Primera parte el castillo de if



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Capítulo diecisiete

El calabozo del abate Faria

Después de haber pasado encorvado, pero con bastante facilidad, por el camino subterráneo, llegó Dantés al extremo opuesto, que lin­daba con el calabozo del abate. Allí el paso era más difícil, y tan estre­cho, que apenas bastaba a un hombre.

El calabozo del abate estaba embaldosado, y levantando una de estas baldosas del rincón más oscuro fue como empezó la maravillosa empresa cuyo término vio Dantés, y de pie todavía, púsose a examinar el cuarto con suma atención. A primera vista no presentaba nada de particular.

 Bueno  dijo el abate , no son más que las doce y cuarto, po­demos disponer aún de algunas horas.

Dantés miró en torno suyo buscando el reloj, en que el abate había podido ver la hora con tanta seguridad.

 Observad  le dijo Faria  ese rayo de luz que entra por mi ventana, y reparad en la pared las líneas que yo he trazado. Gracias a esas líneas, combinadas con el doble movimiento de la Tierra, y la elipse que ella describe en derredor del Sol, sé con más exactitud la hora que si tuviese reloj, porque el reloj se descompone, y el Sol y la Tierra no se descomponen jamás.

Dantés no había comprendido nada de esta explicación. Al ver salir el Sol detrás de las montañas y ponerse en el Mediterráneo, siempre había creído que era el Sol quien giraba, no la Tierra. Este doble movimiento del globo que habitamos, y que él, sin embargo, no echaba de ver, se le antojaba casi imposible, conque en cada una de las pala­bras de su interlocutor entreveía misterios profundos de ciencia tan admirables, como las minas de oro y de diamantes que visitó años atrás en un viaje que hizo a Guzarate y Golconda.

 Veamos  dijo al abate . Estoy impaciente por examinar vues­tros tesoros.

Dirigióse Faria a la chimenea, y levantó, con ayuda del cincel que tenía siempre en la mano, la piedra que en otro tiempo sirvió de ho­gar, que ocultaba un hoyo bastante profundo. En este hoyo estaban guardados todos los objetos de que habló a Dantés.

El abate le preguntó:

 ¿Qué queréis ver primero?

 Enseñadme vuestra obra sobre Italia.

Faria sacó de su precioso armario tres o cuatro rollos de lienzo, semejantes a hojas de papiro. Eran retazos de tela, de cuatro pulgadas sobre poco más o menos de ancho, por dieciocho de largo. Estaban todos numerados y llenos de un texto que Dantés pudo leer porque era italiano, lengua materna del abate, y que Dantés, como provenzal, conocía perfectamente.

 Ved, todo está aquí. Hace ocho días que he escrito la palabra fin en el lienzo sexagesimoctavo. Me he quedado sin dos camisas y sin todos mis pañuelos, pero si algún día salgo de aquí, y si logro encon­trar en Italia un impresor que se atreva a imprimirla, tengo asegurada mi reputación.

 Sí  respondió Dantés , bien lo veo. Enseñadme ahora, yo os lo suplico, las plumas con que habéis escrito esta obra.

 Vedlas  dijo Faria.

Y enseñó al joven una varita como de seis pulgadas de largo, y coma el mango de un pincel de grueso, a cuyo extremo había puesto y atado con un hilo uno de los tales cartílagos, aún manchado con la tinta de que habló a Dantés. Era picudo y tenía puntos como una pluma ordi­naria. Dantés lo examinó buscando con la mirada por el cuarto el instru­mento con que había sido cortado.

 ¡Ah! Buscáis el cortaplumas, ¿no es cierto?  le preguntó Faria . Esa es mi obra maestra. Lo he hecho, así como este cuchillo, del hierro de un candelero viejo.

El cortaplumas cortaba como una navaja de afeitar, y en cuanto al cuchillo, reunía la ventaja de poder servir de cuchillo y de puñal.

Dantés contempló estos diferentes objetos con la misma curiosidad con que en las tiendas de quincalla de Marsella había examinado otras veces las chucherías construidas por los salvajes, y traídas de los mares del Sur por marinos aventureros.

 En cuanto a la tinta  dijo Faria , ya sabéis cómo me la pro­porciono; sabed además que la voy haciendo a medida que la necesito.

 Pero lo que más me admira  dijo Dantés  es que los días os hayan bastado para trabajos tan grandes.

 Disponía también de las noches  respondió el abate.

 ¿Sois como los gatos? ¿Veis a oscuras?

 No, pero Dios ha dado al hombre la inteligencia para remediar la pobreza de sus sentidos; la luz me la procuré.

 ¿De qué modo?

 De la comida que me traen, extraigo la grasa, la derrito y hago una especie de aceite muy espeso; mirad mi luz.

Y el abate enseñó a Edmundo una especie de lamparilla, semejante a las que suelen emplear en los festejos públicos.

 Pero ¿y el fuego?

 He aquí dos pedernales con su correspondiente yesca. Con pretex­to de una enfermedad cutánea pedí un poco de azufre, que me con­cedieron.

Dantés puso sobre la mesa los objetos que tenía en la mano, e incli­nó la cabeza sintiéndose humillado por tanta perseverancia y fortaleza de espíritu.

 Y esto no es todo  prosiguió Faria , porque nadie debe ocultar sus tesoros en un mismo sitio; vamos a otra cosa.

En seguida colocaron la baldosa en su sitio. Echó un poco de tierra por encima el abate, la pisoteó para que desapareciese todo rastro de solución de continuidad, y en seguida separó su cama del sitio en que se hallaba.

Detrás de la cabecera, oculto con una piedra que lo cerraba casi herméticamente, había un agujero que contenía una escala de cuerda de veinticinco a treinta pies de largo.

Dantés la examinó y la encontró de una solidez a toda prueba.

 ¿Quién os dio la cuerda que habréis necesitado para esta obra maravillosa?

 Al principio algunas camisas que yo tenía, y después la ropa de mi cama que he deshilachado en tres años de mi prisión en Fenestrelle. Cuando me transportaron al castillo de If hallé medio para traerme las hilas, y aquí continué mi trabajo.

 Pero ¿no advirtieron que las sábanas de vuestra cama se iban quedando sin dobladillos?

 No, que yo las cosía.

 ¿Con qué?

 Con esta aguja.

Y de uno de los jirones de su vestido sacó Faria una espina larga y afilada que llevaba consigo.

 Sí  prosiguió Faria , tuve primeramente intenciones de limar los hierros y huir por esa ventana, que como veis, es más grande que la vuestra, y aún la hubiese agrandado para escaparme, pero descu­brí que caía a un patio interior y renuncié a mi proyecto por aventu­rado. Conservo, sin embargo, la escala para cualquier caso imprevisto, para una de esas fugas que proporciona la casualidad, como antes os decía.

Aunque, al parecer, Dantés examinaba la escala, pensaba en reali­dad en otra cosa. Se le había ocurrido de repente que aquel hombre tan ingenioso, tan sabio, tan profundo, quizás acertaría a ver claro en las tinieblas de su propia desgracia, que él nunca había podido penetrar.

 ¿En qué pensáis?  le preguntó el abate con una sonrisa, cre­yendo que el ensimismamiento de Dantés procedía de su admira­ción.

 Pienso, en primer lugar, en la inmensa inteligencia que habéis empleado para llegar a esta situación. ¿Qué no habríais hecho gozan­do de libertad?

 Quizá nada; acaso mi cerebro exuberante se hubiera evaporado en cosas pequeñas. Así como es necesaria la presión para hacer esta­llar la pólvora, así el infortunio es necesario también para descu­brir ciertas minas misteriosas ocultas en la inteligencia humana. La prisión ha concentrado todas mis facultades intelectuales en un solo punto, que por ser estrecho ha ocasionado que ellas choquen unas con otras. Como ya sabéis, del choque de las nubes resulta la electri­cidad, de la electricidad el relámpago y del relámpago la luz.

 Yo no sé nada  contestó Dantés humillado por su ignorancia , casi todas las palabras que pronunciáis carecen para mí de sentido. ¡Qué dichoso sois sabiendo tanto!

El abate se sonrió.

 ¿No decíais ahora que pensabais en dos cosas?

 Sí.

 Sólo me habéis dicho la primera. ¿Cuál es la segunda?



 La segunda es que vos me habéis contado vuestra historia y yo no os he referido la mía.

 Vuestra historia, joven, es demasiado corta para encerrar sucesos de importancia.

 Sin embargo  repuso Dantés , contiene una desgracia inmensa, una desgracia inmerecida, y quisiera, para no blasfemar de Dios, como lo he hecho hartas veces, poder quejarme de los hombres.

 ¿Os creéis inocente del crimen de que os acusan?

 Completamente. Lo juro por las únicas personas caras a mi cora­zón, por mi padre y por Mercedes.

 Veamos, contadme vuestra historia  dijo Faria, cerrando su es­condrijo y volviendo a poner la cama en su lugar.

Dantés hizo la relación de todo lo que él llamaba su historia, que se limitaba a un viaje a la India, y dos o tres a Levante, llegando al fin a su último viaje, a la muerte del capitán Leclerc, al encargo que le dio para el gran mariscal, a su plática con éste, a la misiva que le con­fió para un tal señor Noirtier, a su llegada a Marsella, a su entrevista con su padre, a sus amores, a su desposorio con Mercedes, a la comida de aquel día, y por último, a su detención, a su interrogatorio, a su prisión provisional en el palacio de justicia, y a su traslación definitiva al castillo de If. Desde este punto no sabía nada más, ni aun el tiempo que llevaba encerrado. Acabada la relación, el abate se puso a reflexionar profundamente. Después de un corto espacio, dijo:

 Hay en legislación un axioma profundísimo, que prueba lo que hace poco yo os decía, esto es, que a no nacer los malos pensamientos de una organización mala también, el crimen repugna a la naturaleza humana. Sin embargo, la civilización nos ha creado necesidades, vicios y falsos apetitos, cuya influencia llega tal vez a ahogar en nosotros los buenos instintos, arrastrándonos al mal. De aquí esta máxima: Para descubrir al culpable, averiguad quién se aprovecha del crimen. ¿A quién podía ser provechosa vuestra desaparición?

 A nadie, ¡Dios mío! ¡Yo era tan poca cosa!

 No respondáis así, que falta a vuestra respuesta lógica y filo­sofía. Todo es relativo, querido amigo, desde el rey, que estorba a su futuro sucesor, hasta el empleado, que estorba a su supernumera­rio. Si el rey muere, el sucesor hereda una corona; si el empleado mue­re, el supernumerario hereda su sueldo y sus gajes. Este sueldo es su lista civil, su presupuesto, necesita de él para vivir, como el rey pre­cisa de sus millones.

»En torno a cada individuo, así en lo más alto como en lo más bajo de la escala social, se agrupa constantemente un mundo entero de intereses, con sus torbellinos y sus átomos, como los mundos de Des­cartes.

»Volvamos, pues, a vuestro mundo. ¿Decís que ibais a ser nombra­do capitán del Faraón?

 Sí.

 ¿Podía interesar a alguno que no fueseis capitán del Faraón? Po­día interesar a alguno que no os casaseis con Mercedes? Contestad ante todo a mi primera pregunta, porque el orden es la clave de los problemas. ¿Podía interesar a alguno que no fueseis capitán del Fa­raón?



 No, porque yo era muy querido a bordo. Si los marineros hubie­sen podido elegir su jefe, estoy seguro de que lo habría sido yo. Un solo hombre estaba algo picado conmigo, porque cierto día tuvimos una disputa, le desafié, y él no aceptó.

 Veamos, veamos. ¿Cómo se llamaba ese hombre?

 Danglars.

 ¿Cuál era su empleo a bordo?

 Sobrecargo.

 Si hubieseis llegado a ser capitán, ¿le conservaríais en su em­pleo?

 No; a depender de mí, porque creí encontrar en sus cuentas al­guna inexactitud.

 Bien. Decidme ahora¿presenció alguien vuestra última entre­vista con el capitán Leclerc?

 No, porque estábamos solos.

 ¿Pudo oír alguien la conversación?

 Sí, porque la puerta estaba abierta y aún... esperad... sí... sí... Danglars pasó precisamente en el instante en que el capitán Le­derc me entregaba el paquete para el gran mariscal.

 Bien  murmuró el abate , ya dimos con la pista. Cuando des­embarcasteis en la isla de Elba ¿os acompañó alguien?

 Nadie.

 ¿Y os entregaron una misiva?

 Sí, el gran mariscal.

 ¿Qué hicisteis con ella?

 La guardé en mi cartera.

 ¿Llevabais vuestra cartera? ¿Y cómo una cartera capaz de conte­ner una carta oficial podía caber en un bolsillo?

 Tenéis razón. Mi cartera estaba a bordo.

 Luego fue a bordo donde colocasteis la carta en la cartera.

 Sí.

 Desde Porto Ferrajo a bordo, ¿qué hicisteis de la carta?



 La tuve en la mano.

 Cuando abordasteis de nuevo al Faraón, ¿pudieron ver todos que

llevabais una carta?

. Sí.


 ¿Y Danglars también lo vio?

 También.

 Poco a poco. Escuchad bien: refrescad vuestra memoria. ¿Os acordáis de los términos en que estaba concebida la denuncia?

 ¡Oh!, sí, sí: la he leído y releído muchas veces, y tengo sus palabras muy presentes.

 Repetídmelas.

Dantés reflexionó un instante y repuso:

 Así decía textualmente:

«Un amigo del trono y de la religión previene al señor procurador del rey que un tal Edmundo Dantés, segundo del Faraón, que llegó esta mañana de Esmirna, después de haber tocado en Nápoles y en Porto Ferrajo, ha recibido de Murat una carta para el usurpador, y de éste otra carta para la junta bonapartista de París.


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