Alejandro dumas



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Por otra parte, la amistad del jo­ven doctor le servía de satisfacción. Hay en todos los sentimientos que proceden del cielo una expansión de todo nuestro ser, que parece doblar nuestras facultades: entonces el hom­bre conoce que es dichoso porque conoce que es honrado.

Bussy comprendió, pues, que no había tiempo que perder y que cada dolor que hacía sufrir al corazón del anciano, era casi un sacrilegio. Tan trastornadas están las leyes de la Naturaleza en un padre que llora la muerte de su hija, que quien pue­de consolarle con una palabra y no le consuela, merece las maldiciones de todos los padres.

Al bajar al patio, M. de Meridor encontró un caballo de refresco que Bussy había mandado preparar para él; otro caballo esperaba a Bussy; subieron uno en el suyo y salieron en compañía de Remigio.

Llegaron a la calle de San Anto­nio, no sin grande admiración de M. de Meridor, que haciendo veinte años que no había estado en París, extrañaba el ruido de los caballos, los gritos de los lacayos, y el fre­cuente tránsito de los coches, y ha­llaba muy cambiada la capital desde el tiempo de Enrique II.

Mas a pesar de su sorpresa, que casi rayaba en admiración, conser­vaba una tristeza que aumentaba a medida que al ignorado objeto de su viaje se aproximaba. ¿Cómo le re­cíbiría el duque? ¿cuál sería la con­secuencia de esta entrevista?

Luego miraba a Bussy, y no acer­taba a explicarse por qué singular abandono había seguido casi ciega­mente al gentilhombre de un prínci­pe a quien debía todas sus desgra­cias. ¿No habría sido más propio de su dignidad arrostrar la cólera del duque de Anjou y en vez de acompañar a Bussy .adonde le agra­dara conducirle, irse derecho al Lou­vre y echarse a los pies del rey? ¿Qué podría decirle el príncipe? ¿con qué podía consolarle? ¿No era uno de aquellos hombres que apli­caban doradas palabras, como bál­samo que consuela por un instante, a las heridas que hacen, las cuales después vuelven a abrirse más san­grientas y dolorosas?

Embebido con estos pensamientos llegó con Bussy y Remigio a la calle de San Pablo. Bussy, como diestro capitán, se hizo preceder de Remi­gio, el cual llevaba orden de fran­quear el paso y preparar los medios de introducción en la plaza.

Este último fue a ver a Gertrudis, y volvió a decir a Bussy que ningún sombrero ni ninguna tizona obs­truían el patio, la escalera ni el co­rredor que conducían al aposento de madame de Monsoreau.

Ya se supondrá que todas estas noticias se las daba Remigio a Bussy en voz baja.

Entretanto el barón miraba a to­dos lados dando señales de sorpresa.

-¡Cómo! -dijo-, ¿es aquí don­de vive el duque de Anjou?

Y asaltóle un movimiento de des­confianza al ver la humilde aparien­cia del edificio.

-Aquí no, precisamente; pero si no es ésta la casa del duque de An­jou, es la de una joven a quien ha amado.

Arrugóse la frente del anciano.

-Caballero -dijo deteniendo su caballo-, nosotros los provincianos no estamos hechos a estas cosas; las costumbres fáciles de París nos es­pantan, y tanto, que no sabemos vi­vir con vuestros misterios. Me pa­rece que si el señor duque de An­jou desea ver al barón de Meridor, debe llamarle a su palacio y no a la casa de una de sus queridas. Ade­más -agregó dando un suspiro-, vos que parecéis honrado, ¿por qué queréis traerme a presencia de tales mujeres? ¿Es para darme a enten­der que mi pobre Diana viviría to­davía si, como la dueña de esta casa, hubiera preferido el deshonor a la muerte?

-Vamos, vamos, señor barón -dijo Bussy con la leal sonrisa que había sido hasta entonces su más poderoso medio de convicción para con el anciano-, no forméis juicios arriesgados. A fe de caballero, no se trata de lo que pensáis, .y la dama que vais a ver es virtuosísima y digna de todo respeto.

-¿Pues quién es?

-Es ... la esposa de un gentil­hombre que vos conocéis.

-¿De veras? entonces, ¿por qué decís que el príncipe la ha amado?

-Porque es cierto, señor barón; entrad y juzgaréis por vos mismo, viendo que se cumple lo que os he prometido.

-Mirad que cuando yo lloraba a mi hija querida, me dijisteis: con­solaos, caballero, la misericordia de Dios es infinita; mirad que habéis prometido un consuelo a mis penas, y que eso es casi prometerme un milagro.

-Entrad -insistió Bussy con la misma sonrisa que seducía siempre al anciano.

El barón echó pie a tierra.

Gertrudis había acudido llena de sorpresa a la puerta y desde el um­bral miraba como espantada a Remi­gio, a Bussy y al anciano, no pudien­do adivinar por qué combinación de la Providencia se hallaban reuni­dos aquellos tres hombres.

-Decid a madame de Monsoreau -dijo el joven conde-, que está aquí M. de Bussy, de regreso de su viaje, y que desea hablarle al ins­tante. Pero, por Dios -añadió por lo bajo-, no le digáis la persona que me acompaña.

-¡Madame de Monsoreau! -re­pitió el anciano estupefacto-. ¡Ma­dame de Monsoreau!

-Pasad, señor barón -dijo Bus­sy haciendo entrar al anciano en el patio.

Ínterin el barón subía la escalera con paso vacilante, se oyó la voz de Diana que respondía con singu­lar emoción:

-¿M. de Bussy dices, Gertrudis? ¡M. de Bussy! Pues bien, que entre.

-¡Esa voz! -dijo el barón de­teniéndose en medio de la escalera-; ¡esa voz! ¡Oh, Dios mío, Dios mío!

-Subid, señor barón -dijo Bus­sy.

Mas en el mismo instante y mien­tras el trémulo anciano se asía del pasamano mirando a todos lados, se apareció en lo alto de la escalera, a plena luz, bajo un dorado rayo de sol, Diana, resplandeciente, y más hermosa y risueña que nunca, aun­que no esperaba hallarse con su pa­dre.

Este la tuvo por una visión má­gica y lanzó un grito terrible. Sus ojos espantados y sus manos exten­didas hacia su hija presentaban tan perfecta imagen del terror y del de­lirio, que Diana, que iba a echarse en sus brazos, se detuvo espantada y estupefacta.

El barón se apoyó en el hombro de Bussy.

-¡Diana viva! -balbuceó-, ¡Diana, mi Diana, a quien creía muerta! ¡Oh, Dios mío!

Y aquel robusto guerrero, vigoro­so actor en guerras civiles y extran­jeras, de las cuales había salido ile­so; aquella vieja encina que el rayo de la muerte de Diana había dejado en pie; aquel anciano que tan pode­rosamente había combatido contra el dolor, en aquella ocasión, abruma­do, abatido, aniquilado por la ale­gría, dio un -paso atrás, dobló las rodillas y, a no estar tan cerca de Bussy habría caído prepicitado de lo alto de la escalera, a la vista de aquella imagen querida, cuyos im­palpables átomos en confuso torbe­llino vagaban delante de sus ojos.

-¡Dios mío! M. de Bussy -ex­clamó Diana bajando apresurada­mente los pocos escalones que del anciano la separaban-; ¿qué tiene mi padre?

Y la joven, asustada al ver aque­lla súbita palidez y el extraño efecto que había causado aquella entrevis­ta, para la cual creía a su padre pre­parado, interrogaba más con los ojos que con la voz.

-El señor barón de Meridor os creía muerta, señora, y os lloraba de la manera que un padre como él debe llorar a una hija como vos.

-¡Cómo! -exclamó Diana-, ¿y..nadie le había desengañado?

-Nadie.

-¡Oh, no, no! -dijo el anciano saliendo de su momentáneo anona­damiento-, nadie, ni aun M. de Bussy.



-¡Ingrato! -dijo a éste en tono de amistosa reconvención.

-¡Oh! sí, tenéis razón, porque este momento compensa todos mis dolores. ¡Oh, mi Diana, mi Diana querida! -continuó aproximando con una mano a sus labios la cabeza de su hija y tendiendo la otra a Bussy.

Luego, levantando la cabeza como si un recuerdo doloroso o un nuevo temor hubiese penetrado en su co­razón, a pesar de la armadura de jú­bilo, si es lícito expresarlo así, que le defendía, agregó:

-¿Pero no decíais, M. de Bussy, que iba a ver a madame de Mon­soreau? ¿Dónde está?

-¡Ah, padre mío! -murmuró Diana.

Bussy reunió todas sus fuerzas y dijo:

-Ante vos la tenéis: el conde de Monsoreau es vuestro yerno.

-¡Cómo! -repuso el anciano- ­¡M. de Monsoreau es mi yerno, y nadie, ni tú misma Diana, me ha dicho nada!

-No quería escribiros, padre mío, por miedo a que la carta cayese en manos del príncipe. Además, yo creía que lo sabíais todo.

-¿Pero qué objeto tienen tan ex­traños misterios? -dijo el anciano.

-¡Ah! sí, padre mío, eso mismo digo yo -exclamó Diana-: ¿por qué M. de Monsoreau os ha dejado creer que yo había muerto? ¿por qué os ha dejado ignorar que él era mi esposo?

El barón, como si recelase pene­trar las tinieblas profundas que en­volvían la conducta del conde de Monsoreau, contemplaba temblando los brillantes ojos de su hija y la expresiva tristeza de Bussy.

Hablando así, habían llegado paso a paso al salón.

-¡M. de Monsoreau mi yerno! -decía el barón estupefacto.

-Eso no debe extrañaros -res­pondió en tono de dulce reconven­ción-; ¿no me mandasteis que me casara con él, padre mío?

-Sí, si te salvaba.

-Pues bien, me salvó -murmuró con voz sorda Diana, cayendo en una silla colocada cerca de su recli­natorio-, me salvó, no de la des­gracia, pero al menos de la deshonra.

-Entonces, ¿por qué me dejó en la creencia de que habíais muer­to, cuando yo tan amargamente te lloraba? -repitió el anciano­- ¿Por qué me dejaba morir de deses­peración cuando una palabra, una sola, podía volverme la vida?

-¡Oh! aquí hay algún misterio -exclamó Diana-. ¡Padre mío, ya no me abandonaréis! M. de Bussy, vos nos protegeréis, ¿no es cierto?

-¡Ah, señora! -dijo el joven in­clinándose-, yo no debo mezclar­me en los secretos de vuestra fami­lia. Viendo la extraña conducta de vuestro esposo, he debido traeros un defensor que pudieseis mostrar a todo el mundo, y he ido a buscarle a Meridor. Estáis al lado de vuestro padre y yo me retiro.

-Tiene razón -dijo con tristeza el anciano-. M. de Monsoreau ha temido la cólera del duque de An­jou y M. de Bussy la teme también.

Diana lanzó al joven una mirada que significaba:

-Vos, a quien llaman el valiente, ¿tenéis miedo del duque de Anjou como podría tenerlo M. de Monso­reau?

Bussy comprendió lo que aquella mirada quería decir y se sonrió.

-Señor barón -dijo-; perdo­nadme la pregunta singular que voy a hacer, y vos, señora, en gracia del deseo que tengo de serviros, perdo­nadme también.

El padre y la hija se miraron y aguardaron a que Bussy se explicase.

-Señor barón -continuó Bus­sy-, preguntad a madame de Mon­soreau...

Y pronunció con marcada inten­ción estas últimas palabras; pero viendo el dolor que causaban a Dia­na, agregó:

-Preguntad a vuestra hija si es feliz en el matrimonio que vos la habéis mandado contraer y que ella ha consentido.

Diana cruzó las manos y exhaló un gemido. Esta fue la única con­testación que pudo dar a Bussy: verdad es que ninguna otra habría sido tan positiva.

Los ojos del anciano barón se llenaron de lágrimas, porque empe­zaba a ver que la amistad, tal vez demasiado precipitada, que había profesado a monsieur de Monsoreau, contribuía en gran manera a la des­gracia de su hija.

-Ahora bien -dijo Bussy-, ¿es cierto que habéis dado la mano de vuestra hija a M. de Monsoreau, sin que a ello os obligase ni por la as­tucia ni por la violencia?

-Sí, si la salvaba.

-Y la salvó en efecto. Entonces no tengo necesidad de preguntaros si pensáis cumplir vuestra palabra.

-Es una ley para todos y mucho más para los nobles: vos debéis saberlo mejor que ninguno. M. de Monsoreau ha salvado la vida a mi hija según ella misma confiesa; por tanto, mi hija es de M. de Mon­soreau.

-Señora -repuso Bussy-, ya veis que yo tenía razón cuando os dije que nada tenía que hacer aquí. El señor barón os da a M. de Mon­soreau y vos misma le prometisteis ser suya en caso de que volvieseis a ver a vuestro padre sano y salvo.

-¡Ah! no me despedacéis el co­razón, M. de Bussy -exclamó Dia­na aproximándose al joven-; mi padre no sabe que tengo miedo de ese hombre, mi padre no sabe que le aborrezco, mi padre se obstina en considerarle como mi salvador y yo le miro como mi verdugo.

-¡Diana, Diana! -dijo el ba­rón-; M. de Monsoreau te ha sal­vado.

-Sí -exclamó Bussy, arrastra­do por la violencia de su emoción fuera de los límites en que hasta en­tonces su prudencia y delicadeza le habían mantenido-; es verdad, ¿pero estáis cierto de que el peligro no era menor de lo que creíais? ¿es­táis seguro de que no era aparente, de que ... ? ¿qué se yo?. . . Oídme, barón; aquí hay un misterio que fal­ta aclarar y que yo aclararé. Pero lo que puedo deciros desde ahora es que si yo me hubiese visto en lu­gar de M. de Monsoreau, habría salvado igualmente del deshonor a vuestra hija, inocente y bella y ¡por Dios, que me oye! no la habría he­cho pagar ese servicio.

-Pero él la amaba -replicó M. de Meridor que conocía cuán odiosa había sido la conducta de M. de Monsoreau-, él la amaba y algo se ha de perdonar al amor.

-¿Y yo? -exclamó-, ¿por ven­tura yo...?

Pero asustado ante la confesión que involuntariamente iba a esca­pársele, se detuvo, y el brillo de sus ojos concluyó la frase que incom­pleta había expirado en sus labios.

Pero Diana la comprendió, y más acaso que si hubiera sido completa.

-Me habéis entendido, ¿no es verdad? -dijo ruborizándose­-. Pues bien, amigo mío, hermano mío, me habéis pedido estos dos títulos y os los doy; ¿nada podéis hacer por mí?

-¡Mas el duque de Anjou! ¡el duque de Anjou! -murmuró el an­ciano que en la cólera del príncipe veía suspendida sobre su cabeza la tempestad que le amenazaba.

-No soy de los que temen la có­lera de los príncipes, señor barón -repuso el joven-, y mucho me engaño o no es la del duque de An­jou la que tenemos que temer. Si queréis, yo os haré tan amigo del príncipe, que él será quien os pro­teja contra M. de Monsoreau, del cual viene, estad seguro de ello, el verdadero peligro, peligro descono­cido, pero cierto; invisible, pero tal vez inevitable.

-Pero si el duque sabe que Dia­na no ha muerto, todo lo perdere­mos- observó el anciano.

-Vamos -dijo Bussy-, veo que por más que os diga, creéis a M. de Monsoreau más que a mí y primero que a mí. No hablemos ya de esto; no aceptéis mi oferta, rehusad el auxilio poderoso que yo quería pro­porcionaros; arrojaos en brazos de ese hombre que tan bien ha justifi­cado vuestra confianza. Ya os he dicho: he cumplido mi misión y nada tengo que hacer aquí. ¡Adiós, señor barón, adiós, señora, me reti­ro, ya no me veréis más, adiós!

-¡Oh! -exclamó Diana toman­do la mano del joven-, ¿me habéis visto a mí confiar en él? No, yo os lo suplico de rodillas, M. de Bussy, no me abandonéis.

Bussy apretó las hermosas manos de Diana y toda su cólera se des­hizo como se deshace la nieve en la cresta de la montaña al cálido aliento del sol de mayo.

-Pues lo queréis, sea -repuso-, acepto la santa misión que me con­fiáis, y antes de tres días (porque necesito este tiempo para ver al prín­cipe, que está de peregrinación en Chartres con el rey), antes de tres días tendré alguna noticia que da­ros, o perderé el nombre que tengo.

Luego, acercándose a ella con una embriaguez que inflamaba a un tiem­po su aliento y sus miradas, le dijo en voz baja:

-Somos aliados contra Monso­reau; recordad que no es él quien os ha traído a vuestro padre, y no me seáis pérfida.

Y estrechando por última vez la mano del barón, salió del aposento.

XXVI. EL DESPERTAR DEL PADRE GORENFLOT

Dejamos a nuestro amigo Chicot en éxtasis delante del no interrum­pido sueño y de los magníficos ron­quidos del P. Gorenflot. Después de haber encargado mucho al posadero que no hablase una palabra a na­die de su salida a las diez de la noche ni de su vuelta a las tres de la mañana, le hizo seña de que se retirara y se llevase la luz.

Como maese Claudio Bonhomet había observado que en las relacio­nes que existían entre el bufón y el fraile, el bufón era siempre el que pagaba, tenía a éste en gran estima, al paso que el fraile no le inspiraba sino muy poco respeto.

En su consecuencia, prometió a Chicot no despegar sus labios, y se ausentó dejando a los dos amigos a obscuras, según se le había encar­gado.

Después notó Chicot una cosa que excitó su admiración, y era que el padre Gorenflot roncaba y habla­ba a la par, lo cual era señal, no de una conciencia cargada de remordi­mientos, como podría creerse, sino de un estómago atestado de viandas.

Las palabras que pronunciaba Go­renflot en su sueño, formaban unas a otras una horrible mescolanza de elocuencia sagrada y de máximas báquicas.

Chicot observó que si permanecía en una obscuridad completa, le cos­taría mucha dificultad hacer la res­titución que le faltaba, para que el P. Gorenflot al salir de su sueño no sospechase nada; en efecto, Chicot podía dar un paso imprudente y pisar alguno de los cuatro extremos del fraile, cuya dirección desconocía, y sacarle con el dolor de su letargo.

Con el objeto de iluminar un poco la escena y evitar lo que temía so­pló los carbones de la chimenea.

Al ruido de aquel soplo, Goren­flot cesó de roncar y balbuceó: -Hermanos míos, hace un viento terrible: es el aliento del Señor que me inspira.

Y volvió a roncar.

Chicot aguardó un momento a que el sueño hubiese recobrado su imperio y comenzó a desenvolver al fraile de entre los manteles en que al salir le había arropado.

-Vurrr -dijo Gorenflot-. ¡Qué frío! si sigue así, no' podrán madu­rar las uvas.

Chicot se detuvo, esperó un ins­tante y luego volvió a su operación.

-Ya conocéis mi celo, hermanos -prosiguió el fraile-: todo por la Iglesia y monseñor de Guisa.

-¡Canalla! -dijo Chicot.

-Esta es mi opinión -repuso Gorenflot-, mas lo cierto es ...

-¿Qué? -preguntó Chicot, le­vantando al fraile para ponerle sus hábitos.

-Lo cierto es que el hombre es más fuerte que el vino; el P. Go­renflot ha luchado contra el vino, como Jacob contra el ángel, y el P. Gorenflot ha vencido al vino.

Chicot se encogió de hombros. Este ademán intempestivo hizo abrir un ojo al fraile, el cual vio sobre su cabeza la sonrisa de Chi­cot, que al dudoso resplandor de la chimenea parecía lívida y siniestra.

-¡Ah! dejémonos de fantasmas y de duendes -exclamó el fraile, como si se quejase a algún diablo familiar, que de los pactos que con él tenía hechos se había olvidado.

-Está como un zaque -murmu­ró Chicot acabando de ponerle el hábito y tapándole la cabeza con la capucha.

-Muy bien -dijo Gorenflot-: se conoce que el sacristán ha cerra­do la puerta del coro, pues ya no entra aire.

-Despierta ahora si quieres -di­jo Chicot-; ya no me importa.

-El Señor ha oído mis súplicas -murmuró el fraile, y el aquilón que había enviado para helar las viñas se ha convertido en suave céfiro.

-Amén -repuso Chicot.

Y haciendo una almohada con las servilletas, y tapándose con una par­te del mantel, dejando la otra al fraile, se durmió al lado de su com­pañero.

Ya estaba muy entrado el día cuando la luz que daba a Gorenflot en los ojos, y la voz ruda del hués­ped que reñía a los marmitones, lo­graron disipar un tanto el denso va­por que trastornaba sus ideas.

Se incorporó, y con el auxilio de las dos manos logró acomodarse so­bre la parte que la naturaleza pre­visora ha dado al hombre para que sea su principal centro de gravedad.

Realizado este esfuerzo, no sin dificultad, se puso a considerar el significativo desorden de la vajilla, y después fijó su atención en Chi­cot, que en virtud de la graciosa cir­cunflexión de uno de sus brazos, podía verlo todo sin perder un solo gesto del fraile. El gascón roncaba con tanta naturalidad, que hacía ho­nor a su superior talento imitativo, de que tantas veces hemos hablado.

-¡Hermoso día! -exclamó Go­renflot-, ¡diantre! no parece sino que he pasado aquí la noche.

Luego, reuniendo sus ideas, dijo:

-¿Y el convento? ¡Oh, oh!

Y sé puso a atar el cordón del hábito, de lo cual Chicot se había olvidado.

-Es igual -añadió el fraile-; ¡qué sueño tan extraño he tenido! Me parecía que estaba muerto y en­vuelto en un sudario manchado de sangre.

Gorenflot no se engañaba del todo, pues al despertarse había to­mado el mantel por un sudario y las manchas de vino por gotas de sangre.

-Por fortuna, era sueño -excla­mó mirando a todas partes.

En este examen su vista se detu­vo de nuevo en Chicot, el cual, co­nociendo que el fraile le miraba, roncaba cada vez más.

-¡Qué dichoso es en dormir así! ¡Ah! duerme porque no se halla en la situación que yo.

Y lanzó un suspiro casi igual al ronquido de Chicot, de suerte que el suspiro habría probablemente des­pertado al gascón, si realmente hu­biese estado durmiendo.

-¿Le despertaré para preguntarle su opinión? Es hombre de buen con­sejo.

-Chicot aumentó la fuerza de sus ronquidos, pasando de la imita­ción del órgano a la imitación del trueno.

-No continuó Gorenflot-, eso le daría demasiada ventaja sobre mí. Ya se me ocurrirá alguna buena mentira, sin necesidad de él. Pero cualquiera que sea esta mentira -prosiguió-, trabajo me costará evitar el calabozo, y no es precisa­mente el calabozo lo que temo, sino el estar a pan y agua, que es la con­secuencia. Si al menos tuviese algún escudo para seducir al padre car­celero.

Al oír esto Chicot sacó sutilmente de la ropilla una bolsa bastante re­pleta, y la ocultó debajo de su cuerpo.

No era precaución inútil, pues Go­renflot, más contrito que nunca, se aproximó a su amigo murmurando estas melancólicas palabras:

-Si estuviera despierto, no me negaría un escudo; mas su sueño es sagrado para mí, y voy a tomarlo.

Diciendo y haciendo, el P. Go­renflot se arrodilló junto a Chicot y le registró delicadamente los bol­sillos.

Chicot, no obstante el ejemplo que su compañero le había dado, no cre­yó conveniente apelar a su diablo familiar, y le dejó que registrase cuanto quisiera en uno y otro bol­sillo de la ropilla.

-¡Es extraño! -dijo el fraile-, no tiene nada en los bolsillos: tal vez lo tendrá en el sombrero.

Mientras Gorenflot iba en busca del sombrero, Chicot sacó la bolsa, la vació en la mano y se la intro­dujo vacía en el bolsillo de los cal­zones.

-Tampoco hay nada en el som­brero -dijo el fraile-, ¡es sorpren­dente! mi amigo Chicot, que es un loco inteligente y previsor, jamás sale de su casa sin dinero. ¡Ah, pi­caruelo! -añadió con una sonrisa que le hendió la boca hasta las ore­jas-, se me olvidaba que podías tenerlo en los calzones.

Metió la mano en el bolsillo de los calzones y sacó la bolsa vacía.

-¡Jesús! -murmuró-, ¿y la cena, quién la pagará?

Esta idea produjo en el fraile pro­funda impresión, porque al instante se levantó y con paso todavía un poco vacilante, pero rápido, se diri­gió a la puerta, atravesó la cocina, sin entablar conversación con el huésped, a pesar de los cumplidos que éste le hacía, y escapó.

Entonces Chicot volvió el dinero a la bolsa y la bolsa al bolsillo, se reclinó de codos en la ventana, don­de daba ya un rayo de sol, y olvidó a Gorenflot abismándose en una me­ditación profunda.

Entretanto el padre limosnero, con sus alforjas al hombro, continuaba su camino con aire compungido, que a cualquiera podía parecer recogi­miento, pero que no era sino medi­tación, porque Gorenflot maquinaba una de esas magníficas mentiras de fraile perdulario o de soldado cala­vera, mentiras, cuyo fondo es siem­pre el mismo, mientras la trama está bordada caprichosamente según la imaginación del embustero.

Al divisar Gorenflot desde lejos las puertas del convento, le parecie­ron más negras que de ordinario, y dedujo desagradables indicios de la presencia de muchos frailes, que en el umbral conversaban, dirigiendo de vez en cuando sus inquietas mi­radas hacia los cuatro puntos car­dinales.

Apenas hubo salido por la calle de Santiago, cuando sufrió uno de los más horribles ataques de miedo que había tenido en toda su vida, pues observó entre los frailes un gran movimiento al verle.


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