El paraiso en la otra esquina



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Flora no podía dar crédito a sus ojos ante semejante boato. Nunca hubiera imaginado que un monasterio de clausura ostentara un lujo así. Aparte de la riqueza artís­tica, cuadros, esculturas, tapices y objetos de culto en pla­ta, oro, alabastro y marfil, las celdas lucían alfombras v co­jines, sábanas de hilo, cubrecamas bordados a mano. Los refrigerios y colaciones se servían en vajillas importadas de Francia, de Flandes, de Italia y Alemania, y cubiertos de pla­ta labrada. Las monjitas de Santa Catalina le hicieron un bullicioso recibimiento. Eran desenfadadas, risueñas, en-cantadoras y femeninas a más no poder. Para saber «cómo se vestían las francesas», no se contentaron con que Flo­ra se quitara la blusa y les mostrara el corsé y el corpiño; también las faldas y la faja pues ardían de curiosidad por tocar las prendas íntimas del atuendo femenino francés. Roja como una amapola, muda de vergüenza, Flora, en cal­zones y medias, debió exponerse un buen rato al escrutinio rumoroso de las monjitas, hasta que la priora vino a resca­tarla, ella también muerta de risa.

Pasó unos días instructivos y ciertamente diver­tidos en este monasterio aristocrático, al que sólo tenían acceso novicias de alcurnia, capaces de pagar las altas dotes que la orden exigía. Pese al encierro perpetuo. y a las largas horas dedicadas a la meditación y la oración, las mon­jitas no se aburrían. Los rigores de la clausura estaban atenuados por el confort y la actividad social que las ocu­paba: pasaban buena parte del día agasajándose, jugando como niñas, o visitándose en esas casitas que las esclavas zambas, mulatas y negras y las sirvientas indias mantenían inmaculadamente limpias. Todas las monjas de Santa Ca­talina a las que interrogó creían firmemente que Domin­ga estaba poseída por el demonio. Y todas decían que en Santa Catalina jamás hubiera ocurrido algo tan tétrico.

Porque la historia de Dominga tuvo lugar, en efec­to, en Santa Teresa, monasterio de carmelitas descalzas más austero, estricto y riguroso que el de Santa Catalina, en el que Flora pasó también cuatro días y tres noches, erizada de angustia. Santa Teresa tenía tres claustros be­llísimos, con enredaderas, jazmines, nardos y rosales bien cuidados, gallineros y una huerta que las religiosas culti­vaban con sus propias manos. Pero aquí no reinaba el ambiente informal, mundano, juguetón y frívolo de Santa Catalina. En Santa Teresa nadie se divertía; se oraba, meditaba, trabajaba en silencio, y se sufría en carne y es­píritu por amor a Dios. En las minúsculas celdas donde las monjitas se encerraban a rezar —no eran sus dormi­torios-- no había lujo ni comodidad, sino paredes des­nudas, una ascética silla de paja, una mesa de tablones sin cepillar, y, colgadas de un clavo, las disciplinas con que las monjitas se azotaban para ofrecer el sacrificio de sus car­nes llagadas al Señor. Desde su celda, Flora, espantada, oyó los llantos que acompañaban los chasquidos noctur­nos de las disciplinantes y entendió lo que debía de haber sido la vida de su prima Dominga Gutiérrez los diez años que pasó aquí, desde sus catorce años de edad.

Esa edad tenía Dominga cuando, a instancias de su madre y luego de una decepción amorosa -su joven enamorado se casó con otra—, entró como novicia a Santa Teresa. A las pocas semanas, tal vez a los pocos días, com­prendió que jamás podría adaptarse a este régimen de sacrificio, austeridad extrema, silencio y aislamiento total, en el que apenas se dormía, comía y vivía, porque todo era rezar, cantar los himnos, flagelarse, confesarse, y trabajar la tierra con las manos. Los ruegos y súplicas a su madre, a través del locutorio, para que la sacara del monaste­rio, fueron inútiles. Los argumentos de su confesor, que confundían a Dominga, reforzaban los de su madre: de­bía resistir esas acechanzas, el demonio quería hacerla re­nunciar a su genuina vocación religiosa.

Un año después, hechos los votos que la ligarían hasta la muerte a estos muros y esta rutina, Dominga es­cuchó, en la lectura a la hora de la colación, en unas pá­ginas del Libro de la vida de Santa Teresa, la historia de un caso de posesión, de una monja de Salamanca, a la que el demonio inspiró una macabra estratagema para huir del convento. A Dominga, que acababa de cumplir quince años, se le iluminó la mente. Sí, era una manera de escapar. Había que proceder con infinita cautela y pacien­cia para tener éxito. Llevar a cabo el plan le tomó ocho años. Cuando pensabas en lo que debieron ser, para tu prima Dominga, aquellos ocho años de urdir, pasito a paso, con infinitas precauciones, la compleja trama, dando marcha atrás cada vez que la invadía el temor de ser descubierta, para recomenzar al día siguiente --Penélope in­cansable que borda, desborda y reborda su manto----, se te encogía el corazón, te venían impulsos destructores y pensabas en quemar conventos, en ahorcar o guillotinar a esos fanáticos represores del espíritu y el cuerpo, como los revolucionarios de 1789. Después, te arrepentías de esos apocalipsis secretos fraguados por tu indignación.

Por fin, el 6 de marzo de 1831, Dominga Gutié­rrez, de veintitrés años, pudo ejecutar su plan. La víspera, dos de sus sirvientas se habían procurado el cadáver de una india, gracias a la complicidad de un médico del Hospi­tal de San Juan de Dios. Amparadas por las sombras, lo llevaron en un costal a una tienda alquilada para el efecto frente a Santa Teresa. Con la última campanada de la me dianoche, lo arrastraron al interior del monasterio por la puerta principal, que la hermana portera, también en la tra­ma, dejó abierta. Allí las esperaba Dominga. Ella y las do­mésticas instalaron el cadáver en el pequeño nicho en que dormía la monjita. Desnudaron a la india y la vistieron con el hábito y los escapularios de Dominga. Rociaron de aceite el cadaver y le prendieron fuego, procurando que las llamas deshicieran el rostro hasta volverlo irreconoci­ble. Antes de huir, desordenaron la celda para dar mayor verosimilitud al fingido accidente.

Desde su escondite, en el cuarto alquilado, Dominga Gutiérrez siguió el oficio fúnebre que celebraron las monjas de Santa Teresa antes de enterrarla, en el ce­menterio contiguo a la huerta. ¡Había resultado! La joven exclaustrada no fue a refugiarse a su casa, por temor a su madre, sino donde unos tíos, que la habían acariñado mucho de niña. Los tíos, espantados con la responsabi­lidad, corrieron a delatar al obispo Goyeneche la increíble historia. Hacía dos años de ello y el escándalo no amai­naba. Flora encontró a la ciudad dividida en partidarios y adversarios de Dominga, a quien, luego de ser echada de la casa de sus tíos, dio refugio uno de sus hermanos en una chacota de Chuquibamba, donde vivía confinada en otra forma de clausura, mientras las acciones legales y eclesiásti­cas sobre su caso seguían su curso.

¿Estaba arrepentida? Flora fue a averiguarlo a Chu­quibamba. Luego de un esforzado viaje por las serranías andinas, llegó a la sencilla casita de campo que servia de prisión laica a Dominga. Esta no tuvo reparos en recibir a su prima. Parecía mucho mayor de sus veinticinco años. El sufrimiento, el miedo y la incertidumbre habían desen­cajado su rostro de facciones buriladas, con los huesos de los pómulos salientes; un temblor nervioso agitaba su labio inferior. Vestía con sencillez, un floreado vestido de cam pesina cerrado en el cuello y en los puños, y tenía sus ma­nos, de unas recortadas, encallecidas por el trabajo de la tierra. Había en sus ojos profundos, graves, algo huidi­zo y asustado, al acecho de alguna catástrofe. Hablaba con suavidad, buscando las palabras, temerosa de cometer un error que agravara su situación. Al mismo tiempo, cuando, a instancias de Flora habló de su caso, su firmeza de ánimo era inflexible. Había procedido mal, sin duda. Pero ¿qué otra cosa podía hacer para escapar de aquel encierro contra el que se rebelaban su espíritu, su mente, todos los segundos de la vida? ¿Sucumbir a la desesperación? ¿Lo­quearse? ¿Matarse? ¿Eso hubiera querido Dios que hiciera? Lo que más la entristecía era que su madre le hubiera man­dado decir que, desde su apostasía, la consideraba muer­ta. ¿Qué planes tenía? Soñaba con que terminara este proceso, los enredos ante los tribunales y la Curia, y que le permitieran irse a Lima a vivir en el anonimato, aunque fuera trabajando como doméstica, pero en libertad. Cuando se despidieron, murmuró al oído de Flora: «Re­za por mí».

¿Qué habría hecho Dominga Gutiérrez en estos once años? ¿Vivirla, por fin, lejos de su tierra arequipeña, donde sería siempre objeto de controversia y curiosidad pública, o habría conseguido viajar y desaparecer en Lima como anhelaba? ¿Se habría enterado Dominga del cariño y la solidaridad con que habías descrito su historia en Pe­regrinaciones de unan paria? No lo sabrías nunca, Florita. Desde que don Pío Tristán hizo quemar públicamente tu libro de memorias, allá en Arequipa, nunca más reci­biste una carta de los conocidos y parientes que frecuen­taste, años atrás, en tu aventura peruana.

Durante la visita al Arsenal. Naval de Toulon, que le tomó todo un día, Flora tuvo ocasión, otra vez, como en Inglaterra, de ver de cerca el mundo carcelario. No era el tipo de cárcel que había conocido su prima Dominga, sino algo peor. Los miles de presos que cumplían conde­nas de trabajos forzados en las instalaciones del Arsenal llevaban en los tobillos unas cadenas, que, a muchos, les habían desgarrado la piel y formado costras. No sólo las cadenas los distinguían de los obreros, con los que traba­jaban entremezclados en talleres y canteras; también, los blusones rayados en que iban embutidos, y los gorros, cuyo color indicaba la condena que purgaban. Era difícil evitar un estremecimiento ante los forzados que llevaban gorros verdes, la cadena perpetua. Como Dominga, estos pobres diablos sabían que, a menos de una fuga, vivi­rían lo que les quedaba de vida sometidos a esta rutina embrutecedora, custodiados por guardias armados, hasta que la muerte viniera a librarlos de la pesadilla.

Como en las cárceles inglesas, aquí también la sorprendió la cantidad de presos que, a simple vista, eran en­fermos mentales, infelices aquejados de cretinismo, delirios y otras formas de enajenación. La miraban embobados, boquiabiertos, con hilos de saliva descolgándose de sus la­bios, y los ojos vidriosos, extraviados, del que ha perdido la razón. Muchos no debían de haber visto una mujer hacía tiempo, por la expresión de éxtasis o de terror con que veían pasar a Flora. Y algunos idiotas se llevaban la mano a las partes pudendas, y comenzaban a masturbarse, con la naturalidad de las bestias.

¿Era justo que los débiles mentales, los tarados y los locos fueran juzgados y condenados, igual que los in­dividuos en su pleno juicio? ¿No era una injusticia mons­truosa? ¿Qué responsabilidad podía tener sobre sus actos un enajenado? Buen número de estos forzados, en vez de estar aquí, deberían hallarse en asilos de alienados. Aunque, recordando aquellos hospitales psiquiátricos de In­glaterra, y los tratamientos a que eran sometidos los lo cos, era preferible ser condenados como delincuentes. He ahí un tema para reflexionar y buscarle solución en la fu­tura sociedad, Florita.

Los oficiales del Arsenal de Toulon le advirtieron que no debía entablar diálogos con los trabajadores —pre­sos u obreros—, porque podían suscitarse situaciones incómodas. Pero, fiel a su genio, Flora se acercó a los gru­pos, hizo preguntas sobre las condiciones de trabajo, sobre la relación de forzados con cadenas y los obreros, y, de pronto, ante el desconcierto de los dos oficiales de la Ma­rina y el funcionario civil que la acompañaban, se vio presi­diendo, al aire libre, un encendido debate en torno a la pena de muerte. Ella defendía la abolición de la guilloti­na como una medida de justicia, y anunció que la Unión Obrera la prohibiría. Muchos obreros protestaron, aira­dos. Si ahora, existiendo la guillotina, se comerían tantos robos y crímenes, ¿qué sería cuando desapareciera el freno que la pena de muerte inspiraba a los criminales? El debate se vio interrumpido de manera farsesca, cuando un grupo de locos, atraídos por la discusión, intentó partici­par en ella. Sobreexcitados, gesticulantes, dando brincos, hablaban a la vez, rivalizando en disparates, o cantando y bailoteando para llamar la atención, entre las risas de los otros, hasta que los guardianes pusieron orden, blandien­do sus garrotes.

Para Flora, la experiencia fue utilísima. Buen nu­mero de obreros, a raíz de lo que le oyeron decir durante la visita al Arsenal, se interesaron en la Unión Obrera v le preguntaron dónde podían charlar con ella con más cal­ma. A partir de ese día, y ante la sorpresa de sus amigos sansimonianos que apenas le habían podido organizar un par de encuentros con un puñado de burgueses, Flora pudo reunirse, dos o tres veces en el día, con grupos de obreros que acudían llenos de curiosidad a escuchar a este extraño personaje con faldas, decidida a implantar la justicia universal, en un mundo sin explotadores y sin ricos, en el que, entre otras excentricidades, las mujeres tendrían los mismos derechos que los hombres ante la ley, en el seno de la familia, y hasta en el trabajo. Del pesimismo con que llegó a esta ciudad de militares y marinos, Flora pasó a un entusiasmo que hasta alivió sus males. Se sintió me­jor y poseída de la energía de sus mejores épocas. Tenía una actividad frenética desde el alba hasta la medianoche. Mientras se desvestía el sofocante corsé, con­tra el que habías lanzado una diatriba en tu novela Méphis y que quedaría prohibido en la futura sociedad como una prenda indigna pues hacía sentirse a las mujeres cinchadas como yeguas!- al hacer el balance del día, se alegra­ba. Los resultados no podían ser mejores; medio centenar de ejemplares de La Unión Obrera se agotaron y debió pe­dir más al editor. 1as inscripciones en el movimiento so­brepasaron pronto el centenar.

A las reuniones, en casas particulares, sociedades obreras, centros masónicos o talleres de artesanos, llegaban a veces inmigrantes que no hablaban francés. Con los grie­gos e italianos no era problema, pues siempre aparecía alguna persona bilingüe, que oficiaba de traductora. Era más difícil con los árabes, quienes se quedaban acuclillados en un rincón, enfurecidos por no poder participar.

En estas reuniones de gentes de distintas razas y lenguas surgían a menudo incidentes que Flora tenía que sofocar, con intervenciones contra los prejuicios raciales, culturales religiosos. No siempre tenías éxito, Floríta. !Qué difícil convencer a muchos compatriotas de que todos los seres humanos eran iguales, con prescin­dencia del color de su piel, de la lengua que hablaran o del dios al que rezaban! Incluso cuando parecían admitirlo, apenas surgía cualquier discrepancia, afloraban el desdeñoso personaje con faldas, decidida a implantar la justicia universal, en un mundo sin explotadores y sin ricos, en el que, entre otras excentricidades, las mujeres tendrían los mismos derechos que los hombres ante la ley, en el seno de la familia, y hasta en el trabajo. Del pesimismo con que llegó a esta ciudad de militares y marinos, Flora pasó a un entusiasmo que hasta alivió sus males. Se sintió me­jor y poseída de la energía de sus mejores épocas. Tenía una actividad frenética desde el alba hasta la medianoche. Mientras se desvestía el sofocante corsé, con­tra el que habías lanzado una diatriba en tu novela Méphis y que quedaría prohibido en la futura sociedad como una prenda indigna pues hacía sentirse a las mujeres cinchadas como yeguas!- al hacer el balance del día, se alegra­ba. Los resultados no podían ser mejores; medio centenar de ejemplares de La Unión Obrera se agotaron y debió pe­dir más al editor. 1as inscripciones en el movimiento so­brepasaron pronto el centenar.

A las reuniones, en casas particulares, sociedades obreras, centros masónicos o talleres de artesanos, llegaban a veces inmigrantes que no hablaban francés. Con los grie­gos e italianos no era problema, pues siempre aparecía alguna persona bilingüe, que oficiaba de traductora. Era más difícil con los árabes, quienes se quedaban acuclillados en un rincón, enfurecidos por no poder participar.

En estas reuniones de gentes de distintas razas y lenguas surgían a menudo incidentes que Flora tenía que sofocar, con intervenciones contra los prejuicios raciales, culturales religiosos. No siempre tenías éxito, Floríta. !Qué difícil convencer a muchos compatriotas de que todos los seres humanos eran iguales, con prescin­dencia del color de su piel, de la lengua que hablaran o del dios al que rezaban! Incluso cuando parecían admitirlo, apenas surgía cualquier discrepancia, afloraban el desdén, el desprecio, los insultos, las proclamas racistas y na­cionalistas. En una de esas discusiones, Flora reprochó indignada a un calafateador francés pedir que se prohibieran estas reuniones a los «paganos mahometanos». El obrero se levantó y partió dando un portazo, gritándole desde la puerta: «¡Puta de negros!». Flora aprovechó para incitar a la asamblea a cambiar ideas sobre el tema de la prostitución.

Fue una discusión larga, complicada, en la que, debido a la presencia de Flora, los asistentes tardaron en envalentonarse y hablar con franqueza. Quienes condena­ban a las prostitutas, lo hacían sin convicción, más para halagar a Flora que creyendo lo que decían. Hasta que un ceramista macilento, ligeramente tartamudo --le decían Jojó--, osó contradecir a sus compañeros. Con la vista ba­ja, en medio de un silencio sepulcral al que siguieron risi­tas maliciosas, dijo que no estaba de acuerdo con tantos ataques a las prostitutas. Ellas, después de todo, eran «las queridas y amantes de los pobres.». ¿Acaso tenían éstos los medios económicos de los burgueses para costearse entretenidas? Sin las prostitutas, la vida de los humildes sería aún más triste y aburrida.

--Usted dice eso porque es hombre ---lo inte­rrumpió Flora, indignada.----. ¿Diría lo mismo si fuera una mujer?

Estalló una violenta discusión. Otras voces apo­yaron al ceramista. Durante el debate, Flora se enteró de que los burgueses de Toulon tenían la costumbre de aso-ciarse para mantener queridas en grupo. Cuatro o cinco comerciantes, industriales o rentistas hacían un fondo co­mún para mantener a otras tantas amantes, a las que es-tos sinvergüenzas compartían. Así rebajaban los gastos de manutención y cada cual disfrutaba de un pequeño ha­rén. La sesión terminó con un discurso de Flora, exponiendo ante caras escépticas, cuando no risueñas, su idea, dia­metralmente opuesta a la de los fourieristas, de que, en la futura sociedad, ladrones y prostitutas serían confinados en islas remotas, lejos del resto de la gente común a la que de este modo ya no podrían degradar con su mala con­ducta.

Tu odio a la prostitución era de larga data y tenía que ver con el disgusto y la repugnancia que, desde tu ma­trimonio con Chazal y hasta conocer a Olympia Males­zewska, te inspiraba el sexo. Por más que racionalmente te decías que a gran número de mujeres eran el hambre, la necesidad de sobrevivir, lo que las empujaba a abrir las piernas por dinero, y que, por lo tanto, las rameras, como esas miserables que habías visto en el East End, de Lon­dres, eran más dignas de conmiseración que de asco, algo instintivo, un rechazo visceral, un ramalazo de cólera, sur­gía en ti, Florita, cuando pensabas en la abdicación mo­ral, en la renuncia a la dignidad de la mujer que vendía su cuerpo a la lujuria de los hombres. «En el fondo, eres una puritana, Florita --se burlaba Olympia, mordisqueándote los pechos—. Atrévete a decirme que en este instante no gozas».

Y, sin embargo, en Arequipa, por primera y única vez en su vida, durante la guerra civil entre orbegosistas y gamarristas que le tocó presenciar en los primeros meses de 1834, Flora llegó a sentir por las rabonas, que, a fin de cuentas, eran una variante de las rameras, respeto y admira­ción. Y así lo escribiste en Peregrinaciones de una paria, en el encendido elogio que hiciste de ellas.

Vaya viaje aquel a la tierra de tu padre, Andaluza! Hasta una revolución y una guerra civil te tocó presenciar, y, en cierto modo, tomar parte en la contienda. Apenas re­cordabas los orígenes y las circunstancias, en verdad meros pretextos para el desenfrenado apetito de poder, la enfermedad que compartían todos esos generales y generalatos que, desde la Independencia, se disputaban la presiden­cia del Perú, por medios legales, y, más a menudo, a tiros v cañonazos. En este caso, la revolución comenzó cuando, en Lima, la Convención Nacional eligió, para suceder al presidente Agustín Gamarra que terminaba su mandato, al Gran Mariscal don Luis José de Orbegoso, en vez del general Pedro Bermúdez, protegido de Gamarra, y, sobre todo, de la mujer de éste, doña Francisca Zubiaga de Ga­marra, apodada la Mariscala, un personaje cuya aureola de aventura y leyenda te fascinó desde que oíste hablar de ella por primera vez. Doña Pancha, la Mariscala, vestida. de militar, había combatido a caballo junto a su marido, y gobernado con él. Cuando Gamarra ocupó la presiden­cia, tuvo tanta o más autoridad que el Mariscal en los asun­tos de gobierno y no vaciló en sacar la pistola para im­ponerse, y en manejar el látigo o abofetear a quien no le obedecía o guardaba el respeto, como hubiera hecho el más beligerante varón.

Cuando la Convención Nacional eligió a Orbego­so en vez de Bermúdez, la guarnición de Lima, a instiga­ción de Gamarra y de la Mariscala, dio, el 3 de enero de 1834, un cuartelazo. Pero tuvo éxito sólo parcial, porque Orbegoso, con parte del ejército, consiguió salir de Lima para organizar la resistencia. El país se dividió en dos ban­dos, según las guarniciones se pronunciaban. En favor de Orbegoso o de Bermúdez. Cusco y Pullo, con el general San Román a la cabeza, tomaron partido por el golpe, es decir, por Bermúdez, es decir, por Gamarra y la Mariscala. Arequipa, en cambio, se decidió por Orbegoso, el pre­sidente legítimo, y bajo el mando militar del general Nie­to se dispuso a resistir el ataque de los sublevados.

Días divertidos, ¿verdad, Florita? Sumida en la excitación por lo que ocurría, ella no se sintió nunca en peligro, ni siquiera durante la batalla de Cangallo, que, tres meses después de iniciada la guerra civil, decidió la suerte de Arequipa. Una batalla que Flora contempló, como una función de ópera, con un largavista, desde la terraza-azo­tea de su tío don Pío, mientras éste y sus parientes, y toda la sociedad arequipeña, se apiñaban en los monasterios, con­ventos e iglesias, temerosos, más que de las balas, del sa­queo de la ciudad que inevitablemente seguía a las accio­nes guerreras, fuera quien fuera el vencedor.

Para entonces, milagrosamente, Flora y don Pío habían hecho las paces. Una vez que su sobrina aceptó que no podía emprender acción legal alguna contra su tío, és­te, asustado del escándalo con que ella lo había amenazado el día de la pelea, amansó a Florita, movilizando a su mujer, hijos, sobrinas, y sobre todo al coronel Althaus, para que la hicieran desistir de su propósito de dejar la casa de los Tristán. Debía permanecer aquí, donde sería siempre tratada como la sobrinita querida de don Pío, objeto de la solicitud y cariño de la parentela. Nunca le faltaría nada y todos la querrían. Flora --qué te queda­ba consintió.

No lo lamentabas, desde luego. Qué pena hubie­ra sido perderse esos tres meses de efervescencia, trastor­nos, convulsiones y agitación social indescriptible en que vivió Arequipa desde el estallido de la revolución hasta la batalla de Cangallo.

Apenas el general Nieto comenzó a militarizar la ciudad v a prepararla para resistir a los gamarristas, don Pío entró en convulsiones histéricas. Para él, las guerras civiles significaban que los combatientes entrarían a saco en su fortuna, con el pretexto de las contribuciones para la defensa de la libertad y de la patria. Llorando como un niño contó a Florita que el general Simón Bolívar le había sacado un cupo de veinticinco mil pesos, y el general Su cre otro de diez mil y, por supuesto, ese par de bribon­zuelos no le habían devuelto ni un centavo. ¿Qué cupo le infligiría ahora el general Nieto, a quien, por lo demás, manejaba como su títere ese cura revolucionario demo­níaco, el impío deán Juan Gualberto Valdivia, que, desde su periódico El Chili acusaba al obispo Goyeneche de robarse la plata de los pobres y protestaba contra el celi­bato de los curas, que pretendía abolir? Flora le aconsejó que, antes de que el general Nieto le fijara un cupo, fuera él, en persona, en un acto de espontánea adhesión, a lle­varle cinco mil pesos. De este modo, se lo ganaría y quedaría a salvo de nuevas sangrías revolucionarias.


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