El paraiso en la otra esquina



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Don Mariano de Goyeneche se tragó las mentiras de Flora sin el menor recelo. Le creyó que, por la reciente muerte de su madre, había quedado sola en el mundo, sin parientes ni amistades en Paris, y que en estas circunstancias había concebido la idea -el anhelo, el sueño- de viajar al Perú, a Arequipa, a conocer la tierra de su padre, a tratar a su familia paterna, a pisar la casa donde nació su progenitor. Allá se sentirla protegida, consolada de su desamparo y soledad. Flora se pasó por los ojos el pañuelito de gasa, deformó su voz y fingió un sollozo. El anciano de cabellos blancos, facciones adustas y trajes oscuros que parecían hábitos, se conmovió, y, mientras ella le refería su desgracia, le cogió la mano varias veces, asintiendo. Sí, sí, Florita, una joven como ella no podía quedar sola en este mundo. La hija de su primo Mariano Tristán debía viajar al Perú, donde su tío, su abuela, sus primos y primas le brindarían el calor y el afecto que colmaran el vacío dejado por el fallecimiento de su madre. Escribiría a Pío, previniéndolo de su viaje, y él mismo se ocuparía de buscarle un buen barco y de recomendaría para que hiciera el largo viaje en toda seguridad. Mientras esperaban noticias de Arequipa, Florita no se movería de Burdeos, ni de esta casa, a la que su juventud alegraría. Don Mariano de Goyeneche estaba feliz de que su sobrinita viniera a hacerle compañía por unos meses.

Casi un año pasó alojada en la casa señorial de don Mariano de Goyeneche, un hombre que, si aún vivía, debía odiarte y despreciarte tanto como once años atrás te acariñó y protegió. Un hombre que te creyó soltera y virgen cuando, en verdad, eras una esposa prófuga, madre de tres niños (dos vivos y uno muerto) que, por lo demás, tampoco habías perdido a tu madre, aún viva en Paris, aunque, por la manera como tomó partido por André Chazal, ella había muerto para ti, pues nunca volverías a verla ni escribirle. ¿Qué cara habría puesto don Mariano de Goyeneche, leyendo, en Peregrinaciones de una paria, la verdad sobre los embustes que le hiciste tragar? ¡La sobrinita pura y cándida, a la que le pagó un pasaje al Perú, resultó ser una esposa y madre indigna, perseguida por la policía!

Se habría ido a confesar, y, esa noche, apretado más el cilicio sobre sus entecas carnes.

Era, con Ismaelillo, el Eunuco Divino, el ser más católico que Flora conoció. Un católico tan integral, tan obsesivo, que, más que un creyente, parecía una caricatura. Su máximo orgullo (alimentado tal vez de secreta envidia) era que su hermano menor fuera el arzobispo de Arequipa. «¡Un príncipe de la Iglesia en la familia, Florita! ¡Qué honor y qué responsabilidad! » Se había quedado solterón para cumplir mejor sus obligaciones con la Iglesia y con Dios, aunque no había hecho esos votos de castidad, pobreza y obediencia que, en cambio, había hecho al parecer Ismaelillo. Iba a misa todos los días, a la catedral, y varias veces a la semana volvía a la iglesia en las tardes, para la bendición y el rosario. Arrastraba a Flora a misas, vísperas, novenas, sahumerios, procesiones. Ella hacía extraordinarios esfuerzos para simular una devoción parecida a la de don Mariano a la hora de rezar: arrodillado, no en el reclinatorio sitio en la fría losa, las manos en el pecho, los ojos cerrados, todo su cuerpo en actitud de contrición y humildad, y la expresión absorta en la oración. Visitaban la casa sacerdotes, párrocos, directores de obras pías, hermanas de la Caridad, congregaciones. A todos recibía don Mariano con afecto, les ofrecía tazas de chocolate humeante «venido del Cusco», acompañado de biscotelas y golosinas, y los despedía con generosas caridades.

Su inmenso palacete de piedra, en el barrio de Saint-Pierre, en el centro de Burdeos, parecía un convento. Estaba lleno de crucifijos y de imágenes sagradas, tapices y cuadros de tema religioso, y, además de la antigua capilla, había por las esquinas pequeños altares, hornacinas, urnas con vírgenes y santos, en los que se quemaba incienso. Como las espesas cortinas solían estar corridas, reinaba en la antigua y vasta mansión una eterna penumbra, un aire de recogimiento y renuncia terrenal que a Flora la sobrecogían. La gente, inspirada por lo sombrío y ceremonioso del lugar, tendía a hablar en voz baja, temerosa de cometer una ofensa si en este recinto tan fúnebre y espiritual hacia ruido.

El Eunuco Divino era un joven español lleno de sabiduría en materia económica al decir de don Mariano. Se ocupaba por el momento de administrar los bienes y rentas del señor De Goyeneche, pero acaso en el futuro entraría en el seminario. Vivía en un ala de la casa señorial, y su despacho y su dormitorio eran tan austeros como las celdas de un convento de clausura. A la hora de la cena, don Mariano pedía a Dios la bendición para el yantar; en el almuerzo lo hacia Ismaelillo, y engolaba tanto la voz y ponía una cara tan alelada y serafina, que Flora podía apenas aguantar la risa. Más que apuesto era bonito, con su tez rasurada y rosácea, su talle de avispa, y sus manos, de uñas recortadas y lustradas, suaves como la piel de un recién nacido. Vestía también con las ropas taciturnas del dueño de casa, pero, a diferencia de don Mariano de Goyeneche, que parecía perfectamente cómodo con la entrega total de su cuerpo y su espíritu al amor de Dios y a las prácticas de la religión, en el joven español -debía tener la edad de Flora, unos treinta o treinta y dos años a lo más-, algo en sus gestos, expresiones y comportamientos, delataba un conflicto no resuelto, un desgarro entre las formas exteriores de su conducta y su vida intima. A ratos, a Flora le parecía un ser angelical, al que una ardiente fe religiosa llevó a negarse todos los apetitos y placeres, a renunciar al siglo para consagrarse a la salvación de su alma y a Dios. Pero, otras veces, sospechaba en él un ser dúplice, un simulador que, detrás de su modestia, austeridad y bondad, ocultaba un cínico, que fingía lo que no era ni creía, para ganarse la confianza de don Mariano, medrar a su sombra y heredar su fortuna.

Advertía de pronto, en los ojos de Ismaelillo, unos brillos codiciosos que la hacían recelar. A veces los provocaba, no sin malignidad, levantando al descuido su falda a la hora de las tertulias, de modo que quedara al descubierto su fino tobillo, o, ansiosa en apariencia de no perder una sílaba de lo que Ismaelillo contaba, acercándose a él tanto que el español debía olerla y sentir que su piel lo rozaba. Entonces perdía el control de sí mismo, palidecía o enrojecía, se le alteraba la voz, se le enredaban las frases y saltaba de un tema a otro sin ilación. Se había encariñado con esa muchacha, en esta vieja casa olorosa a sacristía, apenas la vio. Flora lo supo desde el primer día. Se había enamorado de ti y eso debía desgarrarlo. Pero nunca se atrevió a decirte nada que fuera más allá de la convencional amistad. Sin embargo, sus ojos lo traicionaban, y Flora sorprendía en ellos a menudo esa lucecita ansiosa que quería decir: cuanto me gustaría ser libre, poder decirle lo que siento, cogerle la mano y besársela, rogarle que me permita cortejarla, amarla, pedirle que sea mi mujer y me enseñe la felicidad.

En el año que pasó en esta casa, mientras se decidía su viaje al Perú, Flora vivió como una princesa, aunque aburrida con las prácticas religiosas incesantes. Sin las lecturas --nunca había leído tanto como en estos meses, en la gran biblioteca de don Mariano- y la compañía y devoción del Eunuco Divino, hubiera sido mucho peor. Ismaelillo la acompañaba a dar largos paseos por las orillas del Garonne, o por el campo vecino, donde los viñedos se perdían de vista, y la entretenía contándole de España, de don Mariano, de las intrigas de las grandes familias bordelesas que conocía al dedillo. Un día que jugaban a las cartas, junto a la chimenea, Flora advirtió que el joven, muy nervioso, se llevaba constantemente la mano al pantalón, como para apartar a un insecto o aquejado de escozores. Disimulando, se dedicó a espiar sus movimientos. Sí, no le cupo ninguna duda: como quien o quiere la cosa, se estaba gratificando, excitado por la cercanía de Flora, y lo hacía allí mismo, casi a la vista de ella y de don Mariano, que leía en su mecedora un libro con tapas de pergamino. Para hacerle pasar un mal rato, de súbito le rogó que le trajera un vaso de agua. Ismaelillo enrojeció como una antorcha, ganó tiempo simulando no haber oído bien; por fin se levantó de lado y encogido, pero, aun así, furtivamente, Flora vio que tenía hinchado el pantalón. Esa noche lo oyó sollozar, arrodillado en la capilla. ¿Se estaría azotando? Desde entonces, una compasión mezclada de disgusto rodeó su relación con el joven español. Le tenías pena, Florita, pero también repugnancia. Era bueno y sufría, sin duda. Pero, qué ganas de añadirse tormentos a los que ya deparaba la vida de por si. ¿Qué habría sido de él?

La más pintoresca experiencia de la estancia de Flora en Saint-Étienne fue la visita a la fábrica de armas, contigua a la guarnición. Consiguió permiso para visitarla gracias a tres burgueses falansterianos amigos del coronel jefe del regimiento, quien designó a uno de sus ayudantes, un capitán de bigotito muy coqueto, para que la escoltara. Las explicaciones sobre las armas que allí se fundían la aburrieron tanto que, mientras se las daban, pensaba en otra cosa. Pero, al término de la visita, el director de la fábrica, un civil, y varios militares de artillería le ofrecieron un refrigerio. La conversación transcurría sobre temas banales. De pronto, el capitán que la escoltaba le preguntó, con muchos rodeos, qué había de cierto en los rumores según los cuales madame Tristán tendría veleidades pacifistas. Iba a contestarle de manera evasiva -la esperaban en un taller de obreros cinteros, en el barrio de Saint-Benolt y no quería perder tiempo en una discusión inútil-, pero, al ver las caras de sorpresa, de franco reproche o de burla en los oficiales que la rodeaban, no pudo reprimirse:

-¡Mucho de cierto, capitán! Soy pacifista, claro está. Por eso, mi proyecto de la Unión Obrera establece que en la futura sociedad se prohibirán las armas y se abolirán los ejércitos.

Dos horas después todavía discutía fogosamente con esos interlocutores escandalizados, uno de los cuales se atrevió a decir, enfurecido, que sostener semejantes ideas «era indigno de una dama francesa».

-Antes que Francia, mi Patria es la humanidad, señores -dijo, poniendo punto final a la reunión---. Gracias por su compañía. Tengo que irme.

Salió de allí fatigada con la discusión, pero divertida por haber desconcertado a esos artilleros pretenciosos

disolventes. Cuánto habías cambiado, Florita, desde que, alojada en el palacete girondino de don Ma-

riano de Goyeneche, te aprestabas a partir al Perú, para escapar a la persecución de André Chazal. Eras una mujercita rebelde, si, pero confusa e ignorante, y nada revolucionaria aún. No se te pasaba por la cabeza que fuera posible luchar de manera organizada contra esa sociedad que permitía la esclavitud femenina, bajo el subterfugio del matrimonio. Qué bien te haría la experiencia peruana. Ese año en Arequipa y en Lima te cambió.

Aunque sin entusiasmo, don Pío Trístán dio su visto bueno al viaje de Flora, La familia la alojaría en la casa en la que su padre había nacido y pasado infancia y juventud. Don Mariano de Goyeneche e Ismaelillo empezaron las averiguaciones sobre barcos que zarparan hacia América del Sur en las semanas siguientes. Encontraron el Carlos Adolfo, el Fletes y Le Mexicano. Los tres partirían en el curso de febrero de 1833. Don Mariano fue personalmente a hacer una inspección. Descartó los dos primeros; el Carlos Adolfo estaba lleno de parches y era viejísimo; el Fletes era un buen barco, pero caleteaba por medio litoral africano antes de enrumbar a Sudamérica. Le Mexicano resultó la mejor opción. Un barco pequeño, con una sola escala, antes de dirigirse, por el estrecho de Magallanes, hasta Valparaíso. La travesía tomaba algo más de tres meses.

Elegido el barco, separado el camarote, sólo quedaba esperar la partida. Desde que se instaló en Burdeos, don Mariano e Ismaelillo se empeñaron en hacerle practicar su mal español, del que Flora recordaba palabritas, frases oídas de niña en la casa de Vaugirard, en boca de su padre. Ambos se tomaron muy en serio su papel de profesores, y, a los cuantos meses, Flora podía seguir sus diálogos y chapurrear el español.

No se enteró del infamante apodo con que la sociedad de Burdeos llamaba a Ismaelillo por los criados del señor De Goyeneche, sino por la propia victima. Fue durante uno de los largos paseos que solían dar por las orillas del ancho Garonne o el campo adyacente a la ciudad, durante los cuales a Flora le parecía sentir los esfuerzos, la batalla silenciosa y feroz que tenía lugar en el corazón del joven para confesarle -o para no confesarle- la pasión que ella le inspiraba.

-Sin duda, habrá usted oído cómo me llaman, a mis espaldas, las gentes de Burdeos.

-No, no he oído nada. ¿Un sobrenombre, quiere decir?

-Uno vulgar y sacrílego -dijo el joven, mordiéndose los labios-. El Eunuco Divino.

-Es vulgar, sí --exclamó Flora, confundida . Algo sacrílego. Pero, sobre todo, estúpido. ¿Por qué me cuenta eso?

-No quiero tener ningún secreto para usted, Flora.

Calló, cabizbajo, y ya no pronunció palabra el resto del paseo, como abatido por la fatalidad. Fue, creías tú, Florita, el momento en que el joven estuvo más cerca de romper sus votos religiosos y hacerte saber que era humano, no divino, y que soñaba con tener en sus brazos a una mujercita bella y despierta, como tú. Mejor que no lo hubiera hecho. Pese a esas asquerosidades que le descubrías a veces, le habías llegado a tomar cariño, mezclado de compasión.

La visita a los obreros cinteros de Saint-Benoit la enfureció y deprimió. Eran una veintena de trabajadores sordos, analfabetos, tontos, desprovistos de la más elemental curiosidad. Le pareció que hablaba ante árboles o piedras. Hubiera sido más fácil convertir en revolucionarios a los oficiales petimetres del Café de París que a estos infelices, embrutecidos por el hambre y la explotación, a los que los burgueses habían exprimido hasta la última partícula de inteligencia. Cuando, a la hora de las preguntas, uno de los canutos le sugirió que, según rumores, se estaba haciendo rica con los ejemplares de Unión Obrera que vendía, ni siquiera tuvo ánimos para enojarse.

El día que supo la fecha definitiva de la partida de Le Mexicano del puerto de Burdeos rumbo al Perú -el 7 de abril de 1833, a las 8 de la mañana, aprovechando la marea alta- supo también que el capitán del barco que se disponía a tomar era ¡Zacarías Chabrié! Citando oyó a don Mariano de Goyeneche pronunciar aquel nombre, sintió que la fulminaba un rayo. ¡Zacarías Chiabrié! El capitán de aquella pensión de París que le informó sobre la familia Tristán de Arequipa. Aquel capitán había conocido a su hija Aline y, apenas viera aparecer a Flora rodeada de don Mariano e Ismaelillo, la llamaría «señora>, y le preguntaría por su «bella hijita». Todas tus mentiras te caerían encima y te aplastarían, Andaluza.

Pasó una noche desvelada, el pecho encogido de angustia. Pero a la mañana siguiente había tomado una decisión. Con pretextos, salió a la calle, alegando una promesa a santa Clara que debía cumplir sola, y se hizo llevar al puerto por un coche de alquiler. Fue fácil dar con las oficinas de la compañía. A la media hora de estar esperando, apareció el capitán Zacarías Chabrié en la puerta del local. Reconoció su alta figura, sus cabellos ralos, la redonda cara bretona caballerosa y provinciana, sus ojos benévolos. Él la reconoció al instante.

-¡Madame Tristán! -se inclinó a besarle la mano-. Me preguntaba, al ver la lista de pasajeros, si sería usted. Viaja conmigo en Le Mexicano, verdad?

-¿Podemos hablar un momento a solas? -asintió Flora, adoptando una expresión dramática-. Es un asunto de vida o muerte, señor Chabrié.

Desconcertado, el capitán la hizo pasar a un gabinete, y le cedió lo que debla ser su asiento, un amplio sofá con un banquito para los pies.

-Voy a confiar en usted porque lo creo un caballero.

No la defraudaré, señora, ¿En qué puedo servirla?

Flora dudó unos segundos. Chabrié parecía uno de esos bretones a la antigua, que, aunque hubiera recorrido todos los mares del mundo, seguía fieramente apegado a los valores tradicionales, a principios éticos y a la religión.

-Le ruego que no me haga ninguna pregunta -le suplicó, con los ojos arrasados de lágrimas-. Se lo explicaré en altamar. Necesito que, el día de la partida, cuando yo venga aquí acompañada, me salude como si me viera potr primera vez. Se lo ruego por lo que más quiera, capitán. ¿Me promete que lo hará?

Zacarías Chabrié asintió, muy serio.

No necesito explicación alguna. No la conozco, no la he visto nunca. Tendré el gusto de conocerla el martes, a las ocho, hora de la partida.

8. Retrato de Aline Gauguín

Panaauia, mayo de 1897

El 3 de Julio de 1895 Paul subió en Marsella al barco The Australian, agotado pero contento. Las últimas semanas había vívido angustiado, temiendo una muerte súbita. No quería que sus restos se pudrieran en Europa, sino en Polinesia, su tierra de adopción. Por lo menos en eso coincidías con las locuras internacionalistas de la abuela Flora, Koke. Dónde se nacía era un accidente; la verdadera patria uno la elegía, con su cuerpo y su alma. Tú habías elegido Tahití. Morirías como salvaje, en esa bella tierra de salvajes. Ese pensamiento le quitaba un gran peso de encima. ¿No te importaba no ver más a tus hijos, ni a los amigos, Paul? ¿A Daniel, al buen Schuff, a los discípulos últimos de Pont-Aven, a los Molar? Bah, no te importaba lo más mínimo.

En la escala de Port-Said, antes de iniciar el cruce del Canal de Suez, bajó a curiosear en el mercadillo improvisado junto a la pasarela del barco, y, de pronto, en medio de la muchedumbre de voces y chillidos de los vendedores árabes, griegos y turcos que ofrecían telas, baratijas, dátiles, perfumes, dulces de miel, descubrió un nubio de turbante rojizo que le hacía un guiño obsceno, mostrándole algo semioculto entre sus manazas. Era una soberbia colección de fotos eróticas, en buen estado, donde aparecían todas las posturas y combinaciones imaginables, hasta una mujer sodomizada por un lebrel. Le compró las cuarenta y cinco fotos de inmediato. Iban a enriquecer su baúl de clichés, objetos y curiosidades, que había dejado en un depósito, en Papeete. Se regocijó imaginando las reacciones de las tahitianas cuando les mostrara estas locuras.

Revisar aquellas fotos y fantasear a partir de sus imágenes fue una de las pocas distracciones de aquellos dos meses interminables para llegar a Tahití, con escalas en Sidney y en Auckland, donde estuvo varado tres semanas esperando un barco que hiciera la ruta de las islas. Llegó a Papeete el 8 de septiembre. El barco entró en la laguna con la gran orgía de luces del amanecer. Sintió indescriptible felicidad, como si volviera a casa y una nube de parientes y amigos estuvieran en el puerto para darle la bienvenida. Pero no había nadie esperándolo y le costó un triunfo encontrar un coche bastante grande que lo llevara con todos sus bultos, paquetes, rollos de telas y botes de pinturas a una pequeña pensión que conocía en la rue Bonard, en el centro de la ciudad.

Papeete se había transformado en sus dos años de ausencia: ahora había luz eléctrica y sus noches ya no tenían el aire entre misterioso y tenebroso de antes, sobre todo el puerto y sus siete barcitos, que ahora eran diez. El Club Militar, al que acudían también colonos y funcionarios, lucía, detrás de su empalizada de estacas, una flamante cancha de tenis. Deporte que tú, Paul, obligado a andar con bastón desde la paliza de Concarneau, no practicarías nunca más.

En el viaje amainó el dolor del tobillo, pero, apenas pisó tierra tahitiana, regresó acrecentado, al extremo, algunos días, de arrojarlo al lecho aullando. Los calmantes no le hacían efecto, sólo el alcohol, cuando bebía hasta que se le enredaba la lengua y apenas podía tenerse en pie. Y, también, el láudano, que un boticario de Papeete aceptó venderle sin receta médica, mediante una exorbitante gratificación.

La somnolencia estúpida en que lo sumían las dosis de opio lo tenía horas tumbado en su cuarto, o en el sillón de la terraza de la modesta pensión que siguió ocupando en Papeete, mientras le erigían en Punaauia, a unos doce kilómetros de la capital, en un terrenito que adquirió por poco precio, una choza de cañas de bambú y techo de hojas de palma trenzadas, que fue luego decorando y amueblando con los restos de su estancia anterior, las pocas cosas que había traído de Francia y otras que compró en el mercado de Papeete. Dividió con una simple cortina la única estancia, para que uno de los recintos fuera dormitorio y el otro su estudio. Cuando armó su caballete y dispuso sus telas y pinturas, se sintió de mejor animo. Para tener buena luz, él mismo, con dificultad por el dolor crónico del tobillo, abrió una claraboya en el techo. Sin embargo, durante varios meses fue incapaz de pintar. Talló unos paneles de madera que colgó en los tabiques de la choza, y, cuando el dolor y el escozor de las piernas se lo permitían -la enfermedad impronunciable había vuelto a comparecer, con puntualidad astral, hacia esculturas, ídolos que bautizaba con el nombre de los antiguos dioses maories: Hina, Oviri, los Arlori, Te Fatu, Ta'aora.

Durante todo este tiempo, día y noche, lúcido o inmerso en el marco gelatinoso en que el opio disolvía su cerebro, pensaba en Aline. No su hija Aline -la única de sus cinco hijos en Mette Gad a la que recordaba algunas veces-, sino su madre, Aline Chazal, convertida luego en madame Aline Gauguin, cuando las amistades políticas e intelectuales de la abuela Flora, a la muerte de ésta, ansiosas de asegurar un porvenir a la muchacha huérfana, la casaron en 1847 con el periodista republicano Clovis Gauguin, su padre. Matrimonio trágico, Koke, familia trágica la tuya. La cascada de recuerdos se desencadenó el día que Paul comenzaba a pegar, en fila, en las paredes de su flamante estudio de Punaauia, las fotos de Port-Said. La modelo que, en brazos de otra muchacha desnuda como ella, miraba de frente al fotógrafo, tenía una de esas cabelleras negras que los parisinos llamaban «andaluzas>~, y unos ojos grandes, enormes, lánguidos, que le recordaron a alguien. Sin saber por qué, se sintió incómodo. Horas más tarde, cayó. Tu madre, Paul. La putilla de la foto tenía algo de las facciones, los cabellos y las pupilas tristes de Aline Gauguin. Se rió y se angustió. ¿Por qué te acordabas de tu madre, ahora? No le sucedía desde 1888, cuando pintó su retrato. Siete años sin acordarte de ella y, ahora, metida en tu conciencia día y noche, como idea fija. ¿Y por qué con ese sentimiento, con esa tristeza lacerante que por semanas, meses, te acompaño al comenzar tu segunda estancia en Tahiti? Lo extraño no era acordarse de su madre muerta hacía tanto tiempo, sino que su recuerdo viniera impregnado de esa sensación de desgracia y pesar.

Se enteró de la muerte de Aline Chazal, su madre viuda, en 1867 -¡veintiocho años de eso, Paul!- en un puerto de la India, en una escala del barco mercante Chili, donde trabajaba como ayudante de segunda. Aline había muerto en el lejanísimo París a los cuarenta y un años, la misma edad a la que murió la abuela Flora. No habías sentido entonces el desgarramiento que sentías ahora. «Bueno», repetías, poniendo cara de circunstancias al recibir el pésame de los oficiales y la marinería del Chili,«Todos tenemos que morirnos. Hoy, mi madre. Mañana, nosotros».

¿Nunca la habías querido, Paul? No la querías cuando murió, cierto. Pero la habías querido muchísimo, de niño, allá en Lima, donde el tío don Pío Tristán. Uno de los recuerdos más nítidos de tu infancia era lo linda y graciosa que se veía la joven viudita en la gran casona donde vivían como reyes, en el barrio de San Marcelo, en el centro de Lima, cuando Aline Gauguin se vestía como dama peruana y envolvía su cuerpo fino en una gran mantilla bordada de plata, y, a la manera de las tapadas limeñas, se cubría con ella la cabeza y media cara, dejando descubierto uno solo de sus ojos. Qué orgullosos se sentían Paul y su hermanita María Fernanda cuando la vasta tribu familiar de los Tristán y los Echenique elogiaban a Aline Chazal, viuda de Gauguin: «¡Qué bonita!». «Una pintura, una aparición.»


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