Viaje Al Fin De La Noche



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Mientras estaba así, desplomada entre los olores, yo pensaba que me iba y que seguramente no volvería a ver­la nunca, a la tía de Bébert, que Bébert se había ido, por su parte, sin remilgos y para siempre, que también ella, la tía, se marcharía para seguirlo y dentro de poco tiempo. Para empezar, su corazón estaba enfermo y muy viejo. Bombeaba sangre como podía, su corazón, en sus arte­rias, le costaba subir por las venas. Se iría al gran cemen­terio de al lado, la tía, donde los muertos son como una multitud que espera. Allí era donde llevaba a jugar a Bé­bert, antes de que cayese enfermo, al cementerio. Y des­pués de eso se habría acabado para siempre. Vendrían a pintar de nuevo su chiscón y se podría decir que nos ha­bíamos reunido de nuevo todos, como las bolas del jue­go, que temblequean un poco al borde del agujero, que hacen remilgos antes de acabar de una vez.

Salen muy violentas y gruñonas, las bolas también, y no van nunca a ninguna parte, en definitiva. Nosotros tampoco y toda la tierra no sirve sino para eso, para ha­cer que nos reencontremos todos. Ya no le faltaba mucho, a la tía de Bébert, ahora, ya no le quedaba casi em­puje. No podemos reencontrarnos mientras estamos en la vida. Hay demasiados colores que nos distraen y de­masiada gente que se mueve alrededor. Sólo nos reencon­tramos en el silencio, cuando es demasiado tarde, como los muertos. Yo también tenía que moverme de nuevo y marcharme a otro sitio. De nada me servía hacer, saber... No podía quedarme allí con la tía.

Mi diploma en el bolsillo abultaba mucho, mucho más que el dinero y los documentos de identidad. Delante del puesto de policía, el agente de guardia esperaba el relevo de medianoche y escupía también de lo lindo. Nos dimos las buenas noches.

Después de la gasolinera, en la esquina del bulevar, ve­nía la oficina de arbitrios y sus encargados, verdosos en su jaula de cristal. Los tranvías ya no circulaban. Era el mejor momento para hablarles de la vida, a los encarga­dos, de la vida, cada vez más difícil, más cara. Eran dos allí, un joven y un viejo, con caspa los dos, inclinados so­bre registros así de grandes. A través de su cristal, podían verse las grandes sombras de las fortificaciones del male­cón, que se alzaban en la noche para esperar barcos pro­cedentes de tan lejos, navíos tan nobles, que nunca se ve­rán barcos así. Seguro. Los esperan.

Conque charlamos un rato, los encargados de arbitrios y yo, y hasta tomamos un cafelito que se calentaba en el cazo. Me preguntaron si me marchaba de vacaciones por casualidad, en broma, así, de noche, con mi paquetito en la mano. «Exacto», les respondí. Era inútil explicarles co­sas poco comunes a los encargados de arbitrios. No po­dían ayudarme a comprender. Y un poco ofendido por su observación, me dieron ganas, de todos modos, de hacer­me el interesante, de asombrarles, y me puse a hablar como un cohete, como si tal cosa, de la campaña de 1816, en la que los cosacos llegaron precisamente hasta el lugar en que nos encontrábamos, hasta el fielato, pisando los talones a Napoleón.

Evocado, todo ello, con desenvoltura, por supuesto. Tras haberlos convencido con pocas palabras, a aquellos dos sórdidos, de mi superioridad cultural, de mi espontá­nea erudición, cogí y me marché sosegado hacia la Place Clichy por la avenida que sube.

Habréis notado que siempre hay dos prostitutas espe­rando en la esquina de la Rué des Dames. Ocupan las po­cas horas consumidas que separan la medianoche del amanecer. Gracias a ellas, la vida continúa a través de las sombras. Hacen de enlace con el bolso atestado de rece­tas, pañuelos para todo uso y fotos de hijos en el campo. Cuando te acercas a ellas en la sombra, has de tener cui­dado, porque casi no existen, esas mujeres, de tan espe­cializadas que están, vivas lo justo para responder a dos o tres frases que resumen todo lo que se puede hacer con ellas. Son espíritus de insectos dentro de botines con bo­tones.

No hay que decirles nada, acercarse lo menos posible. Son malas. Me sobraba espacio. Eché a correr entre los raíles. La avenida es larga.

Al fondo se encuentra la estatua del mariscal Moncey. Sigue defendiendo la Place Clichy desde 1816 contra re­cuerdos y olvido, contra nada, con una corona de perlas baratas. Llegué yo también cerca de él corriendo con ciento doce años de retraso por la avenida tan vacía. Ni rusos ya, ni batallas, ni cosacos, ni soldados, nada que to­mar ya en la plaza sino un reborde del pedestal bajo la corona. Y el fuego de un pequeño brasero con tres ateri­dos en torno a los que el apestoso fuego hacía bizquear. No daban ganas de quedarse.

Algunos autos escapaban a toda velocidad, mientras podían, hacia las salidas.

En casos de urgencia recuerdas los grandes bulevares como un lugar menos frío que otros. Mi cabeza ya sólo funcionaba a fuerza de voluntad, por la fiebre. Sostenido por el ponche de la tía, bajé huyendo delante del viento, menos frío cuando lo recibes por detrás. Una anciana con gorrito, cerca del metro Saint-Georges, lloraba por la suerte de su nieta enferma en el hospital, de meningitis, según decía. Aprovechaba para pedir limosna. Conmigo iba dada.

Le ofrecí unas palabras. Le hablé también yo del pe­queño Bébert y de otra niña que había tratado en la ciu­dad, siendo estudiante, y que había muerto, de meningi­tis también. Tres semanas había durado su agonía y su madre, en la cama de al lado, ya no podía dormir de pena, conque se masturbaba, su madre, todo el tiempo durante las tres semanas de agonía y hasta después, cuan­do todo hubo acabado, ya no había forma de detenerla.

Eso demuestra que no se puede existir sin placer, ni si­quiera un segundo, y que es muy difícil tener pena de verdad. Así es la existencia.

Nos despedimos, la anciana apenada y yo, delante de las Galerías. Tenía que descargar zanahorias por Les Halles. Seguía el camino de las legumbres, como yo, el mismo.

Pero el Tarapout me atrajo. Está situado sobre el bule­var como un gran pastel de luz. Y la gente acude a él de todas partes y a toda prisa, como larvas. Sale de la noche circundante, la gente, con ojos desorbitados ya para ir a llenárselos de imágenes. Es que no cesa, el éxtasis. Son los mismos del metro de por la mañana. Pero ahí, delante del Tarapout, están contentos, como en Nueva York, se rascan el vientre delante de la caja, apoquinan un poco de dinero y ahí van al instante muy decididos y se preci­pitan alegres a los agujeros de la luz. Estábamos como desvestidos por la luz, de tanta como había sobre la gen­te, los movimientos, las cosas, guirnaldas y lámparas y más lámparas. No se habría podido hablar de un asunto personal en aquella entrada, era como todo lo contrario de la noche.

Muy aturdido yo también, me metí en una tasca veci­na. En la mesa contigua a la mía, miré y me vi a Parapine, mi antiguo profesor, que estaba tomando un ponche con su caspa y todo. Nos encontramos. Nos alegramos. Se habían producido grandes cambios en su vida, según me dijo. Necesitó diez minutos para contármelos. No eran divertidos. El profesor Jaunisset en el Instituto se había vuelto tan duro con él, lo había perseguido tanto, que ha­bía tenido que irse, Parapine, dimitir y abandonar su la­boratorio y luego también las madres de las colegialas habían ido, a su vez, a esperarlo a la puerta del Instituto y romperle la cara. Historias. Investigaciones. Angustias.

En el último momento, mediante un anuncio ambiguo en una revista médica, había podido aferrarse por los pe­los a otro modesto medio de subsistencia. No gran cosa, evidentemente, pero, de todos modos, un apaño descan­sado y de su especialidad. Se trataba de la astuta aplica­ción de las teorías recientes del profesor Baryton sobre el desarrollo de niños cretinos mediante el cine. Un gran paso adelante en el subconsciente. No se hablaba de otra cosa en la ciudad. Era moderno.

Parapine acompañaba a sus clientes especiales al mo­derno Tarapout. Pasaba a recogerlos a la moderna casa de salud de Baryton, en las afueras, y luego los volvía a acompañar después del espectáculo, alelados, ahitos de visiones, felices y salvos y más modernos aún. Y listo. Nada más sentarse ante la pantalla, ya no había necesidad de ocuparse de ellos. Un público de oro. Todo el mundo contento, la misma película diez veces seguidas les encan­taba. No tenían memoria. Sus familias, encantadas. Parapine también. Yo también. Nos reíamos de gusto y venga ponches y más ponches para celebrar aquella reconstitu­ción material de Parapine en el plano de la modernidad. Decidimos no movernos de allí hasta las dos de la maña­na, tras la última sesión del Tarapout, para ir a buscar a sus cretinos, reunidos y llevarlos a escape en auto a la casa del doctor Baryton en Vigny-sur-Seine. Un chollo.

Como estábamos contentos ambos de volvernos a ver, nos pusimos a hablar sólo por el placer de decirnos fanta­sías y en primer lugar sobre los viajes que habíamos he­cho y después sobre Napoleón, que salió a relucir a pro­pósito de Moncey, el de la Place Clichy. Todo se vuelve placer, cuando el único objetivo es estar bien juntos, por­que entonces parece como si por fin fuéramos libres. Ol­vidas tu propia vida, es decir, las cosas del parné.

Burla burlando, hasta sobre Napoleón se nos ocurrie­ron chistes que contar. Parapine se la conocía bien, la his­toria de Napoleón. Le había apasionado en tiempos, me contó, en Polonia, cuando aún estaba en el instituto de bachillerato. Había recibido buena educación, Parapine, no como yo.

Así, me contó, al respecto, que, durante la retirada de Rusia, a los generales de Napoleón les había costado Dios y ayuda impedirle ir a Varsovia para que la polaca de su corazón le hiciese la última mamada suprema. Era así, Napoleón, hasta en plenos reveses e infortunios. No era serio, en una palabra. ¡Ni siquiera él, el águila de su Josefina! Más cachondo que una mona, la verdad, contra viento y marea. Por lo demás, no hay nada que hacer, mientras se conserve el gusto por el goce y el cachondeo y es un gusto que todos tenemos. Eso es lo más triste. ¡Sólo pensamos en eso! En la cuna, en el café, en el trono, en el retrete. ¡En todas partes! ¡En todas partes! ¡La pilila! ¡Napoleón o no! ¡Cornudo o no! Lo primero, ¡el pla­cer! ¡Anda y que la diñen los cuatrocientos mil pobres diablos empantanados hasta el penacho!, se decía el gran vencido, ¡con tal de que Napoleón eche otro polvo! ¡Qué cabrón! ¡Y hale! ¡La vida misma! ¡Así acaba todo! ¡No es serio! El tirano siente hastío de la obra que representa mucho antes que los espectadores. Se va a follar, cuando está harto de segregar delirios para el público. Entonces, ¡va de ala! ¡El Destino lo deja caer en menos que canta un gallo! ¡No son las matanzas a base de bien lo que le reprochan los entusiastas! ¡Qué va! ¡Eso no es nada! ¡Vaya si se las perdonarían! Sino que se volviera aburrido de repente, eso es lo que no le perdonan. Lo serio sólo se tolera cuando es un camelo. Las epidemias no cesan hasta el momento en que los microbios sienten asco de sus to­xinas. A Robespierre lo guillotinaron porque siempre re­petía la misma cosa y Napoleón, por su parte, no resistió a más de diez años de una inflación de Legión de Honor. La tortura de ese loco fue verse obligado a inspirar de­seos de aventuras a la mitad de la Europa sentada. Oficio imposible. Lo llevó a la tumba.

Mientras que el cine, nuevo y modesto asalariado de nuestros sueños, podemos comprarlo, en cambio, procu­rárnoslo por una hora o dos, como una prostituta.

Y, además, en nuestros días, se ha distribuido a artistas por todos lados, por precaución, en vista de tanto aburri­miento. Hasta en los burdeles te los encuentras, a los ar­tistas, con sus escalofríos desmadrándose por todos lados y sus sinceridades chorreando por los pisos. Hacen vi­brar las puertas. A ver quién se estremece más y con más descaro, más ternura, y se abandona con mayor intensidad que el vecino. Hoy igual de bien decoran los retretes que los mataderos y el Monte de Piedad también, todo para divertirnos, para distraernos, hacernos salir de nues­tro Destino.

Vivir por vivir, ¡qué trena! La vida es una clase cuyo celador es el aburrimiento; está ahí todo el tiempo es-piándote; por lo demás, hay que aparentar estar ocupado, a toda costa, con algo apasionante; si no, llega y se te jala el cerebro. Un día que sólo sea una jornada de 24 horas no es tolerable. Ha de ser por fuerza un largo placer casi insoportable, una jornada; un largo coito, una jornada, de grado o por fuerza.

Se te ocurren así ideas repulsivas, estando aturdido por la necesidad, cuando en cada uno de tus segundos se es­trella un deseo de mil otras cosas y lugares.

Robinson era un tío preocupado por el infinito tam­bién, en su género, antes de que le ocurriese el accidente, pero ahora ya había recibido para el pelo bien. Al menos, eso creía yo.

Aproveché que estábamos en el café, tranquilos, para contar, yo también, a Parapine todo lo que me había ocu­rrido desde nuestra separación. Él comprendía las cosas, e incluso las mías, y le confesé que acababa de arruinar mi carrera médica al abandonar Rancy de modo insólito. Así hay que decirlo. Y no era cosa de broma. No había ni que pensar en volver a Rancy, en vista de las circunstan­cias. Así le parecía también a él.

Mientras conversábamos con gusto así, nos confesába­mos, en una palabra, se produjo el entreacto del Tarapout y llegaron en masa a la tasca los músicos del cine. Toma­mos una copa a coro. Parapine era muy conocido de los músicos.

Burla burlando, me enteré por ellos de que precisa­mente buscaban un «pachá» para la comparsa del inter­medio. Un papel mudo. Se había marchado, el que hacía de «pachá», sin avisar. Un papel bonito y bien pagado, además, en un preludio. Sin esfuerzo. Y, además, no hay que olvidarlo, con la picarona compañía de una magnífi­ca bandada de bailarinas inglesas, miles de músculos agi­tados y precisos. Mi estilo y necesidad exactamente.

Me hice el simpático y esperé las propuestas del direc­tor. En una palabra, me presenté. Como era tan tarde y no tenían tiempo de ir a buscar a otro figurante hasta la Porte Saint-Martin, el director se alegró mucho de tener­me a mano. Le evitaba engorros. A mí también. Casi ni me examinó. Conque me aceptó sin más pegas. Me contrataron. Con tal de que no cojeara, valía y aún...

Penetré en los bellos sótanos, cálidos y acolchados, del cine Tarapout. Una auténtica colmena de camerinos per­fumados, donde las inglesas, en espera del espectáculo, descansaban diciendo tacos y haciendo cabalgatas ambi­guas. Exultante por tener de nuevo forma de ganarme las habichuelas, me apresuré a entrar en relaciones con aquellas compañeras jóvenes y desenvueltas. Por cierto, que me hicieron los honores de grupo con la mayor ama­bilidad del mundo. Ángeles. Ángeles discretos. Da gusto no sentirse ni confesado ni despreciado, así es en Ingla­terra.

Substanciosas recaudaciones, las del Tarapout. Hasta entre bastidores todo era lujo, comodidad, muslos, luces, jabones, mediasnoches. El tema del intermedio en que aparecíamos se situaba, creo, en el Turquestán. Era un pretexto para pamplinas coreográficas, contoneos musi­cales y violentos tamborileos.

Mi papel, breve pero esencial. Al principio, hinchado de oro y plata, experimenté cierta dificultad para instalar­me entre tantos bastidores y lámparas inestables, pero me acostumbré y, una vez en el sitio, graciosamente realza­do, ya sólo me quedaba dejarme llevar por mis sueños bajo los focos opalinos.

Durante un buen cuarto de hora, veinte bayaderas lon­dinenses se meneaban en melodías y bacanales impetuo­sas para convencerme, al parecer, de la realidad de sus atractivos. Yo no pedía tanto y pensaba que repetir cinco veces al día aquella actuación era mucho para mujeres, y, además, sin flaquear, nunca, una vez tras otra, contoneando implacables el trasero con esa energía de raza un poco aburrida, esa continuidad intransigente de los bar­cos en ruta, las estraves, en su infinito trajinar por los océanos...


No vale la pena debatirse, esperar basta, ya que todo aca­bará pasando por la calle. Ella sola cuenta, en el fondo. No hay nada que decir. Nos espera. Habrá que bajar a la calle, decidirse, no uno, ni dos, ni tres de nosotros, sino todos. Estamos ahí delante, haciendo remilgos y melin­dres, pero ya llegará.

En las casas, nada bueno. En cuanto una puerta se cie­rra tras un hombre, empieza a oler en seguida y todo lo que lleva huele también. Pasa de moda en el sitio, en cuerpo y alma. Se pudre. Si apestan, los hombres, nos está bien empleado. ¡Debíamos ocuparnos de ello! De­bíamos sacarlos, expulsarlos, exponerlos. Todo lo que apesta está en la habitación y adornado, pero hediondo, de todos modos.

Hablando de familias, conozco a un farmacéutico, en la Avenue de Saint-Ouen, que tiene un hermoso rótulo en el escaparate, un bonito anuncio: ¡tres francos la caja para purgar a toda la familia! ¡Un chollo! ¡Eructan! Obran juntos, en familia. Se odian con avaricia, en un hogar de verdad, pero nadie protesta, porque, de todos modos, es menos caro que ir a vivir a un hotel.

El hotel, ya que hablamos, es más inquieto, no tiene las pretensiones de un piso, te sientes menos culpable en él. La raza humana nunca está tranquila y para descender al juicio final, que se celebrará en la calle, evidentemente estás más cerca en el hotel. Ya pueden venir, los ángeles con trompetas, que estaremos los primeros, nosotros, nada más bajar del hotel.

Intentas no llamar la atención demasiado, en el hotel. No sirve de nada. Ya sólo con gritar un poco fuerte o de­masiado a menudo, mal asunto, te fichan. Al final, apenas te atreves a mear en el lavabo, pues todo se oye de una habitación a otra. Acabas adquiriendo por fuerza los buenos modales, como los oficiales en la marina de gue­rra. Todo puede ponerse a temblar de la tierra al cielo de un momento a otro, estamos listos, nos la suda, puesto que nos «perdonamos» ya diez veces al día tan sólo al en­contrarnos en los pasillos, en el hotel.

Hay que aprender a reconocer, en los retretes, el olor de cada uno de los vecinos de la planta, es cómodo. Re­sulta difícil hacerse ilusiones en una pensión. Los clientes no son chulitos. A hurtadillas viajan por la vida un día tras otro sin llamar la atención, en el hotel, como en un barco que estuviera un poco podrido y lleno de agujeros y lo supiesen.

Aquel al que fui a alojarme atraía sobre todo a los es­tudiantes de provincias. Olía a colillas viejas y desayu­nos, desde los primeros escalones. Lo reconocías desde lejos, de noche, por la luz grisácea que tenía encima de la puerta y las letras melladas, de oro, que le colgaban del balcón como una enorme dentadura vieja. Un monstruo de alojamiento abotargado de apaños miserables.

De unas habitaciones a otras nos visitábamos por el pasillo. Tras años de empresas miserables en la vida prác­tica, aventuras, como se suele decir, volvía yo con los es­tudiantes.

Sus deseos eran siempre los mismos, sólidos y rancios, ni más ni menos insípidos que en la época en que me ha­bía separado de ellos. Los individuos habían cambiado, pero las ideas no. Seguían yendo, como siempre, unos y otros, a apacentarse más o menos con medicina, retazos de química, comprimidos de derecho y zoologías enteras, a horas más o menos regulares, en el otro extremo del barrio. La guerra, al pasar por su quinta, no había trans­formado nada en ellos y, cuando te metías en sus sue­ños, por simpatía, te llevaban derecho a sus cuarenta años. Se daban así veinte años por delante, doscientos cuarenta meses de economías tenaces, para fabricarse una felicidad.

Era un cromo, la imagen que tenían de la felicidad como del éxito, pero bien graduado, esmerado. Se veían en el último peldaño, rodeados de una familia poco nu­merosa pero incomparable y preciosa hasta el delirio. Y, sin embargo, nunca habrían echado, por así decir, un vistazo a su familia. No valía la pena. Está hecha para todo, menos para ser contemplada, la familia. Ante todo, la fuerza del padre, su felicidad, consiste en besar a su fa­milia sin mirarla nunca, su poesía.

La novedad sería ir a Niza en automóvil con la esposa, provista de dote, y tal vez adoptar los cheques para las transferencias bancarias. Para las partes vergonzosas del alma, seguramente llevar también a la esposa una noche al picadero. No más. El resto del mundo se encuentra en­cerrado en los periódicos y custodiado por la policía.

La estancia en el hotel de las pulgas los avergonzaba un poco de momento y los volvía fácilmente irritables, a mis compañeros. El jovencito burgués en el hotel, el es­tudiante, se siente en penitencia y, como aún no puede, naturalmente, ahorrar, reclama bohemia para aturdirse y más bohemia, desesperación con café y leche.

Hacia primeros de mes pasábamos por una breve y au­téntica crisis de erotismo, todo el hotel vibraba. Nos la­vábamos los pies. Organizábamos una expedición amo­rosa. La llegada de los giros de provincias nos deci­día. Yo, por mi parte, habría podido obtener los mismos coitos en el Tarapout con mis inglesas del baile y, además, gratis, pero pensándolo bien, renuncié a esa facilidad por evitar líos y por los amigos, chulos desgraciados y ce­losos, que andan siempre entre bastidores tras las bai­larinas.

Como leíamos muchas revistas obscenas en nuestro hotel, ¡conocíamos la tira de trucos y direcciones para fo­llar en París! Hay que reconocer que las direcciones son divertidas. Te dejas llevar; incluso a mí, que había vivido en el Passage des Bérésinas y había viajado y conocido muchas complicaciones de la vida indecente, el capítulo de las confidencias nunca me parecía del todo agotado. Subsiste en uno siempre un poquito de curiosidad de reserva para la cuestión de la jodienda. Te dices que ya no vas a aprender nada nuevo, sobre la jodienda, que ya no debes perder ni un minuto con ella, y después vuelves a empezar, sin embargo, otra vez sólo para cerciorarte de verdad de que es algo vacío y aprendes, de todos modos, algo nuevo al respecto y eso te basta para recuperar el optimismo.

Te recuperas, piensas con mayor claridad que antes, cobras nuevas esperanzas, cuando precisamente ya no te quedaba la menor esperanza, y vuelves fatalmente a la jo­dienda por el mismo precio. En una palabra, siempre hay cosas que descubrir en una vagina para todas las edades. Bueno, pues, una tarde, voy a contar lo que pasó, salimos tres huéspedes del hotel en busca de una aventura barata. Era fácil gracias a las relaciones de Pomone, que tenía una agencia con todo lo que se puede desear en materia de ajustes y compromisos eróticos, en su barrio de Batignoles. Su registro abundaba en invitaciones de diversos precios, funcionaba, aquel hombre providencial, sin fasto alguno, en el fondo de un pequeño patio de una casa mo­desta, tan poco alumbrada, que para guiarte necesitabas tanto tacto y consideración como en un urinario desco­nocido. Varias colgaduras que habías de apartar te inquietaban antes de llegar hasta aquel proxeneta, sentado siempre en una penumbra para confidencias.

Por culpa de aquella penumbra, nunca pude, a decir verdad, observar cómodamente a Pomone y, pese a haber tenido largas conversaciones juntos, a haber colaborado incluso durante un tiempo y a haberme hecho toda clase de proposiciones y toda clase de otras confidencias peli­grosas, me resultaría imposible reconocerlo hoy, si me lo encontrara en el infierno.

Recuerdo sólo que los aficionados furtivos que espera­ban su turno en el salón se mantenían siempre muy cir­cunspectos, ninguna familiaridad entre ellos, hay que re­conocerlo, la reserva en persona, como en la consulta de un dentista al que no le gustara nada el ruido ni la luz.

Fue gracias a un estudiante de medicina como conocí a Pomone. Frecuentaba la casa, el estudiante, para ganarse un complemento, gracias a que tenía, el muy potrudo, un pene formidable. Lo llamaban, al estudiante, para animar con su estupendo chuzo veladas muy íntimas, en las afueras. Sobre todo las damas, las que no creían que se pudiera tener «uno así de gordo», lo festejaban. Divaga­ciones de chiquillas aventajadas. En los registros de la policía figuraba, nuestro estudiante, con un seudónimo terrible: ¡Baltasar!

Los clientes que esperaban difícilmente trababan con­versación. El dolor se exhibe, mientras que el placer y la necesidad dan vergüenza.


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