El paraiso en la otra esquina



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El médico vaciló. Quería añadir algo, pero no se atrevía, temiendo sin duda tu reacción, pues en Papeete te habías hecho fama de intemperante.

—Soy un hombre capaz de recibir malas noticias —lo animó Paul.

—Usted sabe, también, que ésta es una enfermedad muy contagiosa —murmuró el médico, mojándose los labios con la punta de la lengua—. Sobre todo, si se tie­nen relaciones sexuales. En ese caso, la transmisión del mal es inevitable.

Paul estuvo a punto de contestarle una grosería, pero se contuvo, para no agravar los problemas que ya te­nía. A los ocho días de internado, la administración le pasó una factura por ciento dieciocho francos, advirtiéndole que si no la cancelaba de inmediato, se interrumpiría el tratamiento. Esa noche, se escapó de su cuarto por una ventana y ganó la calle saltando la reja. Regresó a Punaauia en el coche público. Pau'ura le anunció que estaba encinta, de cuatro meses. Le contó también que el chino del almacén,

en represalia por sus gritos, había hecho correr por la al­dea el rumor de que Paul tenía lepra. Los vecinos, asustados por esa enfermedad que infundía pavor, se estaban concertando para pedir a las autoridades que lo echaran del pueblo, lo internaran en un leprosorio o le exigieran ale­jarse de los centros poblados de la isla. El padre Damián y el reverendo Riquelme los apoyaban, porque, aunque sin duda no creían en las habladurías del chino, querían aprovechar la ocasión para librar a la aldea de un lujurioso y un impío.

Nada de esto lo asustó ni preocupó demasiado. Pasaba buena parte del día tumbado en la cabaña, adormecido en un sopor que le vaciaba la mente de todo recuerdo o nostalgia. Como su única fuente de aprovisionamiento se había terminado, él y Pau'ura se alimentaban de mangos, bananas, cocos y los frutos del árbol del pan, que ella iba a recoger por los alrededores, y de los regalos de pescado que, a veces, le hacían sus amigas, a escondidas de las familias. Por esta época, por fin, a Paul se le fue olvidando el retrato de su madre. Reemplazó a Aline Gauguin por otro tema obsesivo: la convicción de que la sociedad secreta de los Ariori todavía existía. Había leído sobre ella en el libro del cónsul Moerenhout dedicado a las antiguas creencias de los maoríes que le prestó el colono Auguste Goupil. Y un buen día se puso a afirmar a diestra y siniestra que los nativos de Tahití mantenían la existencia de esta sociedad mítica en la clandestinidad, defendiéndola celosamente de los forasteros, europeos o chinos. Pau'ura le decía que veía visiones; los maoríes de la aldea que todavía venían a visitarlo le aseguraban que deliraba. Aquella sociedad secreta de los Ariori, dioses y señores de los antiguos tahitianos, la gran mayoría de ellos la desconocía por completo. Y los pocos maoríes que habían oído hablar de los Ariori le juraron que ya ningún nativo creía en semejantes antiguallas, que eran creencias enterradas en un brumoso pasado. Pero Paul, hombre terco y de ideas fijas, siguió día y noche, durante varios meses, con el tema de los Ariori. Y empezó a tallar ídolos y estatuas de madera y a pintar telas inspiradas en esos personajes fabulosos. Los Ariori le devolvieron las ganas de pintar.

«Me engañan», pensabas. Seguían viendo en ti a un europeo, a un popa'a, no al bárbaro que eras ya en el al­ma. Unas pocas decenas de años de colonización francesa no podían haber borrado siglos de creencias, ritos, mitos. Era inevitable que, en un movimiento defensivo, los mao­ríes hubieran ocultado aquella tradición religiosa en una catacumba espiritual, fuera del alcance de pastores protes­tantes y de curas católicos, enemigos de sus dioses. La so­ciedad secreta de los Ariori, que hizo vivir a los maoríes de todas las islas su período más glorioso, estaba viva. Se reu­nirían en lo más espeso del bosque a celebrar las antiguas danzas y cantar, y se expresarían siempre en los tatuajes, que, aunque no tan elaborados y misteriosos como los de las islas Marquesas, también, pese a las prohibiciones, flo­recían en Tahití escondidos bajo los pareos. Esos tatuajes revelaban, a quien sabía leerlos, la posición del individuo en la jerarquía de los Ariori. Cuando Paul empezó a ase­gurar que, en el espeso silencio de los bosques, todavía se practicaban la prostitución sagrada, la antropofagia y los sa­crificios humanos, en Punaauia corrió la voz de que, aunque tal vez era falso que el pintor tuviera lepra, lo probable era que hubiera perdido la razón. La gente terminó rién­dose de él cuando les pedía, a veces implorante, a veces fu­rioso, que le revelaran el secreto de los tatuajes, y que lo iniciaran en la sociedad de los Ariori: Koke había hecho ya bastantes méritos, Koke ya se había vuelto un maorí.

Una carta de Mette cerró esa siniestra etapa con un golpe final. Una carta seca, fría, escrita hacía dos me ses y medio: su hija Aline, poco después de cumplir vein­te años, había fallecido ese enero, a consecuencia de una pulmonía contraída debido al frío al que estuvo expuesta al regresar de un baile, en Copenhague.

—Ahora ya sé por qué, desde que volví de Europa, me ha perseguido el recuerdo de mi madre y de su retrato —le dijo Paul a Pau'ura, con la carta de Mette en las manos—. Era un anuncio. Mi hija se llamaba Aline en recuerdo de ella. Era también delicada, algo tímida. Espero que no sufriera tanto en su infancia como la otra Aline Gauguin.

—Yo tengo hambre —lo interrumpió Pau'ura, tocándose el estómago, con una expresión cómica—. No se puede vivir sin comer, Koke. ¿No has visto qué flaco estás? Tienes que hacer algo para que comamos.


9. La travesía

Avignon, julio de 1844
Cuando hacía sus maletas para viajar de Saint-Étienne a Avignon, a fines de junio de 1844, un desagra­dable episodio obligó a Flora a cambiar sus planes. Un diario progresista de Lyon, Le Censeur, la acusó de ser una «agente secreta del Gobierno» enviada a recorrer el sur de Francia con la misión de «castrar a los obreros» predicándoles el pacifismo y de informar a la monarquía sobre las activi­dades del movimiento revolucionario. La página calum­niosa incluía un recuadro del director, monsieur Rittiez, exhortando a los trabajadores a redoblar la vigilancia para no caer «en el juego farisaico de los falsos apóstoles». El comité de la Unión Obrera de Lyon le pidió ir personalmente a refutar esos embustes.

Flora, sublevada por la infamia, lo hizo de inme­diato. En Lyon la recibió el comité en pleno. En medio de su desazón, fue emocionante volver a ver a Eléonore Blanc, a la que sintió temblar en sus brazos, el rostro ba­ñado por las lágrimas. En el albergue, leyó y releyó las delirantes acusaciones. Según Le censeur, se descubrió su condición dúplice cuando llegaron a manos del procura­dor los objetos decomisados por el comisario de Lyon, monsieur Bardoz, en el Hotel de Milan; entre ellos ha­bría aparecido la copia de un informe enviado por Flora Tristán a las autoridades sobre sus encuentros con diri­gentes obreros.

La sorpresa y la cólera no le permitieron pegar los ojos, pese al agua de azahar que Eléonore Blanc la obligó a beber a sorbitos, cuando estaba ya acostada. A la mañana siguiente, luego de apurar una taza de té, fue a instalarse en la puerta de Le Censeur, exigiendo ver al director. Pidió a sus compañeros del comité que la dejaran sola, pues si Rittiez la veía acompañada seguramente se negaría a re­cibirla.

Monsieur Rittiez, a quien Flora había conocido de paso en su estancia anterior en Lyon, la hizo esperar cerca de dos horas, en la calle. Cuando la recibió, muy prudente o muy cobarde, estaba rodeado de siete redactores, que permanecieron en el atestado y humoso salón durante to­da la entrevista, apoyando a su patrón de una manera tan servil que Flora sintió náuseas. ¡Y estos pobres diablos eran las plumas del diario progresista de Lyon!

¿Creía Rittiez, aprovechado ex alumno de los je­suitas que se escurría como una anguila de las preguntas de Flora sobre aquellas informaciones mentirosas, que la iban a intimidar esos siete varones con aires de matarifes? Tuvo ganas de decirle, de entrada, que once años atrás, cuando era una inexperta mujercita de treinta años, había pasado cinco meses en un barco, sola con diecinueve hom­bres, sin sentirse cohibida por tantos pantalones, de ma­nera que ahora, a sus cuarenta y uno, y con la experiencia adquirida, esos siete sirvientes intelectuales, cobardes y ca­lumniadores, en lugar de asustarla la llenaban de bríos.

El señor Rittiez, en vez de responder a sus protes­tas «¿De dónde ha salido la monstruosa mentira de que soy una espía?» «¿Dónde está la supuesta prueba encon­trada en mis papeles por ese comisario Bardoz, si yo tengo la lista, firmada por él, de todo lo que me fue decomisado y luego devuelto por la policía y en ella no figura nada de eso?» «¿Cómo osa su diario calumniar de ese modo a quien dedica toda su energía a luchar por los obreros?»), se limi­taba, una y otra vez, a repetir como un loro, accionando igual que si estuviera en el Parlamento: «Yo no calumnio. Yo combato sus ideas, porque el pacifismo desarma a los obreros y retrasa la revolución, señora». Y, de tanto en tan­to, le reprochaba otra mentira: ser falansteriana y, como tal, predicar una colaboración entre patrones y obreros que sólo servía a los intereses del capital.

Las dos horas de absurda discusión —un diálogo de sordos las recordarías, luego, Florita, como el más de­primente episodio de toda tu gira por el interior de Fran­cia. Era muy simple. Rittiez y su corte de plumíferos no habían sido sorprendidos ni engañados, ellos habían co­cinado la falsa información. Acaso por envidia, debido al éxito que tuviste en Lyon, o porque desprestigiarte con la acusación de ser espía era la mejor manera de liquidar tus ideas revolucionarias, de las que ellos disentían. ¿O su odio se debía a que eras mujer? Les resultaba intolerable que una hembra hiciera esta labor redentora, para ellos sólo cosa de machos. Y cometían semejante vileza quienes se llamaban progresistas, republicanos, revolucionarios. En las dos horas de discusión, Flora no consiguió que monsieur Rittiez le dijera de dónde había salido la especie que Le Censeur difundió. Harta, partió, dando un portazo y ame­nazando con entablar al diario un proceso por libelo. Pero el comité de la Unión Obrera la disuadió: Le Censeur, dia­rio de oposición al régimen monárquico, tenía prestigio y un proceso judicial en su contra perjudicaría al movi­miento popular. Preferible contrarrestar la falsa informa­ción con desmentidos públicos.

Así lo hizo los días siguientes, dando charlas en talleres y asociaciones, y visitando todos los otros diarios, hasta conseguir que al menos dos de ellos publicaran sus cartas de rectificación. Eléonore no se separó de ella un instante, prodigándole unas muestras de cariño y devo­ción que a Flora la conmovían. Qué suerte haber conocido a una muchacha así, qué fortuna que la Unión Obre­ra contara en Lyon con una mujercita tan idealista y tan resuelta.

La agitación y los disgustos contribuyeron a debi­litar su organismo. Desde el segundo día de su regreso a Lyon, comenzó a sentirse afiebrada, con temblores en el cuerpo y una descomposición de estómago que la fatiga­ba enormemente. Pero, no por eso amainó su actividad frenética. Por doquier acusaba a Rittiez de sembrar la dis­cordia en el movimiento popular desde su periódico.

En las noches, la desvelaba la fiebre. Era curioso. Te sentías, luego de once años, como en aquellos cinco meses en Le Mexicano, cuando, en la nave que comandaba el capitán Zacarías Chabrié, cruzaste el Atlántico, y, luego del cabo de Hornos, remontaste el Pacífico, rumbo al Pe­rú, al encuentro de tus parientes paternos, con la esperanza de que, además de recibirte con los brazos abiertos y darte un nuevo hogar, te entregaran el quinto de la herencia de tu padre. Así se resolverían todos tus problemas econó­micos, saldrías de la pobreza, podrías educar a tus hijos y tener una existencia tranquila, a salvo de necesidades y de riesgos, sin temor de caer en las garras de André Chazal. De esos cinco meses en altamar, en el minúsculo camarote donde apenas podías estirar los brazos, rodeada de dieci­nueve hombres —marineros, oficiales, cocinero, grumete, armador y cuatro pasajeros—, recordabas ese atroz mareo que, como ahora en Lyon los cólicos estomacales, te suc­cionaba la energía, el equilibrio, el orden mental, y te sumía en la confusión y la inseguridad. Vivías ahora como entonces, segura de que en cualquier momento te desplo­marías, incapaz de mantenerte erguida, de moverte a com­pás con los asimétricos balanceos del suelo que pisabas.

Zacarías Chabrié se portó como el perfecto caba­llero bretón que Flora había intuido en él la noche que lo conoció, en aquella pensión parisina. Extremaba las aten­ciones, llevándole él mismo al camarote esas infusiones que supuestamente controlaban las arcadas, e hizo que le armaran un pequeño lecho en cubierta, junto a las jaulas de las gallinas y las cajas con verduras, porque al aire libre el mareo se atenuaba y Flora tenía intervalos de paz. No sólo el capitán Chabrié multiplicó las atenciones hacia ella. También el segundo de a bordo, Louis Briet, otro bretón. Y hasta el armador Alfred David, que posaba de cínico y emitía opiniones ferozmente negativas sobre el género humano y augurios catastrofistas, con ella se dul­cificaba y se mostraba servicial y simpático. Todos en el barco, desde el capitán hasta el grumete, desde los pasajeros peruanos hasta el cocinero provenzal, hicieron lo im­posible para que la travesía te resultara grata, pese al mar­tirio del mareo.

Pero nada salió en aquel viaje como esperabas, Florita. No te arrepentías de haberlo hecho, al contrario. Eras ahora lo que eras, una luchadora por el bienestar de


la humanidad, gracias a aquella experiencia. Te abrió los ojos sobre un mundo cuya crueldad y maldad, cuya miseria y dolor, eran infinitamente peores de lo que hubieras podido imaginar. Y tú que, por tus pequeñas miserias conyugales, creías haber tocado el fondo del infortunio. A los veinticinco días de navegación, Le Mexicano se refugió en la bahía de La Praia, en la isla de Cabo Verde, para calafatear la sentina, que mostraba filtraciones. Y a ti, Florita, que habías sentido tanta dicha al saber que
pasarías unos días en tierra firme sin que todo se moviera bajo tus pies, en La Praia te fue todavía peor que con el mareo. En esa localidad de cuatro mil habitantes viste la cara real, espantosa, indescriptible, de una institución que apenas conocías de oídas: la esclavitud. Siempre recordarías aquella imagen con que te recibió la placita de ar mas de La Praia, a la que los recién llegados en Le Mexi­cano arribaron luego de cruzar una tierra negra, rocallosa, y escalar el alto farallón a cuyas orillas se desplegaba la ciudad: dos soldados sudorosos, entre juramentos, azota­ban a dos negros desnudos, atados a un poste, entre nu­bes de moscas, bajo un sol de plomo. Las dos espaldas sanguinolentas y los rugidos de los azotados, te clavaron en el sitio. Te apoyaste en el brazo de Alfred David:

—¿Qué hacen ésos?

—Azotan a dos esclavos que habrán robado, o al­go peor —le explicó el armador, con gesto displicente—. Los amos fijan el castigo y dan unas propinas a los soldados para que lo ejecuten. Dar latigazos en este calor es te­rrible. ¡Pobres negreros!

Todos los blancos y mestizos de La Praia se gana­ban la vida cazando, comprando y vendiendo esclavos. La trata era la única industria de esta colonia portuguesa donde todo lo que Flora vio y oyó, y todas las gentes que conoció en los diez días que demoró calafatear las bodegas de Le Mexicano, le produjeron conmiseración, espanto, cólera, horror. Nunca olvidarías a la viuda Watrin, alta y obesa matrona color café con leche, cuya casa estaba llena de grabados de su admirado Napoleón y de los generales del Imperio, que, luego de convidarte una taza de chocolate con pastas, te mostró orgullosa el adorno más original de su sala de estar: dos fetos negros, flotando en unas peceras llenas de formol.

El terrateniente principal de la isla era un francés de Bayona, monsieur Tappe, antiguo seminarista que, en­viado por su orden a realizar trabajo apostólico en las mi­siones africanas, desertó, para dedicarse a la tarea, menos espiritual, más productiva, de la trata de negros. Era un cincuentón rollizo y congestionado, de cuello de toro, ve­nas salientes y unos ojos libidinosos que se posaron con tanta desfachatez en los pechos y el cuello de Flora que ella estuvo a punto de abofetearlo. Pero, no lo hizo, escu­chándolo fascinada despotricar de los malditos ingleses que, con sus estúpidos prejuicios puritanos contra la tra­ta, estaban «arruinando el negocio» y llevando a los ne­greros a la ruina. Tappe vino a comer con ellos en Le Me­xicano, trayéndoles de regalo botijas de vino y latas de conserva. Flora sintió arcadas viendo la voracidad con que el negrero se embutía a mordiscos las piernas de cordero y el asado de carne, entre largos tragos de vino que lo hacían eructar. Tenía en la actualidad veintiocho negros, veintio­cho negras y treinta y siete negritos, que, decía, gracias «a don Valentín» —el látigo que llevaba enrollado en la cintu­ra— «se portaban bien». Ya borracho, les confesó que, de­bido al temor de que sus sirvientes lo envenenaran, se había casado con una de sus negras, a la que le hizo tres hijos «que salieron como el carbón». A su mujer le hacía probar todas las comidas y bebidas por si los esclavos inten­taban envenenarlo.

Otro personaje que quedaría grabado en la me­moria de Flora fue el desdentado capitán Brandisco, un veneciano, cuya goleta estaba anclada en la bahía de La Praia junto a Le Mexicano. Los invitó a cenar en su barco y los recibió vestido como figurante de opereta cómica: sombrero de plumas de pavo real, botas de mosquetero, un apretado pantalón de terciopelo rojo y una camisola tornasolada con pedrerías que destellaban. Les mostró un baúl de sartas de vidrio, que, se jactó, cambiaba por ne­gros en las aldeas africanas. Su odio al inglés era peor que el del ex seminarista Tappe. Al veneciano, los ingleses lo sorprendieron en altamar con un barco lleno de esclavos y 1e confiscaron la nave, los esclavos, todo lo que tenía a bordo, y lo encerraron por dos años en una prisión, donde contrajo una piorrea que lo dejó sin dentadura. A los postres, Brandisco intentó venderle a Flora a un negrito muy despierto, de quince años, para que fuera «su paje». A fin de convencerla de lo sano que era el muchachito, ordenó al adolescente que se sacara el taparrabos, y él, al instante, les mostró sonriendo sus vergüenzas.

Sólo tres veces bajó Flora de Le Mexicano para visi­tar La Praia, y, las tres, vio en la candente placita a soldados de la guarnición colonial azotando esclavos por cuenta de sus dueños. El espectáculo la entristecía y enfurecía tanto que decidió no sufrirlo más. Y anunció a Chabrié que per­manecería en el barco hasta el día de la partida.

Fue la primera gran lección de ese viaje, Florita. Los horrores de la esclavitud, injusticia suprema en este mundo de injusticias que había que cambiar, para volverlo humano. Y, sin embargo, en el libro que publicaste en 1838, Peregrinaciones de una paria, contando aquel viaje al Perú, en el relato de tu paso por La Praia incluías aque­llas frases sobre «el olor a negro, que no puede compararse con nada, que da náuseas y que persigue por todas partes» de las que nunca te arrepentirías bastante. ¡Olor a negro! Cuánto habías lamentado después esa imbecilidad frívola, que repetía un lugar común de los esnobs parisinos. No era el «olor a negro» lo repugnante en aquella isla, sino el olor a la miseria y la crueldad, al destino de esos africanos al que los mercaderes europeos habían convertido en pro­ductos comerciales. Pese a todo lo que habías aprendido en materia de injusticia, todavía eras una ignorante cuando escribiste las Peregrinaciones de una paria.

El último día en Lyon fue el más atareado de los cuatro. Se levantó con fuertes cólicos, pero a Eléonore, que le aconsejaba quedarse en cama, le respondió: «A una per­sona como yo no le está permitido enfermarse». Medio arrastrándose, fue a la reunión que el comité de la Unión Obrera le tenía organizado en un taller con una treintena de sastres y cortadores de paños. Eran todos comunistas icarianos, y tenían como su biblia (aunque muchos sólo lo conocían de oídas pues eran iletrados) el último libro de Etienne Cabet, publicado en 1840: Viaje por Icaria. En él, el antiguo carbonario, con el subterfugio de relatar las supuestas aventuras de un aristócrata inglés, Lord Ca­risdall, en un fabuloso país igualitario sin bares ni cafés ni prostitutas ni mendigos —¡pero con baños en las ca­lles!—, ilustraba sus teorías sobre la futura sociedad co­munista, donde, mediante los impuestos progresivos a la renta y a la herencia, se lograría la igualdad económica, se aboliría el dinero, el comercio y se establecería la propiedad colectiva. Sastres y cortadores estaban dispuestos a viajar al África o América, como lo hizo Robert Owen, a constituir allá la sociedad perfecta de Étienne Cabet, y co­tizaban para la adquisición de tierras en ese nuevo mun­do. Se mostraron poco entusiasmados con el proyecto de Unión Obrera universal, que, comparado con su paraíso ícariano, donde no había pobres, ni clases sociales, ni ocio­sos, ni servicio doméstico, ni propiedad privada, donde todos los bienes eran comunes y el Estado, «el soberano Icar», alimentaba, vestía, educaba y entretenía a todos los ciudadanos, les parecía una alternativa mediocre. Flora, a modo de despedida, ironizó: era egoísta querer ir a refu­giarse en un Edén particular dando la espalda al resto del mundo, y muy ingenuo creer al pie de la letra lo que decía Viaje por Icaria, un libro que no era científico ni filosó­fico, ¡nada más que una fantasía literaria! ¿Quién, con dos dedos de sensatez en la mollera, iba a tornar una novela como un libro doctrinario y una guía para la revolución? ¿Y qué clase de revolución era esa del señor Cabet que te­nía a la familia por sagrada y conservaba la institución del matrimonio, compraventa disimulada de las mujeres a sus maridos?

La mala impresión que tuvo con los sastres quedó borrada en la cena de despedida que le organizó el comité de la Unión Obrera, en una asociación de tejedores. Col­maron el vasto local más de trescientos obreros y obreras, que, en el curso de la velada, la ovacionaron varias veces, y entonaron La Marsellesa del trabajador, compuesta por un zapatero. Los oradores dijeron que las calumnias de Le Censeur habían servido para prestigiar más la obra que Flora Tristán realizaba, y mostrar las envidias que des­pertaba en los fracasados. Se sintió tan conmovida con este homenaje que, les dijo, valía la pena ser insultada por los Rittiez de este mundo si el premio era una noche así. Esta sala archirrepleta probaba que la Unión Obrera era imparable.

Eléonore y los demás miembros del comité la despidieron, a las tres de la madrugada, en el embarcade­ro. Las doce horas en el barquito sobre el Ródano, contemplando las orillas coronadas de montañas, en cuyas cumbres con cipreses vio despuntar el amanecer mientras se deslizaban hacia Avignon, volvieron a traerle a la me­moria las imágenes de aquella travesía en Le Mexicano, desde Cabo Verde hasta las costas de América del Sur. Cuatro meses sin pisar tierra, viendo sólo el mar y el cie­lo y a sus diecinueve compañeros, en esa prisión flotante que la tenía, un día sí y otro también, descompuesta con el mareo. Lo peor fue el cruce de la línea ecuatorial, entre tormentas diluviales que sacudían la nave y la hacían cru­jir y chirriar corno si fuera a desintegrarse, y obligaban a marinos y pasajeros a andar amarrados a las barras v ani­llos de la cubierta para que no los arrebataran las olas.

Se habían enamorado de ti los diecinueve varones de Le Mexicano, Florita? Probablemente. Lo seguro era que todos te deseaban, y que, en ese encierro forzado, tener cer­ca a una mujercita de grandes ojos negros, largos cabellos andaluces, cintura de maniquí y gestos graciosos, los de­sasosegaba y enloquecía. Estabas segura de que no sólo el adolescente grumete, también algunos marineros, imagi­nándote, se gratificaban a escondidas con las suciedades que le habías descubierto en Burdeos a lsmaelillo, el Eu­nuco Divino. Todos te deseaban, sí, por ese encierro y pri­vaciones que realzaban tus encantos, aunque ninguno te llegara jamás a faltar el respeto, y sólo el capitán Zacarías Chabrié te declarara formalmente su amor.


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