla -dijo Ursula.

-Desde luego -dijo Gudrun.

Incluso entonces no podía admitirle a Ursula que de­seaba conservar la carta como un recuerdo o símbolo. Pero Ursula lo sabía y no le gustó. Por eso cambiaron de tema.

-¿Qué hicisteis en París? -preguntó Ursula.

-Oh -dijo lacónicamente Gudrun-, las cosas ha­bituales. Tuvimos una fiesta estupenda una noche en el estudio de Fanny Bath.

-¿De veras? ¡Y tú y Gerald estabais allí! ¿Quién más? Cuéntame.

-Bueno -dijo Gudrun-. No hubo nada especial que contar. Ya sabes que Fany está pavorosamente ena­morada de su pintor, Billy Macfarlane. El estaba allí, de modo que Fanny no ahorró nada, gastó muy libre­mente. ¡Fue realmente notable! Por supuesto, todos se embriagaron espantosamente..., aunque de un modo in­teresante, no como esa repugnante muchedumbre lon­dinense. El hecho es que todos eran personas que importan, lo cual marca toda la diferencia. Había un ru­mano, un tipo estupendo. Se emborrachó completamen­te, se encaramó a la punta de. una escalera del estudio y lanzó el más maravilloso de los discursos. ¡Estuvo realmente admirable, Ursula! Empezó en francés:

-La vie c'est une affaire d'âmes impériales- con la máshermosa de las voces..., y por cierto era un tipo de muy buen parecido..., pero antes de terminar se metió en rumano y ni un alma le entendió. Pero Donald Gilchrist se vio llevado a un frenesí. Estampó su vaso contra el suelo y declaró por Dios que estaba contento de haber nacido, que era un milagro estar vivo. Y la verdad, Ursula, es que así era... -rió más bien huecamente Gudrun.

-Pero ¿cómo estaba Gerald entre todos ellos?

-¡Gerald! ¡Te aseguro que brotó como un diente de león al sol! Es todo un saturnal cuando se excita. No me gustaría decir qué cintura no rodeó su brazo. Real­mente, Ursula, parece cosechar mujeres como una tri­lladora. No había una que pudiese habérsele resistido. ¡Era demasiado asombroso! ¿Puedes entenderlo?

Ursula reflexionó, y una luz danzarina apareció en sus ojos.

-Sí -dijo-. Puedo. Es un terrible acaparador.

-¡Acaparador! ¡Lo creo! -exclamó Gudrun-. Pero es cierto, Ursula, todas las mujeres del cuarto estaban prestas a rendírsele. Chanticleer no está en ello..., ¡in­cluso Fanny Bath, que está auténticamente enamorada de Billy Macfarlane! ¡Jamás algo me había asombrado tanto en la vida! Y, sabes, luego... sentí que yo era todo un cuarto lleno de mujeres. Para él no era más yo que la reina Victoria. Yo era todo un cuarto lleno de mu­jeres simultáneamente. ¡Fue de lo más asombroso! Pero te aseguro que habría cogido a un sultán entonces...

Los ojos de Gudrun lanzaban destellos, sus mejillas estaban calientes, tenía un aspecto extraño, exótico, satírico. Ursula quedó fascinada al instante, aunque in­cómoda.

Tuvieron que prepararse para la cena. Gudrun bajó con un vestido de seda verde intenso con hilos de oro, un cinturón de terciopelo verde y una extraña cinta blanca y negra rodeándole el pelo. Estaba realmente brillantemente bella y todos la miraban. Gerald se en­contraba en ese estado resplandeciente y saludable que mejor le sentaba. Birkin les observó con ojos rápidos, sonrientes, medio siniestros; Ursula casi perdió la ca­beza. Parecía haber un hechizo, un hechizo casi cega­dor, lanzado alrededor de su mesa, como si estuviesen iluminados más intensamente que el resto del comedor.

-¿No os encanta estar en este sitio? -exclamó Gudrun-. ¿Verdad que la nieve es maravillosa? ¿Os dais cuenta de cómo exalta todo? Es sencillamente maravi­llosa. Una se siente realmente übermenschlich, sobre­humana.

-Así es -exclamó Ursula-. Pero ¿no será eso en parte porque estamos lejos de Inglaterra?

-Oh por por supuesto -exclamó Gudrun-. Nunca po­dríamos sentirnos así en Inglatera, por la simple razón de que allí el regulador de tiro nunca se abre. Es im­posible dejarse ir en Inglaterra, estoy segura.

Y volvió de nuevo a la comida que estaba tomando. Estaba agitada por una viva intensidad.

-Es bastante cierto -dijo Gerald-, nunca es del todo igual en Inglaterra. Pero quizá no queremos que lo sea, quizás es como acercar demasiado la luz al pol­vorín dejarse ir completamente en Inglaterra. Uno teme lo que podría suceder si todos los demás se dejasen ir.

-¡Dios mío! -exclamó Gudrun-. Pero ¿no sería ma­ravilloso que toda Inglaterra se dispersase de repente como un despliegue de fuegos artificiales?

-No podría -dijo Ursula-. Los ingleses están de­masiados húmedos, tienen la pólvora mojada.

-No estoy seguro de eso -dijo Gerald.

-Ni yo -dijo Birkin-. Cuando el inglés comience realmente a soltarse, en masse, será el momento de ta­parte las orejas y correr.

-Nunca lo harán -dijo Ursula.

-Veremos -repuso él.

-Es maravilloso -dijo Gudrun- lo gratificante que puede ser estar fuera del propio país. No me lo puedo creer, me emociono intensamente tan pronto como pon­go el pie en una orilla extranjera. Me digo: «Aquí da sus primeros pasos en la vida una criatura..

-No seas demasiado dura con la pobre y vieja In­glaterra erijo Gerald-. Aunque la maldigamos, la ama­mos realmente.

A Ursula le pareció captar un fondo de cinismo en esas palabras.

-Puede ser -dijo Birkin-. Pero es un amor condenadamente incómodo: como el amor por un padre an­ciano que padece horriblemente un complejo de enfer­medades sin salvación.

Gudrun le miró con ojos oscuros dilatados.

-¿Crees que no hay salvación? -preguntó con su manera precisa.

Pero Birkin se echó atrás. No quería contestar esa pregunta.

-¿Que si hay alguna esperanza de que Inglaterra se haga real? Dios sabe. Hoy es una gran irrealidad, un agregado de irrealidad. Podría ser real si no hubiese ingleses.

-¿Piensas que los ingleses tendrán que desaparecer? -persistió Gudrun.

Era extraño su marcado interés por esa respuesta. Pudiera ser que estuviese preguntándose por su propio destino. Sus ojos oscuros y dilatados permanecieron so­bre Birkin como si ella pudiese conjurar la verdad del futuro extrayéndola de él como de algún instrumento adivinatorio.

Birkin estaba pálido. Luego, con desgana, repuso:

-Bueno..., ¿qué otra cosa tienen por delante sino la desaparición? Tienen que desaparecer de -su propia marca especial de anglicidad, en cualquier caso.

Gudrun le contempló como en estado hipnótico, con los ojos abiertos de par en par y fijos sobre él.

-Pero ¿en qué sentido dices «desaparecer»? -in­sistió.

-Sí, ¿quieres decir un cambio en el corazón? -aña­dió Gerald.

-No quiero decir nada en ningún sentido, ¿por qué

habría de quererlo? --dijo Birkin-. Soy un inglés y he pagado el precio de ello. No puedo hablar de Inglate­rra..., sólo puedo hablar de mí mismo.

-Sí -dijo Gudrun lentamente-, amas a Inglaterra inmensamente, inmensamente, Rupert.

-Y la abandono -repuso él.

-No para siempre. Volverás -dijo Gerald, movien­do sabiamente la cabeza con signo de asentimiento.

-Dicen que los. piojos se arrastran lejos de un cuer­po moribundo -dijo Birkin con un fogonazo de amar­gura-. Así que dejo Inglaterra.

-Ah, pero volverás -dijo Gudrun con una sonrisa irónica.

-Tant pis pour moi -replicó él.

-¿Verdad que está enfadado con su patria? -rió Gerald, divertido.

-¡Ah, un patriota! -dijo Gudrun con algo de burla.

Birkin se negó a seguir contestando.

Gudrun le contempló unos pocos segundos. Su he­chizo de adivinación con él había terminado. Ella se sentía ya puramente cínica. Miró a Gerald. Era para ella maravilloso como un trozo de rádium. Notaba que podía consumirse y saber todo mediante ese metal vivo y letal. Se sonrió ante su fantasía. ¿Y qué haría consi­go misma cuando se hubiese destruido? Porque si el espíritu, el ser total, es destructivo, la Materia es indes­tructible.

El tenía un aspecto luminoso y abstraído, desconcer­tado en aquel momento. Ella extendió su bello brazo envuelto en tul verde y tocó su barbilla con dedos suti­les, de artista.

-¿Cuáles son entonces? -preguntó con una extraña sonrisa conocedora.

-¿Qué? -repuso él, abriéndosele de repente los ojos por el asombro.

-Tus pensamientos.

Gerald parecía un hombre que estuviera desper­tando.

-Creo que no tenía ninguno -dijo.

-¡Vaya! -dijo ella con una risa grave en la voz.

Y para Birkin fue como si hubiese matado a Gerald

con ese toque.

-Ah -exclamó Gudrun-, a pesar de todo, beba­mos por Britannia..., brindemos por Britannia.

Parecía haber una. desesperación salvaje en su voz. Gerald rió y llenó los vasos.

-Me parece que Rupert quiere decir -intervino­que nacionalmente todos los ingleses han de morir a fin de poder existir individualmente y...

-Supranacionalmente... -medió Gudrun, con una leve mueca irónica, alzando su copa.

Al día siguiente bajaron a la minúscula estación de ferrocarril de Hohenhausen, situada al final del mi­núsculo ferrocarril del valle. Había nieve por doquier, una cuna blanca y perfecta de nieve nueva y helada, alzándose a ambos lados peñascos negros y laderas pla­teadas apuntando hacia los cielos azul pálido.

Cuando se bajaron en la plataforma desnuda, ro­deados de nieve por todas partes, Gudrun se encogió como si el corazón se le hubiese aterido.

-Dios mío, Jerry -dijo volviéndose hacia Gerald con súbita intimidad-, ahora los has hecho.

-¿Qué?


Ella hizo un leve ,gesto indicando el mundo a ambos lados.

-¡Míralo!

Ella parecía temer continuar. El rió.

Estaban en el corazón de las montañas. Desde lo alto, a cada lado, se extendía el pliegue blanco de nieve haciendo que las personas pareciesen pequeñas y mi­núsculas en un valle de puro cielo concreto, todo ex­trañamente radiante, inmutable y silencioso.

-Le hace a una sentirse tan pequeña y sola -dijo Ursula volviéndose hacia Birkin y poniendo la mano sobre su brazo.

-No te arrepientes de haber venido, ¿verdad? -dijo Gerald a Gudrun.

Ella pareció dubitativa. Salieron de la estación entre taludes de nieve.

-Ah -dijo Gerald oliendo el aire extasiado-, esto es perfecto. Allí tenemos el trineo. Caminaremos un poco..., subiremos por el camino.

Gudrun, siempre dubitativa, puso su pesado abrigo en el trineo, como él hizo con el suyo, y se pusieron en marcha. De repente ella lanzó la cabeza hacia arri­ba y salió disparada por el camino de nieve, bajándose el gorro hasta las orejas. Su traje azul brillante chas­queó al viento, sus espesas medias escarlatas destaca­ban sobre la blancura. Gerald la contemplaba: parecía correr hacia su destino, dejándole atrás. Dejó que co­brase cierta ventaja y luego, soltando los miembros, fue tras ella.

Por doquier había nieve profunda y silenciosa. Gran­des capas aplastaban los tejados anchos de las casas tirolesas, hundidas hasta los alféizares en nieve. Cam­pesinas de faldas llenas, con un chal cruzado y gruesas botas de nieve, se giraban para mirar a la muchacha suave y decidida, corriendo con una rapidez tan grave del hombre que se le aproximaba, pero sin obtener poder alguno sobre ella.

Cruzaron por delante de la posada con sus batientes pintados de blanco y su balconada, unos pocos chalets medio enterrados en la nieve; luego, la silenciosa serre­ría enterrada en nieve, junto al puente techado que trasponía el torrente escondido, y al cruzarlo entraron en la profundidad misma de las sábanas intactas de nieve. Había un silencio y una blancura absoluta que era regocijante hasta la demencia. Pero el silencio per­fecto era terrible, aislaba el alma, rodeaba el corazón de aire helado.

-Es un lugar maravilloso, desde luego -dijo Gudrun mirándole a los ojos de modo extraño, significa­tivo.

El alma de él saltó.

-Estupendo -dijo.

Una feroz energía eléctrica pareció fluir por todos sus miembros, sus músculos estaban sobrecargados, sus manos se sintieron duras de fuerza. Caminaron rápi­damente subiendo el camino nevado que se marcaba con ramas de árboles clavadas a intervalos. El y ella se sentían entes separados, polos opuestos de una ener­gía feroz. Pero se notaban lo bastante fuertes como para saltar sobre los confines de la vida hasta los lugares prohibidos y retornar.

Birkin y Ursula corrían también sobre la nieve. El había dispuesto del equipaje y llevaban cierta ventaja a los trineos. Ursula estaba excitada y feliz, pero no dejaba de volverse de repente a agarrar el brazo de Birkin, para estar segura de él.

-Esto es algo que jamás habría esperado -dijo-. Es un mundo diferente.

Llegaron a una llanura de nieve. Allí les alcanzó el trineo, que rompía con sus campanillas el silencio. Hi­cieron otra milla antes de alcanzar a Gudrun y Gerald en la empinada ladera, junto al altar rosa medio en­terrado.

Luego cruzaron una garganta donde había muros de roca negra y un río lleno de nieve con un inmóvil cielo azul en lo alto. Cruzaron el puente techado retumbando ásperamente sobre los listones de madera, caminando a buen paso los caballos, restallando el conductor su lar­go látigo mientras caminaba a un lado y gritando su ¡ju-ju! extrañamente salvaje, pasando lentamente los muros de piedra hasta que emergieron de nuevo entre laderas y masas de nieve. Subieron y subieron gradual­mente, cruzando el frío resplandor ensombrecido de la tarde, silenciados por la inminencia de las montañas, las laderas luminosas y cegadoras de nieve que se alza­ban sobre ellos y descendían hasta más abajo.

Llegaron luego al fin a un pequeño plató de nieve donde los últimos picos nevados se alzaban como los pétalos interiores de una rosa abierta. En medio de los últimos valles desiertos del cielo se levantaba un edifi­cio solitario con paredes de madera marrón y un techo blanco cargado de nieve, profundo y desierto en el derroche de nieve, como un sueño. Se mantenía como una roca que hubiese rodado desde las últimas lateras empinadas, una roca que hubiese adoptado la forma de una casa, ahora medio enterrada. Era increíble que fuese posible vivir allí sin ser aplastado por ese terri­ble despilfarro de nieve y frío silencioso, claro, supe­rior.

Pero los trineos continuaban subiendo con buen es­tilo, algunas gentes aparecieron en la puerta riendo y excitadas, el suelo del albergue sonaba a hueco, el pa­sillo estaba mojado de nieve, era un interior real, cálido.

Los recién llegados subieron a trompicones las des­nudas escaleras de madera, siguiente a la doncella. Gudrun y Gerald cogieron el primer dormitorio. En un momento se encontraron solos en un cuarto vacío, ti­rando a pequeño y perfectamente cerrado, hecho todo de madera color oro, suelo, paredes, techo, puerta, todo de los mismos paneles de pino aceitado con color de oro cálido. Había una ventana frente a la puerta, pero baja porque el techo era inclinado. Bajo la inclinación del techo estaba la mesa con la palangana y la jarra, y al otro lado, una mesa con un espejo. A cada lado de la puerta había camas cargadas con un edredón azul ver­daderamente gigantesco.

Eso era todo. Ningún armario, ninguna de las como­didades de la vida. Aquí estaban encerrados juntos, en esa celda de madera dorada con dos camas cubiertas de azul. Se miraron el uno al otro y rieron, asustados por esa cercanía desnuda del aislamiento.

Un hombre llamó y entró con el equipaje. Era un tipo rubicundo de pómulos achatados, más bien pálido y con un áspero bigote rubio. Gudrun le miró mien­tras depositaba las maletas en silencio y cuando salió pesadamente.

-¿Te parece demasiado tosco? -preguntó Gerald.

-El dormitorio no estaba muy caliente y ella se sintió recorrida por un escalofrío.

-Es maravilloso -mintió ella-. Mira el color de esa madera..., es maravilloso, como estar dentro de una nuez.

El estaba de pie mirándole, tocándose el bigote ralo, inclinándose hacia atrás levemente y contemplándola con sus ojos agudos y audaces, dominado por la pasión constante que era sobre él una condena.

Ella se sentó delante de la ventana, curiosa.

-¡Oh, pero esto ...1 -exclamó involuntariamente, casi herida.

Delante había un valle cerrado bajo el cielo, las últi­mas e inmensas laderas de nieve y rocas negras y, al final, como el ombligo de la Tierra, un muro recubierto de blanco y dos picos resplandecientes bajo la luz tar­día. Justo delante se extendía la cuna de nieve silen­ciosa entre las grandes laderas sombreadas por una pequeña aspereza de pinos, semejantes a pelos alrede­dor de la base. Pero la cuna de nieve corría hacia el eterno cerrarse, donde los muros de nieve y roca se alzaban impenetrables, inmediatos al cielo los picos de las montañas. Este era el centro, el nudo, el ombligo del mundo, donde la tierra pertenecía a los cielos, pura inabordable, infranqueable.

La visión llenó a Gudrun de una emoción intensísima y extraña. Se agazapó ante la ventana, aferrándose la cara con las manos como en una especie de trance. Había llegado al fin, había alcanzado su lugar. Allí, al fin, plegaba su ventura y se establecía como un cristal en el ombligo de nieve, desapareciendo.

Gerald se inclinó sobre ella y miraba desde su hom­bro. El sintió ya entonces que estaba solo. Ella se había ido. Se había ido completamente, y había un vapor gélico alrededor del corazón de él. Vio el valle cerrado, el gran callejón sin salida de nieve y picos montañosos bajo el cielo. Y no había salida. El terrible y frío silen­cio, la deslumbrante blancura del crepúsculo le en­volvieron mientras ella permanecía agazapada ante la ventana como ante un altar, una sombra.

-¿Te gusta? -preguntó él con una voz que sonaba desapegada y extranjera.

Ella podía cuando menos reconocer que estaba con él. Pero ella se limitó a desviar el rostro suave y mudo de su mirada. Y él sabía que había lágrimas en sus ojos, sus propias lágrimas, lágrimas de su extraña reli­gión que le reducían a él a nada.

De modo algo repentino puso la mano bajo la bar­billa de ella y levantó su rostro hacia él. Los ojos azul oscuro de ella, en su humedad de lágrimas, se dilataron como si estuviera atónita en su alma misma. Le mira­ron a través de las lágrimas con terror y un pequeño horror. Los ojos azul claro de él eran agudos, de pupila pequeña y no naturales en su visión. Los labios de ella se abrieron al respirar con dificultad.

La pasión surgió en él, golpe a golpe, como el tañido de una campana de bronce, tan fuertes, intactos e in­domables. Sus rodillas se endurecieron como bronce mientras se mantenía inclinado sobre el rostro suave de ella, cuyos labios se entreabrían y cuyos ojos se di­lataban en una extraña violación. En la presa de su mano la barbilla era indescriptiblemente suave y sedosa. Se sintió fuerte como el invierno, sus manos eran metal viviente, invencible, que no se dejaría apartar. Su corazón tañía como una campana que repicase en su interior.

La tomó en sus brazos. Estaba suave e inerte, inmó­vil. Todo el tiempo sus ojos, donde las lágrimas no se habían secado aún, estaban dilatados como en una espe­cie de desfallecimiento de fascinación e inermidad. El era absolutamente fuerte e intacto, como investido de fuerza sobrenatural.


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