Ana Karenina



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Ahora le parecía penetrar más profundamente que nunca en aquella complicación y parecíale que en su cerebro surgía la idea capital –lo podía decir sin presunción–, el pensa­miento que debía aclarar todo el asunto, haciéndole ascender en su camera, abatiendo a sus enemigos, convirtiéndole más útil aún al Estado.

En cuanto el criado, después de llevarle el té, hubo salido del aposento, Alexey Alejandrovich se levantó y se dirigió a la mesa escritorio.

Apartó a un lado la cartera que contenía los asuntos corrientes y, con una sonrisa de satisfacción apenas percepti­ble, sacó el lápiz y se sumió en la lectura de los documentos relativos a aquella complicación.

El rasgo característico de Alexey Alejandrovich como alto funcionario del Estado, el que le distinguía especialmente y el que, unido a su moderación, su probidad, su confianza en sí mismo y su amor propio excesivo, había contribuido más a encumbrarle, era su absoluto desprecio del papeleo oficial, su firme voluntad de suprimir en lo posible los escritos inútiles y tratar los asuntos directamente, solucionándolos con la mayor rapidez y con la máxima economía.

Ocurrió, con esto, que en la célebre Comisión del 2 de ju­nio se expuso el asunto de la fertilización de la provincia de Zaraisk, asunto perteneciente al Ministerio de Karenin y que constituía un claro ejemplo de los gastos estériles que se ha­cían y de los inconvenientes de resolver los asuntos sólo en el papel. Alexey Alejandrovich sabía que eso era justo.

El asunto de la fertilización de Zaraisk había sido iniciado por el antecesor de Karenin. Y en él se habían gastado y gas­taban muchos fondos totalmente en balde, ya que estaba fuera de duda que todo ello no había de conducir a nada.

Al ocupar aquel cargo, Alexey Alejandrovich lo compren­dió en seguida y pensó en ocuparse de ello. Pero hacerlo al principio, cuando se sentía aún poco seguro, no era razonable, teniendo en cuenta que con ello lastimaba muchos intereses. Luego, absorbido ya por otros asuntos, simplemente se había olvidado de aquél, que, como tantos otros, seguía su camino por fuerza de inercia. Mucha gente comía en torno a él, y en especial una familia muy honrada y distinguida por sus dotes musicales, ya que todas las hijas tocaban algún instrumento de cuerda. (Alexey Alejandrovich no sólo les conocía, sino que incluso era padrino de boda de una de las hijas mayores.)

Los enemigos del Ministerio se ocuparon del asunto y se lo reprocharon, con tanta menos justicia cuanto que en todos los Ministerios los había mucho más graves y que nadie tocaba por no faltar a los conveniencias en las relaciones interministeriales.

Pero, puesto que ahora le lanzaban aquel guante, él lo recoge­ría gallardamente y pediría una comisión especial que estudiase el asunto de la fertilización de Zaraisk. No quería, sin embargo, que la cosa quedase en manos de aquellos señores, por lo cual exigió ante todo el nombramiento de otra comisión especial para estudiar el asunto de la organización de la población autóctona.

Aquel asunto se había planteado también ante la Comisión del 2 de junio, y Alexey Alejandrovich lo presentaba con ener­gía como muy urgente por el deplorable estado de la citada población.

En la Comisión, el asunto motivó discusiones de varios Mi­nisterios entre sí. El Ministerio enemigo de Karenin demostraba que el estado de los autóctonos era excelente y que los cambios propuestos podían resultar funestos para la prosperidad de aque­llas poblaciones; que si algo iba mal, se debía a que el Ministerio de Alexey Alejandrovich no cumplía las disposiciones lega­les. Y ahora Karenin se proponía exigir: primero, que se nom­brara otra comisión que estudiara sobre el terreno la situación de las poblaciones autóctonas; segundo, que si se demostraba que su situación era efectivamente la que se desprendía de los datos oficiales que poseía la Comisión, se formara un nuevo comité técnico que estudiara las causas de aquella situación desde el punto de vista político, administrativo, económico, etnográfico, material y religioso; tercero, que el Ministerio adversario pre­sentase datos de las medidas adoptadas durante los últimos años para evitar las malas condiciones en que ahora se encontraban los autóctonos, y cuarto, que se pidiera a dicho Ministerio expli­caciones sobre por qué –según informes presentados a la Co­misión con los números 17017 y 18308, fechas 5 de diciembre de 1863 y 7 de junio de 1864– procedía abiertamente contra la ley orgánica, artículo 18, y observación en el 36.

Un animado color cubrió las mejillas de Alexey Alejandro­vich mientras anotaba rápidamente aquellas ideas. Una vez escrita la primera hoja de papel, se levantó, llamó y mandó una nota al jefe de su despacho para que le enviasen los infor­mes necesarios.

Y tras levantarse y pasear por la habitación, volvió a mirar el retrato, arrugó las cejas y sonrió con desprecio. Leyó de nuevo el libro sobre inscripciones antiguas y a las once se fue a dormir. Cuando, una vez en la cama, recordó lo sucedido con su mujer, ya no le pareció tan terrible.
XV
Aunque Ana contradecía a Vronsky con terca irritación cuando él le aseguraba que la situación presente era imposible de sostener, en el fondo de su alma también ella la conside­raba como falsa y deshonrosa y de todo corazón deseaba mo­dificarla.

Al volver de las carreras con su marido, en un momento de excitación se lo había dicho todo, y, pese al dolor que ex­perimentara al hacerlo, se sintió aliviada. Cuando Karenin se hubo ido, Ana se repetía que estaba contenta; que ahora todo quedaba aclarado, y que ya no tendría necesidad de en­gañar y fingir. Le parecía indudable que su posición quedaría ya, a partir de ahora, definida para siempre; podría ser mala, pero era definida, y en ella no habría ya sombras ni engaños.

El daño que se había causado a sí misma y el que causara a su marido al decirle aquellas palabras sería recompensado por la mayor claridad en que habían quedado sus relaciones.

Cuando, aquella misma noche, se vio con Vronsky, no le contó lo sucedido entre ella y su marido, aunque habría de­bido decírselo para definir la situación.

Al despertar a la mañana siguiente, pensó antes que nada en lo que había dicho a su marido, y le parecieron de tal ma­nera duras y terribles sus palabras que no podía comprender cómo se había decidido a pronunciarlas.

Pero ahora estaban ya dichas y era imposible adivinar lo que podría resultar de aquello, ya que Alexey Alejandrovich se había ido sin decirle nada.

«He visto a Vronsky y no le he contado lo ocurrido», refle­xionaba.

«Incluso cuando se disponía a marchar estuve a punto de llamarle y decírselo todo, pero no lo hice porque pensé que encontraría extraño que no se lo hubiese explicado en el pri­mer momento. ¿Por qué no se lo dije?»

Y al tratar de contestar a tal pregunta, el rubor encendió sus mejillas. Comprendió lo que se lo impedía, comprendió que sentía vergüenza. La situación, que le había parecido aclarada la tarde anterior, se le presentaba de repente no sólo como sin aclarar, sino, además, sin salida. Quedó aterrada ante el des­honor en que se veía hundida, cosa en la cual ni siquiera había pensado. Y al detenerse a reflexionar sobre lo que haría su marido, se le ocurrían las más terribles ideas.

Imaginaba que iba a llegar ahora el administrador para echarla de casa, y que su deshonra iba a ser publicada ante to­dos. Se preguntaba a dónde iría cuando la echaran de allí y no encontraba contestación.

Al recordar a Vronsky, se figuraba que él no la quería, que empezaba a sentirse cansado, que ella no podía ofrecérsele, y esto le hacía experimentar animosidad contra él. Le parecía como si las palabras dichas a su marido, que continuamente acudían a su imaginación, las hubiera dicho a todos y todos las hubiesen oído.

No se atrevía a mirar a los ojos a quienes vivían con ella. No osaba llamar a la criada ni bajar a la planta baja para ver a la institutriz y a su hijo.

La muchacha, que esperaba hacía tiempo en la puerta, es­cuchando, decidió entrar en la alcoba.

Ana la miró interrogativamente a los ojos y, sintiéndose cohibida, se ruborizó. La criada pidió perdón, diciendo que creía que la señora la había llamado.

Traía la ropa y un billete de Betsy, quien recordaba a Ana que aquel día irían a su casa por la mañana Lisa Merkalova y la baronesa Stalz con sus admiradores: Kaluchsky y el viejo Stremov, para jugar una partida de cricket.

«Venga, aunque sea sólo para aprender algo de nuestras costumbres. La espero», concluía el billete.

Ana leyó y suspiró dolorosamente.

–No necesito nada, nada –dijo a la muchacha, que colo­caba frascos y cepillos en la mesita del tocador–. Váyase. Voy a vestirme y salir. No necesito nada, nada...

Anuchka salió de la alcoba, pero Ana, sin vestirse, con­tinuó sentada en la misma posición, con la cabeza baja y los brazos caídos, estremeciéndose de vez en cuando de pies a cabeza como si fuese a hacer o decir algo y se sintiera in­capaz de ello. Repetía sin cesar, para sí: « ¡Dios mío, Dios mío! » .

Pero tales palabras nada significaban para ella. La idea de buscar consuelo en la religión le resultaba tan extraña como la de buscar consuelo en su propio marido, aunque no dudaba de la religión en que la habían educado.

Sabía bien que el consuelo de la religión sólo era posible a base de prescindir de aquello que era el único objeto de su vida. Y no sólo sentía dolor, sino que comenzaba a experi­mentar miedo ante aquel terrible estado de ánimo que nunca hasta entonces experimentara. Le parecía que todo en su alma comenzaba a desdoblarse, como a veces se desdoblan los objetos ante una vista cansada. A ratos no sabía ya lo que de­seaba ni lo que temía, ni si temía o deseaba lo que era o más bien lo que había de ser después. Y no podía precisar qué era concretamente lo que deseaba.

«¿Qué hacer?», se dijo al fin, sintiendo que le dolían las sienes. Y al recobrarse se dio cuenta de que se había cogido con las dos manos sus cabellos cercanos a las sienes y tiraba de ellos.

Se levantó de un salto y empezó a pasear por la habitación.

–El café está servido y mademoiselle y Sergio esperan –dijo Anuchka, que había entrado de nuevo, hallando a Ana en la misma posición.

–¿Sergio? ¿Qué hace Sergio? –preguntó Ana, animán­dose de repente y recordando, por primera vez durante la ma­ñana, la existencia de su hijo.

–Parece que ha cometido una falta –dijo Anuchka son­riendo.

–¿Qué falta?

–Pues ha cogido uno de los melocotones que había en la despensa y se lo ha comido a escondidas.

El recuerdo de su hijo hizo que Ana saliese de aquella si­tuación desesperada en que se encontraba. Se acordó del pa­pel, en parte sincero, aunque más bien exagerado, de madre consagrada por completo a su hijo que viviera en aquellos úl­timos años, y notó con alegría que en el estado en que se en­contraba aún poseía una fuerza independiente de la posición en que se hallara respecto a su marido y a Vronsky, y esta fuerza era su hijo. Fuera la que fuera la situación en que hu­biera de encontrarse no podría dejar a su hijo; aun cuando su marido la cubriese de oprobio, y aunque Vronsky continuara viviendo independiente de ella –y de nuevo le recordó con amargura y reproche–, Ana no podría separarse de su Sergio. Tenía un objetivo en la vida. Debía obrar, obrar para asegurar su posición con su hijo, para que no se lo quitasen. Y había de actuar inmediatamente si quería evitarlo. Debía coger a su hijo y marchar. No le cabía hacer otra cosa. Tenía que cal­marse y salir de tan penosa situación. El pensamiento de que urgía hacer algo, que tenía que tomar a su hijo inmediatamente y marchar con él a cualquier sitio, le proporcionó la calma que necesitaba.

Se vistió deprisa, bajó y con paso seguro entró en el salón, donde, como de costumbre, le esperaban el café y Sergio con la institutriz.

Sergio, vestido de blanco, estaba de pie ante la consola del espejo, con la espalda y cabeza inclinadas, expresando aque­lla atención concentrada que ella conocía y que señalaba más su semejanza con su padre, manipulando unas flores que ha­bía llevado del jardín.

La institutriz presentaba un aspecto severo. Sergio ex­clamó, chillando como solía:

–¡Mamá!

Y se interrumpió, indeciso. ¿Debía saludar primero a su madre, dejando las flores, o terminar la corona antes y acer­carse a su madre ya con las flores en la mano?



Después de saludar, la institutriz comenzó a relatar, lenta y detalladamente, la falta cometida por el niño. Pero Ana no la escuchaba y pensaba si convendría o no llevársela con­sigo.

«No, no la llevaré», decidió. «Me iré sola, con mi hijo.»

–Sí, eso está muy mal ––dijo Ana, tomando al niño por el hombro y mirándole no con severidad, sino con timidez, lo que confundió al pequeño y le llenó de alegría.

Ana le dio un beso.

–Déjele conmigo –indicó a la extrañada institutriz.

Y, sin soltar las manos de Sergio, se sentó a la mesa en que estaba servido el café.

–Yo, mamá... no, no... –murmuró el niño, pensando en lo que podría esperarle por haber cogido sin permiso el melocotón.

–Sergio –dijo Ana, cuando la institutriz hubo salido del aposento–. Eso está muy mal, pero no lo harás más, ¿ver­dad? ¿Me quieres?

Sentía que le acudían las lágrimas a los ojos. «¿Cómo puedo dejar de quererle?», pensó, sorprendiendo la mirada, asustada y al mismo tiempo jubilosa, de su hijo. « ¿Es posible que se una a su padre para martirizarme? ¿Es posible que no me compadezca?»

Las lágrimas corrían ya por su rostro, y para disimularías se levantó bruscamente y salió a la terraza.

Después de las lluvias y tempestades de los últimos días, el tiempo era claro y frío. Bajo el sol radiante que iluminaba las hojas húmedas de los árboles, se sentía la frescura del aire.

Al contacto con el exterior, el frío y el terror se adueñaron de ella con fuerza nueva y la hicieron estremecer.

–Ve, ve con Mariette –––dijo a Sergio, que la seguía.

Y comenzó a pasear arriba y abajo por la estera de paja que cubría el suelo de la terraza.

«¿Será posible que no me perdonen? ¿No comprenderán que esto no podía ser de otro modo?», se dijo.

Se detuvo, miró las copas de los olmos agitadas por el viento, con sus hojas frescas y brillantes bajo la fría luz del sol, y le pareció que en ningún lugar del mundo hallaría pie­dad para ella, que todo había de ser duro y sin compasión, como aquel cielo frío y aquellos árboles... Y de nuevo sintió que su alma se desdoblaba.

«No, no pensemos en ello», se dijo. «He de preparar mi viaje: tengo que irme. ¿Adónde? ¿Y cuándo? ¿Quién me acompañará? Sí; me iré a Moscú en el tren de la noche, lle­vándome a Anuchka y a Sergio y las cosas más necesarias. Pero antes debo escribirles a los dos.»

Entró en casa precipitadamente, pasó a su gabinete, se sentó a la mesa y escribió a su marido:


Después de lo sucedido, no puedo continuar en casa. Me marcho llevándome al niño. Ignoro las leyes y no sé si el hijo debe quedarse con el padre o con la madre. Pero le llevo con­migo porque no puedo vivir sin él. Sea generoso y déjemelo.
Hasta llegar aquí escribió rápidamente y con naturalidad, pero la apelación a una generosidad que Ana no reconocía a su marido y la necesidad de terminar la carta con algo conmo­vedor la interrumpieron.
No puedo hablarle de mi culpa y de mi arrepentimiento, porque...

Se detuvo otra vez, no hallando conexión en sus pensa­mientos.

«No», se dijo, «no es preciso escribir nada de esto».

Y rompiendo la hoja, la redactó de nuevo, excluyendo la alusión a la generosidad, y cerró la carta.

Tenía que escribir otra a Vronsky.

«He dicho a mi marido ...», empezó, y permaneció un rato sentada sin hallar fuerzas para continuar. ¡Aquello era tan in­delicado, tan poco femenino ...!

«Además, ¿qué puedo escribirle?», se preguntó. Y otra vez la vergüenza cubrió de rubor sus mejillas. Recordó la tranqui­lidad de Vronsky y un sentimiento de irritación contra él le hizo romper en pequeños pedazos la hoja con la frase ya escrita.

«No hay necesidad de escribir nada», se dijo. Y cerrando la carpeta, subió a anunciar a la institutriz y a la servidumbre que salía aquella noche para Moscú. Y comenzó a hacer los prepara­tivos del viaje.


XVI
En todas las habitaciones de la casa de verano se movían lacayos, jardineros y porteros, llevando cosas de un lado a otro. Armarios y cómodas estaban abiertos y dos veces hubo que ir corriendo a la tienda o comprar cordel. Por el suelo se veían pedazos de periódicos esparcidos, dos baúles, sacos y mantas de viaje plegadas habían sido bajados al recibidor. El coche propio y dos de alquiler esperaban a la puerta.

Ana, olvidando con los preparativos del viaje su inquietud interna, estaba en pie ante la mesa de su gabinete, preparando su saco de viaje, cuando Anuchka llamó su atención sobre el ruido de un coche que se acercaba.

Ana miró por la ventana y vio junto a la escalera al orde­nanza de Alexey Alejandrovich, que tocaba la campanilla de la puerta.

–Ve a ver de qué se trata –ordenó Ana.

Y serenamente dispuesta a todo, se sentó en la butaca, con las manos plegadas sobre las rodillas.

El lacayo llevó un abultado sobre con la dirección escrita de mano de Karenin.

–El ordenanza espera la contestación ––dijo el lacayo.

–Bien –repuso Ana.

Y en cuanto hubo salido el criado, abrió el sobre con tré­mulos dedos y un paquete de billetes sin doblar, sujetos por una cinta, cayó al suelo.

Ana separó la carta y la leyó empezando por el final.

«Se darán las órdenes necesarias para su regreso. Le ruego que tenga en cuenta que doy especial importancia al cumpli­miento de mi deseo ...» , leyó.

Siguió leyéndola al revés, y volvió después a empezar la lectura desde el principio. Al terminar, se sintió helada, y tuvo la impresión de que una gran desgracia mucho mayor de lo que esperaba se abatía sobre ella.

Por la mañana estaba arrepentida de lo que había confe­sado a su marido y deseaba no haber pronunciado aquellas palabras. Y ahora la carta daba las palabras por no dichas: le concedía lo que ella deseaba. Pero ahora esta carta le parecía a Ana lo más terrible que podía imaginar.

«¡Tiene razón, tiene razón!», pronunció para sí. «¡Siem­pre, siempre tiene razón! Es cristiano, es generoso... Pero, ¡cuán vil y despreciable! ¡Y nadie lo comprende, excepto yo! Jamás podrán comprenderlo, ni yo explicarlo. Para los demás es un hombre religioso, moral, honrado, inteligente... Pero no ven lo que yo he visto. No saben que durante ocho años ese hombre ha ahogado mi vida, cuanto en mí había de vivo, sin pensar jamás que soy una mujer de carne y hueso que necesita amor. No saben que me ofendía constante­mente y se sentía satisfecho de sí mismo. ¿No he procurado con todas mis fuerzas hallar la justificación de mi vida? ¿No he tratado de amarle y luego de amar a mi hijo cuando ya no podía amarle a él? Pero llegó el momento en que com­prendí que no podía seguir engañándome, que vivo, que no tengo la culpa de que Dios me haya hecho así, que necesito vida y amor. Si me hubiera matado, si hubiera matado a Vronsky, yo lo habría soportado todo, le habría perdonado... Pero él no es así...

»¿Cómo no adiviné lo que iba a decidir? Hace lo que es propio de su ruin carácter. Seguirá viviendo conmigo ya ca­ída. Él se quedará con la razón y a mí me hará sucumbir, me humillará cada vez mas... –y recordó las palabras de la carta: "puede suponer lo que la espera a usted y a su hijo"–. Esta es la amenaza por la que me va a quitar el niño, y seguramente su ley estúpida lo hace posible. ¿Acaso no sé por qué me lo dice? No cree en mi amor a mi hijo, o más bien lo desprecia. Siempre se burlaba de este amor. Sí, desprecia este senti­miento, pero sabe que no he de abandonar a mi hijo, porque sin el no me es posible vivir, ni siquiera con el hombre a quien amo; y, en todo caso, si le dejara y huyera, había de obrar como una mujer más baja y más deshonrada aún. Sí, lo sabe y le consta que no tendré fuerzas para hacerlo.

»Nuestra vida debe seguir como antes –continuó pen­sando, al recordar otra frase de la carta–. ¡Pero esa vida, an­tes, era penosa y, últimamente, horrible! ¿Cómo será, pues, de ahora en adelante? Y él no lo ignora, sabe que no puedo arre­pentirme de lo que siento, de lo que he hecho por amor. Sabe que nada puede resultar de esto sino mentira y engaño, pero él necesita continuar martirizándome. Le conozco: se que goza y nada en la mentira como un pez en el agua. Pero no le pro­porcionaré ese placer. Romperé la red de mentiras en que quiere envolverme y será lo que Dios quiera... Todo antes que la ficción y el engaño.

»¿Pero, ¿cómo lo podré hacer? ¡Dios mío, Dios mío! ¿Ha­brá habido nunca en el mundo mujer tan desgraciada como yo?»

–¡Pero, basta: voy a romper con todo! –exclamó, levan­tándose de un salto y conteniendo las lágrimas.

Y se acercó a la mesa para escribirle otra carta. Pero pre­sentía, en el fondo, que no tendría fuerzas ya para romper nada, que no tendría fuerzas para salir de su situación anterior por falsa y deshonrosa que fuera.

Se sentó a la mesa, mas en vez de escribir apoyó los brazos en ella, ocultó la cabeza entre las manos y lloró, con sollozos y temblores que agitaban todo su pecho, como lloran los ni­ños. Lloraba al pensar que su ilusión de que las cosas habían quedado aclaradas estaba destruida para siempre. Sabía de antemano que todo continuaría como antes o peor. Compren­día que la posición que ocupaba en el mundo aristocrático, y que por la mañana le parecía tan despreciable, le era muy preciosa, y que no tendría fuerzas para cambiarla por la despreciable de una mujer que ha abandonado a su hijo y a su esposo para unirse a su amante. Y comprendía también que, por más que quisiera, no podría ser más fuerte de lo que era en realidad.

Jamás tendría libertad para amar y viviría eternamente como una mujer culpable, bajo la amenaza de ser descubierta a cada momento, una mujer que engaña a su marido a fin de continuar sus relaciones deshonrosas con un extraño, un hom­bre libre, cuya vida no podía ella compartir. Sabía que todo marcharía así, pero le parecía terrible y no imaginaba de qué modo podría terminar. Y Ana lloraba, sin contenerse, como llora un niño al que se castiga.

Oyó los pasos del lacayo y se recobró y, ocultando el ros­tro, fingió que escribía.

–El ordenanza pide la contestación –anunció el lacayo,

–¿La contestación? ––dijo Ana–. ¡Ah, sí! Que espere. Ya avisaré.

«¿Qué escribiré?», pensaba. «¿Qué puedo decidir por mí misma? ¿Sé yo acaso lo que quiero ni lo que deseo?»

Otra vez le pareció que su alma se desdoblaba. Asustada de aquel sentimiento, se aferró al primer pretexto de actividad que se le ofrecía para no pensar en si misma.

«Debo ver a Alexey», se dijo mentalmente, refiriéndose a Vronsky, al que siempre llamaba así», «él podrá decirme lo que conviene hacer. Iré a casa de Betsy. Quizá le vea allí».

Olvidaba en absoluto que el día antes había dicho a Vronsky que no iría a casa de la princesa Tverskaya y que él había contestado que en tal caso no iría tampoco.

Se acercó a la mesa y escribió a su marido.

«He recibido su carta–. A.»

Y llamando al lacayo, le dio la carta.

–Ya no nos vamos ––dijo a Anuchka cuando ésta entró.

–¿Definitivamente?

–No; no deshagan los paquetes hasta mañana, y que me reserven el coche ahora. Voy a casa de la Princesa.

–¿Qué vestido debo preparar?
XVII
La reunión que iba a jugar la partida de cricket a la que la princesa Tverskaya había invitado a Ana consistía en dos se­ñoras con sus admiradores.

Aquellas dos señoras representaban un nuevo y muy se­lecto círculo que se autodenominaba, a imitación de no se sa­bía de qué, Les sept merveilles du monde. A decir verdad, ta­les señoras pertenecían a una capa muy elevada de la sociedad, pero muy diferente a la que frecuentaba Ana. Además, el viejo Stremov, admirador de Lisa Merkalova y uno de los hombres más influyentes de San Petersburgo, era, ministerialmente, enemigo de Karenin. Por todas esas consideraciones, Ana no deseaba ir, y a esas consideraciones aludían las indirectas de la carta de la Princesa. Pero ahora se resolvió a acudir con la esperanza de encontrar a Vronsky.


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