-¿Es decir que estáis seguro?...
-No he dicho tal; mas confío.
-¿Y cuándo sabré si habéis te nido la dicha de hallar lo que buscáis?
-Mañana por la mañana.
-Y hasta tanto, ¿necesitáis de mí?
-No, querido Remigio.
-¿No queréis que os acompañe?
-Es imposible.
-Tened prudencia al menos, monseñor.
-¡Ah! -exclamó Bussy riéndose-, el consejo es inútil: todos me conocen por prudente.
Bussy comió cual suele comer un hombre, cuando no sabe dónde ni de qué manera cenará; luego, al dar las ocho, eligió su mejor espada, colgóse al cinto un par de pistolas, no obstante el decreto que acababa de expedir el rey, y se hizo conducir en su litera hasta el final de la calle de San Pablo.
Una vez allí, reconoció la casa que tenía la estatua de la Virgen, contó las cuatro siguientes, se cercioró de que la quinta era la designada, y después, embozándose en su gran capa de color obscuro, fue a esconderse junto al esquinazo de la calle de Santa Catalina, decidido a esperar por espacio de dos horas. y a obrar por su propia cuenta si en dos horas no se presentaba nadie.
Las nueve daban en San Pablo cuando Bussy se escondía.
Aún no hacía diez minutos que estaba en acecho, cuando a pesar de la obscuridad vio llegar por la puerta de la Bastilla dos hombres a caballo, los cuales se detuvieron a la altura del palacio de Tournelles.
Uno de ellos echó pie a tierra, dio la brida del caballo al segundo, que, según las apariencias, era un lacayo, después de haberle visto volver por el mismo camino que habían traído, cuando le perdió de vista y dejó de oír los pasos de los caballos, se adelantó hacia la casa confiada a la vigilancia de Bussy.
Antes de llegar a ella trazó un gran círculo como para explorar con la vista las inmediaciones; después, creyendo que no era observado, se llegó a la puerta y desapareció.
Bussy oyó el ruido de aquella puerta que se cerraba después de haber dado paso al desconocido.
Esperó un momento por temor de que el personaje misterioso estuviese en observación detrás del ventanillo; después, cuando hubieron transcurrido algunos minutos, se adelantó a su vez, atravesó la calle, abrió la puerta, y aleccionado por la experiencia, la cerró sin ruido.
Entonces se volvió: el ventanillo estaba, en efecto, a la altura de sus ojos, y según todas las probabilidades, por él era por donde había visto a Quelus.
Mas Bussy no había entrado en la casa para quedarse en la puerta. Se adelantó, pues, poco a poco a tientas, hasta que al extremo del patio y a la izquierda halló el primer escalón.
Allí se detuvo por dos razones: la primera, porque le temblaban las piernas, tal era su emoción; la segunda, porque percibió una voz que decía:
-Gertrudis, dí a tu ama que soy yo, y que quiero entrar.
El tono en que se pronunciaron estas palabras era demasiado imperativo para que una criada se negase a obedecer.
Bussy oyó perfectamente la voz de la criada que respondía:
-Pasad al salón: aquí vendrá la señora.
-Después escuchó el ruido de una puerta que se cerraba.
Entonces recordó los doce escalones que había contado Remigio; contólos y se encontró en la meseta.
Acordóse del corredor y de las tres puertas, dio algunos pasos conteniendo la respiración y extendiendo las manos delante de sí.
Halló la primera puerta por donde había entrado el desconocido; prosiguió su camino y encontró la segunda; tentó y dio con una llave, volvió aquella llave, y temblando de pies a cabeza, abrió la puerta.
El aposento en que entró se hallaba completamente a obscuras, excepto en la parte adonde llegaba por una puerta lateral un reflejo de la luz del salón.
Este reflejo caía sobre una ventana adornada con cortinas de tapicería que hicieron palpitar de júbilo el corazón del joven.
Sus ojos se dirigieron a la parte del techo iluminado por el mismo reflejo y reconoció las mismas pinturas mitológicas que ya había observado: alargó la mano y tocó el lecho con molduras.
No había lugar a duda: hallábase en el mismo cuarto donde había despertado la noche en que recibió la herida, causa de la hospitalidad que se le concedió.
Nuevamente tembló al tocar aquel lecho y al notar a su alrededor el delicioso perfume que exhala el gabinete de una joven.
Ocultóse entre las cortinas del lecho y escuchó.
En el cuarto inmediato se paseaba impaciente el desconocido: el ruido de sus pasos llegaba hasta Bussy; otras veces se detenía y murmuraba:
-¿Viene o no viene?
Por último se abrió una puerta en el salón, paralela a la que estaba ya entreabierta; resonó la alfombra con la leve presión de un pequeño pie y Bussy oyó el roce de un vestido de acento participaba del temor y del desdén, y que decía:
-Aquí estoy, caballero, ¿qué deseáis?
-¡Hola! -dijo Bussy-; si este hombre es el amante, bien se puede dar la enhorabuena al marido.
-Señora -dijo el hombre a quien la dama recibía de aquel modo tan frío-, tengo la honra de advertiros que debiendo salir mañana muy temprano para Fontainebleau, vengo a pasar la noche a vuestro lado.
-¿Me traéis noticias de mi padre? -preguntó la dama.
-Oídme, señora...
-Caballero, ya sabéis en lo que quedamos ayer; si he consentido en ser vuestra esposa, es porque me habéis prometido que mi padre vendrá a París o que yo volveré a su lado.
-Señora, tan pronto como vuelva de Fontainebeau, marcharemos: os doy mi palabra de honor. Pero entretanto...
-¡Oh! no cerréis esa puerta, es inútil: no pasaré una noche, ni una sola, bajo el mismo techo que vos, si no llego a saber qué es de mi padre.
Y la joven que hablaba en este tono tan firme, aplicó a sus labios un silbato de plata, que produjo un sonido agudo y prolongado.
Así se llamaba a los criados en aquel tiempo, en que aún no se habían inventado las campanillas.
En el mismo instante, la puerta por donde había entrado Bussy se abrió de nuevo y dio paso a la criada de la joven, robusta moza de Anjou, que parecía haber estado esperando a que su ama la llamase y que luego que hubo oído el silbido acudió inmediatamente.
Entró en el salón y dejó la puerta abierta.
Un rayo de luz penetró en la estancia donde se hallaba Bussy y éste vio entre las dos ventanas el retrato.
-Gertrudis -dijo la dama- no os acostéis, y permaneceréis toda la noche en sitio desde donde podáis oir mi voz.
La doncella se retiró sin contestar, por el mismo camino, dejando la puerta del salón completamente abierta e iluminado por consiguiente el maravilloso retrato.
Aquel retrato era el mismo que había visto Bussy.
Acercóse éste poco a poco para mirar por entre la abertura que el espesor de los goznes dejaba entre la puerta y la pared; mas por mucha cautela que emplease, en el momento en que su vista penetraba en la estancia, resonó el pavimento bajo sus pies.
Al oir este ruido volvióse la dama: era el original del retrato, era la ilusión de su sueño.
El hombre, aunque nada oyó, se volvió también al notar que la dama se volvía.
Era M. de Monsoreau.
-¡Hola! -exclamó Bussy-, la hacanea blanca... la mujer robada.. . sin duda voy a oír alguna historia terrible.
Y enjugó su rostro, que de pronto se había cubierto de sudor.
Bussy, como ya hemos dicho, veía a los dos interlocutores: ella estaba pálida, de pie, en actitud desdeñosa: él, sentado, no pálido, sino lívido, agitando los pies con impaciencia y mordiéndose la mano.
-Señora -dijo por último Monsoreau-, no esperéis que os deje continuar por mucho tiempo representando ese papel de mujer perseguida y sacrificada; estáis en París, estáis en mi casa, y, a más de esto, sois ya la condesa de Monsoreau, es decir, mi mujer.
-Si en efecto soy vuestra mujer, ¿por qué os negáis a llevarme adonde está mi padre? ¿por qué seguís ocultándome a los ojos del mundo?
-Echáis en olvido al duque de Anjou, señora.
-Me habéis asegurado que luego que fuese vuestra esposa, nada tendría que temer de él.
-Es decir...
-Me lo habéis asegurado.
-No obstante, señora, todavía tengo que tomar algunas precauciones.
-Pues bien, caballero, tomadlas y volved a verme luego que las hayáis tomado.
-Diana -dijo el conde, que comenzaba a montar en cólera-, Diana, no juguéis con el lazo sagrado del matrimonio que nos une. Este es un consejo que os doy.
-Haced, caballero, que yo no desconfíe de mi marido y entonces respetaré el matrimonio.
-Sin embargo, según el modo con que me he conducido con vos, creía tener derecho a vuestra confianza.
-Señor conde, creo que en todo este asunto no es mi interés el único que os ha guiado, o que si en efecto habéis obrado por mi interés, el acaso os ha servido bastante bien.
-¡Oh, esto es ya demasiado! -exclamó el conde-, estoy en mi casa, sois mi mujer, y aunque todo el infierno viniera en vuestro socorro, seréis mía esta misma noche.
Bussy echó mano a la espada y dio un paso hacia adelante; pero Diana no le dio tiempo para presentarse.
-Mirad -dijo sacando un puñal de entre el cinturón-, ésta es mi respuesta.
Y de un salto se puso en el aposento donde se hallaba Bussy; cerró la puerta, corrió los cerrojos, y mientras Monsoreau se deshacía en amenazas, dando puñetazos en la puerta, le dijo:
-Si hacéis saltar solamente una astilla, ya me conocéis, señor conde, me encontraréis muerta en el umbral.
-¡Oh, tranquilizaos, señora! -dijo Bussy abrazándola-; tendréis un vengador.
Diana estuvo a punto de dar un grito; mas se hizo cargo de que el único peligro que la amenazaba era el de caer en poder de su marido. Permaneció, pues, a la defensiva, pero silenciosa; temblando, pero inmóvil.
M. de Monsoreau empujó violentamente la puerta con el pie; luego, convencido de que Diana ejecutaría su amenaza, salió del salón dando un portazo. Después se oyó el ruido de sus pisadas en el corredor, y después menos fuerte en la escalera.
-Pero vos, caballero -dijo entonces Diana desprendiéndose de los brazos de Bussy y dando un paso atrás-, ¿quién sois, y cómo estáis aquí?
-Señora -dijo Bussy abriendo la puerta y arrodillándose delante de Diana-, yo soy el hombre a quien habéis salvado la vida. ¿Cómo podéis creer que he llegado aquí con mala intención, o que he formado designios contra vuestro honor?
La mucha luz que daba sobre el noble rostro de Bussy, hizo que Diana le conociese.
-¡Oh, vos aquí, caballero! -exclamó juntando las manos-; ¡os hallabais aquí y lo habéis oído todo!
-¡Ah! sí, señora.
-¿Pero quién sois? ¿cómo os llamáis?
-Señora, soy Luis de Clermont, conde de Bussy.
-¡Bussy! ¿sois el valiente Bussy? -dijo sencillamente Diana, sin sospechar el júbilo de que esta exclamación inundaba el corazón del joven-. ¡Ali! Getrudis -continuó, dirigiéndose a su doncella, que habiendo oído a su ama hablar con un hombre, había acudido espantada-. Gertrudis, nada tengo ya que temer, porque desde esto momento pongo mi honor bajo la custodia del más noble y más leal caballero de Francia.
Luego, tendiendo la mano a Bussy, le dijo.
-Levantaos, caballero; yo sé quién sois; ahora es preciso que sepáis quien soy yo.
XIV. HISTORIA DE DIANA DE MERIDOR
Bussy se levantó aturdido con su felicidad y entró precedido de Diana en el salón de donde acababa de salir M. de Monsoreau.
Contemplaba a Diana con sorpresa y admiración: no se había atrevido a creer que la mujer que buscaba pudiese sostener la comparación con la hada de su sueño, y ahora la realidad sobrepujaba a todo cuanto había tenido por un capricho de su imaginación.
Diana tenía de dieciocho a diecinueve años, lo que equivale a decir que se hallaba en aquella lozanía de la juventud y de la belleza que da su más puro colorido a la flor, su más precioso matiz al fruto. No era posible desconocer la expresión de los ojos de Bussy: Diana comprendía que era admirada; pero no tenía fuerzas para sacar a Bussy de su éxtasis.
Al fin, conociendo que era preciso romper aquel silencio que significaba demasiado, dijo:
-Caballero, habéis contestado a una de mis preguntas, pero no a la otra; os he preguntado quién sois y me lo habéis dicho; pero os he preguntado también cómo os halláis aquí, y a esto no me habéis respondido.
-Señora -dijo Bussy-; por algunas palabras que he oído de vuestra conversación con M. de Monsoreau, creo que las causas de mi presencia en este sitio se deducirán naturalmente de la relación que os habéis dignado prometerme. ¿No acabáis vos misma de decirme que iba a saber quién sois?
-¡Oh! sí, conde, voy a contároslo todo -respondió Diana-; vuestro nombre sólo basta para inspirarme entera confianza, porque a menudo le he oído repetir como el de un hombre valeroso, de cuya lealtad y honradez podían fiarse todos.
Bussy hizo una reverencia.
-Por lo poco que habéis oído -agregó Diana-, habéis podido saber que soy hija del barón de Meridor, es decir, la única heredera de una de las familias más antiguas e ilustres de Anjou.
-Hubo -dijo Bussy- un barón de Meridor, que pudiendo salvarse en la batalla de Pavía, luego que supo que estaba su rey prisionero, se rindió a los españoles, pidiendo por única gracia el permiso de acompañar a Francisco I a Madrid, donde compartió con él los trabajos del cautiverio, y no le dejó sino para venir a Francia a tratar de su rescate.
-Era mi padre, caballero, y si alguna vez entráis en el salón del castillo de Meridor, veréis en él el retrato de Francisco 1, hecho por Leonardo de Vinei, y que fue un regalo de Su Majestad.
-¡Ah! -dijo Bussy-, en aquel tiempo todavía sabían los príncipes recompensar a sus servidores.
-Mi padre, a su regreso de España, se caso: tuvo el dolor de ver morir a sus dos primeros hijos y de perder la esperanza de tener un heredero. Poco después murió también el rey, y el dolor de mi padre llegó a la desesperación: al cabo de algún tiempo abandonó la corte y fue a encerrarse con su mujer al castillo de Meridor; allí nací yo como por milagro, diez años después de la muerte de mis hermanos.
Entonces todo el amor del barón se concentró en la hija de su vejez; el afecto que me tenía no era ternura, era idolatría. Tres años después de mi nacimiento perdí a mi madre; fue esta una nueva angustia para el barón, pero yo, demasiado niña para comprender lo que había perdido, conservé mi natural alegría, y mis sonrisas le consolaron de la muerte de mi madre.
Crecí y me desarrollé a su vista. Como yo era todo para él, así él ¡pobre! era todo para mí. Llegué a la edad de dieciséis años sin sospechar que hubiese otro mundo que el de mis ovejas y mis pavos reales, mis cisnes .y mis tortolillas, sin pensar que tal vida pudiera acabarse jamás y sin desear que se concluyera.
El castillo de Meridor se hallaba rodeado de grandes bosques pertenecientes al duque de Anjou, y poblados de gamos y ciervos que nadie pensaba en molestar y que por la misma tranquilidad en que se les dejaba estaban casi domesticados: todos me conocían poco o mucho, y algunos estaban tan acostumbrados a mi voz, que acudían al momento cuando les llamaba; una cierva, entre otras, mi protegida, mi favorita, Dafne, mi pobre Dafne venía a comer en mi mano.
Cierta primavera estuve un mes sin verla; ya la creía perdida y la había llorado como amiga, cuando un día se me presentó de improviso con dos hijuelos; al principio los cervatillos se recelaban de mí, pero viendo las caricias que me hacía su madre, conocieron que nada tenían que temer y vinieron a acariciarme también.
Por aquel tiempo se esparció la voz de que el señor duque de Anjou había mandado un teniente gobernador a la capital de la provincia. Algunos días después se supo que ese teniente acababa de llegar y que era el conde de Monsoreau.
¿Por qué me conmovió este nombre intensa y desagradablemente desde la primera vez que le oí pronunciar? No he podido atribuir esta sensación dolorosa sino a un presentimiento.
Ocho días transcurrieron. Hablábase mucho y en varios sentidos del conde de Monsoreau. Una mañana resonaron en el bosque las cornetas de caza y el ladrido de los perros; corrí a la verja del parque y llegué justamente a tiempo de ver pasar como un relámpago a Dafne perseguida por una jauría: sus dos hijuelos la seguían.
Un instante después pasó como una visión un hombre montado en un caballo negro, que parecía llevar alas; era M. de Monsoreau.
Quise dar un grito, quise implorar el perdón de mi pobre protegida; mas no oyó la voz o no paro atención en ella: tan entusiasmado estaba en la caza.
Entonces, sin pensar en el cuidado que iba a causar a mi padre si llegaba a notar mi ausencia, corrí en la dirección en que había visto alejarse a los cazadores, con la esperanza de encontrar bien al conde mismo, o bien a alguno de su séquito, y rogarles que abandonasen una persecución que me desgarraba el alma.
Anduve media legua corriendo de este modo sin saber dónde iba; ya hacía mucho tiempo que había perdido de vista a la cierva, a los cazadores y a sus perros; en breve cesé de oir los ladridos; me dejé caer al pie de un árbol y comencé a llorar.
Así permanecí por espacio de un cuarto de hora, hasta que creí distinguir en lontananza el ruido de la cacería; no me equivocaba; se iba oyendo aquel ruido cada vez más, y un momento le oí tan distintamente que no dudé que los cazadores iban a pasar por delante de mí.
Me levanté al instante y me lancé en la dirección en que se anunciaba. En efecto, vi pasar por uno de los sitios en que los árboles eran menos espesos a la pobre Dafne jadeando; no llevaba más que un cervatillo; el otro había sucumbido de fatiga y evidentemente despedazado por los perros.
Ella misma iba visiblemente cansada; la distancia que la separaba de la jauría era menor que la primera vez; su carrera se había cambiado en fatigosos saltos y al pasar delante de mí bramó con tristeza.
Como la primera vez hice vanos esfuerzos para que se oyera mi voz. M. de Monsoreau no veía más que al animal que perseguía, y pasó delante de mí con más rapidez que nunca y haciendo sonar furiosamente la-corneta de caza.
Detrás de él tres o cuatro monteros animaban a los perros con la corneta y con la voz.
Aquella confusión de sonidos, de ladridos y de gritos pasó frente a mí como una tempestad, desapareciendo en la espesura del bosque y extinguiéndose a medida que se alejaba.
Yo estaba desesperada: reflexionaba que si me hubiese encontrado solamente cincuenta pasos más allá, al final de la espesura, M. de Monsoreau me habría visto y tal vez a mis ruegos habría perdonado al pobre animal.
Este pensamiento reanimó mi valor; los cazadores podían pasar por tercera vez al alcance de mi voz Seguí una calle de árboles que sabía que terminaba en el castillo de Beaugé. Este castillo que era propiedad del duque de Anjou, se hallaba situado a tres leguas del de mi padre. Al cabo de un corto rato le divisé, y solamente entonces advertí que había andado tres leguas a pie y que me hallaba sola y muy lejos del castillo de Meridor.
Confieso que se apoderó de mí un terror vago y que entonces comencé a pensar en la imprudencia y aun ligereza de mi conducta. Seguí la orilla del estanque, porque intentaba pedir al jardinero, hombre estimable, que cuando yo había ido otras veces por allí con mi padre, me había regalado preciosos ramilletes; intentaba, digo, rogarle que me acompañase hasta el castillo de Meridor, cuando oí nuevamente el ruido de la caza. Quedéme inmóvil y escuché: el ruido se iba aumentando: lo olvidé todo. En el mismo instante vi a la cierva saltar fuera del bosque del otro lado del estanque.
Estaba sola; el otro cervatillo había sucumbido igualmente; la vista del agua pareció devolverle las fuerzas; aspiró su frescura y se lanzó al estanque como si hubiese querido venir adonde yo estaba.
Al principio nadó con rapidez y pareció que recobraba toda su energía; yo la miraba con lágrimas en los ojos y los brazos tendidos hacia ella; pero insensiblemente se iban acabando sus fuerzas, mientras que por el contrario, parecía que se aumentaban las de los perros, aniinados por la proximidad de la presa.
Pronto los más encarnizados la alcanzaron y cesó de avanzar detenida por ellos. En aquel momento se presentó M. de Monsoreau en la orilla del bosque; corrió al estanque y echó pie a tierra. Entonces reuní todas mis fuerzas para gritar ¡perdón! y crucé las manos en actitud de ruego.
Parecióme que me había visto y grité de nuevo y más fuerte que la vez primera. Me oyó, sin duda, porque levantó la cabeza, y le vi correr a una barca, desatar la amarra y adelantarse rápidamente hacia el animal, que pugnaba por libertarse de toda la jauría que ya la tenía cercada. No dudé que la prisa que se daba M. de Monsoreau para llegar hasta la cierva fuese producida por la compasión que yo había logrado inspirarle con mi voz, mis ademanes y mis súplicas; pero de pronto le vi sacar su puñal de caza; un rayo de sol que en él se reflejó hirió mi vista como un relámpago; después el relámpago desapareció; yo lancé un grito; toda la hoja del cuchillo había entrado en la garganta de la pobre Dafne. Un río de sangre saltó de la herida, tiñendo de púrpura el agua del estanque; el pobre animal dio un bramido mortal y lastimero, agitó el agua con los pies, se enderezó casi del todo y volvió a caer muerta.
Di un grito casi tan doloroso como el suyo, y caí desmayada en la orilla del estanque.
Cuando volví en mí, me encontré acostada en una habitación del castillo de Beaugé; mi padre, a quien habían enviado a llamar, estaba llorando a la cabeza de mi lecho.
Como no tenía más que una crisis nerviosa, producida tal vez por la agitación de la carrera, pude al día siguiente volver a Meridor. No obstante, guardé cama por espacio de tres o cuatro días.
Al cuarto me dijo mi padre que durante todo el tiempo de mi indisposición se había presentado saber de mi salud, M. de Monsou, que me vio cuando me llevaban desmayada al castillo; que al saber que era la causa involuntaria de aquel incidente había mostrado el mayor sentimiento, pidiendo licencia para excusarse conmigo y diciendo que no estaría tranquilo hasta haber obtenido su perdón, pronunciado por mis propios labios.
Habría sido ridículo negarme a verle: por tanto, a pesar de mi repugnancia, cedí.
Al día siguiente se presentó; yo había conocido la ridiculez de mi posición; la caza es un placer de que las mismas damas gozan muchas veces; yo, pues, fui la que en cierto modo tuve que disculpar mi ridícula emoción, encareciendo el cariño que había cobrado a la pobre Dafne.
Entonces el conde aparentó estar desesperado, y me juró veinte veces por su honra que si hubiese podido adivinar que yo me interesaba por su víctima, habría tenido la mayor satisfacción de perdonarla; sin embargo, sus protestas no me convencieron y se marchó sin haber podido borrar de mi corazón la impresión dolorosa que en él había causado.
Al retirarse pidió a mi padre permiso para volver. Había nacido en España, se había criado en Madrid, y era para el barón un grande atractivo poder hablar de un país donde había habitado tanto tiempo.
Por lo demás, el conde era de buena familia, teniente gobernador de la provincia, favorito, según decían, del duque de Anjou; no tenía, pues, mi padre motivo alguno para negarle la entrada en casa, y accedió a su petición.
¡Ah! desde aquel instante cesó, si no mi felicidad, al menos mi reposo. Muy luego eché de ver la impresión que había hecho en el conde. Al principio nos visitaba solamente una vez a la semana; luego dobló el número de sus visitas y últimamente venía a casa todos los días.
Como prodigaba a mi padre las mayores atenciones, consiguió agradarle; yo, que veía el placer que el barón tenía en su conversación, que era siempre la de un hombre superior, no osaba quejarme, porque ¿de qué me habría quejado? El conde era conmigo tan galante como con una querida, tan respetuoso como con una hermana.
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