Cuando se habían instalado en su hotelito, recién casados, con sus diez años ya de ahorros cada uno, no estaba acabado del todo. Estaba situado aún en medio del campo, el hotelito. Para llegar hasta él, en invierno, había que coger los zuecos; los dejaban en la frutería de la esquina de la Révolte, al ir, por la mañana, al currelo, a las seis, en la parada del tranvía tirado por caballos, para París, a tres kilómetros de allí, por veinte céntimos.
Hace falta buena salud para perseverar toda una vida en régimen semejante. Su retrato estaba encima de la cama, en el primer piso, sacado el día de la boda. También estaban pagados la alcoba y los muebles y desde hacía mucho incluso. Por cierto, que todas las facturas pagadas desde hace diez, veinte, cuarenta años estaban guardadas juntas y grapadas en el cajón de arriba de la cómoda y el libro de cuentas, totalmente al día, estaba abajo, en el comedor, donde nunca se comía. Henrouille te lo podía enseñar todo aquello, si lo deseabas. El sábado era él quien se encargaba de hacer el balance de cuentas en el comedor. Ellos siempre habían comido en la cocina.
Fui enterándome de todo aquello, poco a poco, por ellos y por otros y también por la tía de Bébert. Cuando los conocí mejor, me contaron ellos mismos su terror, el de toda su vida, el de que su hijo único, lanzado al comercio, hiciera malos negocios. Durante treinta años los había hecho despertarse casi cada noche, poco o mucho, ese siniestro pensamiento. ¡Una tienda de plumas, tenía el chico! ¡Imaginaos si ha habido crisis en el ramo de las plumas desde hace treinta años! Tal vez no haya habido un negocio peor que el de la pluma, más inseguro.
Hay negocios tan malos, que ni siquiera se le ocurre a uno pedir dinero prestado para sacarlos a flote, pero hay otros que siempre andan con préstamos a vueltas. Cuando pensaban en un préstamo así, aun ahora con la casa pagada y todo, se levantaban de sus sillas, los Henrouille, y se miraban rojos como tomates. ¿Qué habrían hecho ellos en un caso así? Se habrían negado.
Habían decidido desde siempre negarse a cualquier préstamo... Por los principios, para guardarle un peculio, una herencia y una casa, a su hijo, el Patrimonio. Así razonaban. Hijo serio, desde luego, el suyo, pero en los negocios puedes verte arrastrado...
A todas las preguntas respondía yo igual que ellos.
Mi madre, también, se dedicaba al comercio; nunca nos había aportado otra cosa que miserias, su comercio, un poco de pan y muchos quebraderos de cabeza. Conque a mí no me gustaban tampoco, los negocios. El riesgo de ese hijo, el peligro de esa idea de préstamo, que habría podido, en último caso, acariciar, en caso de dificultades con un vencimiento, lo comprendía a la primera. No hacía falta explicarme. Él, Henrouille padre, había sido pasante de un notario en el Boulevard Sebastopol durante cincuenta años. Conque, ¡menudo si conocía historias de dilapidación de fortunas! Incluso me contó algunas tremendas. La de su propio padre, en primer lugar; e incluso por la quiebra de su propio padre precisamente no había podido hacer la carrera de profesor, Henrouille, después del bachillerato, y había tenido que colocarse en seguida de escribiente. Son cosas que no se olvidan.
Por fin, con la casa pagada, suya y bien suya, sin un céntimo de deudas, ¡ya no tenían que preocuparse, los dos, por la seguridad! Habían cumplido los sesenta y seis años.
Y, mira por dónde, fue él, entonces, y empezó a sentirse indispuesto o, mejor dicho, hacía mucho que la sentía, esa indisposición, pero antes no hacía caso, con lo de la casa por pagar. Una vez que ésta fue asunto liquidado y concluido, firmado y bien firmado, se puso a pensar en su dichosa indisposición. Como mareos y después pitidos de vapor en cada oído le daban.
Fue también por aquella época cuando empezó a comprar el periódico, ¡ya que en adelante podían muy bien permitirse ese lujo! Precisamente en el periódico aparecía escrito y descrito todo lo que él sentía, Henrouille, en los oídos. Conque compró el medicamento que recomendaba el anuncio, pero no había experimentado el menor cambio; al contrario: parecían habérsele intensificado los pitidos. ¿Tal vez sólo de pensarlo? De todos modos, fueron juntos a consultar al médico del dispensario. «Es la presión arterial», les dijo éste.
La frase le había impresionado. Pero, en el fondo, aquella obsesión le aparecía en momento muy oportuno. Se había quemado la sangre tanto y durante tantos años, por la casa y los vencimientos de su hijo, que había algo así como un espacio libre de repente en la trama de angustias que lo tenían acogotado desde hacía cuarenta años con los vencimientos y alimentaban su constante fervor temeroso. Ahora que el médico le había hablado de su presión arterial, la escuchaba, su tensión, latir contra la almohada, en el fondo de su oído. Se levantaba incluso para tomarse el pulso y después se quedaba muy inmóvil, junto a la cama, de noche, mucho rato, para sentir su cuerpo estremecerse con leves sacudidas, cada vez que latía su corazón. Era su muerte, se decía, todo aquello, siempre había tenido miedo a la vida, ahora vinculaba su miedo a algo, a la muerte, a su tensión, igual que lo había vinculado durante cuarenta años al peligro de no poder acabar de pagar la casa.
Seguía siendo desgraciado, igual, pero ahora tenía que apresurarse a buscar una nueva razón válida para serlo. No es tan fácil como parece. No basta con decirse: «Soy desgraciado.» Además, hay que demostrárselo, convencerse sin remedio. No pedía otra cosa él: poder encontrar para el miedo que sentía un motivo bien sólido y válido de verdad. Tenía 22 de tensión, según el médico. No es moco de pavo 22. El médico le había enseñado a encontrar el camino de su muerte.
El dichoso hijo, comerciante en plumas, casi nunca aparecía. Una o dos veces por Año Nuevo. Y se acabó. Pero ahora, ¡ya podía venir, ya, el comerciante en plumas! Ya no había nada que pedir prestado a papá y mamá. Conque ya apenas iba a verlos, el hijo.
A la señora Henrouille, en cambio, tardé algún tiempo más en llegar a conocerla; ella, en cambio, no sufría de ninguna angustia, ni siquiera la de su muerte, que no era capaz de imaginar. Se quejaba sólo de su edad, pero sin pensarlo de verdad, por hacer como todo el mundo, y también de que la vida «subía». Su difícil misión estaba cumplida. La casa pagada. Para liquidar las letras más rápido, las últimas, se había puesto incluso a coser botones en chalecos para unos grandes almacenes. «Lo que hay que coser por cinco francos, ¡es que parece increíble!»
Y para ir a entregar el currelo, siempre tenía líos en el autobús; una tarde hasta le habían pegado. Una extranjera había sido, la primera extranjera, la única, a la que había hablado en su vida, para insultarla.
Las paredes del hotelito se conservaban aún bien secas en tiempos, cuando el aire circulaba alrededor, pero, ahora que las altas casas de alquiler la rodeaban, todo chorreaba humedad, hasta las cortinas, que se manchaban de moho.
Comprada la casa, la señora Henrouille se había mostrado, durante todo el mes siguiente, risueña, perfecta, encantada, como una religiosa después de la comunión. Había sido ella incluso quien había propuesto a Henrouille: «Mira, Jules, a partir de hoy vamos a comprarnos el periódico todos los días, podemos permitírnoslo...» Así mismo. Acababa de pensar en él, de mirar a su marido, y después había mirado a su alrededor y, al final, había pensado en su madre, la suegra Henrouille. Se había vuelto a poner seria, al instante, la hija, como antes de que hubieran acabado de pagar. Y así fue como volvió todo a empezar, con aquel pensamiento, porque aún había que hacer economías en relación con la madre de su marido, la vieja esa, de la que no hablaba a menudo el matrimonio, ni a nadie de fuera.
En el fondo del jardín estaba, en el cercado en que se acumulaban las escobas viejas, las jaulas viejas de gallinas y todas las sombras de los edificios de alrededor. Vivía en una planta baja de la que casi nunca salía. Y, por cierto, que sólo para pasarle la comida era el cuento de nunca acabar. No quería dejar entrar a nadie en su reducto, ni siquiera a su hijo. Tenía miedo de que la asesinaran, según decía.
Cuando se le ocurrió la idea, a la nuera, de emprender nuevas economías, habló primero con su marido, para tantearlo, para ver si no podrían ingresar, por ejemplo, a la vieja donde las hermanitas de San Vicente, religiosas que precisamente se ocupaban de esas viejas chochas en su asilo. Él no respondió ni que sí ni que no. Era otra cosa lo que lo tenía ocupado en aquel momento, los zumbidos en el oído, que no cesaban. A fuerza de pensarlo, de escucharlos, aquellos ruidos, se había dicho que le impedirían dormir, aquellos ruidos abominables. Y los escuchaba, en efecto, en lugar de dormir, silbidos, tambores, runruns... Era un nuevo suplicio. No podía quitárselo de la cabeza ni de día ni de noche. Llevaba todos los ruidos dentro.
Poco a poco, de todos modos, al cabo de unos meses así, la angustia se fue consumiendo y ya no le quedaba bastante para ocuparse sólo de ella. Conque volvió al mercado de Saint-Ouen con su mujer. Era, según decían, el más económico de los alrededores, el mercado de Saint-Ouen. Salían por la mañana para todo el día, por los cálculos y comentarios que iban a tener que cambiar sobre los precios de las cosas y las economías que acaso habrían podido hacer con esto en lugar de con lo otro... Hacia las once de la noche, en casa, volvía a darles el miedo a ser asesinados. Era un miedo regular. El menos que su mujer. Él, sobre todo, los ruidos de los oídos, a los que, hacia esa hora, cuando la calle estaba del todo silenciosa, volvía a aferrarse desesperado. «¡Con esto no voy a poder dormir! -se repetía en voz alta para angustiarse mucho más-. ¡No te puedes hacer idea!»
Pero ella nunca había intentado entender lo que quería decir ni imaginar lo que lo atormentaba con sus problemas de oídos. «Pero, ¿me oyes bien?», iba y le preguntaba.
«Sí», le respondía él.
«Pues entonces, ¡no hay problema!... Más valdría que pensaras en lo de tu madre, que nos cuesta tan cara, y, además, que la vida sube todos los días... ¡Y es que su vivienda se ha vuelto una leonera!...»
La asistenta iba a su casa tres horas por semana para lavar, era la única visita que habían recibido durante muchos años. Ayudaba también a la señora Henrouille a hacer su cama y, para que la asistenta tuviera muchos deseos de repetirlo por el barrio, cada vez que daban la vuelta al colchón juntas desde hacía diez años, la señora Henrouille anunciaba con la voz más alta posible: «¡En esta casa nunca hay dinero!» Como indicación y precaución, así, para desanimar a los posibles ladrones y asesinos.
Antes de subir a su alcoba, juntos, cerraban con mucho cuidado todas las salidas, sin quitarse ojo mutuamente. Y después iban a echar una mirada hasta la vivienda de la suegra, al fondo del jardín, para ver si su lámpara seguía encendida. Era la señal de que aún vivía. ¡Gastaba una de petróleo! Nunca apagaba la lámpara. Tenía miedo de los asesinos, también ella, y de sus hijos al mismo tiempo. Desde que vivía allí, hacía veinte años, nunca había abierto las ventanas, ni en invierno ni en verano, y tampoco había apagado nunca la lámpara.
Su hijo le guardaba el dinero, a la madre, pequeñas rentas. El se encargaba. Le dejaban la comida delante de la puerta. Guardaban su dinero. Como Dios manda. Pero ella se quejaba de esas diversas disposiciones y no sólo de ellas, de todo se quejaba. A través de la puerta, ponía de vuelta y media a todos los que se acercaban a su cuarto. «No es culpa mía que se haga usted vieja, abuela -intentaba parlamentar la nuera-. Tiene usted dolores como todas las personas ancianas...»
«¡Anciana lo serás tú! ¡Cacho sinvergüenza! ¡So guarra! ¡Vosotros sois los que me haréis cascar con vuestros asquerosos embustes!...»
Negaba la edad con furor, la vieja Henrouille... Y se debatía, irreconciliable, a través de su puerta, contra los azotes del mundo entero. Rechazaba como asquerosa impostura el contacto, las fatalidades y las resignaciones de la vida exterior. No quería ni oír hablar de todo aquello. «¡Son engaños! -gritaba-. ¡Y vosotros mismos los habéis inventado!»
De todo lo que sucedía fuera de su casucha se defendía atrozmente y de todas las tentaciones de acercamiento y conciliación también. Tenía la certeza de que, si abría la puerta, las fuerzas hostiles acudirían en tropel hasta dentro de su casa, se apoderarían de ella y sería el fin una vez por todas.
«Ahora son astutos -gritaba-. Tienen ojos por toda la cabeza y bocas hasta el ojo del culo y más y sólo para mentir... Así son...»
No tenía pelos en la lengua, así había aprendido a hablar en París, en el mercado de Temple, donde había sido chamarilera como su madre, de muy joven... Era de una época en que la gente humilde aún no había aprendido a escucharse envejecer.
«¡Si no quieres darme dinero, me pongo a trabajar! -gritaba a su nuera-. ¿Oyes, bribona? ¡Me pongo a trabajar!»
«Pero, ¡si ya no puede usted trabajar, abuela!»
«Conque no puedo, ¿eh? ¡Intenta entrar aquí y verás! ¡Te voy a enseñar si puedo o no puedo!»
Y volvían a dejarla protegida en su reducto. De todos modos, querían enseñármela a toda costa, a la vieja, para eso me habían llamado, y para que nos recibiera, ¡menudas artimañas hubo que utilizar! Pero, en fin, yo no acababa de entender del todo para qué me querían. La portera, la tía de Bébert, había sido quien les había dicho y repetido que yo era un médico muy agradable, muy amable, muy complaciente... Querían saber si podía conseguir mantenerla tranquila, a su vieja, sólo con medicamentos... Pero lo que deseaban aún más, en el fondo (y, sobre todo, la nuera), era que la mandase internar de una vez por todas, a la vieja... Después de llamar a la puerta durante una buena media hora, abrió, por fin y de repente, y me la encontré ahí, delante, con los ojos ribeteados de serosidades rosadas. Pero su mirada bailaba, muy vivaracha, de todos modos, por encima de sus mejillas fláccidas y grises, una mirada que te atraía la atención y te hacía olvidar todo el resto, por el placer que te hacía sentir, a tu pesar, y que intentabas retener después por instinto, la juventud.
Aquella mirada alegre animaba todo a su alrededor, en la sombra, con un júbilo juvenil, con una animación mínima, pero pura, de la que ahora carecemos; su cascada voz, cuando vociferaba, repetía, alegre, las palabras, cuando se dignaba hablar como todo el mundo y te las hacía brincar entonces, frases y oraciones, caracolear y todo y rebotar vivas con mucha gracia, como sabía la gente hacer con la voz y las cosas de su entorno en los tiempos en que no darse maña para contar y cantar, una cosa tras otra, con habilidad, era vergonzoso, propio de bobos y enfermos.
La edad la había cubierto, como a un árbol viejo y tembloroso, de ramas alegres.
Era alegre, la vieja Henrouille, cascarrabias, cochambrosa, pero alegre. La indigencia en que vivía desde hacía más de veinte años no había dejado marca en su alma. Al contrario, se había encogido para defenderse del exterior, como si el frío, todo lo horrible y la muerte sólo debieran venir de él, no de dentro. De dentro nada parecía temer, parecía absolutamente segura de su cabeza, como de algo innegable y comprendido, de una vez por todas.
Y yo que corría tanto tras la mía y en torno del mundo, además.
«Loca» la llamaban, a la vieja; es muy fácil de decir, eso de «loca». No había salido de aquel reducto más de tres veces en doce años, ¡y se acabó! Tal vez tuviera sus razones... No quería perder nada... No iba a decírnoslas a nosotros, que habíamos perdido la inspiración de la vida.
La nuera volvía a su proyecto de internamiento. «¿No le parece, doctor, que está loca?... ¡Ya no hay modo de hacerla salir!... Sin embargo, ¡le sentaría bien de vez en cuando!... ¡pues claro, abuela, que le sentaría bien!... No diga que no... ¡Le sentaría bien!... Se lo aseguro.» La vieja sacudía la cabeza, cerrada, tozuda, salvaje, cuando la invitaban así...
«No quiere que se ocupen de ella... Prefiere andar ahí, arrinconada... Hace frío en su cuarto y no hay fuego... No puede ser, vamos, que siga así... ¿Verdad, doctor, que no puede ser?...»
Yo hacía como que no entendía. Henrouille, por su parte, se había quedado junto a la estufa, prefería no saber exactamente lo que andábamos tramando, su mujer, su madre y yo.,.
La vieja volvió a encolerizarse.
«Entonces, ¡devolvedme todo lo que me pertenece y me iré de aquí!... ¡Yo tengo para vivir!... ¡Y es que no volveréis a oír hablar de mí!... ¡De una vez por todas!...»
«¿Para vivir? Pero, bueno, abuela, ¡si con sus tres mil francos al año no puede vivir!.... ¡La vida ha subido desde la última vez que salió usted!... ¿Verdad, doctor, que sería mucho mejor que fuera al asilo de las hermanitas, como le decimos?... ¿Que la atenderán bien, las hermanitas?... Son muy buenas, las hermanitas...»
«¿Al asilo?... ¿Al asilo?... -se rebeló al instante-. ¡No he estado nunca en el asilo!... ¿Y por qué no a casa del cura, ya que estamos?... ¿Eh? Si no tengo bastante dinero, como decís, pues, ¡me pondré a trabajar!...»
«¿A trabajar? Pero, ¡abuela! ¿Dónde? ¡Ay, doctor! Mire usted qué idea: ¡trabajar! ¡A su edad! ¡Cuando va a cumplir los ochenta años! ¡Es una locura, doctor! ¿Quién iba a aceptarla? Pero, abuela, ¡usted está loca!...»
«¡Loca! ¡Ni hablar! ¡En ningún sitio!... Pero tú sí que sí, ¡en algún lado!... ¡Cacho canalla!...»
«¡Escúchela, doctor, cómo delira y me insulta ahora! ¿Cómo quiere usted que sigamos teniéndola aquí?»
La vieja se volvió entonces, me plantó cara a mí, su nuevo peligro.
«¿Qué sabe ése si yo estoy loca? ¿Acaso está dentro de mi cabeza? ¿O de la vuestra? ¡Tendría que estarlo para saberlo!... Conque, ¡largaos los dos!... ¡Marchaos de mi casa!... ¡Sois peores que el invierno de seis meses para amargarme!... Más vale que vaya a ver a mi hijo, ¡en lugar de andar de cháchara por aquí! ¡Necesita mucho más que yo un médico, ése! ¡Que ya ni le quedan dientes! ¡Y eso que los tenía bien bonitos, cuando yo me ocupaba de él!... Hale, venga, ¡largo de aquí los dos!» Y nos dio con la puerta en las narices.
Seguía espiándonos aún con su lámpara, cuando nos alejábamos por el patio. Cuando lo hubimos atravesado, cuando ya estuvimos bastante lejos, volvió a echarse a reír. Se había defendido bien.
Al regreso de aquella excursión enojosa, Henrouille seguía junto a la estufa y dándonos la espalda. Sin embargo, su mujer no cesaba de acribillarme a preguntas y siempre en el mismo sentido... Tenía cara muy morena y taimada, la nuera. No separaba apenas los codos del cuerpo, cuando hablaba. No gesticulaba nada. De todos modos, estaba empeñada en que aquella visita del médico no fuera inútil, pudiese servir para algo... El coste de la vida aumentaba sin cesar... La pensión de la suegra no bastaba... Al fin y al cabo, también ellos envejecían... No podían seguir viviendo como antes, siempre con el miedo a que la vieja muriera desatendida... Provocara un incendio, por ejemplo... Entre sus pulgas y su suciedad... En lugar de ir a un asilo decente, donde se ocuparían muy bien de ella...
Como yo aparenté ser de su opinión, se volvieron aún más amables los dos... prometieron elogiarme mucho por el barrio. Si aceptaba ayudarlos... Compadecerme de ellos... Librarlos de la vieja... Tan desgraciada también ella, en las condiciones en que se empeñaba en vivir...
«Y, además, es que podríamos alquilar su vivienda», sugirió el marido, despertando de repente... Había metido la pata bien, al hablar de eso delante de mí. Su mujer le dio un pisotón por debajo de la mesa. Él no entendía por qué.
Mientras se peleaban, yo me imaginaba el billete de mil francos que podría ganarme sólo con extender el certificado de internamiento. Parecían desearlo con ganas... Seguramente la tía de Bébert les había informado en confianza sobre mí y les había contado que en todo Rancy no había un médico tan boqueras como yo... Que conseguirían de mí lo que quisiesen... ¡No iban a ofrecer a Frolichon semejante papeleta! ¡Era un virtuoso, ése!
Estaba absorto en esas reflexiones, cuando la vieja irrumpió en la habitación donde conspirábamos. Parecía que se lo oliera. ¡Qué sorpresa! Se había remangado las harapientas faldas contra el vientre y ahí estaba poniéndonos verdes de repente y a mí en particular. Había venido sólo para eso desde el fondo del patio.
«¡Granuja! -me decía a mí directamente-. ¡Ya te puedes largar! ¡Fuera de aquí, te digo! ¡No vale la pena que te quedes!... ¡No voy a ir al manicomio!... Y a donde las monjas tampoco, ¡para que te enteres!... ¡De nada te va a servir hablar y mentir!... ¡No vas a poder conmigo, vendido!... ¡Irán ellos antes que yo, esos cabrones, que abusan de una vieja!... Y tú también, canalla, irás a la cárcel. ¡Te lo digo yo! ¡Y dentro de poco, además!»
Estaba visto, no tenía potra yo. ¡Para una vez que se podían ganar mil francos de golpe! Me fui con viento fresco.
En la calle se asomaba aún por encima del pequeño peristilo para insultarme de lejos, en plena negrura, en la que yo me había refugiado: «¡Canalla!... ¡Canalla!», gritaba. Resonaba bien. ¡Qué lluvia! Corrí de un farol a otro hasta el urinario de la Place des Fetes. Primer refugio.
En el edículo, a la altura de las piernas, me encontré a Bébert precisamente. Había entrado para protegerse también él. Me había visto correr, al salir de la casa de los Henrouille. «¿Viene usted de su casa? -me preguntó-. Ahora tendrá usted que subir al quinto de nuestra casa, a ver a la hija...» A aquella clienta, de la que me hablaba, la conocía yo bien, la de las caderas anchas... La de los hermosos muslos largos y suaves... Había un no sé qué de ternura, voluntad y gracia en sus movimientos, propio de las mujeres sexualmente equilibradas. Había venido a consultarme varias veces por el dolor de vientre que no se le iba. A los veinticinco años, con tres abortos a las espaldas, sufría de complicaciones y su familia lo llamaba anemia.
Había que ver lo sólida y bien hecha que estaba, con un gusto por los coitos como pocas mujeres tienen. Discreta en la vida, de modales y expresión razonables. Nada histérica. Pero bien dotada, bien alimentada, bien equilibrada, auténtica campeona de su clase, así mismo. Una hermosa atleta para el placer. Nada había malo en eso. Sólo a hombres casados frecuentaba. Y sólo entendidos, hombres que sabían reconocer y apreciar los hermosos logros naturales y que no consideraban buen asunto a una viciosilla cualquiera. No, su piel trigueña, su sonrisa amable, sus andares y la amplitud noblemente móvil de sus caderas le valían entusiasmos profundos, merecidos, por parte de ciertos jefes de oficina que sabían lo que querían.
Sólo, que, claro está, no podían, de todos modos, divorciarse por eso, los jefes de negociado. Al contrario, era una razón para seguir felices en su matrimonio. Conque, todas las veces, al tercer mes de estar encinta, iba, sin falta, a buscar a la comadrona. Cuando se tiene temperamento pero no un cornudo a mano, no todos los días hay diversión.
Su madre me entreabrió la puerta con precauciones de asesinato. Susurraba, la madre, pero tan fuerte, con tal intensidad, que era peor que las imprecaciones.
«¿Qué he podido hacer al cielo, doctor, para tener una hija así? Ah, por lo menos, ¡no diga nada en el barrio, doctor!... ¡Confío en usted!» No cesaba de agitar su espanto ni de correrse de gusto con lo que podrían pensar sobre el caso los vecinos y las vecinas. En trance de tontería inquieta estaba. Duran mucho esos estados.
Me iba dejando acostumbrarme a la penumbra del pasillo, al olor de los puerros para la sopa, al empapelado de las paredes, a los ramajes absurdos de éstas, a su voz de estrangulada. Por fin, de farfulleos en exclamaciones, llegamos junto a la cama de la hija, postrada, la enferma, a la deriva. Quise examinarla, pero perdía tanta sangre, era tal papilla, que no se le podía ver ni un centímetro de vagina. Cuajarones. Hacía «gluglú» entre sus piernas como en el cuello cortado del coronel en la guerra. Me limité a colocarle de nuevo el algodón y a arroparla.
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