El paraiso en la otra esquina



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11. Arequipa


Marsella, julio de 1844

«Hay ciudades que una detesta sin conocerlas», pensó Flora, apenas bajó del coupé que la trajo de Avig­non con un cura y un comerciante como compañeros de viaje. Divisaba con disgusto las casas de Marsella. ¿Por qué odiabas esta ciudad que no habías visto aún, Flori­ta? Después, se diría que la detestó porque era próspera: había demasiados ricos y gente acomodada en esta pequeña Babilonia de aventureros y emigrantes ávidos. El exceso de comercio y riquezas habían impuesto en sus habitantes un espíritu fenicio y un individualismo feroz que con­tagiaba incluso a los pobres y explotados, entre los que tampoco encontró la menor predisposición a la solidari­dad, y sí, más bien, una indiferencia pétrea hacia las ideas de la unidad obrera y la fraternidad universal que fue a inculcarles. ¡Maldita ciudad donde las gentes sólo pensa­ban en el lucro! El dinero era el veneno de la sociedad; lo corrompía todo y volvía al ser humano una bestia codi­ciosa y rapaz.

Como si Marsella hubiera querido darle razones para justificar su antipatía, todo empezó a salirle torcido desde que pisó tierra marsellesa. El Hotel Montmorency resultó espantoso y con pulgas que le hicieron recordar su llegada al Perú en septiembre de 1833, por el puerto de Islay, donde, la primera noche, en casa de don Justo, el administrador de Correos, creyó morir con las picadu­ras de esas alimañas que se cebaron en ella sin misericor­dia. Al día siguiente escapó a una posada del centro de Marsella, regentada por una familia española; le dieron un cuarto sencillo, amplio, y no objetaron que recibiera allí a grupos obreros. El poeta-albañil Charles Poncy, autor del himno a la Unión Obrera, con quien Flora contaba para que la guiase en sus reuniones con los trabajadores marselleses, se había marchado a Argel, dejándole una notita: se hallaba exhausto y sus nervios y músculos necesitaban reposo. ¿Qué se podía esperar de los poetas, aunque fueran obreros? Eran otros monstruos de egoísmo, ciegos y sordos a la suerte del prójimo, unos narcisos hechizados con los sufrimientos que se inventaban para poder cantarlos. Deberías considerar, tal vez, Andaluza, la necesidad de que en la futura Unión Obrera no sólo se prohibiera el dinero, también a los poetas, como hizo Platón en su República.

Para colmo, desde el primer día en Marsella sus males recrudecieron. En especial, la colitis. Apenas comía cualquier cosa, la hinchazón del estómago y los retortijones la doblaban en dos. Resuelta a no dejarse derrotar, siguió con sus visitas y reuniones, optando, eso sí, por no probar bocado, salvo calditos insípidos o papillas de bebe, que su lastimado vientre conseguía retener.

Al segundo día en Marsella, luego de una reunión con un grupo de zapateros, panaderos y sastres, organizada por dos peluqueros fourieristas a los que, por recomendación de Victor Considérant, había escrito desde Paris, tuvo un incidente en el puerto, donde presenció un episodio que le revolvió la sangre. Estaba observando desde el embarcadero las operaciones de descarga de un barco recién atracado. Allí pudo ver, con sus propios ojos, cómo funcionaba el sistema de «esclavos blancos» del que, justamente, acababan de informarle en la reunión de los peluqueros. «Los estibadores no vendrán a verla, señora -le dijeron-. Ellos son los peores abusivos con los pobres». Los descargadores tenían una patente que les daba a ellos solos el derecho de trabajar en las bodegas de los barcos, cargando o descargando mercancías, y de prestar ayuda a los pasajeros con sus equipajes. Muchos prefe­rían subarrendar su trabajo a los genoveses, turcos o griegos apiñados frente al embarcadero, que con gestos y gritos im­ploraban ser llamados. Los cargadores recibían por descarga un buen salario, un franco y medio, y daban al real­quilado cincuenta centavos, con lo que, sin levantar un dedo, se embolsillaban un franco de comisión. Lo que sacó a Flora de sus casillas fue advertir que uno de los estibadores cedía una enorme maleta —casi un baúl— a una genovesa alta y fuerte, pero con un embarazo avanzado. Encogida, con su carga al hombro, la mujer avanzaba ru­giendo, la cara congestionada por el esfuerzo y chorreando sudor, hacia la diligencia de los pasajeros. El estibador le alcanzó veinticinco centavos. Y cuando ella, en bárbaro francés, comenzó a reclamarle los veinticinco restantes, la amenazó y la insultó.

Flora salió al encuentro del cargador cuando éste regresaba al barco, entre un grupo de compañeros.

¿Sabes qué eres tú, infeliz? —le dijo, fuera de sí—. Un traidor y un cobarde. ¿No te da vergüenza por­tarte con esa pobre mujer como los explotadores se portan contigo y tus hermanos?

El hombre la miraba sin comprender, preguntán­dose sin duda si tenía que vérselas con una demente. Por fin, entre risas y burlas de los demás, optó por preguntarle, con gesto ofendido:

¿Quién es usted? ¿Quién le ha dado autorización para meterse conmigo?

Me llamo Flora Tristán —le dijo ella, con ira—. Recuerda bien mi nombre. Flora Tristán. Dedico mi vi-da a luchar contra las injusticias que se cometen con los pobres. Ni siquiera los burgueses son tan despreciables como los obreros que explotan a otros obreros.

Los ojos del hombre - fortachón, cejijunto, ventrudo, de piernas zambas - se encendieron, indignados.

Métete a puta, te irá mejor -exclamó, alejándose y haciendo un gesto de burla a los mirones del embarcadero.

Flora llegó a la pensión con escalofríos y fiebre alta. Tomó unas cucharadas de caldo y se metió en cama. Pese a estar bien abrigada y ser pleno verano, sentía frío. Durante algunas horas no pudo pegar los ojos. Ah, Florita, este maldito cuerpo tuyo no estaba a la altura de tus inquietudes, de tus obligaciones, de tus designios, de tu voluntad. ¿Acaso eras tan vieja? A los cuarenta y un años un ser humano estaba lleno de vida. Cuánto se había deteriorado tu organismo, Andaluza. Hacía sólo once años habías resistido tan bien ese terrible viaje de Francia a Valparaíso, y luego el tramo de Valparaíso a Islay, y por fin el asalto de esas pulgas que te comieron toda la noche. !Qué recibimiento te hizo el Perú!

Islay: una sola callecita con cabañas de bambú, una playa de arenas negras y un puerto sin muelle donde desembarcaban a los pasajeros igual que los bultos y los animales, descolgándolos con poleas desde la cubierta del barco hasta unos lanchones de madera. La llegada a Islay de la sobrinita francesa del poderoso don Pío Tristán provocó una conmoción en el pequeño puerto de mil almas. A eso debías el haber sido alojada en la mejor casa del lugar, la de don justo de Medina, administrador de Correos. La mejor, pero no por eso exonerada de las pulgas que reinaban y tronaban en Islay. La segunda noche, al verte picoteada de pies a cabeza y rascándote sin cesar, la esposa de don Justo te dio su receta para poder dormir. Cinco sillas en hilera, la última de las cuales tocaba la cama. Despojarte en la primera del vestido y hacer que la escla­va se lo llevara con sus pulgas. Despojarte en la segunda silla de la ropa interior y frotarte las partes expuestas con una mezcla de agua tibia y colonia para desprender las pulgas adheridas a la piel. Y continuar, quitándote en cada silla nueva el resto de las ropas, con los frotamientos res­pectivos en las partes del cuerpo liberadas, hasta la quinta, donde te esperaba un camisón de dormir impregnado de agua de colonia, que, mientras no se evaporase, mantendría a raya a los ácaros. Eso permitía atrapar el sueño. Dos o tres horas más tarde, envalentonadas, las pulgas volvían al ataque, pero para entonces ya estabas dormida, y, con un po­co de suerte y otro de hábito, no las sentías.

Fue la primera lección, Florita, que te dio el país de tu padre y de tu tío don Pío, el de tu vasta familia paterna, que venías a explorar, con la ilusión de recuperar algo de la herencia de don Mariano. Allí pasarías un año y allí descubrirías la opulencia, lo que era vivir en el seno de una familia llena de ínfulas, sin preocupaciones eco­nómicas, rozando la irrealidad.

Qué fuerte y sana eras entonces, a tus treinta años, Andaluza. Si no, no habrías resistido esas cuarenta horas a caballo, trepando los Andes y cruzando el desierto, en­tre Islay y Arequipa. Desde la orilla del mar hasta dos mil seiscientos metros de altura, luego de atravesar precipicios, empinadas montañas —las nubes se veían a tus pies— don-de las bestias sudaban y relinchaban, abrumadas por el esfuerzo. Al frío de las cumbres, sucedió el calor de un de­sierto interminable, sin árboles, sin una sola sombra verde, sin un riachuelo ni una poza, de pedruscos calcinados y médanos de arena en los que de pronto aparecía la muer­te en forma de esqueletos de reses, asnos y caballos. Un desierto sin pájaros ni serpientes ni zorros, sin seres vi­vientes de ninguna especie. Al suplicio de la sed se añadía el de la incertidumbre. Tú, sola allí, rodeada de esos quince hombres de la caravana que te miraban todos con indisimulada codicia, un médico, dos negociantes, el guía y once arrieros. ¿Llegarías a Arequipa? ¿Sobrevivirías?

Llegaste a Arequipa y sobreviviste. En tus actuales condiciones físicas, habrías muerto en aquel desierto y sido enterrada como ese joven estudiante, cuya tumba con su tosca cruz de madera fue el único signo de presencia humana en el trayecto lunar de dos días a caballo entre el puerto de Islay y los majestuosos volcanes de la Ciudad Blanca.

Lo mal que se sentía la hacía perder muy rápido la paciencia en las reuniones marsellesas por las preguntas estúpidas que le formulaban a veces los obreros que venían a reunirse con ella en la posada de los españoles. Comparados con los de Lyon, los trabajadores de Marsella eran prehistóricos, incultos, toscos, sin la menor curiosidad por la cuestión social. Con indiferencia, bostezando, la escuchaban explicar que gracias a la Unión Obrera tendrían un trabajo seguro y podrían dar a sus hijos una educación tan buena como la que los burgueses daban a los suyos. Lo que más irritaba a Flora era la estupefacción recelosa, a veces la abierta hostilidad, con que la escuchaban hablar contra el dinero, decir que con la revolución desaparecería el comercio y hombres y mujeres trabajarían, como en las comunidades cristianas primitivas, no por acicate material, sino por altruismo, para satisfacer las necesidades propias y ajenas. Y que en ese mundo futuro todos llevarían una vida austera, sin esclavos blancos ni negros. Y ningún hombre tendría queridas ni seria bígamo ni polígamo, como tantos marselleses.

Sus diatribas contra el dinero y el comercio alarmaban a los trabajadores. Lo notaba en sus caras de extrañeza y reprobación. Y les parecía absurdo que Flora considerara inicuo, una vergüenza, que los hombres tuvieran queridas, recurrieran a la prostitución o mantuvie­ran harenes como un pachá turco. Uno de ellos se atrevió a decírselo:

-Tal vez usted no entiende las necesidades de los hombres, señora, porque es mujer. Ustedes están felices con tener un marido. Les basta y sobra. Pero, a nosotros, una mujer sola toda la vida nos resulta aburrido. Quizás usted no se dé cuenta, pero hombres y mujeres somos muy distintos. Hasta la Biblia lo dice.



El vértigo te rondaba cuando oías estos lugares comunes, Florita. En ninguna parte habías visto, como en esta ciudad de mercaderes ostentosos, una exhibición tan cínica de la lujuria y de la explotación sexual. Ni tantas prostitutas que buscaran clientes con osadía y descaro pa­recidos. Tus intentos de hablar con las rameras de las calle­juelas llenas de barcitos y burdeles vecinos al puerto —menos sórdidos que los de Londres, tenías que reconocerlo—fueron un fracaso. Muchas no te entendían, pues eran argelinas, griegas, turcas o genovesas que apenas chapurrea­ban francés. Todas se alejaban de ti, asustadas, temiendo que fueras una predicadora religiosa o un agente de la au­toridad. Hubieras tenido que disfrazarte de hombre, como en Inglaterra, para ganar su confianza. Creías soñar cuando, en las reuniones con hombres de prensa, profesionales con simpatías fourieristas, sansimonianos o icarianos, e in­cluso trabajadores del montón, oías hablar con desparpa­jo y admiración de los banqueros, armadores, consignata­rios y comerciantes que adquirían queridas, de las casas que les ponían, de las ropas y joyas con que las vestían y ador­naban, y de cómo las mimaban: «Qué bien tiene a sus amantes el señor Laferriére», «Nadie como él para tratarlas, es un gran señor». ¿Qué revolución se podía hacer con gentes así?

En materia de exhibicionismo de poder y de riqueza estos mercaderes no se parecían a los ricos de París o de Londres, sino a los de la lejana Arequipa. Porque Flora comprendió por primera vez, en su vertiginosa dimensión, lo que significaban «privilegio» y «riqueza», al llegar al Perú, en aquel septiembre de 1833, cuando, luego del viaje desde Islay, una cabalgata de decenas de personas, todas vestidas a la moda de París, y casi todos parientes suyos de sangre o políticos -las familias principales de Arequipa eran bíblicas por lo vastas y todas emparentadas entre sí-, salió a darle el encuentro a las alturas de Tiabaya. La escoltaron hasta la casa de don Pío Tristán, en la calle de Santo Domingo, en el centro de la ciudad. Recordaba como una fantasmagoría aquella entrada triunfal en la tierra de su padre: el verdor y la armonía del valle regado por el río Chili, las recuas de llamas de orejas tiesas y los tres soberbios volcanes coronados de nieve a cuyos pies se esparcían las casitas blancas, hechas de piedra sillar, de esa ciudad de treinta mil almas que era Arequipa. El Perú tenía unos cuantos años de República, pero todo en esta ciudad, donde los blancos se hacían pasar por nobles y soñaban con serlo, delataba la colonia. Una ciudad llena de iglesias, de conventos, de monasterios, de indios y negros descalzos, de rectas calles de adoquines desportillados en medio de las cuales corría una acequia donde las gentes echaban las basuras, los pobres meaban y cagaban y bebían las acémilas, los perros y los niños callejeros, y, entre viviendas miserables y rancherías de desechos y tablones y pala, se levantaban de pronto, majestuosas, palaciegas, las casas principales. La de don Pío Tristán era una de ellas. Él no estaba en Arequipa sino en sus ingenios azucareros de Camaná, pero la gran casona de blanca fachada de sillar esperaba a Flora vestida de gala, en medio de un estruendo de cohetones. Iluminaban el gran patio de entrada hachones de resina y toda la servidum­bre —domésticos y esclavos— estaba allí formada para darle la bienvenida. Una mujer con mantilla, las manos llenas de anillos y el cuello de collares, la abrazó: «Soy tu prima Carmen de Piérola, Florita, ésta es tu casa». No podías creer lo que veías: te sentías una pordiosera rodeada de tanto lujo. En el gran salón de recepciones todo brillaba; a la inmensa araña de cristal de roca se añadían, por el contorno, candelabros con velas de colores. Mareada, pasabas de una a otra persona, extendiendo la mano. Los caballeros te la besaban, haciendo galantes venias, y las señoras te abrazaban, a la usanza española. Muchos te hablaron en francés y todos te preguntaban por una Fran­cia que desconocías, la de los teatros, las tiendas de mo­das, las carreras de caballos, los bailes de la Opera. Había también allí varios monjes dominicos de blancos hábitos adscritos a la familia Tristán —La Edad Media, Flori­ta!— y, en medio de la recepción, de pronto, el prior pidió silencio para pronunciar unas palabras de saludo a la re­cién llegada e implorar para ella, durante su estancia en Arequipa, la bendición del cielo. La prima Carmen había preparado una cena. Pero tú, medio muerta de fatiga por el viaje, la sorpresa y la emoción, te excusaste: estabas agotada, preferías descansar.

La prima Carmen —cordialísima, efusiva, sin cue­llo y la cara cubierta de marcas de viruela— te acompañó hasta tus aposentos, en un ala posterior de la casona: una amplia recámara y un dormitorio de techo abovedado, altísimo. En la puerta te mostró a una negrita de ojos vivos, que las esperaba, inmóvil como una estatua:

—Esta esclava, Florita, es para ti. Te ha preparado un baño de agua y leche tibia, para que duermas fresquita.

Igual que los ricos de Arequipa, los mercaderes de Marsella no parecían darse cuenta de lo obsceno que era el espectáculo de la abundancia que ofrecían, rodeados de miserables. Es verdad que los pobres de Marsella eran ricos en comparación con esos indios pequeñitos, apretujados en sus ponchos, que pedían limosna en las puertas de las iglesias arequipeñas mostrando sus ojos ciegos o sus miembros lisiados para despertar la piedad, o trotaban junto a sus rebaños de llamas, llevando sus productos al mercado de los sábados, bajo los portales de la Plaza de Armas. Pero, aquí, en Marsella, también había muchos desvalidos, casi todos inmigrantes, y, por serlo, explotados en los talleres, en el puerto y en las fincas agrícolas de los alrededores.

No había pasado una semana en Marsella, y, pese a lo mal que se sentía, celebrado buen número de reuniones y vendido medio centenar de ejemplares de La Unión Obrera, cuando vivió una experiencia que recordaría luego, a veces con carcajadas y a veces indignada. Una señora que sólo dejaba su nombre, nunca su apellido, madame Victoire, vino a buscarla varias veces a la posada de los españoles. A la cuarta o quinta vez, dio con ella. Era una mujer sin edad, que cojeaba del pie izquierdo. Pese al calor, vestía de oscuro, con un pañuelo cubriéndole los cabellos y una gran bolsa de tela colgando del brazo. Insistió tanto en que conversaran a solas, que Flora la hizo pasar a su cuarto. Madame Victoire debía ser italiana o española, por su acento, aunque también podía ser de la región, pues los marselleses hablaban el francés con un deje que a ratos le resultaba a Flora incomprensible. Incontinente, madame Victoire la halagaba --qué cabellera de azabache, esos ojos brillarían como luciérnagas en la noche, qué delicada silueta, qué pequeñitos sus pies- hasta hacerla ruborizar.

-Es usted muy amable, señora -la interrumpió---. Pero, tengo muchos compromisos y no puedo demorarme. Para qué quería verme.

—Para hacerte rica y feliz —la tuteó madame. Vic­toire, abriendo los brazos y los ojos, como abarcando un universo de lujo y fortuna—. Esta visita mía puede cam­biar tu vida. Nunca tendrás palabras para agradecérmelo, bella.

Era una alcahueta. Venía a decirle que un hom­bre muy rico, generoso y apuesto, de la alta sociedad de Marsella, la había visto, se había prendado de ella —espí­ritu romántico, el caballero creía en el amor a primera vista— y estaba dispuesto a sacarla de esta pensión de mala muerte, ponerle casa y ocuparse de sus necesidades y ca­prichos de manera que su vida estuviera en adelante a la altura de su belleza. ¿Qué te parecía, Florita?

Boquiabierta, arrebatada, Flora tuvo un ataque de risa que le cortó la respiración. Madame Victoire se reía también, creyendo el negocio concluido. Y se llevó menuda sorpresa cuando vio a Flora pasar de la risa a la furia, y abalanzarse sobre ella gritándole improperios y amena­zándola con denunciarla a la policía si no se marchaba de inmediato. La celestina partió murmurando que, una vez que recapacitara, lamentaría esta reacción infantil.

—Hay que pescar a la suerte cuando pasa, bella, porque nunca regresa.

Flora se quedó cavilando. La indignación cedía el sitio a un sentimiento de vanidad, de coquetería ínti­ma. ¿Quién pretendía ser tu amante y protector? ¿Un viejo en ruinas? Debías haber fingido interés, sonsacar su nom­bre a madame Victoire. Entonces, te hubieras presentado ante él a tomarle cuentas. Pero, una propuesta así, de uno de esos ricos y lujuriosos marselleses, indicaba que, pese a tantas desventuras, a tu vida sin tregua, a las enfer­medades, debías ser todavía una mujer atractiva, capaz de inflamar a los hombres, de incitarlos a hacer locuras. Llevabas bien tus cuarenta y un años, Florita. ¿No te decía Olympia a veces, en los momentos más apasionados: «Sospecho que eres inmortal, amor mío»?

En Arequipa, todos tenían a la francesita recién llegada por una belleza. Se lo dijeron desde el primer día sus tías y tíos, primas y primos, sobrinas y sobrinos, y la maraña de parientes de parientes, amigos de la familia y curiosas y curiosos de la sociedad arequipeña, que, las primeras semanas, vinieron a presentarle sus respetos, trayéndole regalitos, y a satisfacer esa curiosidad frívola, chismosa, malsana, una enfermedad endémica de la «buena sociedad» arequipeña (así le decían ellos mismos). Con qué distancia y desprecio velas ahora a toda esa gente que había nacido y vivía en el Perú pero sólo soñaba con Francia y con París, a esos republicanos recientes que fingían ser aristócratas, a esas damas y caballeros decentísimos cuyas vidas no podían ser más hueras, parásitas, egoístas y frívolas. Ahora podías hacer esos juicios tan severos. Entonces, no. No todavía. En esos primeros meses en la tierra de tu padre viviste halagada, feliz, entre ricos burgueses. Esas sanguijuelas de lujo, con sus amabilidades, invitaciones, cariños y galanterías, te hacían sentir rica también, decente y burguesa y aristócrata también, Florita.

Te creían virgen y soltera, por supuesto. Nadie sospechaba la dramática vida conyugal de la que huiste,

Que maravilloso levantarte y ser servida, tener una esclava siempre allí esperando tus órdenes, no preocuparte jamás por el dinero, porque, mientras estuvieras en esta casa, siempre habría para ti comida, techo, cariño, y un vestuario que, gracias a la generosidad de la parentela, sobre todo tu prima Carmen de Piérola, se multiplicó en pocos días. ¿Significaba este tratamiento que don Pío y la familia Tristán habían decidido olvidar que eras una hija natural y reconocerte los derechos de hija legítima? No lo sabrías de manera definitiva hasta la vuelta de don Pío, pero los indicios eran alentadores. Todos te trataban co­mo si jamás te hubieras apartado de la familia. A lo mejor el corazón de tu tío Pío se ablandó. Te reconocería como hija legítima de su hermano Mariano y te daría la parte de la herencia de tu abuela y de tu padre que te corres­pondía. Volverías a Francia con una renta que te permi­tiría vivir en el futuro como una burguesa.

¡Ay, Florita! Mejor que no ocurriera, ¿verdad? Hu­bieras terminado convertida en una de esas mujeres ricas y estúpidas que ahora despreciabas tanto. Mucho mejor que sufrieras aquella decepción en Arequipa y que apren­dieras, a fuerza de reveses, a reconocer la injusticia, odiarla y combatirla. La tierra de tu padre no te devolvió a Fran­cia opulenta, pero sí convertida en una rebelde, en una justiciera, en una «paria», como te llamarías a ti misma, con orgullo, en el libro en el que decidiste contar tu vida. Des­pués de todo, tenías muchas cosas que agradecer a Are­quipa, Florita.

La reunión más interesante de Marsella la celebró en una cofradía de talabarteros. En el local, impregnado de olor a cueros, tintes y madera húmeda, con una vein­tena de personas, súbitamente se presentó Benjamin Ma­zel, gallardo y exuberante discípulo de Charles Fourier. Era un cuarentón lleno de energía, de cabellos alborotados de poeta romántico, envuelto en una capa constelada de lamparones y de caspa, de verba exaltada. Llevaba consigo, lleno de anotaciones, un ejemplar de La Unión Obrera. Sus opiniones y críticas te sedujeron de inmediato. Mazel, cu­yo atlético corpachón y su entusiasmo a flor de piel te re­cordaban al coronel Clemente Althaus, de Arequipa, dijo, gesticulando como un italiano, que, en el proyecto de reforma social de la Unión Obrera, faltaba, junto al dere­cho al trabajo y a la instrucción, el derecho al pan coti­diano y gratuito. Expuso su tesis con detalle y convenció en el acto a la veintena de talabarteros y a la propia Flora. En la futura sociedad, las panaderías, todas en manos del Estado, prestarían un servicio público, como las escuelas y la policía; dejarían de ser instituciones comerciales y suministrarían pan a los ciudadanos de manera gratuita. El costo se financiaría con los impuestos. Así, nadie se moriría de hambre, nadie viviría ocioso y todos los niños y jóvenes recibirían educación.



Mazel escribía opúsculos y había dirigido un periodiquito que fue clausurado por subversivo. Mientras, alrededor de una mesa con refrescos y tazas de té, Flora lo oía contar sus percances políticos -había sido arrestado varias veces por agitador-, no podía dejar de recordar a Althaus, la persona que, con la Mariscala, más la impresiono aquel año de 1833, en el Perú. Como Mazel, Clemente Althaus chorreaba energía y vitalidad por todos los poros de su cuerpo y personificaba la aventura, el riesgo, la acción. Pero, a diferencia de Mazel, no le importaba la injusticia, ni que hubiera tantos pobres y tan pocos ricos, ni que estos últimos fueran tan crueles con los desvalidos. A Althaus le interesaba que hubiera guerras en el mundo, para participar en ellas, disparando, matando, mandando, diseñando una estrategia y aplicándola. Hacer la guerra era su vocación y su profesión. Alemán alto, rubio, de cuerpo apolítico y ojos azules acerados, cuando Flora lo conoció parecía mucho más joven de sus cuarenta y ocho años. Hablaba francés tan bien como alemán y español. Era mercenario desde adolescente. Había crecido peleando en los campos de batalla de un extremo a otro de Europa, en las filas de la alianza, durante las guerras napoleónicas, y cuando éstas terminaron, se vino a América del Sur en busca de otras guerras donde alquilarse como ingeniero militar. Contratado por el gobierno del Perú y nombrado coronel del ejército peruano, llevaba catorce años participando en to das las guerras civiles que sacudieron a la joven República desde el día de su independencia, cambiando de bando una y otra vez, según las ofertas que recibía de los com­batientes. Flora descubriría pronto que, empezando por su tío don Pío Tristán ---virrey de la colonia española y después presidente de la República—, cambiar de bando era el deporte más popular de la sociedad peruana. Lo curioso es que todos se jactaban de ello, como de un arte refinado para sortear los peligros y beneficiarse del estado crónico de conflictos armados en que vivía sumido el país. Pero, nadie se ufanaba con tanta gracia y descaro de esa falta de principios, ideales y lealtades, de la pura búsque­da de la aventura y de la paga a la hora de decidir por quién combatir, como el coronel Clemente Althaus. Estaba en Arequipa porque en esta ciudad, a la que llegó en el Estado Mayor de Simón Bolívar, se había enamorado de Manuela de Flores, prima hermana de Flora, hija de una hermana de don Pío y de don Mariano, con la que se casó. Como su mujer estaba en Camaná, con don Pío y su corte, Althaus se convirtió en el inseparable compañe­ro de Flora. Le enseñó todos los lugares interesantes de la ciudad, desde sus iglesias y conventos centenarios hasta los misterios religiosos que se representaban al aire libre, en la Plaza de las Mercedes, ante una abigarrada muche­dumbre que seguía, horas de horas, los mimos y recitados de los actores. El la llevó a las peleas de gallos en los dos co­liseos de Arequipa, a los lances de toros en la Plaza de Ar­mas, al teatro donde se montaban comedias clásicas de Calderón de la Barca o farsas anónimas, y a las procesiones, muy frecuentes, que a Flora le hicieron pensar en lo que debían de haber sido las bacanales y los saturnales: unas indecentes bufonadas para entretener al pueblo y mante­nerlo aletargado. Precedidos por bandas de músicos, zam­bos y negros disfrazados de pierrots, arlequines, tontos, mascaritas, se contorsionaban y divertían con sus payasadas a la plebe. Venían después, envueltos en incienso y sahu­merios, los penitentes, arrastrando cadenas, cargando cru­ces, flagelándose, seguidos por una masa anónima de indios que rezaban en quechua y lloraban a gritos. Los cargadores del anda se entonaban con tragos de aguardiente y alcohol de maíz fermentado —lo llamaban chicha—, totalmente borrachos.

--Este pueblo supersticioso produce los peores soldados del mundo —le decía Althaus, riéndose, y tú lo escuchabas hechizada—. Cobardes, brutos, sucios, indis­ciplinados. La única manera de que no huyan del com­bate es el terror.


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