Mujeres enamoradas



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Ella espero para que le hablase.

-Oh, no me arrepiento de nada -dijo él acomoda­ticiamente.

-Bien entonces -repuso ella-, muy bien. Entonces ninguno de nosotros alimenta remordimiento alguno, como debe ser.

-Bastante como debe ser -dijo él sin propósito.

Ella se detuvo para coger el hilo otra vez.

-Nuestro intento ha sido un fracaso -dijo-. Pero podemos intentarlo de nuevo en algún otro lugar.

Un pequeño estremecimiento de rabia atravesó la sangre de él. Era como si ella estuviese excitándole, aguijoneándole. ¿Por qué había de hacerlo?

-¿Intento de qué? -pregunto él.

-De ser amantes, supongo -dijo ella algo sorpren­dida, aunque intentando hacer que todo pareciera trivial.

-¿Ha sido un fracaso nuestro intento de ser aman­tes? -repitió él en voz alta.

Se estaba diciendo para sí: «Debería matarla aquí. Solo me queda eso, matarla.» Un deseo pesado y sobre­cargado de producir su muerte le poseía. Ella no se daba cuenta.

-¿No es así? -pregunto ella-. ¿Piensas que ha sido un éxito?

De nuevo el insulto de la pregunta impertinente re­corrió su sangre como una corriente de fuego.

-Nuestra relación tenía alguno de los elementos del éxito -repuso él-. Podría... haber salido adelante.

Pero se detuvo antes de terminar la última frase. Incluso cuando empezó a pronunciarla no creía en lo que acabo diciendo. Sabia que nunca habría podido ser un éxito.

-No -repuso ella-. No puedes amar.

-¿Y tú? -preguntó él.

Los ojos amplios y llenos de oscuridad de ella esta­ban fijos sobre él como dos lunas de tinieblas.

-Yo no podría amarte a ti -dijo ella con veracidad brutal, fría.

Un relámpago cegador cruzo el cerebro de él, su cuerpo recibió una descarga. Su corazón se había incen­diado. Su conciencia desapareció en sus muñecas, en sus manos. El era un deseo ciego, incontinente, de ma­tarla. Sus muñecas estaban estallando, no obtendría sa­tisfacción hasta que sus manos se hubiesen cerrado so­bre ella.

Pero antes de que su cuerpo se desviase siquiera hacia ella una comprensión brusca y misteriosa se ex­presó en el rostro de ella, que desapareció por la puerta como un relámpago. Corrió de un salto hasta su cuarto y se encerró allí. Tenía miedo, pero estaba confiada. Sa­bía que su vida temblaba sobre el borde de un abismo. Pero estaba curiosamente segura de su apoyatura. Sabía que su astucia le superaría.

Mientras permanecía en su cuarto tembló de excita­ción y horrenda alegría. Sabía que le superaba en in­genio. Podía confiar en su presencia de ánimo y en su mente. Pero era una lucha a muerte, ahora lo sabía. Un resbalón y estaba perdida. Tenía un extraño mal­estar tenso y jubiloso en el cuerpo, como alguien que está en peligro de caer desde una gran altura, pero que no mira hacia abajo ni admite el miedo.

«Me marcharé mañana», se dijo.

No deseaba que Gerald pensase que le temía, que se iba por miedo a él. Básicamente no le temía. Sabía que para ella resultaba necesario evitar su violencia física. Pero incluso físicamente no le tenía miedo. De­seaba probárselo a él. Cuando le hubiese probado que ella, fuese él quien fuese, no le temía; cuando ella hu­biese probado eso podría dejarle para siempre. Pero mientras tanto estaba sin concluir la lucha entre ellos, que ella sabía terrible. Y deseaba confiar en sí misma. Por muchos terrores que tuviese no se asustaría ni se acobardaría ante él. Nunca podría acobardarla, ni domi­narla, ni tener derecho alguno sobre ella; eso lo man­tendría hasta haberlo probado. Una vez probado estaría libre de él para siempre.

Pero no lo había probado todavía, ni a él ni a ella misma. Y esto seguía atándola a él. Estaba atada a él, no podía vivir más allá de él. Se sentó en la cama en­vuelta por las mantas durante muchas horas, pensando sin cesar para sí. Era como si nunca hubiese entrelaza­do la gran provisión de sus pensamientos.

«No es como si él me amase realmente -se dijo-. No es así. Desea que toda mujer que se cruce en su camino se enamore de él. Ni siquiera sabe que es así. Pero ahí está, ante cualquier mujer despliega su atrac­tivo masculino, exhibe todo lo deseable que es, intenta hacer que toda mujer piense lo maravilloso que sería tenerle como amante. El hecho mismo de ignorar a las mujeres es parte del juego. Nunca es inconsciente con respecto a ellas. Debía haber nacido gallo para poderse pavonear ante cincuenta hembras,' todas ellas súbditas suyas. Pero, realmente, este don Juan no me interesa. Yo podía jugar a doña Juanita un millón de veces mejor de lo que él juega a don Juan. Me aburre. Su virilidad me aburre. Es tan tedioso, tan esencialmente estúpido y vano. Realmente, la vanidad insondable de esos hom­bres es ridícula..., pequeños pavos reales.

»Son todos iguales. Mira Birkin. Están hechos a par­tir de la limitación de la vanidad, y nada más. Real­mente, nada podría hacerles sentirse tan orgullosos como su ridícula limitación y su insignificancia in­trínseca.

»En cuanto a Loerke, tiene mil veces más contenido que Gerald. Gerald es tan limitado como un callejón sin salida. Molería para siempre en los viejos molinos y, realmente, ya no hay grano entre las piedras de mo­lienda. Siguen moliendo cuando no hay nada que mo­ler.... diciendo las mismas cosas, creyendo las mismas cosas, realizando las mismas cosas. Oh, Dios mío, acaba­rían con la paciencia de una piedra.

»No venero a Loerke, pero, en cualquier caso, es un individuo libre. No está lleno de vanidad ante su propia hombría. No está moliendo, obediente, en los viejos mo­linos. Oh Dios, cuando pienso en Gerald y en su traba­jo, en esas oficinas de Beldover y en las minas, me enferma el corazón. ¡Qué tengo yo que ver con ello! ¡Y él pensando que puede ser el amante de una mujer! Uno podría preguntárselo igualmente de un farol pre­sumido. ¡Esos hombres, con sus trabajos eternos... y sus eternos molinos de Dios que siguen moliendo nada! Es demasiado aburrido, sencillamente aburrido. ¿Cómo ha­bré podido llegar a tomarle en serio siquiera?

»En Dresde, por lo menos, habré vuelto la espalda a todo ello. Y habrá cosas entretenidas que hacer. Será entretenido ir a esas exhibiciones eurítmicas, y a la ópera, y al teatro alemán. Será divertido tomar parte en la vida bohemia alemana. Y Loerke es un artista, es un individuo libre. Me escaparé de muchas cosas; eso es lo importante, escapar de tanta odiosa repetición aburrida de acciones vulgares, frases vulgares, posturas vulgares. No me engaño pensando que encontraré un elixir de la vida en Dresde. Sé que no será así. Pero me alejaré de personas que tienen sus propias casas, sus propios hijos, sus propios conocidos, su propio esto y su propio aquello. Estaré entre personas que no detentan cosas, que no tienen una casa ni un sirviente al fondo, que no tienen una posición, y un status, y una gradua­ción, y un círculo de amigos idénticos. Oh Dios, los en­granajes dentro de los engranajes de la gente; hacen que la cabeza de una haga tic-tac como un reloj, con una verdadera vehemencia de monotonía mecánica muerta y falta de sentido. Cómo odio la vida, cómo la odio. Cómo odio a los Geralds, incapaces de ofrecer nada más.

»¡Shortlandsl ¡Cielos! Pensar en vivir allí una sema­na, luego la siguiente y luego la tercera...

»No, no pensaré en ello..., es demasiado...»

Y se interrumpió realmente aterrada, realmente in­capaz de soportar nada más.

Una de las cosas que hacían palpitar su corazón, acercándolo realmente a la locura, era pensar en la sucesión mecánica de los días ad infinitum. La terrible servidumbre de ese tic-tac del tiempo, ese girar las ma­necillas del reloj, esa repetición eterna de horas y días... Oh Dios, era demasiado horrible de contemplar. Y no había modo de escapar, no había escapatoria.

Casi deseaba que Gerald estuviese con ella para sal­varla del terror de sus propios pensamientos. Oh, cómo sufría tumbada allí sola, confrontada por el terrible reloj con su eterno tic-tac. Toda la vida se resolvía en eso: tic-tac, tic-tac, tic-tac; luego el sonido de la hora; luego el tic-tac, tic-tac y el ir pasando de las manecillas del reloj.

Gerald no podía salvarla de ello. El, su cuerpo, su movimiento, su vida... eran ese mismo tic-tac, el mismo dar vueltas dentro de una esfera, un horrible giro mecá­nico hacia adelante sobre el rostro de las horas. Así eran sus besos, sus abrazos. Ella podía oír su tic-tac, tic-tac.

Ja, ja, rió para sí, tan asustada que intentaba libe­rarse de ese modo... ¡Ja, ja! ¡Qué enloquecedor era estar segura, estar segura!

Entonces, con un movimiento fugaz de azoramiento, se preguntó si la sorprendería mucho al despertarse por la mañana y comprobar que el pelo se le había puesto blanco. Tantas veces había sentido que se volvía blanco bajo la losa intolerable de sus pensamientos y sus sen­saciones. Pero allí permanecía, marrón como siempre, y allí estaba ella como un vivo retrato de la salud.

Quizá era saludable. Quizá era sólo su indómita sa­lud quien la dejaba tan expuesta a la verdad. Si hubie­se sido enfermiza tendría sus ilusiones, sus sueños. Tal como era no había escapatoria. Debía ver y saber siem­pre, sin escapar jamás. Nunca podría escapar. Allí es­taba, situada frente al rostro cronométrico de la vida. Y si se daba la vuelta, como en una estación de tren, para mirar el puesto de revistas, seguía viendo con su columna vertebral misma el reloj, siempre el gran ros­tro blanco del reloj. En vano hojeaba las páginas de libros o hacía estatuillas en arcilla. Sabía que no estaba realmente leyendo. No estaba realmente trabajando. Es­taba contemplando cómo recorrían los dedos el rostro eterno, mecánico, monótono y como de reloj del tiempo. Nunca vivía realmente, se !imitaba a contemplar. De hecho, era como un pequeño reloj de doce horas con­trastado con el enorme reloj de la eternidad..., allí es­taba, como Dignidad e Impudicia o Impudicia y Dig­nidad.

El cuadro !e gustaba. Su rostro parecía realmente una esfera de reloj: más bien redondeado y a menudo pálido, impasible. Tendría que ir a mirar a! espejo, pero la idea de ver su propio rostro como la esfera de un reloj la llenaba de un terror tan profundo que se apre­suró a pensar en otra cosa.

Oh, ¿por qué no era alguien amable con ella? ¿Por qué no había alguien que !a tomase en sus brazos y la mantuviese cerca de su pecho, proporcionándole des­canso puro, profundo, curativo? Oh, ¿por qué no había alguien que la tomase en sus brazos y la mantuviese allí, segura y perfecta, para que durmiera? Ella deseaba tanto ese sueño perfecto y protegido. En el sueño, ella yacía siempre tan descubierta. Siempre yacería descu­bierta en el sueño, inconsolada, sin salvar.

Oh, cómo podía ella soportar ese desconsuelo inter­minable, ese desconsuelo eterno.

¡Gerald!, ¿podría él abrazarla y protegerla en su sue­ño? ¡Ja! El necesitaba lograr dormir..., pobre Gerald. Eso es todo cuanto necesitaba. Lo único que hacía era agravar la losa de ella, hacer más intolerable la losa de su sueño cuando estaba allí. E! era una monotonía añadida a sus noches sin madurez, a sus sueños esté­riles. Quizá obtenía cierto reposo de ella. Quizá era así. Quizá por eso !a estaba siempre acosando como una criatura famélica pidiendo el pecho. Quizá ése fuese el secreto de su pasión, e! secreto de su deseo jamás saciado hacia ella..., que la necesitaba para dormirse, para proporcionarse reposo.

¡Pero qué! ¿Acaso era ella su madre? Había pensado que sería un amante y era sólo una criatura a quien debía cuidar durante las noches. Ella le despreciaba, le despreciaba; su corazón se endureció. Era un niño llo­rando en la noche ese don Juan.

O-o-h, cómo odiaba al niño que lloraba en la noche. Lo mataría con gusto. Lo ahogaría y lo enterraría, como hizo Hetty Sorrell. Es indudable que el niño de Hetty Sorrell lloraba en la noche..., es indudable que lo haría la criatura de Arthur Donnithorne. Ja..., los Arthur Donnithorne, los Gerald de este mundo. Tan varoniles de día pero niños llorones durante la noche. Que se conviertan en mecanismo, que pasen a ser instrumentos, meras máquinas, puras voluntades que trabajan como el reloj, en repetición perpetua. Que sean así, que se vean absorbidos enteramente por su trabajo, que sean partes perfectas de una gran máquina con un sueño de repetición constante. Que Gerald dirija su firma. Allí estará satisfecho, tan satisfecho como una carretilla que va hacia adelante y hacia atrás sobre una plancha todo el día...; ella lo había visto.

La carretilla... con su única y humilde rueda..., la unidad de la firma. Luego el carro con dos ruedas, luego el camión con cuatro, luego la máquina-burro con ocho, luego la máquina bobinadora con dieciséis y así sucesivamente hasta llegar al minero, con mil rue­das, y al electricista, con tres mil, y al director subte­rráneo, con veinte mil, y al director general, con cien mil ruedecitas, funcionando para completar su maqui­llaje, y luego Gerald, con un millón de ruedas con dien­tes y ejes.

¡Pobre Gerald, tantas ruedecitas para componer su maquillaje! ira más intrincado que un cronómetro. Pero ¡cielos, qué monotonía!; ¡qué monotonía, Dios mío! Un cronómetro..., un escarabajo... El alma de Gudrun se desfallecía de insufrible tedio pensándolo. ¡Cuántas ruedas para contar, considerar y calcular! Basta, basta..., había un término incluso en la capacidad humana para las complicaciones. O quizá no había término alguno.

Mientras tanto, Gerald se sentaba en su cuarto, le­yendo. Cuando Gudrun desapareció quedó atónito de deseo suspendido. Se sentó sobre el borde de la cama durante una hora, estupefacto, apareciendo y reapare­ciendo pequeñas guedejas de conciencia. Pero no se movió, permaneció inerte largo tiempo con la cabeza inclinada sobre el pecho.

Entonces miró hacia arriba y comprendió que se iba a la cama. Tenía frío. Pronto estaba tumbado en la oscuridad.

Pero lo que no podía soportar era la oscuridad. Le ponía loco la oscuridad sólida que le hacía frente. Se levantó por eso y encendió una luz. Permaneció senta­do durante algún tiempo, mirando al frente. No pensaba en Gudrun, no pensaba en nada.

Entonces, de repente, bajó al piso de abajo a buscar un libro. Toda su vida había estado aterrorizado por las noches futuras donde no podría dormir. Sabía que eso llegaría a ser demasiado para él, que no podría soportar hacer frente a noches de insomnio y contemplación ho­rrorizada de las horas.

Quedó, pues, durante horas sentado en la cama, como una estatua, leyendo. Su mente, dura y aguda, leía rá­pidamente mientras su cuerpo no comprendía nada. En un estado de inconsciencia rígida leyó toda la noche has­ta la mañana, cuando, fatigado, y asqueado en su espí­ritu, asqueado ante todo consigo mismo, durmió durante dos horas.

Se levantó entonces duro y lleno de energía. Gudrun apenas le habló salvo en el desayuno, cuando dijo:

-Me marcharé mañana.

-¿Iremos juntos hasta Innsbruck, para guardar las apariencias? -preguntó él.

-Quizá -dijo ella.

Ella dijo «quizá» entre los tragos de su café. Y el sonido que hizo al proferir la palabra le resultó nau­seabundo. Se levantó rápidamente para alejarse de ella.

Fue a hacer preparativos para el viaje del día si­guiente. Luego, comiendo algo, se preparó a pasar el día sobre los esquíes. Dijo al Wirt que quizás subiría hasta el Marienhütte, quizá hasta la aldea situada de­bajo.

Para Gudrun ese día estaba lleno de una promesa, como la primavera. Sentía una liberación inminente, que brotaba en ella una nueva fuente de vida. Le daba placer haraganear mientras preparaba el equipaje, le daba placer abrir y cerrar libros, probarse sus distintas ropas, mirarse en el espejo. Sentía que estaba llegando un nuevo préstamo de vida, y se encontraba feliz como una criatura, muy atractiva y hermosa para todos, con su figura suave, lujuriante, y su felicidad. Pero por de­bajo estaba la propia muerte.

Tenía que salir por la tarde con Loerke. Su mañana era absolutamente vago para ella. Eso es lo que le daba placer. Podía ir a Inglaterra con Gerald, ir a Dresde con Loerke, ir a Munich con una amiga que tenía allí. Cual­quier cosa podría pasar al día siguiente. Y hoy era el umbral blanco, níveo, iridiscente, de toda posibilidad. Esa posibilidad abierta era el encanto para ella, el he­chizo encantador, iridiscente, indefinido..., pura ilusión. Posibilidad abierta porque la muerte era inevitable, y nada era posible sino la muerte.

No deseaba que las cosas se materializasen, que adoptasen ninguna forma definida. De repente deseó en un momento que la jornada de mañana se viese abso­lutamente alterada y llevada a un curso nuevo, por al­gún hecho o movimiento perfectamente imprevisto. Por lo mismo, aunque deseaba salir con Loerke por última vez a la nieve, no deseaba estar seria ni como de no gocios.

Y Loerke no era una figura seria. En su gorro de terciopelo marrón que redondeaba su cabeza como una avellana, con las orejeras-de terciopelo marrón sueltas y disparatadas y un mechón de pelo negro fino, como de elfo, flotando sobre sus ojos llenos y oscuros, arru­gándose su piel marrón brillante y transparente en ra­ras muecas sobre su rostro de rasgos pequeños, parecía un extraño hombrecillo-muchacho, un murciélago. Pero en su cuerpo, con la chaqueta de loden verdoso, parecía chétif y encanijado, extrañamente distinto todavía del resto.

El había cogido un pequeño trineo para dos y as­cendieron trabajosamente por las cegadoras laderas de nieve, que quemaba sus ahora endurecidos rostros, rien­do en una secuencia interminable de chanzas, bromas y fantasías políglotas. Las fantasías eran la realidad para ambos, estaban muy felices lanzándose las peque­ñas pelotas coloreadas de humor verbal y extravagan­cia. Sus naturalezas parecían centellear en plena inter­acción, disfrutaban un juego puro. Y querían mantener su relación al nivel de un juego: un juego tan excelente.

Loerke no se tomaba muy en serio el trineo. No po­nía fuego e intensidad en la cosa, como Gerald. Eso le gustaba a Gudrun. Estaba cansada, oh, tan cansada de la intensidad agarrotada de Gerald para el movi­miento físico. Loerke dejaba que el trineo fuese dispa­ratada y jovialmente, como una hoja voladora, y cuan­do en una curva él y ella salían despedidos contra la nieve, sólo esperaba a que se levantasen ambos indem­nes del agudo suelo blanco para ponerse a reír con la vivacidad de un duendecillo. Ella sabía que él haría observaciones irónicas y juguetonas mientras se pasea­se por el infierno... si estaba de humor. Y eso la com­placía inmensamente. Le parecía como alzarse por en­cima de la monotonía de la realidad, la monotonía de contingencias.

Jugaron hasta que el sol descendió puramente diver­tidos, despreocupados e intemporales. Entonces, cuando el pequeño trineo giró arriesgadamente hasta descansar en el fondo de la ladera:

-¡Espere! -dijo él de repente, sacando de alguna parte un gran termo, un paquete de galletas y una bo­tella de schnapps.

-Oh, Loerke -exclamó ella-. ¡Vaya inspiración! ¡Vaya comble de joie realmente! ¿Qué es el schnapps?

El la miró y rió.

-¡Heidelberg! -dijo él.

-¡No! Viene de arándanos bajo la nieve. Parece des­tilado a partir de la nieve. ¿No huele... -dijo ella oliendo y oliendo la botella- a arándanos? ¿Verdad que es maravilloso? Es exactamente como si una pudie­se olerlos a través de la nieve.

Golpeó levemente con el pie en el suelo. El se arro­dilló y silbó, apoyando la oreja contra la nieve. Al ha­cerlo sus ojos negros parpadearon:

-¡Ja, ja! -rió ella, encendida por el modo caprichoso con el cual él se burlaba de sus extravagancias verbales.

Siempre la estaba picando, burlándose de sus mane­ras. Pero como en su burla era aún más absurdo que ella en sus extravagancias, no era posible hacer otra cosa que reír y sentirse liberado.

Ella oía sus voces tañendo plateadas como campanas en el aire helado e inmóvil del primer ocaso. ¿Qué perfectos eran, qué absolutamente perfectos, este ais­lamiento plateado y esa comunicación.

Ella bebió el café caliente, cuya fragancia voló alre­dedor de ellos como abejas murmurando en torno a flo­res, en el aire níveo; bebió pequeños sorbos del Heidelbeerwasser, comió las galletas suaves y cremosas. ¡Qué bueno estaba todo) Qué perfectamente sabía, olía y sonaba todo allí, en esa absoluta quietud de la nieve y el crepúsculo que caía.

-¿Se va mañana? -acabó llegando su voz.

-Sí.


Hubo una pausa cuando la tarde pareció alzarse en su palidez silenciosa infinitamente alta, hasta el infinito que estaba próximo.

-¿Wohin?


Esa era la pregunta..., whin? ¿Marchitarse? ¿Wohin? ¡Qué palabra encantadora! No deseaba que fue­se contestada nunca. Que tañese para siempre.

-No lo sé -dijo sonriéndole.

El captó su sonrisa.

-Siempre es así -dijo él.

-Siempre es así -repitió ella.

Hubo un silencio mientras él comía rápidamente ga­lletas, como si fuese un conejo comiendo hojas.

-Pero -rió él- ¿para dónde tiene billete?

-¡Cielos¡ -exclamó ella-. Es preciso conseguirse un billete.

Eso era un golpe. Se vio a sí misma en la puerta de la estación. Luego le llegó un pensamiento consolador. Respiró libremente.

-Pero no es necesario marcharse -exclamó.

-Desde luego que no -dijo él.

-Quiero decir que no necesita uno marcharse don­de dice el billete.

Eso le alcanzó. Uno podía sacar el billete, pero sin viajar hacia el destino indicado. Uno podía escaparse y evitar el destino. Un punto localizado. ¡Esa era una ideal

-Tome entonces un billete para Londres -dijo él-. No debería uno nunca ir allí.

-Cierto -repuso ella.

El sirvió un poco de café en un cuenco de estaño.

-¿No me dirá dónde va a ir? -preguntó él.

-Verdadera y sinceramente -dijo ella- no lo sé. Depende de cómo sople el viento.

El la miró algo desconcertado y luego hizo una mue­ca con los labios, como Zéfiro, soplando sobre la nieve.

-Sopla hacia Alemania -dijo él.

-Lo creo -rió ella.

De repente notaron una vaga figura blanca cerca de ellos. Era Gerald. El corazón de Gudrun saltó con un terror súbito, profundo. Se puso en pie.

-Me dijeron dónde estabas -llegó la voz de Gerald como un juicio en el aire blanquecino del crepúsculo.

-¡Jesús y María! Llega como un fantasma -excla­mó Loerke.

Gerald no respondió. Su presencia no era natural, era fantasmagórica para ellos.

Loerke sacudió la botella manteniéndola invertida sobre la nieve. Sólo salieron unas pocas gotas marrones.

-¡No queda nada¡ -dijo.

Para Gerald, el cuerpo pequeño y raro del alemán era nítido y objetivo, como visto a través de gemelos.

Y le molestaba extremadamente la pequeña figura, deseaba que fuese apartada.

Loerke sacudió entonces la caja que contenía las galletas.

-Quedan galletas -dijo.

Y estirándose desde su postura sentada sobre el tri­neo se las tendió a Gudrun. Ella musitó algo y cogió una. Le hubiera tendido las galletas a Gerald, pero Gerald no deseaba ninguna de un modo tan definitivo que, de manera algo vaga, Loerke apartó la caja. Lue­go cogió la pequeña botella y la mantuvo suspendida contra la luz.

«Hay también algo de schnapps», se dijo.

Entonces, de repente, elevó galantemente la botella en el aire, inclinándose como una figura extraña y gro­tesca hacia Gudrun, diciendo:

-Gnädiges fräulein -dijo-, whol...

Hubo un ruido violento, la botella estaba volando y Loerke había saltado hacia atrás; los tres se mantenían temblando de emoción violenta.

Loerke se volvió hacia Gerald con una mirada obli­cua y diabólica sobre su rostro de piel brillante.

-¡Bien hecho! -dijo con un frenesí demoníaco, sa­tírico-. C'est le sport, sans doute.

Al instante siguiente se sentaba de un modo absur­do en la nieve, tras recibir el puño de Gerald contra un lado de su cabeza. Pero logró levantarse, temblan­do, mirando de lleno a Gerald con su cuerpo débil y furtivo, pero con ojos demoníacos de sátira.

-Vive le héros, vive...

Pero retrocedió cuando, como un relámpago negro, el puño de Gerald cayó sobre él golpeando el otro lado de su cabeza, lanzándole a un lado como una paja que­brada.


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