El paraiso en la otra esquina



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¿Descubrirían, después de tu muerte, que también eras un genio, Paul? ¿Empezarían a venderse tus cuadros a los altos precios que se vendían ahora los del Holandés Loco? Sospechabas que no. Por lo demás, tampoco te im­portaba ya tanto como antaño ser reconocido, famoso, un artista inmortal. No ocurriría. Atuona estaba demasia­do lejos de París para que, allí donde se decidían los pres­tigios y las modas artísticas, esos frívolos se interesaran por lo que habías hecho. A ti, ahora, lo que te obsesio­naba no era la pintura, sino la enfermedad impronuncia­ble, que, al cuarto mes de tu estancia en Hiva Oa, atacó de nuevo, feroz.

Las llagas le comían las piernas y ensuciaban las vendas tan rápido que, al final, ya no tenía ánimos para cambiárselas. Debía hacerlo él porque Vaeoho, asqueada, se negó, amenazándolo con dejarlo si la obligaba a curarlo. Conservaba las vendas sucias dos o tres días, oliendo mal y llenas de moscas, que también se cansaba de espan­tar. El doctor Buisson, director de Sanidad en Hiva Oa, a quien había conocido en Papeete, le ponía inyecciones de morfina y le daba láudano. Le calmaba el dolor, pero lo mantenía en un estado de sonambulismo idiota, y el presentimiento agudo de un deterioro rápido de su estado mental. ¿Ibas a terminar como el Holandés Loco, Paul? En junio de 1902 le fue casi imposible caminar, por el do­lor en las piernas. Apenas le quedaba dinero de la venta de su casa de Punaauia. Invirtió sus últimos ahorros en com­prarse un cochecito tirado por un pony que, cada tarde, embutido en una camisa verde y un pareo azul, su gorrita parisina y un nuevo bastón de madera al que había labrado —otra vez— como empuñadura un falo erecto, lo lleva­ba, dando un rodeo por la misión protestante y los her­mosos tamarindos de la casa del pastor Vernier, hacia la Bahía de los Traidores. A esta hora estaba siempre llena de chiquillos y chiquillas bañándose en el mar o montando a pelo los caballitos salvajes que relinchaban y salta­ban sobre las olas, desafiantes. Frente a la bahía, la islita desierta de Hanakee parecía un cachalote dormido, una gran ballena de esas que venían a buscar antes, desde Nor­teamérica, los barcos balleneros a los que los nativos de Hiva Oa tenían todavía un miedo cerval. Porque, según contaban, la tripulación de aquellas naves solía emborra­char a los indígenas para luego secuestrarlos y llevárselos consigo, como esclavos. Con uno de estos balleneros había ocurrido aquel episodio que daba a la bahía su nombre in­fame. Hartos de los secuestros, los nativos de Hiva Oa ha­brían recibido con fiestas, bailes y comilonas de pescado crudo y cerdo salvaje a la tripulación de uno de estos bar­cos. Y, en medio del festín, los degollaron a todos. «¡Con­fiesen que se los comieron!», rugía Koke, exaltado, cada vez que oía esta historia. «¡Bravo! ¡Muy bien hecho! ¡Hi­cieron bien!» Poco antes de que se ocultara el sol, Koke regresaba a La Casa del Placer dando un rodeo que lo hacía cruzar la única calle de Atuona. La recorría muy len­tamente, conteniendo al pony, desde el embarcadero hasta la pensión del chino-maorí Matikana, saludando ceremo­niosamente a todo el mundo, aunque, a la mayoría, sus ojos fueran ya incapaces de identificar cabalmente.

A su llegada, porque habían oído hablar de él co­mo editor de Les Guépes, los católicos de la isla lo recibie­ron como a uno de los suyos. Pero, luego, su vida disipada, sus borracheras, sus intimidades con los nativos, las leyendas facinerosas sobre lo que ocurría en La Casa del Placer, lo convirtieron en un réprobo. Los protestantes, a quienes tanto había atacado en Les Guépes, lo miraban de lejos, con resentimiento. Pero, la brusca partida del doc­tor Buisson, trasladado a Papeete a mediados de junio, lo impulsó a acercarse al pastor protestante, Paul Vernier, a quien había atacado personalmente en su revista. Ky Dong y Tioka lo llevaron a él, diciéndole que era la única persona en Atuona que tenía algunos conocimientos de medicina y podía ayudarlo. El pastor Vernier, hombre manso y generoso, lo recibió sin sombra de rencor por los agravios recibidos, y, en efecto, trató de ayudarlo, con ungüentos y calmantes para las piernas. Algún efecto le hi­cieron, pues, en julio de 1902, fue capaz de nuevo de dar pequeños paseos valiéndose de sus propios pies.

Para celebrar su momentánea mejoría, el gendar­me Désiré Charpillet tuvo la idea de nombrarlo—ya que era un artista--- juez del tradicional concurso musical que se llevaba a cabo el 14 de julio entre los coros de los dos colegios de la isla, el católico y el protestante. La rivalidad entre ambas misiones se manifestaba en las co­sas más nimias. Tratando de no envenenar más esta riva­lidad. Paul opto, por un fallo salomónico: empate entre los concursantes. Pero esa repartición dejó insatisfechas a las dos iglesias que quedaron ambas enojadas con el. De manera que debió retirarse hacia la Casa del Placer en medio de las recriminaciones y la hostilidad general.

Pero, cuando el carrito tirado por el pony llegó a su casa. lo recibió una agradable sorpresa. Ahí estaba su vecino, Tioka, el maorí de la barba blanca, esperándolo. Muy serio, le dijo que, luego del tiempo transcurrido, lo consideraba un verdadero amigo. Venía a proponerle que celebraran la ceremonia de la amistad recíproca. Era muy simple. Consistía en intercambiar los nombres respectivos, sin perder los propios. Asi lo hicieron, y, desde entonces, su vecino pasó a llamarse Tioka-Koke. y el, Koke-Tioka . Ya eras todo un marquesano, Paul.

17. Palabras para cambiar el mundo

Montpellier, agosto de 1844

Flora se había prometido que su estancia en Mont­pellier, adonde llegó el 17 de agosto de 1844 luego de Nimes, sería de absoluto descanso. Necesitaba recupe­rarse. Estaba agotada; la disentería le duraba ya dos me­ses y cada noche sentía en el pecho, acompañada de fuertes punzadas, la bala junto a su corazón. Pero el destino decidió otra cosa. El Hotel du Cheval Blanc, que le ha­bían reservado, al descubrir que viajaba sola le dio con la puerta en las narices. «Como en todos los estableci­mientos decentes, en éste sólo admitimos damas que vie­nen con sus padres o esposos», la amonestó el adminis­trador.

Iba a responderle «Pues en Nimes me dijeron que el Hotel du Cheval Blanc era poco menos que el burdel de Montpellier», cuando un agente viajero llegado al mis­mo tiempo que ella se adelantó a ofrecerse como valedor de la señora. El hotelero titubeaba. Flora se sentía conmovida, cuando advirtió que el galante caballero insistía en tomar una sola habitación para los dos. «¿Me cree us­ted una puta?», lo encaró, al tiempo que le descargaba una sonora bofetada. El infeliz quedó alelado, frotándose la cara. Ella salió a las calles de Montpellier, cargada de ma­letas, a buscar un refugio. Sólo lo encontró a mediodía, el Hotel du Midi, un hotelito en construcción en el que resultó la única inquilina. Los siete días en la ciudad vi­vió escoltada por la bulla y el trajín de albañiles y trabajadores que, colgados de los andamios, rehacían y ampliaban el local. Estaba tan cansada que, pese al agobio del ruido, renunció a buscar otro albergue.

Los primeros cuatro días no celebró reunión al­guna con obreros ni con los sansimonianos y fourieristas locales para los que traía cartas de recomendación. Pero no fueron días de reposo. La hinchazón del vientre y los retortijones la atormentaban tanto que debió ver a un médico. El doctor Amador, recomendado por el ho­tel, resultó ser español y Flora se alegró de practicar con él esa lengua que, desde su regreso del Perú, diez años atrás, apenas había tenido ocasión de hablar. El doctor Amador, fanático de la homeopatía, a la que, ponien­do los ojos en blanco, llamaba «la ciencia nueva», era un cincuentón fino, culto, moreno y alargado, de simpatías sansimonianas y convencido de que la «teoría de los flui­dos» de Saint-Simon, clave para entender la evolución de la historia, explicaba también el cuerpo humano. «La téc­nica y la ciencia económica son las fuerzas transformadoras de la sociedad, doña Flora», le decía, con voz de barí­tono. Era grato conversar con él. Fiel a sus convicciones homeopáticas de que el mal con el mal se cura, le recetó un preparado de arsénico y azufre, que Flora bebió con aprensión, temerosa de envenenarse. Pero, desde el segundo día de tomar la extraña pócima, experimentó notable mejoría.

Este hombre atento y respetuoso, que te escuchaba con deferencia aun cuando en muchos temas discreparan, se asemejaba a los primeros «hombres modernos» que, gra­cias a tu audacia y tesón, conociste en París, a principios de 1835, a tu regreso del Perú, luego de esa endemoniada travesía en barco en la que estuviste a punto de ser violada por un pasajero impertinente y degenerado, el Loco An­tonio. ¿Te acuerdas, Florita? En las noches trataba de for­zar tu camarote, sin que el capitán de la nave lo llamara al

orden; debía estar acostumbrado a que sus pasajeros asal­taran a las señoras que viajaban solas. Tú se lo reprochaste y el capitán Alencar, a modo de excusa, te respondió esta instructiva imbecilidad: «Usted es la primera señora a la que veo viajar sola en mis treinta años de lobo de mar». ¡Vaya viajecito de espanto que fue tu regreso a Francia, por cul­pa del mareo y del Loco Antonio!

Pero, qué te importó ese mal trago en aquellos pri­meros meses en París, en tu departamentito recién alquilado de la rue Chabanais. La modesta pensión del tío Pío Tristán te permitía vivir con decoro. Cargada de ímpetus e ilusiones gracias al año pasado en el Perú, más rico en enseñanzas que cinco años en la Sorbona, volviste a Fran­cia decidida a ser otra, a romper las cadenas, a vivir ple­namente y libre, resuelta a llenar las lagunas de tu espíri­tu, a cultivar tu inteligencia, y, sobre todo, a hacer cosas, muchas cosas, para que la vida de las mujeres fuera mejor de lo que había sido para ti.

En ese estado de ánimo escribiste, a poco de llegar a Francia, tu primer libro. Mejor dicho, librito, folleto de pocas páginas: Sobre la necesidad de dar una buena acogida a las extranjeras. Ahora, ese texto romántico, sentimental, lleno de buenas intenciones acerca de la nula o mala acogi­da que recibían las forasteras en Francia, te avergonzaba por su ingenuidad. ¡Proponer la creación de una sociedad para ayudar a las extranjeras a instalarse en París, encon­trarles alojamiento, presentarles gente y ofrecer consuelo a las necesitadas! ¡Una sociedad cuyos miembros harían un juramento y tendrían un himno y unas insignias con los tres blasones de la institución: Virtud, Prudencia y Propa­ganda contra el Vicio! Sofocada por la risa —qué tonta eras entonces, Florita—, se desperezó, en su estrecho cuartito del Hotel du Midi. Tampoco tú pudiste escapar a la epide­mia de formar sociedades que padecía Francia.

Fue un texto juvenil, que denotaba tu incultura, aquel que el dueño de la imprenta Delaunay, en el Palais Royal, debió corregir de principio a fin por la cantidad de faltas de ortografía del manuscrito. ¿No había en él nada rescatable, con todo lo que habías madurado? Algo, sí. Por ejemplo, tu profesión de fe —«Una creencia, una religión, la más bella y la más santa: el amor a la humani­dad»— y tus ataques al nacionalismo: «Nuestra patria debe ser el universo». Crear sociedades era la obsesión de san­simonianos y fourieristas. ¿Ya estabas, pues, en relación con ellos cuando salió el folleto?

Sólo por lecturas. Leíste mucho en tu pisito de la rue Chabanais, y luego en el de la rue du Cherche-Midi, en 1835, 1836, 1837, pese a los dolores de cabeza que te daba André Chazal. Tratabas de asimilar aquellas ideas, fi­losofías, doctrinas, que representaban la modernidad, en las que veías el arma más eficaz para conseguir la eman­cipación de la mujer. De Le Globe de los sansimonianos a La Phalange de los fourieristas, pasando por todos los folletos, libros, artículos, conferencias a los que podías echar mano, querías leerlo todo. Horas de horas hacien­do apuntes, fichas, extractos, en tu casa o en los dos gabi­netes de lectura a los que te abonaste. Con qué ilusión buscabas relacionarte con sansimonianos y fourieristas, las dos corrientes que en aquellos años —todavía no co­nocías las ideas de Étienne Cabet ni las del escocés Ro­bert Owen— te parecían las más avanzadas para alcanzar el objetivo: la igualdad de derechos entre el hombre y la mujer.

El filósofo y economista Claude-Henri de Rou­vroy, conde de Saint-Simon, visionario de la «sociedad de productores y sin fricciones», había muerto en 1825 y su heredero, el esbelto, elegante, refinado e iluminado Prosper Enfantin, seguía siendo jefe de los sansimonianos hasta

hoy. Él fue uno de los primeros a quien enviaste tu libri 
to, con una dedicatoria devota. Enfantin te invitó a una
reunión de seguidores en Saint-Germain-des-Prés. ¿Re 
cuerdas tu deslumbramiento al estrechar la mano de ese
sacerdote laico por el que desfallecían las parisinas? Era
apuesto, locuaz y carismático. Había estado en la cárcel, a
resultas del primer experimento de sociedad sansimonia 
na en Ménilmontant, donde, para estimular la solidari 
dad entre los compañeros y aniquilar el individualismo,
Enfantin diseñó aquellos uniformes fantasiosos: unas tú 
nicas con abotonadura en la espalda que sólo se podían
cerrar con ayuda de otra persona. Prosper Enfantin había
viajado hasta Egipto, en busca de la mujer-mesías, que, se 
gún la doctrina, sería la redentora de la humanidad. No la
encontró y seguía buscándola. Ahora, esos aspavientos fe 
ministas de los sansimonianos te parecían poco serios, un
juego lujoso y frívolo. Pero en 1835 te llegaban al alma,
Florita. Con qué reverencia observabas la silla vacía que,
junto a la del Padre Prosper Enfantin, presidía las reunio 
nes sansimonianos. ¿Cómo no te iba a conmover descubrir
que no estabas sola, que, en París, otros, como tú, encon 
traban intolerable que la mujer fuera considerada un ser
inferior, sin derechos, un ciudadano de segunda clase? An 
te aquella silla vacía de las ceremonias de los discípulos de
Saint-Simon, empezaste a decirte, en secreto, como rezan 
do: «La salvadora de la humanidad serás tú, Flora Tristán».
Pero, para ser la mujer-mesías de los sansimonianos
había que formar pareja —meterse a la cama, simplemen 
te— con Prosper Enfantin. A muchas parisinas las tentaba.
A ti, no. Hasta ahí llegaba tu celo reformista. La libertad
sexual que estos movimientos predicaban te parecía —aun 
que no lo dijeras— una coartada para el libertinaje, y, en
eso, no estabas dispuesta a seguirlos. Porque la vida se 
xual te seguiría inspirando, hasta conocer a Olympia Ma leszewska, la misma repugnancia que el recuerdo de An­dré Chazal.

Si el conde de Saint-Simon estaba muerto hacía tiempo, Charles Fourier, en cambio, en aquel año de 1835 estaba vivo. Tenía sesenta y tres años y le quedaban dos por vivir. Lo conociste, Andaluza. Y nueve años después, pese a lo mal que ahora pensabas de sus discípulos, esos teóricos e inactivos falansterianos, a él lo recordabas con admiración. Y, aunque lo trataste poco, con cariño filial, Fourier fue la primera persona a la que enviaste Sobre la necesidad de dar una buena acogida a las extranjeras, ofre­ciéndole tu colaboración con palabras exaltadas: «Usted, maestro, encontrará en mí una fuerza poco común entre las de mi sexo, una urgencia por hacer el bien». Y, menu­da sorpresa, el noble y pulcro viejecito, con su levita muy bien planchada y sus bondadosos ojos claros se apareció en persona en el 42, rue du Cherche-Midi, para agrade­certe el libro y felicitarte por tus ideas renovadoras y tu espíritu justiciero. ¡Uno de los días más felices de tu vida, Florita!

Tuviste grandes dificultades para entender algunas de sus teorías (que existía un orden social equivalente al del universo físico descubierto por Newton, por ejemplo, o el paso de la humanidad por ocho estados de salvajismo y barbarie antes de llegar a la Armonía, donde alcanzaría la felicidad), leíste La teoría de los Cuatro Movimientos, El nuevo mundo industrial y societario e innumerables ar­tículos aparecidos en La Phalange y otras publicaciones fourieristas. Pero, era sobre todo él, por la resplandecien­te limpieza moral que emanaba de su persona, la frugali­dad de su vida —vivía solo, en el modestísimo pisito de la rue Saint-Pierre, en Montmartre, atiborrado de libros y papeles, donde le llevaste un día un reloj de arena de regalo—, su bondad, su horror a toda forma de violencia y su confianza a machamartillo en la buena entraña de los seres humanos, lo que, en aquellos años de 1835, 1836 y 1837, te hicieron sentirte discípula de ese generoso sa­bio. Fourier también estaba contra el matrimonio y creía como tú que esta malhadada institución hacía de la mujer un objeto de uso, sin dignidad ni libertad. Su teoría de que, organizando el mundo en falansterios, unidades de cuatro­cientas familias cada una, sin explotadores ni explotados, donde el trabajo y sus frutos se repartirían de manera equitativa, remunerando más los quehaceres más ingra­tos y menos los más placenteros, y donde reinaría la más absoluta igualdad entre hombres y mujeres, al principio te hechizó. Esta doctrina daba forma concreta a tus an­helos de justicia para la humanidad.

Pero nunca pudiste conformarte a aquellos aspec­tos de la filosofía de Fourier que concernían al sexo. ¿Era tu culpa? Olympia creía que sí. Comprendías las altruistas intenciones del maestro: que nadie, por sus vicios o ma­nías, quedara excluido de la sociedad ni de la dicha. San­to y bueno. Pero ¿era realizable aquello de formar falans­terios por afinidades sexuales, reuniendo a los invertidos, a las sáficas, a los que gozaban recibiendo o impartiendo do­lor, a los mirones y onanistas, en pequeños enclaves donde se sentirían normales? Aunque no tenías argumentos pa­ra refutarla, la sola idea de aquella tesis te hacía ruborizar. Y sospechabas que la propuesta era demasiado osada para ser realista. Además, imaginar la vida en aquellos falans­terios de excéntricos sexuales, practicando lo que el maestro Fourier llamaba «la orgía noble», te provocaba escalofríos. Olympia tenía razón cuando, jugando con tu cuerpo en el lecho, te hacía enrojecer de pies a cabeza con sus caprichos: «Eres una puritana , Florita, una monjita laica».

Desde luego que compartías la afirmación de Fourier de que la civilización esté en relación directamente proporcional con el grado de independencia del que dis­frutan las mujeres. Otras afirmaciones suyas te dejaban confusa. Como la absoluta seguridad del anciano de que el mundo duraría exactamente ochenta mil años y de que en ese tiempo cada alma transmigraría entre la Tie­rra y otros planetas ochocientas diez veces y tendría mil seiscientas veintiséis existencias. ¿No parecía todo eso más cerca de la superstición que de la ciencia?

De otra parte, se te encogía el corazón viendo, o imaginando, al sabio viejecillo, cada mediodía, levantán­dose presuroso de los cafetines del Palais Royal donde iba a escribir y leer, para remontar la colina de Montmartre, rumbo a su casita de la rue de Saint-Pierre, a esperar, se­gún lo había anunciado desde 1826, al mecenas, el capi­talista rico e ilustrado que vendría a comunicarle que estaba dispuesto a financiar el primer falansterio, semilla de la futura humanidad feliz. Te llenaba los ojos de lágrimas pensar que, con su indestructible fe en la bondad innata de los seres humanos, desde 1826 hasta la víspera de su muerte, el 10 de octubre de 1837, Charles Fourier estuvo esperando, en su casa, de doce a dos, al visitante que nunca llegó. ¿Había algo más patético que esa larga e inútil espera de once años?

Los discípulos de Fourier, empezando por Victor Considerant, el director de La Phalange, no lo pensaban así. Todavía ahora, en 1844, siete años después de muer­to el maestro, eran capaces de creer en capitalistas capaces de actos magnánimos. ¿Magnánimos? Suicidas, más bien. Pues, en el hipotético caso de que el falansterianis­mo triunfara, el capitalismo desaparecería en el mundo. Pero, no ocurriría, y tú, Florita, a pesar de tu escasa cien­cia, entendías muy bien por qué. Los capitalistas serían malvados y egoístas, pero sabían lo que les convenía. Jamás financiarían un patíbulo para que les cortaran el pescuezo. Por eso ya no creías en los fourieristas, por eso los mirabas con conmiseración. Pese a ello, habías mantenido una buena relación con Victor Considérant, quien, desde 1836, te publicó en La Phalange cartas y artículos, a veces muy críticos de la propia revista. Y, a pesar de ser cons­ciente de que ya no estabas con ellos, te dio cartas y reco­mendaciones para esta gira por el interior de Francia.

Cuando el doctor Amador, el homeópata de Mont­pellier, a quien Flora vio varias veces en esta semana, la oía criticar de manera destemplada a fourieristas y sansi­monianos, acusándolos de «débiles» y «burgueses», se burla­ba de su «espíritu incendiario». Flora advertía en el español —hablaba acariciándose las cuidadas patillas canosas que le bajaban hasta la mandíbula— una visible atracción por su persona. No dejaba de halagarte, Andaluza. Sin embar­go, esa cordial relación terminó de manera bastante brus­ca el día en que te enteraste, por el mismo Amador, de que éste, en sus clases de la Facultad de Medicina de la Universidad de Montpellier, no enseñaba la homeopatía, inaceptable para la academia, sino la medicina alopática o tradicional, por la que —te lo había dicho de manera tajante— sentía el desdén que merecen las cosas viejas, las ideas apolilladas.



  • ¿Cómo puede usted enseñar algo en lo que no cree y encima cobrar por ello? —le espetó una escanda­lizada Madame-la-Colére—. Es una incoherencia y una inmoralidad.

  • Bueno, bueno, no sea usted tan severa —contemporizó él, sorprendido con esa reacción tan viva—. Amiga mía, tengo que vivir. No siempre se puede ser ab­solutamente coherente y ético en la vida, a menos que se tenga vocación de mártir.

  • Yo debo tenerla —afirmó Madame-la-Colére—. Porque trato siempre de actuar de una manera rectilínea, de acuerdo a mis convicciones. Se me caería la lengua si tuviera que enseñar cosas en las que no creo, simplemen­te para justificar un sueldo.

Fue la última vez que se vieron. Sin embargo, pese a haber quedado, sin duda, escaldado con las críticas de Flora, el doctor Amador le envió al Hotel du Midi a un carpintero. André Médard resultó ser un muchacho inquieto y simpático. Había formado una sociedad obrera de ayuda mutua, a la que la invitó.

  • ¿Por qué ha decidido usted no hablar en Mont­pellier, señora?

  • Porque me aseguraron que no encontraría aquí un solo obrero inteligente —lo provocó Flora.

  • Aquí hay cuatrocientos obreros inteligentes, señora —se rió el muchacho—. Yo soy uno de ellos.

  • Con cuatrocientos obreros inteligentes yo haría la revolución en toda Francia, hijo mío —le repuso Flora.

La reunión que André Médard le organizó, con dieciséis hombres y cuatro mujeres, resultó excelente. Estaban desinformados, pero eran curiosos, con ganas de escucharla, y mostraron interés por la Unión Obrera y los Palacios de los Trabajadores. Compraron algunos li­bros y aceptaron formar un comité de cinco miembros —una mujer entre ellos— para promover el movimiento en Montpellier. Contaron a Flora cosas que la sorpren­dieron. Bajo su apariencia tranquila, de próspera ciudad burguesa, Montpellier era, según ellos, un polvorín. No ha­bía trabajo y muchos desempleados merodeaban por las calles desafiando la prohibición de las autoridades y ape­dreando a veces las carrozas y las casas de los ricos, nu­merosos en la ciudad.

  • Si no nos apresuramos y cambiamos la situación pacíficamente gracias a la Unión Obrera, Francia, acaso Europa entera, estallarán —afirmó Flora, al térmi­no de la reunión—. La carnicería será terrible. ¡Manos a la obra, amigos!

A diferencia de sus primeros días en Montpellier, descansados, los tres últimos fueron de una actividad des­bordante, gracias al preparado homeopático del doctor Amador, que la hacía sentirse eufórica y llena de energía. Intentó visitar la cárcel, sin éxito, y recorrió las librerías dejando ejemplares de La Unión Obrera. Por último, se reunió con una veintena de fourieristas locales. Como siempre, la decepcionaron. Eran profesionales y burócra­tas incapaces de pasar de la teoría a la acción, con una desconfianza innata hacia los obreros, en los que parecían anticipar un peligro para su tranquilidad burguesa. A la hora de las preguntas, un abogado, maitre Saissac, consi­guió sacarla de sus casillas, reprochándole «sobrepasar las funciones de la mujer, que no debía abandonar nunca el cuidado del hogar por la política». El abogado se ofendió cuando ella lo llamó «un prehistórico, un preciudadano, un troglodita social».

Maitre Saissac tenía algo de la cara apergaminada, amarillenta, avejentada por la penuria, la amargura y el ren­cor, de André Chazal, en aquellos años de 1835, 1836, 1837. Flora debió verlo varias veces y enfrentarse a él, en una guerra de la que le quedaba como recuerdo esta bala en el pecho que los buenos doctores Récamier y Lisfranc no consiguieron extraerle. Entre 1835 y 1837, Chazal rap­tó tres veces a la pobre Aline (y dos a Ernest-Camille), convirtiendo a esa niña en el ser triste, melancólico e inhi­bido que era ahora. Y, cada vez, los pesadillescos tribunales a los que Flora acudió a reclamar la custodia de sus dos hijos, le dieron la razón a él, pese a ser un vago, un alcohólico, un vicioso, un degenerado, un pobre diablo que vivía en un cuchitril hediondo, donde ese par de niños sólo


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