El paraiso en la otra esquina



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podían llevar una existencia indigna. ¿Y, por qué? Porque André Chazal era el marido, el que tenía las potes­tades y derechos, aunque fuese una excrecencia humana capaz de buscar placer en el cuerpo de su propia hija. Tú, en cambio, que habías conseguido, mediante tu esfuerzo, educarte y publicar, llevar una existencia decorosa, que hubieras podido asegurar a esos dos niños una buena edu­cación y una vida decente, siempre fuiste mal vista por esos jueces en cuya cabeza toda mujer independiente era una puta. ¡Infelices!

¿Cómo habías conseguido, Florita, en esos años frenéticos, a la vez que peleabas ante los tribunales y en las calles con André Chazal, escribir las Peregrinaciones de una paria? Esa memoria de tu viaje al Perú apareció en dos volúmenes, en París, a principios de 1838, y en po­cas semanas te hizo conocida en los medios intelectuales y literarios franceses. La escribiste gracias a esa energía indomable, que sólo estos últimos meses, durante esta gira, comenzabas a perder.

Un libro escrito a salto de mata, entre carreras a las comisarías, ante los jueces de instrucción y citacio­nes a la policía, para responder a las demandas enloqueci­das de Chazal, quien quería —lo confesó él mismo ante el tribunal que lo juzgó por intento de asesinato— no tan­to arrebatarte la custodia de los hijos, sino vengarse, ven­garse de esa atrevida que, pese a ser su esposa ante la ley, había osado abandonarlo y se jactaba ante el mundo en artículos y libros de sus indignas hazañas, huir del hogar, viajar por el Perú haciéndose pasar por soltera y dejándo­se cortejar por otros hombres, y, además, lo calumniaba, presentándolo ante la opinión pública como un ser abusi­vo y brutal.

Y, en efecto, André Chazal se vengó. Violando a la pobre Aline, por lo pronto, a sabiendas de que ese crimen heriría a la madre tanto como a la niña. Volvió a sentir el vértigo de aquella mañana de abril de 1837, cuando lle­gó a sus manos la cartita de Aline. La niña la entregó a un aguatero servicial que se la llevó a Flora en persona. Enlo­quecida, fue a rescatar a sus hijos y denunció a la policía al incestuoso violador. Este la agredió, en la calle, antes de ser aprehendido por los agentes. Lo increíble —¿verdad, Florita?— era que, gracias a las habilidades retóricas del abogado Jules Favre, el juicio, en vez de ser sobre la vio­lación y el incesto cometidos por su marido, giró sobre la personalidad anómala, de dudosa moral v conducta reprobable !de Flora Tristán! El tribunal declaró que la vio­lación «no había sido probada» y ordenó que los niños fue­ran a un internado donde sus padres podrían visitarlos por separado. Esa era la justicia en Francia para las mujeres, Florita. Por eso estabas en esta cruzada, Andaluza.

La aparición de Peregrinaciones de una paria le dio prestigio literario y algún dinero—se agotaron dos edi­ciones en poco tiempo—, pero también problemas. El escándalo que provocó el libro en París—ninguna mujer había desnudado su vida privada con tanta franqueza, ni reivindicado su condición de «paria», ni proclamado su rebeldía contra la sociedad, las convenciones y el matri­monio como tú lo hiciste— no fue nada comparado con el que suscitó en el Perú, cuando llegaron los primeros ejemplares a Lima y Arequipa. Te hubiera gustado estar allí, ver y oír lo que decían esos señores enfurecidos que leían el francés, al verse retratados de manera tan descar­nada. Te divirtió que, en Lima, los burgueses quema­ran tu efigie en el Teatro Central, y que tu tío, don Pío Tristán, presidiera una ceremonia en la Plaza de Armas de Arequipa en la que simbólicamente se quemó un ejem­plar de las Peregrinaciones de una paria por vilipendiar a la buena sociedad arequipeña. Fue menos divertido que don Pío te cortara la pequeña renta que hasta en­tonces te permitía vivir. La emancipación no venía gra­tis, Florita.

El libro estuvo a punto de costarte la vida. André Chazal no te perdonó el retrato inmisericorde que hacías de él. Semanas y meses fue rumiando el crimen. En su covacha de Montmartre se encontraron dibujos de sepul­cros y epitafios para «la Paria», fechados en la época de la publicación de las Peregrinaciones. En mayo de ese año compró dos pistolas, cincuenta balas, pólvora, plomo y cápsulas, sin preocuparse de destruir los recibos. Desde entonces, se ufanaba ante otros grabadores amigos, en el bar, de que pronto haría justicia con sus propias manos «contra esa Jezabel». Al pequeño Ernest-Camille lo llevó algunos domingos a verlo ensayar sus pistolas, disparando al blanco. Todo el mes de agosto de 1838 lo viste merodeando por tu casa, en la rue du Bac. Pese a que aler­taste a la policía, ésta no hizo nada para protegerte. El 10 de septiembre, André Chazal salió de su tugurio de Mont­martre y fue a almorzar, muy sereno, en un pequeño res­taurante, a cincuenta metros de tu casa. Comió con calma, concentrado en la lectura de un libro de geometría, en el que, según el patrón del local, hacía anotaciones. A las tres y media de la tarde, tú, que regresabas a tu casa an­dando, sofocada por el calor veraniego, avistaste a lo lejos a Chazal. Lo viste acercarse y supiste lo que iba a ocu­rrir. Pero, un prurito de dignidad o de orgullo te impidió echar a correr. Seguiste andando, con la cabeza muy alta. A tres metros de ti, Chazal levantó una de las dos pistolas que tenía en las manos y disparó. Caíste al suelo, por efecto de la bala que entró a tu cuerpo por una axila y quedó atrapada en tu pecho. Cuando Chazal se disponía a dis­parar la segunda pistola, apuntándote, conseguiste incor­porarte y correr hasta una tienda vecina. Allí te desmayaste. Después supiste que Chazal, ese débil, no llegó a disparar la segunda pistola y que se entregó a la policía sin resis­tencia. Ahora, cumplía una pena de veinte años de traba­jos forzados. Te habías librado de él, Florita. Para siem­pre. La Justicia te permitió, incluso, quitar el apellido Chazal a Aline y Ernest-Camille v reemplazarlo con el de Tristán. Una liberación tardía, pero cierta. Sólo que Cha­zal te dejó, como recuerdo, esta bala que te mataría en cualquier momento, con un mínimo desplazamiento ha­cia tu corazón. Los doctores Récamier v Lisfranc, pese a todos sus desvelos, y a esas sondas que te metían en el or­ganismo, no consiguieron extirpar el proyectil. El inten­to de asesinato hizo de ti una heroína, y, durante toda tu convalecencia, la casita de la rue du Bac se convirtió en un sitio de moda. Allí caían las celebridades de París, de George Sand a Eugéne Sue, de Victor Considérant a Prosper Enfantin, a interesarse por tu salud. Te volviste más famosa que una cantante de la Ópera o una volati­nera del circo, Florita. Pero la muerte del pequeño Ernest-Camille, súbita y cruel como un terremoto, vino a entur­biar aquello que parecía el fin de tus desventuras y una etapa de paz y éxito en tu existencia.

Los doctores Récamier y Lisfranc fueron tan afec­tuosos y dedicados contigo que, antes de iniciar el viaje promoviendo la Unión Obrera, redactaste un testamento ológrafo, donándoles tu cuerpo en caso de muerte, para que lo utilizaran en sus investigaciones clínicas. Tu cabeza la destinaste a la Sociedad Frenológica de París, en recuer­do de las sesiones a las que asististe, que te dejaron una im­presión muy favorable de esa flamante ciencia.

Pese a las recomendaciones de los doctores de que, pensando en el metal helado de tu pecho, llevaras una vida tranquila, apenas pudiste levantarte y salir tu actividad alcanzó un ritmo vertiginoso. Como ahora eras famosa, te disputaban los salones. Igual que en Arequipa, comen­zaste a hacer la vida mundana de París: recepciones, galas, tés, tertulias. Hasta te dejaste arrastrar al baile de disfraces de la Ópera, que te maravilló por su magnificencia. Esa noche conociste a una mujer delgada y de ojos penetrantes —una belleza de rasgos góticos— que te besó la mano y te dijo, con tierno acento: «Yo la admiro y la envidio, madame Tristán. Me llamo Olympia Maleszewska. ¿Po­dríamos ser amigas?». Lo serían, y de qué íntima manera, algo después.

Si no fueras como eres, Florita, hubieras podido convertirte en una gran dama, gracias a la popularidad de que gozaste algún tiempo gracias a Peregrinaciones de una paria y a la tentativa de asesinato. Serías ahora una George Sand, señora del gran mundo, halagada y respe­tada, con una intensa vida social, que, además, denunciaría en sus escritos la injusticia. Una respetada socialista de salón, eso serías. Pero, para tu bien, y también para tu mal, tú no eras eso. Comprendiste inmediatamente que una sirena de los salones parisinos jamás sería capaz de cambiar un ápice la realidad social, ni ejercer la menor influencia en los asuntos políticos. Había que actuar. ¿Có­mo, cómo?

En ese tiempo te pareció que escribiendo, que ideas y palabras serían suficientes. Qué equivocada esta­bas. Las ideas eran esenciales, pero, si no las acompaña­ba una acción resuelta de las víctimas —las mujeres y los obreros—, las bellas palabras se harían humo y nunca sal­drían de los mentideros parisinos. Pero hace ocho, nueve años, creías que las palabras impresas denunciando el mal, bastarían para poner en movimiento el cambio social. Y, por eso, escribiste con urgencia, con pasión, de todo y sobre todo, quemándote las pestañas a la luz de un quinqué en tu pisito de la rue du Bac, desde cuyas ventanas di

visabas las torres cuadradas de Saint-Sulpice y oías sus campanas, que hacían vibrar los cristales de tu dormito­rio. Redactaste un pedido para la Abolición de la pena de muerte, que hiciste imprimir v llevaste en persona a la Cámara de Diputados, sin que hiciera el menor efecto en los parlamentarios. Y escribiste Mépbis, una novela sobre la opresión social de la mujer y la explotación del obrero, que poca gente leyó y la crítica consideró malísima. (Tal vez lo era. No importaba: lo fundamental no era la estéti­ca que adormecía a la gente en un sueño placentero sino la reforma de la sociedad.) Escribiste artículos en Le Voleur, en LArtiste, en Le Globe, en La Phalange, y diste charlas, condenando esa compra y venta de la mujer que era el matrimonio y reclamando el divorcio, ante los oídos sordos de los políticos y la indignación de los católicos.

Cuando el reformador social inglés Roben Owen visitó Francia, en 1837, tú, que conocías apenas sus ex­perimentos de cooperativismo y sociedad industrial y agrí­cola regulada por la ciencia y la técnica en New Lanark, en Escocia, fuiste a verlo. Lo sometiste a un interrogatorio tan prolijo sobre sus teorías que a él le hizo gracia. Tan­to, que te devolvió la visita, llamando a la puerta de tu pisito de la rue du Bac, como lo había hecho Fourier en la rue du Cherche-Midi. Owen, de sesenta y seis años, era menos sabio y soñador que Fourier, más pragmático, y da­ba la impresión de alguien que ejecuta sus proyectos. Discutieron, coincidieron, y él te animó a que fueras a ver con tus propios ojos, en New Lanark, los resultados de aquella pequeña sociedad que, reemplazando la codicia por la solidaridad e impulsando la educación gratuita, sin castigos corporales a los niños, y con almacenes coopera­tivos para los obreros donde los productos se vendían a precio de costo, iba forjando una comunidad de gente sana y feliz. La idea de volver a Inglaterra, país que recordabas con horror desde tus días de sirvienta de la familia Spence, te sedujo y aterró. Pero el gusanillo quedó royén­dote la mente. ¿No sería estupendo ir, estudiarlo y ave­riguarlo todo sobre la cuestión social, como en el Perú, y luego volcarlo en un libro de denuncia que removería hasta los cimientos del Imperio británico, esa sociedad im­pregnada de hipocresía y de mentiras? Apenas concebido el proyecto, comenzaste a buscar la manera de ponerlo en práctica.

Ah, Florita, lástima que el cuerpo privara a tu es­píritu de la agilidad con que siete años atrás podías em­prender tantas cosas a la vez, dejando de dormir y de co­mer si era preciso. Ahora, los esfuerzos que te imponías, exigían de ti una inmensa voluntad para sobreponerte al cansancio, elixir que entumecía y parecía deshacer tus hue­sos, tus músculos, y te obligaba a recostarte, en una cama, en un sillón, dos o tres veces al día, sintiendo que se te es­curría la vida.

Así estaba de cansada, después de una segunda reu­nión con un grupo de fourieristas de Montpellier, a pedi­do de ellos. Acudió a la cita, intrigada. Habían hecho una pequeña colecta y le entregaron veinte francos para la Unión Obrera. No era mucho, pero algo es siempre mejor que nada. Estuvo charlando y bromeando con ellos, hasta que una súbita fatiga la obligó a despedirse y volver al Hotel du Midi.

Allí la esperaban dos cartas. Abrió primero la de Eléonore Blanc. La fiel Eléonore, siempre tan activa y afectuosa, le daba cuenta detallada de las actividades del comité de Lyon, los nuevos adherentes, las reuniones, las colectas, la venta de su libro, los esfuerzos para atraer a los obreros. La otra era de su amigo, el artista Jules Lau­re, con quien mantenía una estrecha relación. En los sa­lones parisinos se decía que eran amantes y que Laure la mantenía. Lo primero era falso, pues, cuando Jules Lau­re, luego de pintar su retrato, cuatro año atrás, le declaró su amor, Flora, con cruda franqueza, lo rechazó. Le dijo, de manera categórica, que no insistiera: su misión, su lucha, eran incompatibles con una pasión amorosa. Ella, para dedicarse en cuerpo y alma a cambiar la sociedad, había renunciado a la vida sentimental. Por increíble que pare­ciera, Jules Laure la entendió. Le rogó que, ya que no po­dían ser amantes, fueran amigos, hermanos, compañeros. Y eso es lo que eran. En el pintor, Flora encontró alguien que la respetaba y quería, un confidente y un aliado, que le ofrecía amistad y apoyo en los momentos de desfalleci­miento. Y, además, Laure, que tenía muy buena situación económica, la ayudaba a veces a superar los problemas materiales. Nunca más había vuelto a hablarle de amor ni tratado siquiera de cogerle la mano.

Su carta era portadora de malas noticias. El dueño de su departamento de 100, rue du Bac, la había echado por no pagar el alquiler varios meses seguidos. Sacó su cama y todos sus enseres a la calle. Cuando Jules Laure fue alertado y corrió a rescatarlos para llevarlos a un depósito, habían pasado varias horas. Temía que muchas de sus pertenencias hubieran sido robadas por gente del vecindario. Flora quedó un momento idiotizada. Su co­razón se aceleraba, espoleado por la indignación. Con los ojos cerrados, imaginó la innoble operación, los cargadores contratados por ese cerdo con gabardina que olía a ajos, sacando muebles, cajas, ropas, papeles, haciéndolos rodar por la escalera, amontonándolos sobre los adoquines de la calle. Sólo buen rato después pudo llorar y desahogarse, insultando en voz alta a esos «miserables canallas», a esos «asquerosos rentistas», a esas «inmundas arpías». «Que­maremos vivos a todos los propietarios», rugía, imaginando en las esquinas de París las piras humeantes donde esas excrecencias se achicharraban. Hasta que, de tanto ur­dir maldades, se echó a reír. Una vez más, esas fantasías ma­lévolas la aplacaron: era un juego que practicaba desde su infancia en la rue du Fouarre y que siempre surtía efecto.

Pero, inmediatamente después, olvidando que se había quedado sin hogar y perdido sin duda buena parte de sus magros bienes, se puso a reflexionar sobre la ma­nera de dar a los revolucionarios una mínima seguridad en lo que respecta a la vivienda y el sustento, mientras salían a ganar adeptos y predicar la reforma social. Le dio la medianoche trabajando, en su cuartito del hotel, a la luz de un candil chisporroteante, sobre un proyecto de «re­fugios» para revolucionarios que, a la manera de los con­ventos y casas de los jesuitas, los esperarían siempre, con una cama y un plato de sopa caliente, cuando salieran por el mundo a predicar la revolución.

18. El vicio tardío

Atuona, diciembre de 1902


  • ¿Siempre quiso usted ser pintor, Paul? -pre­guntó de pronto, el pastor Paul Vernier.

Habían bebido, comido la espléndida «tortilla ba­bosa» del dueño de casa, y discutido sobre los problemas que, a juicio de Ben Varney y Ky Dong, le traerían a Paul sus desafíos a la autoridad con sus exhortaciones a los mar­quesados a no pagar impuestos. Habían reído y fanta­seado sobre el colerón que le daría al obispo Martin saber que Koke acababa de instalar, en su jardín, dos esculturas de madera que aludían a lo que más podía dolerle al pur­purado: el monigote con cuernos, rezando, tenía la cara de monseñor y se titulaba Padre Lujuria, y la mujer, de grandes tetas y caderas que exhibía con obscenidad, Tere­sa, como la sirvienta, que, según vox populi en Atuona, era amante del obispo. Habían discutido sobre si el barco mis­terioso que cruzó frente a la isla, a la distancia, en medio de la lluvia y la niebla, era uno de esos balleneros america­nos portadores de mala suerte, que tanto inquietaban a los nativos de Hiva Oa pues secuestraban gente de la isla para incorporarla a la fuerza a la tripulación. Pero, rin­diéndose a los argumentos de Frébault y Ben Varney de que los balleneros ya no venían porque ya no había balle­nas por aquí, habían decretado que el barco que divisaron no existía, que era un barco fantasma.

La súbita pregunta del pastor protestante de Atuo­na dejó a Paul. desconcertado. Conversaban en el anegado jardín de La Casa del Placer. Felizmente, había dejado de llover. Las nubes, al abrirse hacía una hora, desnudaron un cielo de purísimo azul y el sol brilló muy fuerte. Había llovido diluvialmente toda la semana y este parén­tesis de buen tiempo tenía a los cinco amigos de Paul —Ky Dong, Ben Varney, Emile Frébault, su vecino Tioka y el jefe de la misión protestante— muy contentos. Sólo el pastor Vernier no bebía alcohol. Los otros acariciaban en las manos vasos de ajenjo o de ron y tenían los ojos achis­pados.



  • ¿.Sintió la vocación de ser artista desde niño? insistió Vernier—.Me interesa mucho el tema de las vocaciones. Religiosas o artísticas. Porque creo que hay en ambas mucho de común.

El pastor Vernier era un hombre enjuto e intem­poral y hablaba con gran suavidad, acariciando las palabras. Tenía pasión por las almas y las flores; su jardín, extendido al pie de los dos hermosos tamarindos de la misión que Koke divisaba desde su estudio, era el mejor cuidado y el más fragante de Atuona. Se sonrosaba cada vez que Paul o los otros decían palabrotas o menciona­ban el sexo. Miraba a Koke con verdadero interés, como si el asunto de la vocación de veras le importara.

Bueno, a mí, el vicio este me atacó tardísimo reflexionó - Paul - Hasta los treinta años no creo haber dibujado ni siquiera un monigote. Los artistas me parecían unos bohemios y unos maricones. Los despreciaba. Cuando dejé la marina, al fin de la guerra, no sabía qué hacer en la vida. Pero lo único que no se me pasaba por la cabeza era ser pintor.

Tus amigos se rieron, creyendo que hacías una de tus acostumbradas bromas. Pero era cierto, cierto, Paul. Aunque nadie lo entendiera, empezando por ti mismo. El gran misterio de tu vida, Koke. Lo habías sondeado mil veces, sin encontrar jamás una explicación. ¿Llevabas desde la cuna aquel gusanito en las entrañas? ¿Esperaba el mo­mento, la circunstancia adecuada para manifestarse? Lo acababa de insinuar Ky Dong, que parecía escurrido en su pareo floreado:


  • Es imposible que una vocación de pintor apa­rezca súbitamente en la vida de un hombre maduro, Paul. Cuéntanos la verdad.

Ésa era la verdad, aunque tus amigos no te creye­ran. En tu memoria no había rastro del menor interés por la pintura, ni por arte alguno, en los años que reco­rrías los mares del mundo en barcos de la marina mer­cante, ni después, cuando hacías el servicio militar en el Jéróme-Napoléon. Tampoco antes, en el internado de Or­léans de monseñor Dupanloup. Tu memoria fallaba en estos últimos tiempos, pero de eso estabas seguro: ni de escolar ni de marino jamás pintaste un boceto, ni visitaste un museo, ni entraste a una galería de arte. Y, cuando te liberaron del servicio y fuiste a vivir a París donde tu tu­tor Gustave Arosa, tampoco prestaste mayor atención a las pinturas que colgaban en sus paredes; sólo mirabas con curiosidad las figurillas de barro cocido de los anti­guos incas que tenía tu tutor, pero ¿por razones artísticas o porque te recordaban aquellos muñequitos de los man­tos prehispánicos que te intrigaron tanto, de niño, en Li­ma, en la casa del tío abuelo don Pío Tristán?

  • ¿Y qué hiciste, entonces, entre los veinte y los treinta? —le preguntó Ben. El ex ballenero y dueño del al­macén de Atuona estaba congestionado y con los ojos medio desorbitados. Pero su voz no era aún la de un borracho.

—Era agente de Bolsa, financista, banquero —dijo Paul—. Y, aunque tampoco me lo crean, lo hacía bien. Si hubiera seguido en eso, tal vez sería millonario. Un gran burgués que fuma puros y mantiene dos o tres queridas. Perdón, pastor.

Lo festejaron. La risa del gigantesco Frébault, a quien Paul había bautizado Poseidón por su corpulen­cia y su pasión por el mar, parecía arrastrar piedras. Hasta el hierático Tioka, que se acariciaba la gran barba blanca como sometiendo a rumia filosófica todo lo que oía, se rió. No te imaginaban de hombre de negocios, a ti, siendo el salvaje que eras, Paul. No tenía nada de raro. Ahora, ni siquiera tú te lo creías, pese a haberlo vivido. Pero ¿eras tú aquel joven de veintitrés años, al que Gustave Arosa su­girió, en una charla muy seria, bebiendo cognac en su mansión de Passy, que se dedicara a los negocios en la Bol­sa, donde se podían hacer fortunas, como había hecho él? Aceptaste la idea de buena gana y le quedaste recono­cido —todavía no lo odiabas, todavía no querías saber que tu madre había sido la amante de ese ricachón— cuando te consiguió un puesto en la oficina de su socio, Paul Benin, agente reputado de la Bolsa de París. Qué ibas a ser tú ese joven atildado, educado, tímido, que llegaba a la oficina con puntualidad enfermiza, y, sin distraerse un instante, se entregaba horas de horas, en cuerpo y alma, a empaparse de ese difícil oficio, conseguir clientes que confiaran a la agencia Bertin la inversión de sus rentas y patrimonio en la Bolsa de París. Quién que te hubiera frecuentado en estos últimos diez años podría concebir siquiera que, en 1872, 1873, 1874, fueras un empleado modelo, al que el propio patrón, Paul Bertin, tan seco y hosco, felicitaba a veces por su empeño, y por esa vida ordenada, que, a diferencia de la de tus colegas, evitaba la disipación de los cafés y bares donde todos ellos se preci­pitaban al cierre de las oficinas. Tú no. Tú, hombre for­mal, te ibas andando al cuartito alquilado de la rue La Bruyére, y, después de cenar frugalmente en un restau­rante del vecindario, todavía te sentabas en tu mesita co­ja y gruñona a revisar papeles de la oficina.



  • Parece mentira, Paul —exclamó el pastor Ver­nier, alzando la voz porque la apagaban lejanos truenos—. ¿Fue usted así, en su mocedad?

  • Un asqueroso aprendiz de burgués, pastor. Yo tampoco me lo creo, ahora.

  • ¿Y cómo ocurrió el cambio? intervino el vo­zarrón de Frébault.

  • Dirás el milagro —lo corrigió Ky Dong. El prín­cipe anamita miraba a Paul intrigado, con expresión ca­vilosa—. ¿Cómo fue?

  • He pensado mucho en eso y creo que ahora ten­go una respuesta clara —Paul retuvo en la boca, con de­lectación, un sorbito dulce y picante de ajenjo y chupó su pipa antes de continuar—. El corruptor, el que jodió mi carrera de burgués, fue el buen Schuff.

Hombros caídos, mirada perruna, andar cansino, un acento alsaciano que provocaba sonrisas: Claude-Emile Schuffenecker. El buen Schuff. Qué te ibas a imaginar, Paul, cuando ese hombre tímido, bondadoso, descuadrado y gordinflón entró a trabajar en la agencia Bertin —esta­ba mejor preparado que tú, había hecho estudios de co­mercio y esgrimía un diploma—, la influencia que tendría en tu vida. Ese colega amable, cordial, asustadizo, intimi­dado, te miraba con respeto y envidiaba tu personalidad fuerte y decidida. Te lo dijo, ruborizándose. Se hicieron muy amigos. Sólo después de algunas semanas descubri­rías que ese colega inhibido y apocado alentaba, por debajo de su apariencia esmirriada, dos pasiones, que te fue revelando a medida que se trenzaba la amistad: el arte y las religiones orientales, principalmente el budismo, so­bre el que Claude-Emile había leído muchísimo. ¿Segui­ría interesado en alcanzar el nirvana? Pero fue la manera como Schuff hablaba de la pintura y los pintores lo que te sorprendió, intrigó, y, poco a poco, contagió. Para el buen Schuff, los artistas eran seres de otra especie, medio ángeles, medio demonios, distintos en esencia de los hom­bres comunes. Las obras de arte constituían una realidad aparte, más pura, más perfecta, más ordenada, que este mundo sórdido y vulgar. Entrar en la órbita del arte era acceder a otra vida, en la que no sólo el espíritu, también el cuerpo se enriquecía y gozaba a través de los sentidos.

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