El paraiso en la otra esquina



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La noche en que Paul conoció al Holandés Loco, en el invierno de 1887, en Grand Boulllon, Restaurant du Chalet, en Clichy, Vincent ni siquiera permitió que Paul lo felicitara por los cuadros que exhibía. «Soy yo el que debo felicitarte», le dijo, apretándole la mano con fuerza. «He visto en casa de Daniel de Monfreid tus cuadros de la Martinica. Formidables! No fueron pintados con pincel, sino con el falo. Cuadros que al mismo tiempo que arte son pecados.» Dos días después, Vincent y su hermano Theo fueron a casa de Schuffenecker, donde Paul estaba alojado desde su regreso de la aventura de Panamá y la Martinica con su amigo Laval. El Holandés Loco contempló los cuadros desde todos los ángulos y sentenció: «Ésta es la gran pintura, sale de las entrañas, de la sangre, como la esperma del sexo». Abrazó a Paul y le rogó: «Yo también quiero pintar mis cuadros con mi falo. Enséñame, hermano». Así comenzó esa amistad que terminaría tan mal.

El Holandés Loco, en una de sus intuiciones geniales, dio en el clavo antes que tú, Paul. Era cierto. En esa estancia tan sufrida, primero en Panamá, luego en las afueras de Saint-Pierre, en la Martinica, de mayo a octubre de 1887, te convertiste en un artista. Vincent fue el primero en descubrirlo. ¿Qué importaba, frente a eso, haberlo pasado tan mal, trabajando como peón de lampa en las obras del Canal de monsieur de Lesseps, picoteado por los mosquitos y a punto de morir de disentería y malaria martiniquesas? Era verdad: en aquella pintura de Saint Pierre, iluminada por el sol esplendoroso del Caribe, donde los colores estallaban como frutas maduras, y los rojos, los azules, los amarillos, los verdes, los negros, se enfrentaban unos a otros con ferocidad de gladiadores, disputándose la hegemonía del cuadro, la vida irrumpía por fin como un incendio en tu pintura, purificándola, redimiéndola de esa acobardada actitud que había sido para ti, hasta entonces, pintar y esculpir. En ese viaje, en efecto, a pesar de haber estado a punto de morir de hambre y de enfermedad ---botando los bofes en una cabañita por cuyo techo de hojas de palma se colaba la lluvia---, empezaste a limpiarte las legañas y a ver claro: la salud. de la pintura pasaba por huir de París, en pos de una vida nueva bajo otros cielos.

E1 sexo había irrumpido también en su vida, como una luz en sus cuadros, con beligerancia irresistible, llevándose de encuentro, todos los remilgos y prejuicios que hasta entonces lo mantenían apagado. Como sus compañeros de la azada, en las ciénagas pestilentes donde se abrían las exclusas del futuro Canal, fue, a buscar a las mulatas y negras que rondaban los campamentos panameños. No sólo se dejaban tirar por una

suma módica, también maltratar mientras eran fornicadas. Y si lloraban y, asustadas, querían huir, qué fruición, qué destemplado goce caerles encima y dominarlas, enseñarles quién era el varón. A la Vikinga nunca la amaste así, Paul, como a esas negras de, enormes tetas, fauces animales y sexos voraces que quemaban como braseros. Por eso, tu pintura era tan desvaída y esclerótica., tan conformista y tímida, Porque así era tu espíritu, tu sensibilidad, tu sexo. Te habías hecho la promesa -no la cumplirías, Paul- allá en las noches sofocantes de Saint-Pierre, cuando podías tumbar a una de esas negras descaderadas que hablaban en un creole ardiente, que cuando volvieras a ver a la Vikinga, le darías una lección retroactiva. Se lo dijiste a Charles Laval, una noche de borrachera con ron crudo:

----La primera vez que estemos juntos le quitaré a la Vikinga toda la frigidez nórdica que lleva encima desde la cuna. La desnudaré a golpes y a jalones, a mordiscos y abrazos la haré retorcerse y chillar, revolverse y pelear para sobrevivir. Como una negra. Ella desnuda y yo desnudo, en la lucha amorosa esa remilgada burguesa aprenderá a pecar, a gozar, a hacer gozar, a ser caliente, sumisa y jugosa como una hembra de Saint-Pierre.

Charles Laval te miraba alelado, sin saber qué decir. Koke se echó a reír a carcajadas, con la mirada clavada en Pape moe, iluminado por la luz fosforescente de la luna. No, no. La Vikinga nunca haría el amor como una martiniquesa o una tahitiana, su religión y su cultura se lo impedían. Sería siempre un ser a medias, una mujer a la que le marchitaron el sexo antes de nacer.

El Holandés Loco lo entendió muy bien, desde el primer momento. Aquellos cuadros de la Martínica no fueron pintados así gracias al color desmesurado de los trópicos, sino a la libertad mental y de costumbres, conquistada por un novicio de salvaje, un pintor que al mismo tiempo que a pintar aprendía a hacer el amor, a respetar el instinto, a aceptar lo que había en él de Naturaleza y de demonio, y a satisfacer sus apetitos como los hombres al natural.

¿Eras un salvaje cuando regresaste a París de aquel malhadado viaje a Panamá y a la Martinica, convaleciendo todavía de esa malaria que te chupó la carne, envenenó tu sangre y te quitó diez quilos de peso? Comenzabas a serlo, Paul. Tu conducta ya no era la de un burgués civilizado, en todo caso. Cómo iba a serlo después de sudar bajo el sol inclemente tirando la azada en las selvas de Panamá, y amando a mulatas y negras en el barro, la tierra rojiza y las arenas sucias del Caribe? Además, traías dentro de ti la enfermedad impronunciable, Paul. Una marca infamante, pero, también, tu credencial de hombre sin frenos. Tú no sabias y no sabrías por buen tiempo que estabas apestado. Pero eras ya un ser liberado de remilgos, de respetos, de tabúes, de convenciones, orgulloso de tus impulsos y pasiones. ¿Cómo te hubieras atrevido, si no, a alargar las manos y tocarle los pechos a la delicada esposa de tu mejor amigo, el buen Schuff, que te alojaba en su casa, te daba de comer y hasta regalaba unos francos para un ajenjo en los cafés? Madame Schufienecker empalidecía, enrojecía, se escapaba balbuceando una protesta. Pero, su pudor y su vergüenza eran tan grandes que no se atrevió nunca a contarle al buen Schuff los atrevimientos del compañero a quien tanto ayudaba. ¿0 lo hizo? Acariciar a madame Schuffenecker cuando las circunstancias los dejaban solos se convirtió en un juego peligroso. Te hacía pasar muy buenos ratos y te empujaba al caballete, ¿no, Koke?

Una nubecilla empañó la luz de la luna y Paul regresó a la cabaña, llevando Pape moe con extremo cuidado, como si se pudiera trizar. Lástima que el Holandés Loco no pudiera ver esta tela. La hubiera perforado con la mirada alucinada que ponía en las grandes ocasiones, y, después, te hubiera abrazado y besado, exclamando con su voz convulsionada: «¡Has fornicado con el diablo, hermano!».

Por fin, a mediados de mayo de 1893, llegó la orden de repatriación enviada por el gobierno de Francia a la gobernación de la Polinesia francesa. El gobernador Lacascade en persona le comunicó que, según instrucciones recibidas -le leyó la resolución ministerial- se había acordado, en vista de su insolvencia, pagarle un pasaje de barco en segunda clase, Papeete-Marsella. Ese mismo día, luego de cinco horas y media de zangoloteo en el coche público, regresó a Mataiea y anunció a Teha'amana que partía. Le habló largo rato, explicándole con lujo de detalles las razones que lo impulsaban a regresar a Francia.

Sentada en una de las bancas, bajo el mango, la muchacha lo escuchaba sin decir palabra, sin derramar una lágrima, ni hacer un gesto de reproche. Con su mano derecha se acariciaba de manera mecánica el pie izquierdo, el de los siete deditos. Tampoco dijo nada cuando Paul calló. Éste subió a acostarse luego de fumar una última pipa y encontró a Teha'amana ya dormida. A la mañana siguiente, al abrir Koke los ojos, su vahine había hecho una bolsa con todas sus cosas y partido.

Cuando Paul se embarcó hacia Francia a comienzos de junio de 1893 en el Duchafflult, sólo acudió a despedirlo en el muelle de Papeete su amigo Jénot, recién ascendido a teniente de la armada.


5. La sombra de Charles Fourier

Lyon,mayo y junio de 1844

Tanto en Chalon -sur- Saone como en Mácon, donde estuvo la última semana de abril y los primeros días de mayo de 1844, la gira de Flora dependió casi enteramente de la ayuda de sus amigos adversarios, los falansterianos o fourieristas. Se la brindaban con tanta generosidad que Flora tenía conflictos de conciencia. ¿Cómo hacer explícitas, sin ofenderlos, las diferencias con esos discípulos del fallecido Charles Fourier que la despedían y recibían en las estaciones de la diligencia o en los puertos fluviales, Y que se desvivían para facilitarle reuniones y citas? Sin embargo, aunque la apenaba desilusionar a los fourieristas, no ocultó sus críticas a sus teorías y conductas, que le pareecían incompatibles con la tarea que la ocupaba: la redención de la humanidad.

En Chalon-sur-Saone, los fálansterianos organizaron, para el día siguiente de su llegada, una reunión en el vasto local de la logia masónica La Perfecta Igualdad. Le bastó una ojeada al atestado local, en el que se apiñaban doscientas personas, para que se le viniera el alma a los pies. ¿No les habías escrito que las reuniones debían ser siempre reducidas, treinta o cuarenta obreros a lo más? Un número pequeño permitía el diálogo, la relación personal. Un público como éste era distante, frío, incapaz de participar, obligado sólo a oír:

-Pero, madame, había una enorme curiosidad por escucharla. ¡Viene usted precedida de tanta fama! -se excusó Lagrange, dirigente fourierista en Chalon-sur-Saone.
-La fama me importa un bledo, monsieur Lagrange. Busco la eficacia. Y no puedo ser eficaz si me dirijo a una masa anónima, invisible. A mí me gusta hablar a seres humanos, y para eso necesito verles las caras, hacerles sentir que quiero conversar con ellos, no imponerles mis ideas como el Papa a la grey católica.

Más grave que el número de oyentes era su composición social. Desde el proscenio, decorado con un jarroncito de flores y una pared llena de símbolos masónicos, mientras monsieur Lagrange la presentaba Flora descubrió que tres cuartas partes de los asistentes eran patrones y sólo un tercio obreros. ¡Venir a Chalon-sur-Saóne a predicar la Unión Obrera a los explotadores! Esos falansterianos no tenían remedio, pese a la inteligencia y honestidad de un Victor Considérant, quien, desde la muerte del maestro, en 1837, presidía el movimiento fourierista. Su pecado original, que abría un abismo infranqueable entre tú y ellos, era el mismo de los sansimonianos: no creer en tina revolución hecha por las víctimas del sistema. Ambos desconfiaban de esas masas de ignaros y miserables, y, con ingenuidad angélica, sostenían que la reforma de la sociedad se haría gracias a la buena voluntad y el dinero de los burgueses iluminados por sus teorías.

Lo fantástico era que Victor Considérant y los suyos, todavía ahora, en 1844, siguieran convencidos de ganar para su causa a ese puñado de ricos que, convertidos al falanstertanismo, financiarían «la revolución societaria». En 1826, su guía, Charles Fourier, anunció en París, mediante avisos en la prensa, que todos los días estaría en su casa de Saint-Pierre Montmartre de doce a dos de la tarde, para explicar sus proyectos de reforma social a un industrial o rentista de espíritu noble y justiciero interesado en financiarlos. Once años después, el día de su muerte, en 1837, el amable viejecito de eterna levita negra, corbata blanca y bondadosos ojos azules -te entristecía recordarlo, Andaluza-, seguía esperando, puntualmente, de doce a dos, la visita que nunca llegó. ¡Nunca! Ni un solo rico, ni un solo burgués se tomó la molestia de ir a hacerle unas preguntas o escuchar sus proyectos para acabar con la infelicidad humana. Y ninguna de las personalidades a las que escribió pidiéndoles apoyo para sus planes -Bolívar, Chateaubriand, Lady Byron, el doctor Francia de Paraguay, todos los ministros de la Restauración y del rey Louis-Philippe entre ellos- se dignaron contestarle. ¡Y, ciegos y sordos, los falansterianos seguían confiando en los burgueses y recelando de los obreros!

Presa de un súbito acceso de indignación retrospectiva, imaginando al pobre Charles Fourier, sentado en vano, cada mediodía, en su modesta vivienda, todo el otoño de su vida, Flora cambió de pronto el tema de su exposición. Estaba describiendo el funcionamiento de los futuros Palacios Obreros y pasó a hacer un retrato psicológico del burgués contemporáneo. Con regocijo advertía, mientras afirmaba que el patrón carecía por lo común de generosidad, que tenía un espíritu estrecho, mezquino, temeroso, mediocre y malvado, que sus oyentes se removían en sus asientos como atacados por escuadras de pulgas. Cuando tocó el turno a las preguntas, hubo un silencio cargado de púas. Por fin, el dueño de una fábrica de muebles, monsieur Rougeon, todavía joven pero ya con la barriguita hinchada del triunfador, se puso de pie y dijo que, dado el concepto que tenía madame Tristán de los patrones, no acababa de explicarse por qué se empeñaba en invitarlos a la Unión Obrera.

-Por una razón muy simple, monsieur. Los burgueses tienen dinero y los obreros no. Para realizar su programa, la Unión necesita recursos. Es dinero lo que queremos de los burgueses, no sus personas.

Monsieur Rougeon enrojeció. La indignación le hinchaba las venas de la frente.

-¿Debo entender, señora, que si me afilio a la Unión, pese a pagar mis cuotas, no tendré derecho a entrar a los Palacios Obreros ni a utilizar sus servicios?

-Exactamente, monsieur Rougeon. Usted no necesita esos servicios, porque tiene cómo pagar de su bolsillo la educación de sus hijos, los médicos y una vejez sin angustias. No es el caso de los obreros, ¿verdad?

Por qué razón daría mi dinero, sin recibir nada a cambio? ¿Por imbécil?

---Por generosidad, por altruismo, por espíritu solidario con el desvalido. Sentimientos que, ya lo veo, tiene usted dificultad en identificar.

Monsieur Rotigeon abandonó ostentosamente la logia, murmurando que semejante organización jamás contaría con su apoyo. Algunas personas lo siguieron, solidarias con su indignación. Desde la puerta, uno de ellos comentó. «Es verdad: madame Tristán es una subversiva».

Más tarde, en una cena ofrecida por los fourieristas, al ver sus caras decepcionadas y dolidas, Flora hizo un gesto para apaciguarlos. Dijo que, a pesar de sus diferencias con los discípulos de Charles Fourier, ella tenía tanto respeto por la cultura, la inteligencia y la integridad de Victor Considérant, que, una vez constituida la Unión Obrera, no vacilaría en sugerir su nombre como Defensor del Pueblo, el primer representante rentado de la clase obrera, elegido para defender los derechos de los trabajadores en la Asamblea Nacional. Victor sería, estaba segura, un tribuno popular tan bueno como lo era, en el Parlamento inglés, el irlandés O'Connell. Esa deferencia hacia su jefe y mentor les levantó el espíritu. Cuando la despidieron en el albergue habían hecho las paces y uno de ellos, en tono risueño, le dijo que por fin había entendido, oyéndola esta noche, por qué sus sobrenombre de madame-la Colere.

No pudo dormir bien. Se sentía decepcionada con lo ocurrido en la logia masónica y lamentaba haberse dejado llevar por el impulso de insultar a los burgueses, en vez de concentrarse en hacer proselitismo entre los obreros. Tenías un carácter endemoniado, Florita; a tus cuarenta y un años aún no conseguías dominar tus arrebatos. Sin embargo, gracias a ese espíritu insumiso, a esos estallidos de mal humor, habías sido capaz de mantenerte libre y de recuperar la libertad cada vez que la perdías. Como cuando fuiste esclava de monsieur André Chzal. 0 cuando te convertiste poco menos que en una autómata, en una bestia de carga, donde la familia Spence. Esa época en la que aún no sabías lo que eran el sansimonismo, el fourierisnio, el comunismo icariano, ni conocías la obra de Robert Owen, en New Lanark, en Escocia.

Los cuatro días que pasó en Mácon, tierra del ilustre poeta y diputado Lamartine, los males del cuerpo volvieron a abatirse sobre ella, como para probar su fortaleza. A los dolores a la matriz y al estómago, que la hacían retorcerse, se añadía la fatiga, la tentación de renunciar a las citas, las visitas a los diarios y la cacería en pos de los obreros, aquí más esquivos que en otras partes, para ir a tumbarse en la camita floreada de su cuarto, en el lindo Hotel du Sauvage. Resistía esa tentación a costa de un esfuerzo hercúleo. En las noches, la fatiga y los nervios la tenían desvelada, recordando -uno de esos pensamientos con los que le gustaba torturarse, a veces, como penitencia por no tener más éxito en su lucha--- los tres años de calvario al servicio de los Spence. Esa familia inglesa. debía de ser muy próspera, pero, salvo en viajes, apenas disfrutaba de su prosperidad, por su espíritu ahorrativo, su puritanismo y su falta de imaginación. Los esposos, Mr. Marc y Mrs. Catherine, andarían por la cincuentena, y Miss Annie, la hermana menor de aquél, por los cuarenta y cinco. Los tres eran flacos, desgarbados, algo tétricos, de vestiduras siempre negras y desprovistos de curiosidad. La contrataron como dama de compañía, para ir con ellos a las montañas de Suiza, a respirar aire puro y desinfectarse los pulmones afectados por el hollín de las fábricas de Londres. El salario era bueno; le permitía pagar a la nodriza por la manutención de los niños y le dejaba un excedente para sus necesidades personales. Lo de dama de compañía resultó un eufemismo; en verdad, fue la sirvienta del trío. Les servía el desayuno en la cama, con el intragable porridge, las tostadas y la desabrida taza de té que tomaban tres o cuatro veces al día, les lavaba y planchaba la ropa y ayudaba a las horribles cuñadas, Mrs. Spence y Miss Annie, a vestirse luego de sus abluciones matutinas, les hacía los mandados, llevaba sus cartas al correo e iba a los almacenes a comprarles las insípidas galletitas con que acompañaban sus tazas de té. Pero también sacudía habitaciones, tendía camas, vaciaba bacinicas, y sufría la humillación cotidiana, a la hora de las comidas, de ver que los Spence le reducían las raciones del almuerzo y la cena a la mitad de las que ellos comían. Algunos ingredientes de la dicta familiar, como la carne y la leche, le estuvieron siempre vedados.

Pero, no fue ese trabajo estúpido, la rutina embrutecedora que la tenía en movimiento desde la madrugada hasta el anochecer, lo peor de esos tres años al servicio de los Spence. Sino la sensación de que, a poco de trabajar para ellos, esa pareja y la solterona iban desapareciéndola, privándola de su condición de mujer, de ser humano, convirtiéndola en un instrumento inerte, sin sentimientos ni dignidad, acaso sin alma, a quien sólo se concedía el derecho de existir los breves instantes en que se le impartían órdenes. Hubiera preferido que la maltrataran, que le volaran platos por la cabeza. Eso, al menos, la hubiera hecho sentirse viva. La indiferencia de que era objeto -no recordaba que le hubieran preguntado si se sentía bien, alguna gentileza o un solo gesto afectuoso hacia ella- la ofendía en el alma. En la relación con sus patrones, le correspondía trabajar como una bestia haciendo todo el día cosas estúpidas. Y resignarse a perder la dignidad, el orgullo, los sentimientos y hasta la sensación de estar viva. Pese a ello, al terminar la temporada en Suiza, cuando los Spence le propusieron llevársela a Inglaterra, aceptó. ¿Por qué, Florita? Si, claro, qué otra cosa podías hacer para seguir manteniendo a tus hijos, pues entonces aún vivían los tres. De otro lado, era difícil que André Chazal te encontrara en Londres y te denunciara allá a la policía por tu fuga del hogar. El temor de ir a la cárcel fue tu sombra todos esos años.

Lúgubres recuerdos, Florita. Esos tres años de sirvienta la avergonzaban tanto que los borró de su biogra-fía, hasta que, mucho después, en el condenado juicio, el abogado de André Chazal los sacó a la luz pública. Ahora la asediaban en Macon debido a lo mal que se sentía, a lo frustrante que resultó esta feísima ciudad de diez mil almas, las que, por lo demás, le parecieron también, todas ellas, tan feas como las casas y calles en que habitaban. Pese a haber recorrido las cuatro asociaciones gremiales, dejando en cada una su dirección y un prospecto sobre la Unión Obrera, sólo dos personas vinieron a visitarla: un tonelero y un herrero. Ninguno tenía interés. Ambos le confirmaron que las asociaciones gremiales estaban en Mácon en vías de extinción, pues, ahora, los talleres habían encontrado la manera de pagar salarios más bajos, contratando agricultores de paso, cosechadores migrantes, por períodos intensivos, en vez de tener plantillas permanentes. Los obreros habían partido en masa a buscar trabajo en las fábricas de Lyon. Y los agricultores-obreros no querían ocuparse de problemas gremiales, pues no se consideraban proletarios, sino hombres de campo ocasionalmente empleados en los talleres para asegurarse un ingreso suplementario.

Lo único divertido en Macon fue monsieur Champvans, encargado del periódico Le Bien Public que dirigía por correspondencia, desde París, el ilustre Lamartine. Burgués distinguido, culto, la trató con una elegancia y cortesía que, pese a sus reservas políticas y morales contra los burgueses, le encantaron. Monsieur Champvans disimuló educadamente los bostezos cuando ella le describió la Unión Obrera y le explicó cómo transformaría la sociedad humana. Pero la invitó a un almuerzo exquisito en el principal restaurante de Macon y la llevó al campo, a visitar Le Monceau, el dominio señorial de Lamartíne. El castillo de este gran artista y demócrata le pareció de una ostentación irritante y de pésimo gusto. Empezaba a aburrirse con la visita cuando apareció, para guiarla, madame de Pierreclos, viuda del hijo natural del poeta, muerto a los veintiocho años, de tuberculosis, al poco tiempo de casarse. La joven y agraciada viudita, una niña todavía, habló a Flora de su trágico amor, de la desolación en que vivía desde la muerte de su marido, decidida a no volver a disfrutar de diversión alguna y a llevar una existencia de renuncia y clausura, hasta que la muerte la librara de su via-crucis.

Oír hablar así a esta linda jovencita, con los ojos llenos de lágrimas, provoco a Flora una irritación extraordinaria. Sin pérdida de tiempo, mientras paseaban entre los parterres llenos de flores de Le Monceau, le infligió una lección.

-Me entristece, pero también me enoja oírla hablar así, señora. Usted no es una víctima del infortunio,

sino un monstruo de egoísmo. Perdone mí franqueza, pero verá que tengo razón. Es joven, bella, rica, y, en vez de dar gracias al cielo por estos privilegios, y aprovecharlos, se entierra en vida porque una circunstancia la salvó del matrimonio, la peor servidumbre que puede padecer una mujer. Miles, millones de personas se quedan viudos o viudas, y usted toma su viudez corno una catástrofe de la humanidad.

La muchacha se había parado y tenía la lividez de una muerta. La miraba incrédula, preguntándose si era o se había vuelto loca en este instante.

-¿Una egoísta porque soy leal al gran amor de mi vida? -musitó.

-Nadie tiene derecho a desaprovechar una oportunidad así -asintió Flora-. Olvídese de su luto, salga de este sarcófago. Empiece a vivir. Estudie, haga el bien, ayude a los millones de seres que, ellos si, padecen problemas muy reales y concretos, el hambre, la enfermedad, el desempleo, la ignorancia, y no pueden hacerles frente. Lo suyo no es un problema, es una solución. La viudez la salvó de tener que descubrir la esclavitud que significa el matrimonio para una mujer. No juegue a sentirse una heroína de novela romántica. Siga mi consejo. Regrese a la vida y ocúpese de cosas más generosas que cultivar su dolor. Por último, si no quiere dedicar su tiempo a hacer el bien, goce, diviértase, viaje, consígase un amante. Es lo que hubiera hecho su marido si usted moría de tuberculosis.

De la palidez cadavérica, madame de Pierreclos pasó a enrojecer como una fresa. Y, de pronto, lanzó una risita histérica que tardó buen rato en sofocar. Flora la observaba, divertida. Al despedirse, la viudita, azorada, balbuceó que, aunque no sabía si Flora le había hablado en serio o en broma, sus palabras la harían reflexionar.

Al tomar el barco a Lyon, Flora sintió que se libraba de un peso. Estaba harta de pueblos y aldeas, ansiosa de volver a pisar una gran ciudad.


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