Alejandro dumas



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Gorenflot es tan sencillo en sus hábitos, que nunca ha pensado en aprovecharse de su posición para hacerse abrir las puertas. Le han dicho: padre está prohibido salir, y no ha salido.

Nadie sospecha el deseo interior que transforma para él en desgracia la felicidad del convento.

Así, viendo que su tristeza se au­mentaba de día en día, el prior del convento le dice una mañana:

-Querido hermano Gorenflot, nadie debe combatir su vocación; la vuestra es militar por Cristo; id, pues, a cumplir la misión que el Señor os ha encomendado; no os encargo otra cosa sino que cuidéis de vuestra preciosa vida y volváis para el gran día.

-¿Qué gran día? -pregunta Go­renflot absorto en su júbilo.

-El día del Corpus.



-Ita -exclama el fraile en tono inteligente-; pero a fin de prepa­rarme cristianamente a recibir li­mosnas, dadme algún dinero.

El prior se apresura a dar a Go­renflot una repleta bolsa, en la cual el fraile hunde su ancha mano.

-Ya veréis lo que traigo al con­vento -dice guardando en el pro­fundo bolsillo de su hábito el dine­ro que acaba de tomar de la bolsa del prior.

-¿Tenéis preparado otro texto? -pregunta José Foulon.

-Sí, ciertamente.

-Confiádmelo.

-De buena gana, pero a vos solo.

El prior se aproxima a Gorenflot y presta atención.

-Escuchad.

-Ya escucho.

-El látigo que azota el grano se azota a sí mismo -dice Gorenflot.

-¡Oh, magnífico!; ¡Oh, sublime! -exclama el prior.

Y los concurrentes, participando por confianza del entusiasmo de su superior, repiten con él:

-¡Magnífico! ¡Sublime!

-Y ahora, padre, ¿estoy libre? -pregunta Gorenflot con humildad.

-Sí, hijo mío -responde el re­verendo prior-, id, y caminad por la senda del Señor.

Gorenflot hace ensillar a Panur­go, sube sobre él con el auxilio de dos vigorosos frailes, y sale del con­vento a las siete de la tarde.

Esto acontecía en el día mismo en que San Lucas llegó de Meridor: las noticias que se recibían de An­jou tenían a todo París en conmo­ción.

Gorenflot, luego de haber segui­do la calle de San Esteban acaba­ba de torcer a la derecha, cuando al llegar más allá de los Jacobinos sintió temblar a Panurgo: una mano vigorosa acababa de posarse sobre sus ancas.

-¿Quién va allá? -preguntó asustado.

-Amigo -contestó una voz que Gorenflot creyó conocer.

Buenas ganas tenía el fraile de volverse, pero del mismo modo que los marinos que siempre que se em­barcan necesitan acostumbrar de nuevo los pies al movimiento del barco, así él, siempre que montaba sobre su asno necesitaba algún tiem­po para encontrar el centro de gra­vedad.

-¿Qué queréis? -dijo.

-Tendréis la bondad, reverendo padre -repuso la voz-, de mos­trarme el camino del Cuerno de la Abundancia.

-¡Pardiez! -exclamó Gorenflot gozoso en extremo-; es. M. Chicot en persona.

-Precisamente -respondió el gascón-; iba a buscaros al conven­to cuando os vi salir; os seguí por algún tiempo sin decir nada, por no comprometerme, pero ahora que estamos solos ya no hay cuidado, ¿que tal, cogulla? ¡voto al diablo, lo que habéis enflaquecido!

-Y vos, M. Chicot, habéis en­gordado.

-Creo que nos adulamos mutua­mente.

-¿Qué lleváis ahí, M. Chicot? -preguntó el fraile-; muy carga­do parecéis.

-Es una pierna de gamo que he robado a Su Majestad -dijo el gas­cón-; nos la comeremos asada.

-¡Querido M. Chicot! -dijo el fraile-, ¿y en el otro brazo?

-Es un frasco de vino de Chipre que ha enviado a Su Majestad otro rey.

-Veamos -dijo Gorenflot.

-Este es el vino que más me agra­da -dijo Chicot abriendo un poco la capa-, ¿y a vos padre?

-¡Oh! -exclamó Gorenflot vien­do el frasco y la pierna del gamo y gallardeándose con tanto vigor sobre su cabalgadura que la hizo doblar las piernas-. ¡Oh, oh!

Y en un arrebato de alegría, le­vantó los brazos al cielo y con voz que hizo temblar a izquierda y a derecha las vidrieras de todas las casas, cantó acompañándole Panur­gó con suaves rebuznos lo que si­gue:

La música tiene encantos,

mas sólo al oído alegra,

las flores tienen perfumes

pero el olor no alimenta;

el cielo agrada a la vista,

¿mas quién a tocarlo llega?

sólo el vino, que sentirse,

beberse y tocarse pueda,

es preferible a las flores,

a música, cielo y tierra.

Era la primera vez que Goren­flot cantaba desde que de regreso de su expedición había entrado en el convento.

LXXIII. ESCULAPIO Y MERCURIO

Dejemos a los dos amigos entrar en la hostería del Cuerno de la Abundancia, adonde Chicot, como es sabido, no llevaba nunca al frai­le sino con intenciones cuya gra­vedad se hallaba éste muy lejos de sospechar, y volvamos a M. de Mon­soreau que sigue en su litera el ca­mino de Meridor a París, y a Bus­sy que salió de Angers con el pro­pósito de tomar el mismo camino.

-No solamente es fácil a quien lleva un buen caballo alcanzar a las personas que van a pie, sino que corre el riesgo de adelantarlas.

-Así sucedió a Bussy.

Corrían los últimos días de ma­yo y el calor era grande, sobre todo al mediodía. Así fue que M. de Monsoreau mandó hacer alto en un bosquecillo que encontraron a un lado del camino, y como deseaba que el duque de Anjou no supiese sino lo más tarde posible su salida de Meridor, puso gran cuidado que todas las personas de su séquito entrasen con él en la espesura del bosque para dejar pasar el mayor calor del sol. Llevaban un caballo cargado de provisiones y pudieron por tanto satisfacer el hambre sin pedir ayuda a nadie.

Entretanto pasó Bussy de largo.

Pero Bussy, como puede suponer­se, iba preguntando a cuantos ha­llaba si habían visto una litera lle­vada por paisanos y escoltada por algunas personas a caballo.

Hasta la aldea de Durtal fue ad­quiriendo las noticias más positivas y satisfactorias, y seguro de que Dia­na le precedía puso su caballo al paso, alzándose sobre los estribos siempre que llegaba a alguna emi­nencia, a fin de divisar a lo lejos la reducida caravana en cuyo segui­miento iba. Mas, contra sus espe­ranzas, le faltaron de improviso las noticias; los viajeros a quienes en­contraba no habían visto a nadie, y al llegar a las primeras casas de Flecha se convenció que Diana y su marido en lugar de ir delante se habían quedado atrás.

Entonces se acordó del bosqueci­llo que había encontrado en el camino y conoció la causa de los re­linchos de su caballo, que induda­blemente había olfateado a los de­más al pasar por aquel sitio.

Tomó al momento el partido de detenerse en el peor mesón de la ca­lle, y después de haber cuidado de que a su caballo nada le faltase, juzgando que podría tener necesidad de valerse de su vigor y que le im­portaba más bien mirar por él que por sí mismo, se colocó cerca de una ventana teniendo cuidado de ocultarse detrás de un pedazo de tela que servía de cortina.

Lo que decidió a Bussy a elegir el peor mesón fue el haber observa­do que caía enfrente del mejor del pueblo, y figurarse que Monsoreau se detendría en él.

Y no era desacertado este cálculo, porque a las cuatro de la tarde vio detenerse un correo a la puerta de la hostería.

Media hora después llegó la ca­ravana.

Componíase ésta de cuatro per­sonajes principales, el conde, la con­desa, Remigio y Gertrudis, y de ocho personajes secundarios que condu­cían la litera y que se relevaban de legua en legua.

El correo llevaba el encargo de preparar los relevos, y como Mon­soreau tenía demasiados celos para no ser generoso, aquel su modo de viajar, aunque extraño e inusitado, no hallaba dificultades ni sufría re­traso alguno.

Los personajes principales entra­ron sucesivamente en la hostería; Diana se quedó la última y Bussy creyó observar que miraba inquie­ta a todas partes. Esta observación le inspiró la idea de descubrirse, pe­ro tuvo valor para contenerse y no cometer .una imprudencia que podía perderles.

Esperaba que por la noche saliera Remigio, o Diana se asomara a al­gún balcón; con esta esperanza cuan­do obscureció se embozó en la capa y se puso de centinela en la calle.

Así aguardó hasta las nueve; a las nueve salió el correo.

Cinco minutos después se acer­caron ocho hombres a la puerta; cuatro de ellos entraron en la hos­tería.

-¡Hola! -exclamó Bussy-, ¿ca­minarán de noche? Sería una exce­lente idea.

En efecto, todas las circunstancias se reunían para dar probabilidades a esta suposición. La noche era her­mosa, el cielo se ostentaba tachona­do de estrellas, y una de esas bri­sas que parecen el aliento de la tie­rra rejuvenecida, cruzaba el espa­cio cariñosa y perfumada.

La litera salió la primera. Luego salieron a caballo Diana, Remigio y Gertrudis.

Diana miró otra vez con aten­ción a todas partes, pero en aquel momento la llamó el conde y se vio obligada a aproximarse a la li­tera.

Cuatro de los paisanos encendie­ron teas y se colocaron a los dos lados del camino.

-Bueno -dijo Bussy-, yo mis­mo que hubiese arreglado los deta­lles de esta marcha no podría ha­berlo hecho mejor.

Y volviendo a su mesón ensilló el caballo y echó a andar detrás de la comitiva.

Ya no era posible equivocar el camino o perder de vista a los via­jeros, pues las luces indicaban cla­ramente por dónde iban.

Monsoreau no dejaba que Diana se apartase de él un instante.

Hablaba con ella o más bien la reñía. Aquella visita al invernadero servía de pretexto a inagotables comentarios y a una multitud de venenosas preguntas.

Remigio y Gertrudis se manifes­taban resentidos uno de otro, o me­jor dicho, Remigio iba pensativo y Gertrudis resentida.

La causa de aquel resentimiento era fácil de explicar. Remigio no veía ya la necesidad de enamorar a Gertrudis desde que Diana co­rrespondía al amor de Bussy.

Marchaba, pues, la comitiva, los unos disputando, los otros ceñudos, cuando Bussy, que les seguía a lo le­jos, para advertir a Remigio su lle­gada hizo sonar un silbato de plata con el cual acostumbraba llamar a los criados en su casa de la calle de Grenelle Saint Honoré.

El sonido de aquel silbato era tan agudo y vibrante, que se oía de un extremo a otro de la casa y ponía en movimiento a personas y animales.

Decimos a personas y animales, porque Bussy, como todos los hom­bres fuertes, se divertía en adiestrar perros de presa, caballos indoma­bles y halcones bravíos. Al sonido de aquel silbato se estremecían los perros en su perrera, los caballos en su caballeriza y los halcones en sus pértigas.

Remigio lo reconoció al momen­to; Diana se estremeció y miró al joven, el cual hizo una seña afir­mativa.

Después pasó por su izquierda y le dijo en voz baja:

-Él es.


-¿Qué es eso? -interrogó Mon­soreau-. ¿Quién os habla, seño­ra?

-¿A mí? nadie.

-Sí tal; ha pasado una sombra a vuestro lado y he oído una voz.

-Esa voz -repuso Diana- es la de M. Remigio; ¿tenéis celos tam­bién de M. Remigio?

-No; pero me gusta oír hablar alto porque así me distraigo.

-Hay, no obstante, cosas que no se pueden decir delante del señor conde -interrumpió Gertrudis, acu­diendo al auxilio de su ama.

-¿Por qué?

-Por dos motivos.

-¿Y cuáles son?

-El primero porque se pueden decir cosas que no interesen al se­ñor conde, y el segundo, porque se pueden decir cosas que le interesen con exceso.

-¿Y de qué especie eran las cosas que M. Remigio acaba de decir a la señora?

-De las que interesan demasiado al señor conde.

-¿Qué os decía M. Remigio, se­ñora? deseo saberlo.

Al siniestro resplandor de las lu­ces, pudo entonces verse el semblan­te de Monsoreau, que se puso tan pálido como el de un cadáver.

Diana, inquieta y pensativa, guar­daba silencio.

-Atrás os aguarda -le dijo Re­migio, con voz apenas inteligible-, acortad un poco el paso y os alcan­zará.

Remigio habló en voz tan baja que Monsoreau sólo oyó un murmu­llo: hizo un esfuerzo, echó la ca­beza atrás y vio a Diana que le seguía.

-Si hacéis otro movimiento co­mo éste, señor conde -exclamó Re­migio-, no respondo de que se detenga la hemorragia.

Diana había adquirido ya cierta audacia nacida del amor, el cual arrastra por lo general más allá de los límites regulares a toda mujer realmente apasionada: volvió, pues, la brida, y esperó.

En el mismo instante se apeó Re­migio del caballo, cuya brida dio a Gertrudis, y se acercó a la litera para distraer la atención del enfer­mo.

-Veamos ese pulso -dijo-, apuesto a que tenéis fiebre.

Pocos segundos después se halla­ba Bussy al lado de Diana.

Los dos jóvenes no tenían nece­dad de hablar para entenderse; por algunos instantes permanecieron suavemente abrazados.

Bussy fue el primero que rompió el silencio.

-Ya ves -dijo-, que adonde quiera que vas te sigo.

-¡Oh, cuán bellos serán mis días, Bussy, y cuán deliciosas mis noche sabiendo que tú estás cerca de mí!

-Más, durante el día nos verá.

-No, nos seguirás de lejos, y yo seré solamente la que te vea, queri­do Luis. A la vuelta de un camino, o en la cima de un montecillo, la pluma de tu sombrero, el embozo de tu capa o tu pañuelo flotante, todo me hablará en tu nombre, todo me dirá que me amas. Y cuando baje el día, y la azul neblina des­cienda a la llanura, me contempla­ré dichosa, muy feliz, si veo tu dul­ce sombra inclinarse para enviarme el beso de la noche.

-Sigue hablando, Diana, amada mía, tú no sabes cuánta armonía hallo en tu dulce voz.

-Y cuando caminemos de noche, lo cual sucederá con frecuencia, por­que Remigio le ha dicho que el fres­co es bueno para sus heridas, en­tonces, de vez en cuando, me queda­ré atrás, podré estrecharte en mis brazos y con apretar tu mano te diré cuánto he pensado en ti du­rante el día.

-¡Oh, cuánto te amo! -murmu­ró Bussy.

-Creo -repuso Diana-, que nuestras almas están tan estrecha­mente unidas, que aun separados, sin hablarnos y sin vernos, sólo 'el pensar uno en otro nos hará felices.

-¡Oh! sí, pero la felicidad de verte, la de estrecharte en mis bra­zos... ¡oh, Diana, Diana!

Y los dos caballos caminaban tan unidos que se tocaban, sacudiendo sus argentadas bridas, y los dos amantes se abrazaban y se olvida­ban del mundo entero.

De pronto resonó una voz que hizo temblar a ambos, a Diana de miedo, a Bussy de ira.

-¡Diana! -decía aquella voz-, ¿dónde estáis? Diana, responded.

Y aquel grito hendió los aires co­mo una fúnebre evocación.

-¡Oh, es él, es él! ya lo había olvidado -murmuró Diana-; ¡es él, yo estaba soñando! ¡oh dulce sueño! ¡oh terrible realidad!

-Escuchad -exclamó Bussy-; escucha Diana: ahora estamos reunidos, di una palabra y nadie po­drá arrancarte de mi lado. Huya­mos, Diana, ¿quién nos lo impide? mira, delante de nosotros se nos presenta la dicha, la libertad; di una palabra y huiremos; una pala­bra, y perdido para él, me pertene­ces eternamente.

Y el joven la detenía dulcemente.

-¿Y mi padre? -dijo Diana.

-Cuando el barón sepa que yo te amo. . . -murmuró Bussy.

-¡Oh! -dijo Diana-, ¡mi pa­dre! ¿Cómo puedes imaginar?...

Estas solas palabras hicieron vol­ver a Bussy en su acuerdo.

-Nada quiero por violencia, que­rida Diana -dijo-, manda y obe­deceré.

-Escucha -dijo Diana alargan­do la mano-, nuestro destino está allí; seamos más fuertes que el demonio que nos persigue; no temas nada y verás si sé amar.

-¡Conque es preciso separarnos! -murmuró Bussy.

-¡Condesa, condesa! -gritó Monsoreau-, contestad o aunque me mate me echo abajo de esta in­fernal litera.

-Adiós -dijo Diana-, adiós: lo haría como lo dice, se mataría.

-¡Y tú le compadeces!

-¡Celoso! -exclamó Diana, con hechicero acento y encantadora son­risa.

Bussy la dejó marchar.

En dos brincos se puso Diana jun­to a la litera y halló al conde casi desmayado.

-¡Deteneos! -murmuraba Mon­soreau-, ¡deteneos!

-¡Pardiez! -decía Remigio-, seguid adelante, está loco, si quie­re matarse que se mate.

Y la litera seguía andando.

-¿Pero a quién llamáis? -decía Gertrudis-, mi señora está aquí, a mi lado, venid señora y respon­dedle; sin duda alguna el señor con­de delira.

Diana, sin decir una palabra, en­tró en el círculo de luz que el res­plandor de las teas formaba.

-¡Ah! -dijo Monsoreau, rendi­do de fatiga-. ¿Dónde estabais?

-¿Dónde queréis que estuviese, sino detrás de vos?

-A mi lado, señora, a mi lado; no os separéis de mí.

Diana no tenía ya ningún motivo para quedarse atrás; sabía que Bus­sy la seguía y si hubiera hecho lu­na habría podido verle.

Así llegaron a otro pueblo; Mon­soreau descansó algunas horas y luego dio orden de proseguir la marcha. Tenía prisa, no por llegar a París sino por alejarse de An­gers.

Remigio decía por lo bajo:

-Si revienta de rabia tanto me­jor, así se salvará el honor del mé­dico.

Pero Monsoreau no se murió, al contrario, al cabo de diez días llegó a París y se mejoró bastante.

Remigio era en efecto hábil fa­cultatívo, más hábil de lo que él hu­biera deseado.

En los diez días que duró el viaje, Diana, a fuerza de ternezas, había logrado vencer el orgullo de Bussy y arrancarle la promesa de presen­tarse en casa de Monsoreau, para aprovecharse de la amistad que le manifestaba.

El pretexto de la visita era muy sencillo: informarse de la salud del enfermó.

Remigio asistía al marido y en­tregaba a la mujer las cartas de Bussy.

-Dos cargos reúno -decía-, el de Esculapio y el de Mercurio.

LXXIV. EL EMBAJADOR DEL SEÑOR DUQUE DE ANJOU

La noticia de la disensión que ha­bía estallado entre los dos hermanos adquiría cada día más importancia, a causa de la ausencia de Catalina y del duque de Anjou.

El rey no recibía aviso ninguno de su madre y en vez de deducir de aquí según el proverbio, que había buenas noticias, decía por el contra­rio meneando la cabeza.

-Malas noticias hay cuando no recibo aviso alguno.

Los favoritos añadían:

-Vuestro mal aconsejado herma­no habrá detenido en su poder a la reina madre.

Vuestro mal aconsejado hermano. Efectivamente en estas palabras se resumía toda la política de aquel reinado singular y de los tres rei­nados anteriores.

Mal aconsejado fue Carlos IX cuando dispuso, o al menos autori­zó, los asesinatos del día de San Bartolomé: mal aconsejado fue Francisco II cuando ordenó las eje­cuciones de Amboise: mal aconse­jado fue Enrique II, padre de toda aquella raza perversa, cuando man­dó quemar a tantos herejes y cons­piradores antes de morir a manos de Montgommery, el cual, según se de­cía, fue también mal aconsejado cuando el palo de su lanza penetró en la visera del casco de su rey.

Nadie osa decir a un rey:

Vuestro hermano tiene mala san­gre en las venas, y siguiendo la cos­tumbre de los individuos de vues­tra familia trata de destronaros, de encerraros en un convento, o de en­venenaros; quiere hacer con vos lo que vos habéis hecho con vuestro hermano mayor, lo que vuestro her­mano mayor con el suyo, lo que vuestra madre os enseñó a todos.

No un rey de aquellos tiempos, un rey del siglo XVI había tomado estas observaciones por ultrajes, por­que un rey era en aquel tiempo un hombre y sólo la civilización moder­na ha podido hacer de él un dios como Luis XIV o un mito irres­ponsable como un rey constitucio­nal. Así, pues, los favoritos decían a Enrique III:

-Señor, vuestro hermano está mal aconsejado.

Y como no había más que una persona que tuviese a la vez la fa­cultad y el talento para aconsejar a Francisco, contra esa sola persona, o lo que es lo mismo, contra Bussy se suscitaba la tempestad cada día más furiosa y próxima a estallar.

Tratábase en los consejos públicos de buscar medios de intimación y en los consejos privados de buscar medios de exterminio, cuando llegó la noticia de que el duque de An­jou mandaba un embajador.

¿Cómo llegó esta noticia? ¿quién la llevó? ¿quién la hizo circular?...

Tan fácil habría sido el saberlo, como saber cómo se forman las man­gas de viento en el aire, los remoli­nos de polvo en el campo y los torbellinos de ruido en las ciudades.

Hay un demonio que pone alas a ciertas noticias, y las suelta como águilas en el espacio.

La que acabamos de decir causó en el Louvre una conflagración ge­neral. El rey se puso pálido de ira y los cortesanos, exagerando como de costumbre la pasión de su amo, se pusieron lívidos.

Se hicieron juramentos, sería muy difícil decir cuántos y cuáles, mas se juró entre otras cosas:

Que si el embajador era anciano sería insultado, manteado y encerra­do en la Bastilla.

Que si era joven sería atravesado de parte a parte, descuartizado y picado en pequeños trozos, los cua­les serían enviados a todas las pro­vincias de Francia, como muestra de la cólera del rey.

Los favoritos, según la costum­bre, se ejercitaron en limpiar sus ti­zonas, en tomar lecciones de esgri­ma y en manejar la daga tomando por blanco las paredes.

Chicot dejó su espada y su daga en sus respectivas vainas, y se puso a reflexionar profundamente.

El rey viendo a Chicot reflexionar, se acordó de que un día y en situa­ción difícil, que luego se había me­jorado, había sido su bufón del mismo parecer que la reina madre y que había tenido razón.

Conoció, pues, que la ciencia po­lítica de su reino radicaba en Chi­cot y le interrogó.

-Señor -contestó éste después de un gran rato de meditación-, o el señor duque de Anjou os envía un embajador, o no os lo envía.

-Pardiez -repuso el rey-, esa observación no valía la pena de que por tanto tiempo hayas tenido el puño hundido en la mejilla.

-Paciencia, paciencia, como vuestra augusta madre, que Dios guarde, dice en la lengua de maese Maquiavelo.

-Ya ves que la tengo -añadió el rey-, pues que té escucho.

-Si os envía un embajador, es que cree poder hacerlo. Si cree po­der hacerlo, él que es la prudencia personificada, será porque tenga fuerzas en su auxilio. Si tiene fuer­zas en su auxilio es necesario mos­trarnos atentos con él: respetemos las potencias, engañémoslas, pero no juguemos con ellas; recibamos a su embajador, y demostremos gran sa­tisfacción en verle.

Esto no compromete a nada, ya os acordaréis de cómo abrazó vues­tro hermano al bueno del almirante Coligny que venía como embajador de los hugonotes, los cuales también se juzgaban poderosos.

-Es decir que tú apruebas la política de mi hermano Carlos IX.

-No, entendámonos; cito sola­mente un hecho y añado, que si luego hallamos medio, no de per­judicar a un pobre diablo de heral­do, de enviado, de comisionado o de embajador, sino de coger al amo, al motor, al jefe, 'al muy grande y muy ilustre príncipe el señor duque de Anjou, sólo, único y verdadero culpable (con los tres Guisas, se entiende) y de encerrarle en un fuerte más seguro que el Louvre, deberemos hacerlo.

-Me agrada ese preludio -dijo Enrique III.

-¡Diablo! ¿te gusta, hijo mío? -dijo Chicot-, pues entonces con­tinúo.

-Adelante.

-Más si no envía el embajador, ¿para qué dejas bramar a tus ami­gos?

-¡Bramar!

-Claro está: diría rugir si alguno pudiera creerlos leones; pero digo bramar... porque... Enrique, ver­daderamente que es muy mal visto que esos canallas, más barbudos que los monos de tu casa de fieras, jue­guen como niños al coco, y traten de infundir miedo gritando: ¡buuh! ¡buuh!... Prescindiendo de que si el duque de Anjou no envía a na­die, supondrán que es por ellos, y se juzgarán ya unos personajes.

-Chicot, olvidas que las perso­nas de quienes hablas son amigos míos, mis únicos amigos.

-¿Quieres que te gane mil escu­dos? -preguntó Chicot.

-¿Cómo?

-Apuesta a que la fidelidad de esa gente resistirá a toda prueba, y yo apostaré a seducir de cuatro tres, de aquí a mañana por la noche.


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