3-el principe azul



Yüklə 1,63 Mb.
səhifə17/29
tarix17.03.2018
ölçüsü1,63 Mb.
#45745
1   ...   13   14   15   16   17   18   19   20   ...   29

Con una diadema de brillantes, le habían recogido cuidado­samente los rizos y asegurado el velo de novia. Era la cosa más lujosa que había visto nunca en su vida. Su vestido era una obra maestra de elegancia y esplendor. Una larga cola de lame sati­nado, bordada en los extremos con conchas marinas y flores que representaban a Ascensión, caía lujosamente sobre sus hom­bros. Se la habían asegurado a la altura del pecho con un broche de piedras preciosas que representaba al león de la familia real. Sus enaguas de seda blanca se ajustaban con lazos de Bruselas color crema y un fruncido sujetado por ribetes dorados. Los guantes y los zapatos eran de seda blanca.

El perfume suave del ramo de rosas que llevaba en la mano la embriagaba. La combinación de seda que llevaba bajo el ves­tido era tan exquisita que se sentía como si le estuvieran cu­briendo el cuerpo de besos. Sus oídos vibraban con la cadencia salvaje de las campanas de la catedral, el estruendo de los caño­nazos y las ovaciones de la gente.

Con sólo un vistazo, se podía ver que Raffaele había ganado muchos puestos en los corazones de los ciudadanos de Ascen­sión. Dani nunca hubiese imaginado que el Jinete Enmascarado fuera tan querido. Los antiguos excesos del heredero fueron ol­vidados en el éxtasis de este día. La fe de la gente en su natura­leza noble se había restablecido, al parecer, por ese gesto galante de clemencia hacia ella y sus amigos. No se daban cuenta de que estaba jugando con ellos. Raffaele era, pensó decidida, más ma­quiavélico que encantador, como solían ser todos los príncipes.

Justo entonces, la puerta del carruaje se abrió y dejó ver una cara tranquilizadora. El joven vizconde Elan, el padrino de bodas de Raffaele, les esperaba de pie, sonriente. Ayudó a su abuelo a salir del carruaje, y después se volvió y le ofreció la mano.

El momento había llegado.

Dani tembló y contuvo el aliento. Armándose de valor, aga­chó la cabeza para salir del carruaje, deteniéndose con un pie en el escalón y mirando a su alrededor un instante. Vio una oleada de personas que la vitoreaban, como un vertiginoso mosaico he­cho de baldosas de colores, y la torre gris de la catedral, alrede­dor de la cual volaban pájaros con las alas iluminadas por los ra­yos del sol.

El griterío se hizo más atronador cuando apareció. Contó hasta tres y miró a Elan, agradeciéndole la sincera bienvenida que pudo leer en su mirada.

—Por favor, dime que está ahí dentro ―le susurró por en­cima de la algarabía―. Por favor, dime que ha venido y que esto no es parte de una broma macabra.

—Señora mía, vuestro novio os espera ―murmuró con una mirada llena de simpatía. Después, se acercó a su abuelo con una reverencia―. Excelencia.

El abuelo asintió. Mientras marchaban hacia la entrada de la catedral, Dani pudo oler el perfume a incienso que emanaba del interior, y oír las jubilosas polifonías del órgano acompañado del orgulloso clamor de las trompetas.

Aferrándose con decisión al firme brazo de su abuelo, Dani sintió miedo en esos primeros segundos que sus ojos necesita­ron para acomodarse del sol radiante del exterior a la oscuridad piadosa de la iglesia. Cuando por fin pudo ver algo, pensó que aunque había rezado al menos una docena de veces en esta ca­tedral antes, no recordaba que el pasillo central fuera tan largo.

Adornado con una estrecha alfombra blanca cubierta de pé­talos de rosa, parecía extenderse dos kilómetros ante ella, y al final del largo camino la esperaba un hombre.

La silueta alta y poderosa del príncipe estaba bañada de una luz multicolor que provenía de la vidriera en forma de roseta si­tuada encima del altar.

Dani lo miró a través del velo, y después fue observando poco a poco a su alrededor. La catedral estaba llena a rebosar con lo más granado de la nobleza del país, todos ataviados con las rancias vestimentas de la corte, reminiscencias del siglo xvni. Es­taba segura de que debían de estar enfadados con ella por no ha­ber tenido más tiempo para prepararse para el gran evento. Ella deseaba poder decirles que la culpa era de Raffaele.

Incluso las galerías del coro estaban llenas. No quería ni pen­sar en lo que todos esos aristócratas, cortesanos y señoras empe­rifolladas estarían pensando de ella.

La melodía del órgano eclosionó en un crescendo y después se detuvo. Se hizo el silencio. Elan miró a Dani y le hizo una se­ña de confirmación.

A su debido tiempo, el abuelo empezó a caminar por el pasi­llo como un antiguo caballero que carga implacable sobre el enemigo. El órgano volvió a sonar, esta vez con un himno tenue y majestuoso que parecía de Vivaldi.

Dani mantuvo la mirada fija en Raffaele. Inmóvil, con los hombros erguidos y las manos a la espalda, esperaba de pie jun­to al altar, donde entre un mar de flores esperaban también de pie una fila de clérigos colocados en semicírculo. En el centro y vestido de rojo, el cardenal que Raffaele había mandado llamar desde Roma, después de que el obispo principal de Ascensión se hubiese negado a casarlos. La luz de las velas iluminaba sus mag­níficas togas de rubíes y grana, zafiros y oro.

¿Cómo diablos había conseguido reunir a todos esos cléri­gos tan rápido?, se preguntó Dani mientras desfilaba lentamen­te por la nave central. Aquel hombre sólo tenía que mover una mano para conseguir todo lo que desease.

Fue entonces cuando dejó de tratar de convencerse de que todo esto era real. Desde luego nada de lo que estaba ocurriendo le estaba sucediendo a ella. Con toda probabilidad, pensó man­teniendo la barbilla alta y el paso lento, seguía aún en la cárcel, en solitario confinamiento, y todo esto no era más que una alu­cinación.

Cuando se encontró a sólo un tercio del recorrido hasta el altar, pudo ver con más claridad a su prometido. «Divino y mag­nífico Raffaele.» Era tan guapo que le temblaron las piernas.

Iba espléndidamente vestido con su uniforme de Caballero Real, de cuya orden había sido siempre el comandante de honor. Llevaba una chaqueta blanca con fajín negro en la cintura y una hilera de botones dorados que le llegaban hasta la garganta, pantalones azul marino y sable de gala. Se había recogido la melena, y sobre su frente reposaba una sencilla corona de oro macizo que proclamaba su estatus como soberano del Estado.

Sus ojos dorados se dirigieron hacia ella suavemente, aun­que con un deje de posesión, y le tendió una mano enguantada de blanco cuando la tuvo más cerca. Apenas notó la sonrisa emocionada de su abuelo al ver que ella le daba la mano y se de­jaba llevar por él al altar.

La boda transcurrió ante sus ojos como en una imagen bo­rrosa. El único momento en el que abandonó un poco su com­pleto aturdimiento fue cuando ella y Raffaele se arrodillaron, hombro con hombro, sobre el cojín de terciopelo del reclinato­rio para recibir la Sagrada Eucaristía. Daniela miró de reojo a su futuro esposo mientras rezaba. Con los ojos cerrados, la cabeza baja y la espada a un lado, era como un caballero medieval con­sagrándose para la batalla.

Al instante apartó la vista de él, conmocionada por su noble belleza.

Entonces, después de lo que pareció ser una eternidad de re­zos, admoniciones sobre los matrimonios piadosos, lecturas de la Biblia, cánticos y aleluyas, la boda tocó a su fin. Dani estaba tan paralizada que apenas podía recordar el momento en el que había dicho los votos. El impresionante cardenal les sonrió abier­tamente y les dio su bendición para que Raffaele pudiera besar a la novia.

Cuando él se volvió hacia ella, el sagrado caballero que ha­bía vislumbrado antes desapareció. En su rostro había una pe­queña sonrisa cargada de lascivia. Dio un paso hacia ella, mirán­dola como si fuera un niño travieso.

¡Ah, no, no te atreverás! ―respiró ella. Con los ojos muy abiertos, la novia se echó hacia atrás, segura de que era capaz de comérsela allí mismo, ante los miles de invitados que les obser­vaban. Al fin y al cabo, era eso lo que todos esperaban de Rafe el Libertino.

Pero entonces, extrañamente, su mueca perversa se suavizó convirtiéndose en una sonrisa tierna y reconfortante. Con delicadeza, apartó con sus dedos el borde del velo.

―Ésta es la última máscara tras la que te esconderás nunca de mí, querida esposa ―susurró. A continuación, colocó el tul sobre su cabeza y le cogió la cara entre lamínanos.

Dani era consciente de que todas y cada una de las almas vi­vientes de la iglesia esperaban que Raffaele bajara la boca hacia la suya. Pero cuando sus labios acariciaron suavemente los de ella con exquisita calidez, lo olvidó todo, y a todos.

Ni siquiera escuchó el estrepitoso aplauso que siguió al be­so, ni la proclamación última del cardenal... Tuvo que agarrarse a los hombros de su marido para no caer, tan débil y temblorosa como estaba.

Sonriendo contra su boca, él siguió besándola. Y besándola...

El espléndido festín que siguió al enlace tuvo lugar en el sa­lón de banquetes del palacio real, con Rafe presidiendo la mesa. Hacía tintinear el cristal de su copa golpeándola con la punta de los dedos, inclinado perezosamente sobre la silla, y relajado des­pués de la comida. Se sentía comunicativo. Llenó la copa con 1 más vino, haciéndola girar levemente.

«Raffaele di Fiore, un hombre casado», pensó. Al recorrer con la vista las cabezas de sus invitados que llenaban las gran­des mesas redondas ―y había cerca de cuatrocientas personas entre amigos, nobles y esposas―, se llenó de un profundo y ' placentero sentido de paternidad. Todo lo que le faltaba ahora era una ristra de adorables, obedientes y sanos Raffaelitos sen­tados a la mesa. Esto no tardaría en llegar.

―Todo el mundo debería casarse ―declaró―. Debería pro­mulgar una ley al respecto.

—En ese caso, me mudaría a China ―anunció Niccolo. Elan sonrió. Algunos rieron abiertamente. La mayoría se había resignado a aceptar su matrimonio con la mujer que les ha­bía robado de manera tan implacable, tomándoselo con buen hu­mor una vez que los ánimos se habían calmado.

¿Qué puede haber mejor que esto? ―siguió Rafe, meditan­do en voz alta―. Una buena comida. Una bocanada de aire fresco entrando por las puertas abiertas. La risa de los amigos que entregarían su vida por mí y, aquí, a mi derecha ―dijo, cogiendo los dalos de Daniela con dulzura―, mi adorada y dulce esposa.

Al sentir su roce, Daniela le miró ansiosa, bajando inmediatamente la vista hacia su plato intacto. Parecía como si quisiera salir corriendo de allí.

Él sonrió débilmente, observando su sonrojo. Su intrépida esposa se sentía visiblemente abochornada, pero no se atrevía a retirar la mano. «Ah, no ―pensó con irónica aprobación―, su orgullo se lo impedía.»

Le giró la mano para acariciar levemente sus dedos, escu­chando la elegante y sofisticada melodía que salía del cercano 1lio formado por un arpa, una flauta y un violín.

« ¿Cómo será en la cama?», se preguntó, sin dejar de mi­rarla. Estaba seguro de saberlo, algo que provocó en él un deseo indescriptible. «Inocencia temblorosa en el alma de un gato sal­vaje.»

Le rodeó la mano con los dedos, llevándosela a la boca. De­positó en ella un prolongado beso mientras mantenía su mirada nerviosa. Cuando ella levantó sus pestañas color canela, él le sonrió para tranquilizarla.

—No has tocado el plato ―-murmuró. Daniela había estado nerviosa toda la noche, saltando cada vez que alguien se dirigía a ella como «alteza»―. ¿No tienes hambre?

Ella se mojó los labios con un tímido movimiento de la len­gua y sacudió la cabeza.

—No... puedo.

Él soltó la copa en la mesa y cubrió su pequeña mano con las suyas. Se inclinó junto a ella, con los codos sobre la mesa. Acer­cando la mano de ella a sus labios, la miró de cerca.

¿Te he dicho ya lo bonita que estás esta noche? ―mur­muró.

Ella trató de soltarse, gruñendo levemente. Él la cogió con más fuerza, con una sonrisa aún mayor.

—Te lo suplico, no hagas una escena en medio de toda esta gente ―le susurró.

¿Qué gente? ―preguntó él en voz baja―. Yo sólo veo a una persona. Una... encantadora mujer que brilla como una luna de plata, princesa de todos los cielos. Mi esposa. ―Le besó otra vez la mano.

Ella le miró escéptica, y después sus ojos se movieron con nerviosismo hacia los invitados.

—Te acostumbrarás, cariño ―dijo, con un tono de complici­dad―. Pronto aprenderás a ignorarles.

¿Y cómo podré acostumbrarme a ti?

―Bueno, no querría que te acostumbraras demasiado. De­searía que no te aburrieses nunca de mí. ―Los ojos le danzaban cuando pasó su dedo gordo por el reverso de su mano―. Cari­ño, lo que necesitamos es un poco de tiempo para conocernos mejor. No me tengas miedo.

Ella bajó los ojos y se quedó en silencio.

¿Qué ocurre, Daniela?

Ella se encogió de hombros.

Rafe la miró. De repente sintió una imperiosa necesidad de protegerla, una sensación que no había sentido desde que era un muchacho. Su timidez, su dolorosa vulnerabilidad lo enter­necían profundamente.

¿Estás cansada?

Ella asintió, aún ruborizada, aunque negándose a mirarle a los ojos.

Él le acarició la mejilla.

¿Por qué no te vas a la cama? ―sugirió, sintiendo como se le aceleraba el corazón.

Lentamente, ella levantó la cabeza para mirarle, con una nue­va desesperación en sus ojos color aguamarina. Con la mano aún sobre la de ella, se inclinó y le besó la mejilla, tersa y son­rojada, ignorando los vítores que oyó al hacerlo y el tintineo de cubiertos sobre las copas de cristal.

—No hay nada que temer ―le susurró al oído, pellizcándo­le la mejilla suavemente―. Te lo prometo.

Ella se volvió hacia él, con sus grandes ojos llenos de confu­sión y el miedo escrito en su rostro pálido e inocente. Le bastó ver esa mirada para desearla desde lo más profundo de su alma. Había sido paciente, se había portado bien. Esta noche reclama­ría su recompensa.

Está bien ―respondió ella, de forma casi inaudible. Empezó a retirar la silla de la mesa, mirando a todos lados menos a él. Él se incorporó de repente de su silla y se acercó a ella para ayudarla a levantarse, tendiéndole la mano al hacerlo. Dani se­guía con la mirada fija en el suelo, con las mejillas del color de la grana mientras él la escoltaba para bajar los escalones del estrado. Una vez en el pasillo, fuera del salón, se detuvieron. Ella levantó la barbilla y buscó sus ojos con una expresión de pánico virginal.

―Necesitas un poco de soledad, lo entiendo. ―Con la mano en la espalda, en elegante pose, Rafe se inclinó para darle un úl­timo beso en la mano.

Dani asintió con la cabeza soltándose de su mano. Había sido una buena idea el suprimir esa antigua costum­bre de acompañar a los novios hasta el dormitorio nupcial, pensó con satisfacción mientras la veía alejarse con su larga cola dora­da volando tras ella. Sacudió la cabeza, sonriendo débilmente al ver que ella se precipitaba por el oscuro corredor. Estaba segu­ro de que iba a avergonzarla por la mañana cuando tuviese que mostrar a la corte las sábanas manchadas que probaban su vir­ginidad; una tradición, ésta sí, que no podía transgredir.

«Es la hora, mi pequeña bandolera ―pensó―. Es la hora.» Tenía la sensación de que esta noche estaba en juego el resto de su vida.

Aturdida y nerviosa, Dani salió corriendo por el vestíbulo, conteniendo las lágrimas. ¿Qué era lo que le estaba haciendo? ¡Era un hombre cruel y despreciable! ¿Por qué tenía que jugar con ella cuando sabía que sólo se había casado para cumplir con sus planes secretos? ¿Cariño?, ¿por qué la llamaba cariño? Pre­fería que la llamase caracolito en vez de eso. No quería ver ama­bilidad en sus ojos verdes y dorados. ¿Por qué se lo estaba po­niendo tan difícil?

Se remitió a los hechos. Sabía lo que tenía que saber sobre Raffaele di Fiore. Era un mujeriego, un canalla de apetitos insa­ciables, y su matrimonio era una farsa. ¡Al fin y al cabo, sólo unas noches antes, siendo una total extraña, la había hecho conducir a su habitación, como si fuera un aperitivo de media noche!

¡De acuerdo, podían hacer lo que quisiera que no iba a funcio­nar con ella!, pensó como venganza mientras subía las escale­ras, obligando a los sirvientes a que se hicieran a un lado para que ella pudiera pasar. No podría robarle el corazón, por muy cariñoso que fuese con ella, por muy amables que fueran sus palabras.

Al llegar a la opulenta habitación que le había sido asignada, se despojó del vestido de novia con ayuda de una criada. Quitándose la diadema del pelo y liberándose del corsé, por fin pu­do sentirse ella misma de nuevo, sin llevar otra cosa que una sencilla combinación. Hizo salir a las criadas y respiró aliviada.

Salió al balcón e inhaló con fuerza el frío aire de la noche. Se sujetó las sienes con los dedos, la cabeza le daba vueltas.

La última cosa que quería es que Raffaele di Fiore tratara de decirle lo hermosa que era, pensó con una sonrisa llena de des­precio. ¡Todo era una sarta de mentiras! Chloe Sinclair era la guapa, no ella.

Forzando un suspiro profundo, relajó algo de la tensión de sus hombros, escudriñando la espléndida vista de la ciudad, vien­do cómo la elegante cubierta en mansarda del palacio se inclina­ba suavemente sobresaliendo del pequeño balcón.

La celebración en la ciudad seguía en pleno apogeo, a juzgar por el ruido distante y las luces, y los fuegos artificiales que de manera ocasional se alzaban en el cielo. Mucho más lejos, podía ver el resplandor plateado de la luna sobre el mar que rodeaba su isla natal.

«Menudo día.» Le parecía increíble que hubiese sobrevivido a él, especialmente esos últimos momentos y la agonía de dejar el banquete, sabiendo, para su desgracia, que en el instante en que se excusó para dejar la mesa, todos los ojos de la habitación esta­ban fijos en ella, espiándola para saber adónde iba y por qué.

Un día agotador... y todavía quedaba la noche.

Miró con temor por encima del hombro en dirección a la cama, y después echó un vistazo a la puerta. «Nunca podré re­sistirme a él.» Era demasiado guapo y sabía exactamente cómo seducir a una mujer. Le deseaba demasiado... pero si se entre­gaba a él, arruinaría su futuro.

Por muy sinvergüenza que fuese, no podía arruinarle la vida. No, cuando había vislumbrado su lado más vulnerable y sabiendo lo mucho que amaba a Ascensión. No quería ser la ra­zón de que perdiera la única cosa que de verdad le importaba.

Pensando que seguramente él tendría su propia llave, se acer­có pesadamente a la puerta y la cerró desde dentro.

Al volverse, recorrió con los ojos la habitación y de repente se fijó en sus botas de montar, que habían sido colocadas ordena­damente en la esquina, junto a los pantalones doblados y la cami­sa negra colocada en el respaldo de la silla tapizada en terciopelo. Había prohibido a los sirvientes que tirasen sus ropas negras. Sin embargo, le sorprendía bastante que hubiesen obedecido sus órdenes.

Sin saber muy bien lo que hacía, cruzó la habitación y se pu­so los pantalones y la camisa negra. Con manos temblorosas y sin tener ni idea de lo que significaba, dejándose llevar simple­mente por su instinto de supervivencia, se calzó las botas de montar. En ese momento se sintió más fuerte, esperanzada al descubrir que quizás hubiese una forma de salvarlos a los dos. El corazón le latía a cien por hora cuando se abalanzó sobre la ventana abierta.

Antes de salir al balcón y subirse a la barandilla, tragó saliva y volvió la vista atrás, quizás con un último pensamiento de cordura. Después miró hacia abajo y escaló hasta el borde. El te­jado tenía muchos niveles, con chimeneas que se alzaban contra el cielo azul oscuro aquí y allá. Tenía varias posibilidades. Estu­dió la situación rápidamente y vio que sólo necesitaba desli­zarse hacia abajo, y saltar quizás un metro y medio. Más abajo, había una útil plataforma desde la cual podría continuar el des­censo y escapar. ¿Lo haría?

«Nunca me mientas.»

Mateo y los otros estaban a salvo. Raffaele di Fiore sólo es­taba usándola. Tomó una decisión.

Se iba de allí.

Entre el jerez y los puros que se sirvieron en la sala de billar que había sido la guarida de su juventud, Rafe se resistió al in­tento de sus amigos de emborracharle, consciente de la inocencia de Daniela. Pero para cuando quiso por fin salir de allí, rien­do a carcajadas, tampoco estaba exactamente sobrio.

―Ya he tenido suficiente. Sois una mala influencia para mi virtud ―dijo, riendo―. Tengo asuntos que atender esta noche...

Unos aullidos felinos estallaron a su alrededor. Por fin le permitieron salir en medio de un saludo lascivo en el que utili­zaron los palos de billar, y con un sentido del humor más pro­pio de un puñado de adolescentes. Rafe se despidió entre gritos como « ¡El que se casa por todo pasa! ¡Cama de novio, dura y sin hoyo!».

Abandonó el salón riéndose para sus adentros, peguntándose si alguna vez dejarían de hacer el ridículo. Fuera como fue­se, éstos eran los hombres a los que había confiado las altas posi­ciones del Gobierno tras haber desbaratado el antiguo consejo. Afortunadamente, sabían cuándo debían ser serios. No habían reído de esta forma en mucho tiempo.

Esta noche marcaba un nuevo comienzo, pensó al saludar a un sirviente que se inclinó ante él. Subió las escaleras con can­sancio, tratando todavía de asimilar el hecho de que estaba ca­sado. No pensó que fuese a sentirse diferente, pero así era.

Fuera, en la puerta del dormitorio, se detuvo al poner la ma­no sobre el pomo. No sabía lo que encontraría al otro lado de la puerta. Ella podía estar durmiendo. Podía estar llorando. Inclu­so podía estar esperándole dispuesta a clavarle una daga en el cuello.

Con una sonrisa y un suspiro, empezó a girar el pomo, pero la sonrisa se tornó en una expresión de desagrado... aunque no de verdadera sorpresa.

Estaba cerrada.

Con aire cansado, encontró la llave en el bolsillo de su cha­leco y la abrió, deteniéndose antes de entrar, temeroso a medias de que estuviera esperándole alguna trampa extraña. Por su ca­beza pasaron con rapidez todas las bromas que había gastado a otros de niño. ¿Un cubo de agua encima de la puerta? ¿Un alam­bre invisible a su paso?

«No se atrevería.»

Empujó la puerta con valentía y miró dentro. La habitación estaba a oscuras y las cortinas se mecían suavemente con la brisa que entraba por las puertas abiertas del balcón. Entrecerró los ojos al mirar hacia la cama. Había una pila luminosa de seda blanca. Arrugó el entrecejo con otro pensamiento perturbador de lo que su mujer le podía tener reservado. ¿Había su pobre mujer caído desfallecida sobre la cama sin ni siquiera desvestirse?

¿Daniela? ―dijo suavemente, cerrando la puerta detrás de él.

Pero cuando se acercó a la cama y tocó el bulto de seda y en­cajes, sus ojos se abrieron sorprendidos. No había mujer alguna en él.

Se dio la vuelta, inspeccionando la habitación a su alrededor. Se había ido. Asombrado incluso por no haberlo previsto, cami­nó a grandes zancadas hasta el balcón justo en el momento en el que se oyó un débil gemido, desde algún lugar de la oscuridad.

¡Socorro!


Capítulo once


Una gota de sudor rodaba por la frente de Dani, que se man­tenía agarrada con todas sus fuerzas a la chimenea que estaba a menos de cinco metros del balcón.

Su vista ya se había adaptado a la tenue luz de la luna, lo que le permitió distinguir el brillo de enfado en los ojos de su ma­rido. En su cara se dibujaba esa enloquecedora expresión de iro­nía mientras descansaba las manos en la barandilla del balcón y la miraba con educado interés.

¿Qué estás haciendo ahí, querida?

―Ah, guárdate tus ironías ―le suplicó furiosa, mirando con pavor la distancia indescifrable que la separaba del suelo, mien­tras seguía con los brazos abrazados a la torreta―. Me he que­dado atascada aquí. Voy a morir.


Yüklə 1,63 Mb.

Dostları ilə paylaş:
1   ...   13   14   15   16   17   18   19   20   ...   29




Verilənlər bazası müəlliflik hüququ ilə müdafiə olunur ©muhaz.org 2024
rəhbərliyinə müraciət

gir | qeydiyyatdan keç
    Ana səhifə


yükləyin