Rosa Luxemburg Índice Prólogo 4 primera parte: El problema de la reproducción 5


CAPÍTULO XXXI Aranceles protectores y acumulación



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CAPÍTULO XXXI Aranceles protectores y acumulación

El imperialismo es la expresión política del proceso de la acumu­lación del capital en su lucha para conquistar los medios no capita­listas que no se hallen todavía agotados. Geográficamente, estos medios abarcan, todavía hoy, los más amplios territorios de la Tierra. Pero comparados con la potente masa del capital ya acumulado en los viejos países capitalistas, que pugna por encontrar mercados para su plusproducto, y posibilidades de capitalización para su plus­valía; comparados con la rapidez con la que hoy se transforman en capitalistas territorios pertenecientes a culturas precapitalistas, o en otros términos: comparados con el grado elevado de las fuerzas productivas del capital, el campo parece todavía pequeño para la expansión de éste. Esto determina el juego internacional del ca­pital en el escenario del mundo. Dado el gran desarrollo y la concurrencia cada vez más violenta de los países capitalistas para conquistar territorios no capitalistas, el imperialismo aumenta su agresividad contra el mundo no capitalista, agudizando las contra­dicciones entre los países capitalistas en lucha. Pero cuanto más vio­lenta y enérgicamente procure el capitalismo el hundimiento total de las civilizaciones no capitalistas, tanto más rápidamente irá mi­nando el terreno a la acumulación del capital. El imperialismo es tanto un método histórico para prolongar la existencia del capital, como un medio seguro para poner objetivamente un término a su existencia. Con eso no se ha dicho que este término haya de ser alegremente alcanzado. Ya la tendencia de la evolución capitalista hacia él se manifiesta con vientos de catástrofe.


La esperanza en un desarrollo pacífico de la acumulación del capital, en el “comercio e industria que sólo con la paz prosperan”; toda la ideología oficiosa de Manchester de la armonía de intere­ses entre las naciones del mundo (el otro aspecto de la armonía de intereses entre capital y trabajo) procede del período optimista de la economía política clásica, y pareció encontrar una confirma­ción práctica en la breve era de librecambio de Europa, durante los años 60 y 70. Contribuyó a extender el falso dogma de la es­cuela librecambista inglesa, conforme al cual el cambio de mercan­cías es la única base y condición de la acumulación del capital, que identifica a ésta con la economía de mercancías. Toda la escuela de Ricardo identificaba, como hemos visto, la acumulación del capital y sus condiciones de reproducción con la producción simple de mercancías y las condiciones de la simple circulación de mercan­cías. Esto se manifestó más acentuadamente todavía entre el libre­cambista práctico vulgaris. Toda la argumentación de la vida de Cobden estaba basada en los intereses particulares de los fabrican­tes de algodón, futuros exportadores de Lankashire. Su principal preocupación era encontrar compradores, y su profesión de fe re­zaba: tenemos que comprar al extranjero para que encontremos clientes como vendedores de los productos industriales, es decir, de los tejidos de algodón. El consumidor para cuyo interés Cobden y Bright pedían el librecambio, o sea, el abaratamiento de sustancias alimenticias, no era el trabajador que consume el pan, sino el capi­talista que consume el trabajo del obrero.
Este evangelio no fue nunca la expresión verdadera de los inte­reses de la acumulación del capital en su totalidad. Hacia mediados de siglo fue desmentido. Ya durante la guerra del opio, Inglaterra probó que la armonía de intereses de las naciones comerciales se implanta a cañonazos.255 En el continente europeo, el librecambio de esta época no era expresión de los intereses del capital indus­trial, aunque sólo fuese por la razón que los países dirigentes librecambistas del continente eran todavía, en aquella época, paí­ses predominantemente agrarios, cuya gran industria estaba todavía relativamente poco desarrollada. El sistema librecambista se impuso más bien como medida para favorecer la constitución política de los Estados centro-europeos. En Alemania, gracias a la políti­ca de Mannteufel y Bismark, fue un medio prusiano específico para expulsar a Austria de la Confederación y de la Zollverein, y cons­tituir el nuevo Imperio alemán bajo la dirección de Prusia. Eco­nómicamente, el librecambio se apoyaba aquí tan sólo en los intereses del capital comercial, particularmente del capital de las ciudades anseáticas mezcladas en el mercado mundial y en los intereses de capitalistas agrarios. Costó trabajo arrancar la industria de la pro­ducción de hierro propiamente dicha por medio de la supresión de la aduana del Rin, mientras la industria algodonera del sur de Alemania se mantuvo inflexible en la oposición proteccionista.
En Francia, los tratados con cláusula de nación más favorecida, que eran la base del sistema librecambista en toda Europa, se con­certaron por Napoleón III sin la compacta mayoría proteccionista del Parlamento, formada por industriales y agrarios; más bien en contra de ella. El camino de los tratados de comercio fue empren­dido por el Gobierno del Segundo Imperio como un recurso, y fue aceptado por Inglaterra para soslayar la oposición reglamentaria francesa e imponer internacionalmente el librecambio a espaldas de la corporación legislativa. El primer tratado básico entre Francia e Inglaterra fue una gran sorpresa para la opinión pública francesa.256 El antiguo sistema protector de Francia fue modificado, de 1853 a 1862, por 32 decretos imperiales, que luego, en 1863, tuvieron con­firmación “por la vía legislativa” a fin de mantener las formas. En Italia, el librecambio fue un requisito de la política de Cavour y de la necesidad de apoyarse en Francia. Ya en 1870 se abrió, bajo la presión de la opinión pú­blica, una encuesta que puso de manifiesto la falta de apoyo de los círculos interesados para la política librecambista. Finalmente, en Rusia, la tendencia librecambista de los años 60 no fue más que una introducción, con el objeto de crear una amplia base para el desarrollo de la economía de mercancías y la gran industria; acom­pañó a la supresión de la servidumbre de la gleba y a la construc­ción de una red de ferrocarriles.257
Así, el libre cambio como sistema internacional no pudo ser, desde el principio, más que un episodio en la historia de la acumu­lación del capital. Aunque sólo fuera por esto, es absurdo querer explicar la conversión general al proteccionismo desde fines del octavo decenio, como una simple medida de defensa contra el libre­cambio inglés.258
Contra esta explicación, los hechos dicen que en Alemania, como en Francia e Italia, el papel decisivo en el paso al proteccionismo les correspondió a los intereses agrarios, los cuales no se dirigían contra la competencia de Inglaterra, sino contra la de los Estados Unidos, y que, por lo demás, la necesidad de protección para la industria nacional naciente en Rusia, por ejemplo, se sentía con más fuerza contra Alemania que contra Inglaterra, y en Italia contra Francia. La general depresión del mercado mundial que se extendió desde la crisis de los años 70 y dispuso los ánimos en favor del proteccionismo, tampoco estaba ligada con el monopolio de Ingla­terra. La causa general del cambio de frente proteccionista era más honda. El punto de vista puro del cambio de mercancías de que provenía la ilusión librecambista de la armonía de intereses en el mercado mundial, fue abandonada tan pronto como el gran capi­tal de industria arraigó lo suficiente en los países más importantes del continente europeo, para pensar en sus condiciones de acumu­lación. Pero éstas ponían en el primer plano, frente a la reciproci­dad de los intereses de los Estados capitalistas, sus antagonismos y la competencia en la lucha por la conquista del medio no capitalista.
Al comenzar la era librecambista, el Asia oriental acababa de abrirse al comercio con la guerra de China, y en Egipto daba los primeros pasos el capital europeo. En el noveno decenio, la política de expansión se extiende con gran energía paralelamente al pro­teccionismo; la ocupación de Egipto por Inglaterra, las conquistas coloniales alemanas en África, la ocupación francesa de Túnez y la expedición a Tonkín, los avances de Italia en Assab y Massaba, la guerra abisinia y la constitución de Eritrea, las conquistas ingle­sas en el África del Sur, todos estos acontecimientos se siguieron como una cadena sin interrupción a lo largo del noveno decenio. El conflicto entre Italia y Francia a causa de intereses encontrados en Túnez, fue el preludio característico de la guerra aduanera franco­italiana entablada siete años más tarde y que acabó, como epílogo sangriento, con el sueño de la armonía de intereses librecambistas en el continente europeo. El monopolio de los territorios de expan­sión en el interior de los antiguos Estados capitalistas como en los países ultramarinos, se convirtió en solución para el capital, mien­tras el librecambio, la política de la “puerta abierta”, se trocó en forma específica de la indecisión de los países no capitalistas frente al capital internacional, como preludio de su ocupación parcial o total en su calidad de colonias. Si hasta ahora sólo Inglaterra se ha mantenido fiel al librecambio, ello se debe, en primer lugar, a que por ser el imperio colonial más antiguo, halló en sus grandes pose­siones de territorios no capitalistas, desde el principio, una base de operaciones que hasta en los últimos tiempos ofrecía a la acumu­lación de su capital perspectivas casi ilimitadas y la colocaba de hecho fuera de la competencia de otros países capitalistas. De aquí el impulso general de los países capitalistas a aislarse unos de otros por aduanas, a pesar de que al mismo tiempo son, cada vez en mayor escala, compradores mutuos de mercancías; a pesar de que se son cada vez más dependientes unos de otros en el terreno de la renovación de sus condiciones materiales de reproducción, y a pesar de que, desde el punto de vista de la evolución técnica de las fuerzas productivas, hoy puede prescindirse perfectamente de las aduanas que, por el contrario, en muchos casos conducen al mantenimiento artificial de formas de producción anticuadas. La contradicción interior de la política aduanera internacional, lo mis­mo que el carácter contradictorio del sistema de préstamos internacionales, no son más que un reflejo de la contradicción histórica en que se encuentran los intereses de la acumulación, esto es, de la realización y capitalización de la plusvalía, de la expansión es­pecífica del cambio de mercancías.
Lo último encuentra su expresión clara, sobre todo, en el hecho que el moderno sistema de aranceles elevados (que corresponden a la expansión colonial y a la agudización de los antagonismos den­tro del medio capitalista) se estableció a través del aumento del gasto en arma­mentos. En Alemania, en Francia, Italia y Rusia, la conversión al proteccionismo fue de la mano con el au­mento del ejército, y se hicieron en su servicio, como base del sistema iniciado, los armamentos europeos en competencia, terrestres primero, y luego, también, marítimos. El librecambio europeo, al que correspondía el sistema militar continental, cuyo centro de gravedad era el ejército de tierra, ha tenido que ceder el puesto al proteccionismo, que tiene como base y complemento, cada vez más declaradamente, la flota.
Por consiguiente, la acumulación capitalista tiene, como todo proceso histórico concreto, dos aspectos distintos. De un lado, tie­ne lugar en los sitios de producción de la plusvalía (en la fábrica, en la mina, en el fundo agrícola y en el mercado de mercancías). Considerada así, la acumulación es un proceso puramente eco­nómico, cuya fase más importante se realiza entre los capitalistas y los trabajadores asalariados, pero que en ambas partes, en la fábrica como en el mercado, se mueve exclusivamente dentro de los límites del cambio de mercancías, del cambio de equivalencias. Paz, propiedad e igualdad reinan aquí como formas, y era menes­ter la dialéctica afilada de un análisis científico para descubrir, cómo en la acumulación el derecho de propiedad se convierte en apropiación de propiedad ajena, el cambio de mercancías en ex­plotación, la igualdad en dominio de clases.
El otro aspecto de la acumulación del capital se realiza entre el capital y las formas de producción no capitalistas. Este proceso se desarrolla en la escena mundial. Aquí reinan, como métodos, la política colonial, el sistema de empréstitos internacionales, la po­lítica de intereses privados, la guerra. Aparecen aquí, sin disimu­lo, la violencia, el engaño, la opresión, la rapiña. Por eso cuesta trabajo descubrir las leyes severas del proceso económico en esta confusión de actos políticos de violencia, y en esta lucha de fuerzas.
La teoría burguesa liberal no abarca más que un aspecto: el dominio de la “competencia pacífica”, de las maravillas técnicas y del simple tráfico de mercancías. Aparte está el otro dominio eco­nómico del capital: el campo de las estrepitosas violencias consideradas como manifestaciones más o menos casuales de la “polí­tica exterior”.
En realidad, el poder político no es aquí, tampoco, más que el vehículo del proceso económico. Los dos aspectos de la acumu­lación del capital se hallan ligados orgánicamente por las condicio­nes de reproducción del capital mismo, y sólo de ambos reunidos sale el curso histórico del capital. Este, no sólo “gotea, de arriba abajo, sangre e inmundicia por todos los poros”, sino que se impone así, paso a paso, al mismo tiempo que prepara de este modo, en medio de convulsiones cada vez más violentas, su propia ruina.

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