El amante de lady chatterley



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CAPITULO 19
Querido Clifford, me temo que lo que tú preveías ha sucedido. Me he enamorado realmente de otro hom­bre y espero que aceptes el divorcio. Estoy viviendo ahora con Duncan en su piso. Ya te dije que estuvo con nosotras en Venecia. Lo siento tremendamente por ti, pero trata de tomarlo con calma. Realmente tú ya no me necesitas, y yo no puedo soportar la idea de volver a Wragby. Lo siento mucho. Pero trata de per­donarme, divórciate de mí y busca a alguien mejor que yo. Yo no soy la mejor persona para ti. Soy demasiado impaciente y egoísta, supongo. Pero no puedo volver a vivir contigo. Todo esto me llena de una enorme pena por ti. Pero si no te dejas arrastrar por los nervios, verás que no es tan horrible. En realidad yo no te importaba personalmente. Así que perdóname y líbrate de mí.

A Clifford no le sorprendió interiormente recibir aquella carta. Interiormente hacía mucho que sabía que ella iba a abandonarle. Pero se había resistido absolutamente a admitirlo de forma externa. Por eso, y exteriormente, para él supuso un golpe terrible aque­lla carta. En la superficie había mantenido hasta en­tonces la serenidad de su confianza en ella.

Así es como somos. Utilizamos la fuerza de voluntad para eliminar de la aceptación de nuestra consciencia el conocimiento intuitivo. Y ello causa un estado de temor, de aprensión, que hace que el golpe sea diez veces peor cuando nos alcanza.

Clifford se volvió histérico como un niño. Le dio un susto terrible a la señora Bolton cuando le vio sen­tado en la cama, lívido y lelo.

-Pero, Sir Clifford, ¿qué es lo que le pasa?

¡Ninguna respuesta! Estaba horrorizada, pensando que podía haber sufrido un ataque. Se acercó rápida­mente a él, le palpó la cara y le tomó el pulso.

-¿Duele? Trate de decirme dónde le duele. ¡Dígamelo!

Silencio.

-¡Por Dios, por Dios! Telefonearé a Sheffield al doctor Carrington, y le diré al doctor Lecky que venga en cuanto pueda.

Iba ya hacia la puerta cuando él dijo con voz hueca:

-¡No!

Ella se detuvo y le miró. Su cara estaba amarilla, sin expresión, como la cara de un idiota.



-¿Quiere decir que prefiere que no avise al mé­dico?

-¡Eso! No quiero que venga -dijo la voz se­pulcral.

-Pero Sir Clifford, está usted enfermo y yo no me atrevo a cargar con la responsabilidad. Tengo que avi­sar al médico, o me echarán a mí la culpa.

Una pausa, y luego la voz inexpresiva dijo: -No estoy enfermo. Mi mujer no volverá.

Era como si fuera una estatua la que hubiera ha­blado.

-¿Que no volverá? ¿Quiere decir su excelencia? -la señora Bolton se acercó un poco a la cama-. ¡Oh, no puedo creerlo! Puede usted confiar en su ex­celencia, volverá.

La estatua de la cama siguió imperturbable, aunque empujó la carta hacia los pies de la cama.

-¡Léala! -dijo la voz fúnebre.

-¡Pero si es una carta de su excelencia! Estoy se­gura de que ella no quema que lea una carta dirigida a usted, Sir Clifford. Puede usted contarme lo que dice, si lo desea.

-¡Léala! -repitió la voz.

-Bien, si tengo que hacerlo, lo hago por obedecerle, Sir Clifford -dijo ella.

Y leyó la carta.

-Bueno, me sorprende su excelencia -dijo-. ¡Ha­bía prometido tan firmemente que volvería!

La cara de la cama pareció profundizar en su ex­presión de abstraimiento furioso pero inmóvil. La se­ñora Bolton la observó y comenzó a preocuparse. Sabía con qué tenía que enfrentarse: histeria masculina. El cuidado de las tropas le había hecho aprender algo sobre aquella enfermedad tan desagradable.

Estaba un poco molesta con Sir Clifford. Cualquier hombre sensato se habría dado cuenta de que su mujer estaba enamorada de otro e iba a abandonarle. Incluso estaba segura de que Sir Clifford no tenía interiormen­te ninguna duda al respecto, sólo que se negaba a admi­tirlo. Si lo hubiera admitido y se hubiera preparado para cuando llegara el momento, o si lo hubiera admi­tido y hubiera plantado cara con su mujer contra la situación, se habría portado como un hombre. ¡Pero no! Lo sabía y había estado engañándose todo el tiem­po, diciéndose que no era verdad. Había visto al dia­blo retorciendo el rabo ante él y había pretendido que eran los ángeles sonriéndole. Aquella situación de fal­sedad había dado como resultado esta crisis de enga­ños, desquiciamiento e histeria, que es una forma de locura. «Esto le pasa -pensó para sí, odiándole en parte- por pensar sólo en sí mismo. Vive tan ence­rrado en su propia inmortalidad, que cuando recibe una impresión fuerte es como una momia enredada en sus vendajes. ¡Mírale!»

Pero la histeria es peligrosa, y ella era enfermera, era su obligación sacarle de aquel estado. Cualquier tentativa de despertar su virilidad y su orgullo sería para peor: porque su virilidad estaba muerta tempo­ralmente, si no definitivamente. Sólo lograría irse ablan­dando más y más, como un gusano, para acabar más desquiciado aún.

El único remedio era provocar su autocompasión. Como la Dama de Tennyson, tenia que llorar o morir. Y así la señora Bolton empezó a llorar antes que él.

Se cubrió la cara con la mano y estalló en pequeños gemidos descontrolados.

-¡Nunca lo hubiera creído de su excelencia, nunca!

Lloraba, convocando repentinamente sus propios ma­les y sentido de la desgracia y derramando lágrimas por sus propias penas amargas. Una vez que hubo comenzado, su llanto fue realmente auténtico, tenía no pocas razones para llorar.

Clifford pensaba en cómo le había engañado la mu­jer, Connie, y, en el contagio de la pena, las lágrimas cubrieron sus ojos y comenzaron a resbalar por sus mejillas. Lloraba por sí mismo. Tan pronto como la señora Bolton vio las lágrimas sobre su cara ausente, enjugó sus propias mejillas con un pañuelo pequeño y se inclinó hacia él.

-¡Pero no se torture, Sir Clifford! -dijo en un derroche de sentimentalismo-. ¡Vamos, no se torture, no; sólo conseguirá hacerse daño!

Su cuerpo se estremeció de repente al contener sus mudos sollozos y las lágrimas se hicieron más abun­dantes. Ella le puso la mano sobre el brazo y sus pro­pias lágrimas volvieron a fluir. El se estremeció de nue­vo, convulsivamente, y ella le echó el brazo por el hombro.

-¡Vamos, vamos! ¡Ya está, eso es! ¡No se atormen­te, vamos, ya está bien! ¡No se atormente! -susurraba ella bañada también en lágrimas.

Y lo apretó contra sí, y echó los brazos en torno a sus fuertes hombros, al tiempo que él apoyaba la cabeza en su regazo y gemía con el temblor agitado de sus enormes hombros, mientras ella le acariciaba suave­mente el pelo rubio y decía:

-¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos) ¡Ya está bien! ¡Ya está bien! ¡Cálmese! ¡Trate de olvidarlo!

El echó sus brazos en torno a ella y se apretó como un niño, humedeciendo la pechera almidonada de su delantal blanco y el regazo de su vestido de algodón azul pálido con sus lágrimas. Por fin se había abando­nado por completo.

Y así, pasado un tiempo, ella le besó y le acunó en su regazo, mientras dentro de su corazón se decía a sí misma: «¡Oh, Sir Clifford! ¡Oh, altos y poderosos Chatterley! ¡A esto es a lo que habéis llegado!» Y al final él se durmió, como una criatura. Ella se sentía agotada y se retiró a su habitación, donde se puso a reír y a llorar al mismo tiempo, vencida también por la histeria. ¡Era tan ridículo! ¡Tan horrible! ¡Caer tan bajo! ¡Qué vergüenza! Y al mismo tiempo era tan des­quiciante.

Después de aquello, Clifford fue como un niño en manos de la señora Bolton. La cogía de la mano y recli­naba la cabeza en su pecho; y una vez que ella le besó ligeramente, dijo:

-¡Sí! ¡Béseme! ¡Béseme!

Y cuando ella pasaba la esponja por su cuerpo grande y rubicundo, solía decir lo mismo: «¡Béseme!», y ella le besaba el cuerpo al azar, un poco en broma.

Pasaba el tiempo tumbado con una expresión ex­traña y ausente, como un niño asombrado. Y la mi­raba con ojos abiertos e infantiles, distendido y admi­rándola como a una Virgen. Era un abandono abso­luto por su parte, renunciando a toda su virilidad y retrocediendo a una situación de niño realmente per­versa. Luego llevaba la mano a su regazo, le tocaba los pechos y los besaba entusiasmado, con el entusiasmo de la perversión, con el entusiasmo de ser niño cuando era un hombre.

La señora Bolton se sentía excitada y avergonzada, le gustaba y no al mismo tiempo. Pero nunca le apar­taba ni le rechazaba. Así llegaron a una mayor intimi­dad física, una intimidad pervertida, dentro de la cual él era un niño provisto de un candor aparente, de una admiración aparente, rayanos casi en la exaltación re­ligiosa. Era la reproducción literal y perversa del «... a no ser que os hagáis como uno de estos niños». Mientras que ella era la Magna Mater, llena de fuerza y potencia, con el gran niño-hombre rubio sometido a su voluntad y a sus cuidados.

Lo curioso era que cuando aquel hombre-niño que Clifford había llegado a ser, y en que se había estado convirtiendo durante años, surgió al mundo, se mos­traba más agudo y más despierto de lo que había sido el verdadero hombre. Aquel hombre-niño pervertido era ahora realmente un hombre de negocios; cuando se trataba de negocios era el macho absoluto, aguzado como un alfiler, duro como un pedazo de acero. Cuando estaba entre hombres, yendo directo a lo suyo, tratando de sacar todo lo posible de las minas, era de una du­reza astuta y extraña y de una absoluta seguridad. Era como si su pasividad misma ante la Magna Mater le proporcionara una especie de reflejo especial para los negocios materiales y le proveyera de una cierta fuerza enorme e inhumana. El encenagamiento de las emocio­nes íntimas, la absoluta degeneración de su personali­dad viril, parecían prestarle una segunda naturaleza, fría, casi visionaria, positiva para los negocios. En los negocios no era humano.

Aquello era un triunfo para la señora Bolton. «¡Hay que ver cómo se está recuperando! -se decía orgu­llosa-. ¡Y todo gracias a mí! La verdad es que nunca hubiera salido adelante con esa Lady Chatterley. No era mujer para poner a un hombre en pie. Lo quería todo para ella misma.»

¡Y al mismo tiempo, en algún rincón de su retorcida alma femenina, cómo le despreciaba y odiaba! Era para ella la bestia caída, el monstruo que se arrastra. Y aun­que le ayudaba y le estimulaba en lo posible, lejos, en el más remoto rincón de su antigua femineidad saluda­ble, le despreciaba con un menosprecio sin límites. El más bajo mendigo era mejor que él.

Su comportamiento con respecto a Connie era cu­rioso. Insistía en volver a verla. Es más, insistía en que volviera a Wragby. Esto último era una fijación defi­nitiva y absoluta. Connie se había ido con la promesa firme de volver a Wragby.

-¿Pero es que servirá de algo? -decía la señora Bolton-. ¿Por qué no la deja irse y se libra de ella?

-¡No! Dijo que volvería y tiene que volver.

La señora Bolton dejó de llevarle la contraria. Sabía a lo que se enfrentaba.



Excuso decirte el efecto que me ha hecho tu carta (escribió a Connie a Londres). Quizás puedas imagi­nártelo si haces un esfuerzo, aunque sin duda no te molestarás en hacer ese esfuerzo de imaginación por mí. Como respuesta sólo puedo decirte una cosa: he de verte personalmente, aquí en Wragby, antes de poder decidir nada. Prometiste firmemente volver a Wragby e insisto en que cumplas tu promesa. No creeré nada ni entenderé nada hasta verte aquí personalmente y en circunstancias normales. No necesito decirte que aquí nadie sospecha nada y que tu vuelta sería completa­mente normal. Y si después de que hayamos hablado de las cosas, crees seguir opinando lo mismo, no me cabe duda de que llegaremos a un acuerdo.

Connie le enseñó la carta a Mellors.

-Quiere empezar su venganza contra ti -dijo, de­volviéndole la carta.

Connie estaba callada. Le había sorprendido un tan­to descubrir que tenía miedo a Clifford. La asustaba acercarse a él. Le temía como si se tratara de algo mal­vado y peligroso.

-¿Qué puedo hacer? -dijo.

-Nada, si no quieres hacer nada.

Escribió tratando de rechazar la demanda de Clif­ford. El contestó:
Si no vienes ahora a Wragby, consideraré que vas a volver en otro momento y actuaré en consecuencia. Para mí no cambiará nada. Esperaré aquí, aunque ten­ga que esperar cincuenta años.

Estaba asustada. Era una imposición insidiosa. Ella estaba segura de que haría lo que prometía. No le con­cedería el divorcio y el niño sería suyo, a no ser que ella encontrara un medio de demostrar su ilegitimidad.

Tras una época de inquietudes y preocupaciones, decidió ir a Wragby. Hilda iría con ella. Se lo escri­bió así a Clifford. El contestó:

No me gusta que venga tu hermana, pero no le cerraré la puerta. No me cabe duda de que es cóm­plice en el abandono de tus deberes y responsabilida­des. No esperes, por tanto, que muestre ningún placer al verla.

Fueron a Wragby. Clifford no estaba cuando llega­ron. Las recibió la señora Bolton.

-¡Oh, excelencia, no se trata de la feliz vuelta al hogar que habíamos esperado! ¿O sí? -dijo ella.

-¿Ah, no? -dijo Connie.

¡Así que aquella mujer lo sabía! ¿Cuánto sabía o sospechaba el resto de la servidumbre?

Entró en la casa, que odiaba ahora con todas las fibras de su cuerpo. Aquella mole desproporcionada e incoherente le parecía un ser maligno, una amenaza directa contra ella. Había dejado de ser su dueña y ahora era su víctima.

-No seré capaz de quedarme aquí mucho tiempo -dijo a Hilda en un susurro horrorizado.

Y sufrió al entrar en su dormitorio, al volver a tomar posesión de él como si nada hubiera pasado. Le era odioso cada minuto pasado entre los muros de Wragby.

No vieron a Clifford hasta que bajaron a cenar. Se había puesto un traje y una corbata negra: estaba un tanto reservado y muy en el papel de gran señor. Se comportó con una perfecta cortesía durante la comida y mantuvo una especie de educada conversación de circunstancias: pero todo parecía teñido por la locura.

-¿Hasta dónde está enterada la servidumbre? -preguntó Connie una vez que la mujer hubo salido.

-¿De tus intenciones? No saben nada en absoluto.

-La señora Bolton lo sabe.

-La señora Bolton no forma exactamente parte de la servidumbre -dijo él, cambiando de color.

-Eso es igual.

El ambiente fue tenso hasta después del café, cuan­do Hilda dijo que se iba a su habitación.

Después de irse ella, Clifford y Connie permanecie­ron en silencio. Ninguno de los dos quería ser el primero en hablar. Connie estaba tan contenta de que no se hubiera lanzado por la vía patética, que facilitaba todo lo posible su altivez permaneciendo en silencio y con la cabeza baja, mirándose las manos.

-Supongo que no te preocupa haber roto tu pro­mesa -dijo él por fin.

-No he podido evitarlo -murmuró ella. -¿Y quién puede si tú no puedes?

-Me imagino que nadie.

La miró con una extraña rabia llena de frialdad. Es­ taba acostumbrado a ella. Era como si estuviera incrus­tada en su mente. ¿Cómo podía dejarle ahora y des­truir el entramado de su existencia cotidiana? ¿Cómo se atrevía a desequilibrar así su personalidad?

-¿Y a cambio de qué quieres renunciar a todo? -insistió él.

-¡Del amor! -dijo ella. La banalidad era lo mejor.

-¿Amor por Duncan Forbes? Te parecía que no valía la pena cuando nos conocimos. ¿Pretendes que­rerle ahora más que a nada en la vida?

-Una cambia -dijo ella.

-¡Posiblemente! Es posible que hayas tenido un ca­pricho. Pero todavía tienes que convencerme de la im­portancia del cambio. Simplemente no creo en tu amor por Duncan Forbes.

-¿Y por qué tienes que creerlo? Lo único que tie­nes que hacer es aceptar el divorcio y no creer en mis sentimientos.

-¿Y por qué tendría que divorciarme de ti? -Porque no quiero seguir viviendo aquí. Y porque realmente no te hago falta.

-¡Perdóname, pero yo no cambio! Por mi parte, y puesto que eres mi mujer, preferiría que siguieras bajo mi techo con dignidad y en silencio. Dejando los sentimientos personales a un lado, y te aseguro que es mucho dejar por mi parte; es de una amargura infi­nita ver este orden de vida destrozado aquí en Wragby, y ver el curso normal de la vida diaria hecho trizas y todo por un capricho tuyo.

Tras un período de silencio, ella dijo:

-No puedo evitarlo. Tengo que irme. Estoy espe­rando un niño. - También él se quedó en silencio durante un tiempo. -¿Y es por el niño por lo que tienes que irte? -preguntó al fin.

Ella asintió.

-¿Y por qué? ¿Es que Duncan Forbes quiere tan­to a su retoño?

-Seguramente más de lo que tú le querrías -res­pondió ella.

-No puede ser. Yo quiero a mi mujer y no veo razón alguna para permitir que se vaya. Si quiere tener un hijo bajo mi techo, puede hacerlo y el niño será bien acogido: siempre que se respeten la decencia y las normas establecidas. ¿Pretendes decirme que te importa más Duncan Forbes que esto? No me lo creo. Hubo una pausa.

-¿Pero no te das cuenta de que tengo que dejarte y tengo que vivir con el hombre al que quiero? -¡No, no me doy cuenta! No doy nada por tu amor ni por el hombre al que quieres. No creo en esas mon­sergas.

-Pero ya ves que yo sí.

-¿Tú sí? Distinguida señora, eres demasiado lista, te lo aseguro, para creerte eso de que estás enamorada de Duncan Forbes. Créeme, incluso ahora te importo yo más que él. ¡Así que por qué iba a tragarme esa tontería!

Se dio cuenta de que en eso tenía razón. Y pensó que no podía seguir ocultándolo.

-Porque no es a Duncan a quien quiero -dijo levantando los ojos hacia él-. Sólo hemos dicho que se trataba de Duncan para evitarte el disgusto.

-¿Para evitarme el disgusto?

-¡Sí! Porque a quien quiero de verdad, y eso hará que me odies, es a Mellors, que fue nuestro guarda­bosque.

Si hubiera podido saltar de la silla de ruedas lo ha­bría hecho. La cara se le puso amarilla y sus ojos cen­telleaban ante la catástrofe al mirarla.

Luego se reclinó de nuevo en la silla, jadeante y al­zando los ojos hacia el techo.

Al final volvió a erguirse.

-¿Quieres decir que me estás diciendo la verdad? -preguntó con aspecto desencajado.

-¡Sí! Y tú sabes que es cierto.

-¿Cuándo empezaste con él?

-En primavera.

Se quedó en silencio, como un animal atrapado.

-¿Y fuiste tú la mujer que estuvo en su dormitorio?

Así que en el fondo lo había sabido siempre.

-¡Sí!


Seguía inclinado hacia adelante en su silla, mirándola como un animal apaleado.

-¡Dios mío, mereces ser eliminada de la faz de la tierra!

-¿Por qué? -articuló ella débilmente.

Pero él pareció no haberla oído.

-¡Esa basura! ¡Ese paleto engreído! ¡Ese zarrapas­troso miserable! ¡Y tú liada con él todo el tiempo, mientras vivías aquí y él era uno de mis criados! ¡Dios mío, Dios mío, y que no tenga límites la bajeza bestial de las mujeres!

Estaba fuera de sí de rabia, tal como ella había pre­visto.

-¿Quieres decir que vas a tener un hijo de un patán como ése?

-¡Sí! Voy a tenerlo.

-¡Vas a tenerlo! ¡O sea que estás segura! ¿Cuánto tiempo hace que estás segura?

-Desde junio.

Se había quedado sin habla y volvió a recuperar la expresión ausente de un niño.

-Se admira uno -dijo por fin- de que sea po­sible que nazcan seres como ése.

-¿Seres como cuál? -preguntó ella.

El le dirigió una mirada siniestra sin contestar. Es­taba claro que no era capaz de aceptar siquiera la existencia de Mellors en ningún tipo de relación con su propia vida. Era un odio absoluto, inexpresable e impotente.

-¿Y quieres decir que te casarías con él? ¿Y lleva­rías ese nombre repugnante? -preguntó luego.

-Sí, eso es lo que quiero.

Se quedó otra vez anonadado.

-¡Sí! -dijo por fin-. Eso demuestra que lo que he pensado siempre de ti era lo acertado: no eres nor­mal, no estás en tu sano juicio. Eres una de esas mu­jeres medio locas, pervertidas, que sólo disfrutan con lo depravado, la nostalgie de la boue.

De repente se había vuelto casi ávidamente moral, viendo en sí mismo la encarnación del bien, y en gente como Mellors y Connie la encarnación del lodo, del mal. Parecía irse desvaneciendo paulatinamente dentro de un nimbo.

-¿No crees que sería mejor que nos divorciáramos y acabáramos con todo esto? -dijo ella.

-¡No! Puedes ir a donde te dé la gana, pero no me divorciaré de ti -dijo con gesto de idiota.

-¿Por qué no?

Permaneció mudo, en el silencio de la obstinación de los imbéciles.

-¿Llegarías incluso a dejar que el niño sea legal­mente tuyo y tu heredero? -dijo ella.

-El niño no me importa en absoluto.

-Pero si es niño será legalmente tu hijo, y here­dará tu título y Wragby será suyo.

-Eso no me importa nada -dijo él.

-¡Tiene que importarte! Evitaré, si puedo, que ese niño sea legalmente tuyo. Preferiría que fuera ilegítimo y mío sólo, si no puede ser de Mellors.

-Haz lo que mejor te parezca.

No había manera de hacerle cambiar.

-¿Y no te divorciarás de mí? -dijo ella-. ¡Pue­des utilizar a Duncan como pretexto! No hay necesi­dad ninguna de mencionar el nombre real. A Duncan no le importa.

-Nunca me divorciaré de ti -dijo, como si estu­viera remachando un clavo.

-¿Pero por qué? ¿Porque yo quiero que lo hagas?

-Porque hago lo que me parece, y eso no me parece.

Era inútil. Subió y le contó a Hilda los resultados.

-Es mejor que nos vayamos mañana -dijo Hil­da- y dejar que recupere la sensatez.

Así que Connie pasó la mitad de la noche recogiendo sus cosas verdaderamente privadas y personales. Por la mañana hizo que enviaran sus baúles a la estación sin decir nada a Clifford. Decidió verle sólo para des­pedirse, antes de la comida.

Pero habló con la señora Bolton.

-Tengo que decirle adiós, señora Bolton, ya sabe por qué. Pero sé que puedo confiar en que usted no hablará.

-Oh, claro que puede confiar en mí, excelencia; ha sido algo muy triste para todos nosotros, desde lue­go. Deseo que sea usted feliz con el otro caballero.

-¡El otro caballero! Es el señor Mellors y le quiero. Sir Clifford lo sabe. Pero no diga nada a nadie. Y si un día cree usted que Sir Clifford estaría dispuesto a divorciarse de mí, comuníquemelo, por favor. Me gustaría casarme con el hombre al que quiero.

-Desde luego sería lo mejor, excelencia. Puede us­ted confiar en mí. Seré fiel a Sir Clifford y le seré fiel a usted, porque me doy cuenta de que los dos tie­nen razón, cada uno a su manera.

-¡Muchas gracias! Mire... querría darle esto..., si me lo acepta.

Así Connie dejó Wragby una vez más y se fue con su hermana Hilda a Escocia. Mellors encontró trabajo en una granja en el campo. La intención era que él consiguiera su divorcio si era posible, aunque no fuera posible el de Connie. Y durante seis meses trabajaría en el campo para que más tarde Connie y él pudieran comprar su propia granja, a la que él dedicaría sus energías. Porque tendría que trabajar y mucho, y ten­dría que ganarse la vida, aunque fuera el capital de Connie el que les permitiera ponerse en marcha.



De modo que tendrían que esperar hasta la prima­vera, hasta el nacimiento del niño, hasta que el verano comenzara a apuntar.
Finca The Grange Old Heanor 29 de septiembre
He entrado aquí sin grandes dificultades porque co­nocía a Richards, el zapador de la compañía, del ejér­cito. Es una granja que pertenece a la compañía mi­nera de Butler y Smitham; la utilizan para cultivar heno y avena para los caballos de la mina; no es una em­presa privada. Pero tienen vacas y cerdos y todo lo demás y me pagan treinta chelines a la semana como obrero. Rowley, el granjero, me cambia de trabajo siempre que puede para que aprenda lo más posible entre ahora y las Pascuas. No he oído nada de Bertha. No sé por qué no se presentó para el divorcio, y no sé tampoco dónde está ni qué se propone. Pero si me estoy quieto hasta marzo, supongo que entonces seré libre. Y no te preocupes por Sir Clifford, decidirá librarse de ti cualquier día. Ya es mucho que te deje en paz.


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