El paraiso en la otra esquina



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Aunque la sed lo torturaba —tenía la lengua pe­trificada como la de un lagarto-- mientras iba bajando la ladera de la montaña, hacia el valle, no se sentía mal, ni del cuerpo ni del espíritu, y, más bien, invadido por una exci­tación optimista. Ansiabas llegar pronto a tu casa, sumer­girte en el río de Punaauia en el que te bañabas cada maña­na antes de empezar a trabajar, beber un litro de agua y un té bien caliente con un chorrito de ron (¿quedaba ron?), y luego, encendiendo la pipa (¿quedaba tabaco?), meterte al estudio y, sin pérdida de tiempo, pintar aquel título que habías descubierto gracias a tu frustrado suicidio, en letras negras, en el rincón superior izquierdo de esa arpillera de cuatro metros de largo a la que habías estado imantado estas últimas semanas. ¿Una obra maestra? Sí, Koke. En aquel rincón superior presidirían la tela esas preguntas tre­mendas. No tenías la menor idea de las respuestas. Pero, sí, la seguridad de que en las doce figuras del cuadro, que tra­zaban, en un arco de sentido contrario al de las agujas del reloj, la trayectoria humana desde que la vida comienza en la infancia hasta que termina en la indigna vejez, estaban esas respuestas para quien supiera buscarlas.

Poco antes de llegar al valle se dio con una pequeña cascada que caía del flanco de la montaña sobre un surco de moho. Bebió, con felicidad. Se mojó la cara, la cabeza, los brazos, el pecho, y descansó, sentado en la orilla del sendero, las piernas en el vacío, sumido en un agradable atontamiento. Hizo el resto del camino borracho de fati­ga, aunque animoso.

Entró a su casa cerca del mediodía, como si aca­bara de dar la vuelta al mundo. El pequeño Emile dormía desnudo, bocarriba, en su camastro, y Pau'ura, sobre las es­teras, con el gato enroscado en sus piernas, trataba de sa­car una melodía a la guitarra. Lo miró y le sonrió, sin de­jar de acariciar las cuerdas de ese instrumento que nunca llegaría a amansar. Desafinaba en cada nota.

—Intenté matarme y fracasé, tragué tanto vene­no que me vinieron vómitos y eso me salvó, pero me he quedado sin arsénico para mis piernas —dijo él, despacio, en francés, que Pau'ura entendía perfectamente, aunque lo hablara con dificultad—. No sólo soy un artista fraca­sado y un muerto de hambre. También, un suicida fra­casado. Anda, prepárame una taza de té.

La expresión ida de su mujer no se alteró. De ma­nera mecánica, esbozó otra sonrisa, mientras sus manos seguían empeñadas en sacar algunos acordes a la maltra­tada guitarra.

—Koke —dijo, sin moverse del sitio—. Una taza de té.

—¡Una taza de té! —repitió él, tumbándose en la cama, y azuzándola con las manos—. ¡Ahora mismo!

Ella se desprendió del gato, dejó en el suelo la guitarra y fue con suave contoneo hacia la puerta. Parecía mayor de sus dieciséis o diecisiete años. Era rellenita, no muy alta, de largos cabellos azulados que le barrían los hombros y una piel sedosa, que, en contraste con su pareo rojo, parecía fosforecer. Una linda muchachita, acaso la más bonita vahine con la que habías convivido desde que pisaste Tahití. Había parido ya dos veces y no se le había deformado el cuerpo en lo más mínimo; su silueta seguía esbelta y juvenil. Llevabas ya años con ella, pero nunca habías llegado a quererla como a Teha'amana, a la que, de cuando en cuando, todavía echabas de menos con irreprimible nostalgia. ¿Y por qué no habías llegado a que­rerla, Koke, si, además de bella, era tan sumisa y servicial? Porque era demasiado tonta. En los últimos tiempos, ha­bía reducido los diálogos con su mujercita tahitiana a lo esencial. Si estaba callada, llegaba a sentir por Pau'ura cier­to afecto; era una compañía, una ayuda, y, cuando lo asal­taba el deseo, algo que ahora le ocurría con menos fre­cuencia que antes, un cuerpo joven, duro y sensual. Pero, cuando abría la boca y hablaba, en su pobre francés o en un tahitiano que no siempre le resultaba comprensible, lo deprimía la banalidad de sus preguntas y su incapaci­dad para entender las explicaciones que él intentaba darle. Pero, sobre todo, lo exasperaba su desidia infinita para interesarse en cualquier cosa espiritual, intelectual, artística, o simplemente inteligente. ¿Había entendido que quisis­te matarte? Lo había entendido muy bien. Pero, como to­do lo que su marido hacía estaba bien, qué comentario iba a hacer al respecto. ¿Acaso tenía voz ni voto en las cosas de su amo y señor? No era una mujer, Koke. Era un cuer­pecito adolescente, un coñito y unas tetas, nada más.

Se quedó dormido. Pero no por mucho rato, pues cuando abrió los ojos la taza de té que le había dejado Pau'ura junto a la cama, estaba todavía caliente. Fue en busca de la última botella de ron de la despensa. Estaba casi vacía, pero las pocas gotas que escurrió sobre el té, en­cendieron la bebida. La paladeó a sorbitos, mientras, con miedo, pasaba a su estudio. Echó una larga ojeada a la inmensa tela tensada sobre el caballete que, como el anda­miaje de un edificio, construyó especialmente para ella. Los dardos del sol que se filtraban entre las cañas de bambú habían puesto al cuadro en movimiento, comunicándole una curiosa vibración. Un desasosiego de mariposas, co­mo en la floresta de Punaruu a la hora de la canícula. Sí, Koke, el título le convenía. Tomó su paleta de colores, y con uno de los pinceles más finos escribió en el rincón superior izquierdo, en minúsculas: <,¿de dónde venimos? ¿quiénes somos? ¿adónde vamos?».

¿Era éste el cuadro que habías querido pintar? Ahora, viéndolo de regreso de la muerte —bonita frase, Koke—, con la perspectiva y la serenidad que daba el haber vuelto del más allá, ya no estabas tan seguro. ¿Era aquello el Paraíso, reinventado por un pintor salvaje avecindado en la isla de Tahití? Ésa había sido tu vaga intención inicial. O, más bien, pintar desde el infierno en el que habías caído en estos últimos tiempos de encarniza 
miento del infortunio, un Jardín del Edén no abstracto, no europeo, no místico, sino maorí. Un Edén material, encarnado aquí y ahora. Pero no era eso lo que tenías al
frente. ¿Quién era esa gran figura central, con un taparrabos blanco, que cogía una fruta del árbol invisible que tenía sobre su cabeza y partía la tela en dos mitades? No Eva, ciertamente. Ni siquiera era seguro que fuese una mujer, porque, aunque algo de su tez, su cintura y sus brazos pudiesen considerarse femeninos, no eran de hembra los bultos que hinchaban el taparrabos: eran unos buenos testículos y un consistente falo, acaso en proceso de erección. Se echó a reír. ¡Un taata vahine! ¡Un mahu! Eso habías pintado, Koke: un hombre-mujer. Siete años atrás, al llegara Tahití en junio de 1891, cuando el subteniente Jénot (¿qué sería de él?) te contó que los nativos, debido a tus largos cabellos flotantes y tu sombrero a lo Buffalo Bill, te creían un taata vahine, un mahu, tuviste escalofríos. ¿Un hombre-mujer, tú? ¿Acaso no dabas sobradas

pruebas de virilidad desde que tenías uso de razón? Incó­modo, te cortaste la larga cabellera y sustituiste el sombrero mohicano por uno de paja. Pero, después, al descubrir que para los tahitianos, a diferencia de los europeos, un taata vahine era tan aceptable como un hombre o una mujer a secas, cambiaste de opinión. Ahora te enorgullecía haber sido tomado por un mahu. «Lo único que no les han po­dido quitar los misioneros», pensó. ¿No había acaso taata vahine en las aldeas, en el seno de muchas familias, pese a la prédica feroz de los curas y los pastores, empeñados en imponer una estricta simetría sexual, hombres aquí, mujeres allá, y eliminar toda forma de ambigüedad entre los sexos? Eso no habían podido arrancarles a los indíge­nas: su sabiduría sexual. Recordó, divertido, su aventura con Jotefa, el leñador, en la cascada: no hacía tanto tiempo y parecían siglos, Koke. Sí, había aún muchos taata vahi­ne en Tahití. No en Papeete, pero sí en el interior de la isla, donde la influencia europea llegaba tarde, mal y nunca. A esos muchachos que engalanaban sus cabezas con los adornos de flores de las mujeres, y que guisaban, tejían y hacían las labores domésticas, él los había visto muchas veces, en las fiestas, a la hora de la borrachera, ser acari­ciados por los hombres, y a veces usados como las muje­res, con naturalidad. Y había visto, también, en las mismas circunstancias, a muchachas y mujeres abrazarse y acari­ciarse sin que nadie se extrañara. Los últimos restos de la desaparecida civilización que viniste a buscar y no encon­traste, Koke, el último resuello de esa cultura primitiva, sana, pagana, feliz, sin vergüenza del cuerpo, no deformada por la decadente idea del pecado. Lo único que quedaba de aquello que te trajo a los Mares del Sur, Koke, esa sa­bia aceptación de la necesidad del amor sin orejeras, del amor en todas sus metamorfosis, incluido el hermafrodi­tismo. No duraría mucho. Europa acabaría también con los taata vahine, corno había acabado con los dioses anti­guos, las antiguas creencias, los antiguos usos, la antigua desnudez, los tatuajes y la antropofagia, con esa civiliza­ción sana, alegre, enérgica, que hubo alguna vez. Pero seguía existiendo en las Marquesas. Tenías que ir allí, antes de reventar.

Sin saberlo ni quererlo, habías pintado un taata vahine en el centro de tu mejor cuadro. Un homenaje a lo extinto, a lo que les habían robado a los tahitianos. En todos los años que llevabas aquí no habías encontrado una sola persona que recordara cómo eran, antes, las costum­bres, las relaciones, la vida cotidiana. No les habían dejado ni siquiera la desnudez espléndida con que aparecían en tu cuadro. Los misioneros embutieron sobre sus cuer­pos cobrizos esas túnicas que parecían hábitos. ¡Qué cri­men! Ocultar esas hermosas siluetas color ocre, gris pálido o azulado que durante siglos debieron lucirse orgullosas ante el sol, con inocencia animal. Las túnicas que los obli­gaban a llevar les borraban la gracia, la soltura, la fuerza, les ponían la marca infamante de los siervos. Koke, Ko­ke: esa desaparecida cultura habías tenido que crearla tú de pies a cabeza para que existiera. ¿Habían sido alguna vez los maoríes como aparecían en el cuadro? Naturales, amigos de sus cuerpos, hermanos de los árboles que les ofrecían sus frutos, del mar y la laguna donde pescaban y se bañaban y cuyas aguas rasgaban sus ágiles piraguas, protegidos de las desgracias por esa diosa inquietante, Hina, a la que habías tenido también que inventar para ellos, ya que ningún tahitiano recordaba cómo fue, cuando la adoraban sus antepasados. Los misioneros les habían arrebatado la memoria, convertido en amnésicos.

Era un acierto diferenciar con ese desvaído amari­llo aquellas esquinas superiores para dar idea de un fresco antiguo cuyos bordes comienza a deteriorar la edad. Y, otro, el tono constante del paisaje, sostenido por un azul suave y el verde veronés del fondo, sobre el que se encrespaban como tentáculos y serpientes unas ramas y troncos dan­zantes. Los árboles, únicos personajes beligerantes del cua­dro. Los animales, en cambio, eran pacíficos: los gatos, la cabrita, el perro, los pájaros, convivían fraternalmente con los humanos. Hasta la vieja acuclillada de la izquierda que iba a morir o acaso había muerto, adoptando aquella pos­tura de las momias persianas que nunca habías podido ol­vidar, parecía resignada a su extinción.

¿Y esas dos figuras envueltas en túnicas rosadas que, en un segundo plano, caminaban contra el tiempo, de la muerte a la vida, junto al árbol del conocimiento? Mien­tras las pintabas, se te ocurrió que serían tú mismo y la desdichada Aline. Pero, no. Aquellas figuras cuchicheantes no eran tú y tu hija muerta. 'Tampoco, tahitianos. Había algo siniestro, tosco, intrigante, írrito, en su manera de se­cretearse, de absorberse en sí mismas, desinteresadas del contorno. Cerró los ojos, buscó en el fondo de su espíritu. ¿Qué habías representado en esa pareja, Koke? No lo sa­bía. No lo sabrías nunca. Un buen síntoma. No sólo habías pintado tu mejor cuadro con las manos, con tus ideas, con tu fantasía, con tu viejo oficio. También, con esas oscuras fuerzas venidas del fondo del alma, el crepitar de tus pasio­nes, la furia de tus instintos, esos impulsos que irrumpían en los cuadros excepcionales. Los cuadros que nunca mo­rirían, Koke. Como la Olympia de Manet.

Estuvo todavía un largo rato absorbido en el estu­dio de su cuadro, tratando de entenderlo de manera ca­bal. Cuando bajó el estudio, Pau'ura había preparado la cena y lo estaba esperando, abajo, en la habitación abierta a la intemperie por sus dos costados, que servía de comedor. Tenía a Emile en brazos y el niño - por el que nunca había llegado a sentir la ternura que te inspiraba su hermanita, muerta a poco de nacer— aunque tenía los ojos muy abiertos, permanecía mudo y absolutamen­te inmóvil. Menos mal. Había sobre la mesa una fuente de frutas y la tortilla que le habías enseñado a preparar a tu vahine como a ti te gustaba; muy suave y blanda, casi líquida. Se oía muy cerca la resaca del invisible mar.

--O sea que el chino Feng nos fió, una vez más ----lo celebró él, sonriendo—. ¿Cómo lo convenciste?

—Koke —asintió ella—. Chino. Huevos. Sal.

Tenía en los ojos algo quieto, dulce, infantil, que contrastaba con la redondez adulta de su cuerpo.

--Si esta noche te amo, me sentiré resucitado de verdad —dijo él, en voz alta, sentándose a comer.

—De verdad --asintió Pau'ura, haciendo un mohín.

13. La monja Gutiérrez


Toulon, agosto de 1844
La primera impresión de Flora sobre Toulon, donde llegó al amanecer del 29 de julio de 1844, no pudo ser peor: «Una ciudad de militares y delincuentes. Aquí na­da podré hacer». Le inspiraba ese pesimismo que Toulon viviera del Arsenal Naval, donde trabajaban cinco mil obreros de la ciudad, mezclados con los presos que cum­plían condenas de trabajos forzados. Por otra parte, desde Marsella, la colitis y las neuralgias no le daban tregua.

Quienes la recibieron en Toulon eran unos bur­gueses sansimonianos, muy modernos cuando hablaban de técnica, progreso científico y de organizar la producción de bienes industriales, pero aterrados de que los exabrup­tos de Flora les trajeran problemas con la autoridad. Quien los dirigía, un capitán con aires de petimetre llamado Jo­seph Corréze, la fatigaba dándole consejos de prudencia y moderación.

—Si se trata de ser prudente y moderada, no ha­bría hecho esta gira —lo puso en su sitio Flora—. Para eso están ustedes. Yo he venido a hacer una revolución y ten­dré que decir algunas verdades, qué remedio. Si las au­toridades se enojan, mejorarán mis credenciales ante los obreros.

La autoridad se enojó, en efecto, antes de que Flora hubiera abierto la boca en público. Al día siguiente de su llegada, el comisario de Toulon, un barbado cincuentón oloroso a lavanda, se presentó en su hotel y la interrogó media hora sobre sus intenciones en la ciudad. Cualquier

acto que subvirtiera el orden público sería sancionado con energía, le advirtió. Y, horas después, le llegó una cita­ción del procurador del rey para que compareciera en su despacho.

—Dígale a su jefe que no iré —estalló Madame­-la-Colére, indignada—. Si he cometido un delito, que me haga arrestar. Pero, si quiere intimidarme y hacerme per­der tiempo, no lo conseguirá.

El ayudante del procurador, un joven de maneras delicadas, la miraba sorprendido e inquieto, como si esta mujer que le levantaba la voz y hacía vibrar un índice ame­nazador a milímetros de su nariz, pudiera pasar a la agre­sión física. Así te había mirado, Florita, con la misma es­tupefacción, el mismo desconcierto y el mismo susto, diez años atrás, en la casona familiar de la calle Santo Domin­go, de Arequipa, tu tío don Pío Tristán, aquella mañana, días después del primer encuentro, cuando por fin tú y él abordaron el espinoso tema de la herencia. Don Pío, ele­gante, pequeño, fluido, canoso y endeble caballero de ojos azules, tenía muy bien preparada su argumentación. Luego de un amable preámbulo, abrumándote de latinajos y ci­tas leguleyas te hizo saber que, como hija ilegítima de pa­dres cuya unión carecía, según confesión tuya en carta a él, de toda legalidad comprobable, no podías aspirar a re­cibir ni un centavo de la herencia de su querido hermano Mariano.

Don Pío tardó tres meses en volver de sus inge­nios azucareros de Camaná, como si temiera el encuentro con su sobrinita francesa. A ti, conocer en persona a este hermano menor de tu padre, cuyos rasgos recordaban tanto los de éste, te emocionó hasta las lágrimas. Todavía eras una sentimental, Andaluza. Te abrazaste a tu tío, temblan­do, susurrándole que querías quererlo y que él te quisie­ra; te sentías feliz de recobrar a tu familia paterna, de tener, gracias a ella, un calor y una seguridad que, desde tu infan­cia en la casa de Vaugirard, no habías conocido. ¡Lo decías y lo sentías, Florita! Y el tío Tristán se emocionó también en apariencia, abrazándote y murmurando, con los ojos azules enturbiados por el sentimiento:

—Dios mío, si eres el vivo retrato de mi herma­no, hijita.

Los días siguientes, este vejete de sesenta y cuatro años espléndidamente conservado --con trescientos mil francos de renta, era el rico más rico de Arequipa— extre­mó las atenciones y los cariños con su sobrina. Pero, cuando, por fin, consintió en que hablaran a solas y Flora le expuso sus anhelos de ser reconocida corno hija legítima de don Mariano y de recibir, como tal, del legado de su abuela y de su padre, una renta de cinco mil francos, don Pío se transformó en un ser glacial, jurídico, en portavoz inflexi­ble de la norma legal: las leyes, sagradas, debían prevalecer sobre los sentimientos; si no, no habría civilización. Según la ley, a Florita no le correspondía nada; si no le creía, que lo consultara con jueces y abogados. Don Pío lo había hecho ya y sabía de qué hablaba.

Entonces, Flora estalló en uno de esos arrebatos como el que, en Toulon, acababa de hacer partir, pálido, casi huyendo, al joven ayudante del procurador del rey. Ingrato, innoble, avaro, ¿así pagaba los desvelos de don Mariano, que lo cuidó, protegió y educó allá en Francia? ¿Abusando de su hija desvalida, desconociéndole sus de­rechos, condenándola a la miseria, siendo él un hombre riquísimo? Flora levantó tanto la voz que don Pío, blanco como el papel, se dejó caer sobre un sillón. Parecía anu­lado y mínimo en esa sala de paredes guarnecidas de retratos de sus antepasados, altos funcionarios y validos de la administración colonial: oidores, maeses de campo, obis­pos, virreyes, alcaldes, generales. Más tarde, le confesó a Flora que, en sus sesenta y cuatro años de vida, era la primera vez que, dentro o fuera de la familia, había visto a una mu­jer insubordinarse de ese modo y faltar así el respeto a un pater familias. ¿Eran ésas, ahora, las costumbres francesas?

Flora se echó a reír. «No, tío —pensó—. En lo re­lativo a la mujer, las costumbres francesas son todavía más retrógradas que las arequipeñas». Cuando sus amigos sansimonianos de Toulon se enteraron de la visita del co­misario y la citación del procurador, se alarmaron. Ha­bría un registro en su habitación del hotel, era seguro. El capitán Joseph Corréze ocultó en su casa todos los papeles de Flora sobre la organización de la Unión Obrera en las provincias de Francia. Pero, por alguna razón misteriosa, ni hubo registro ni el procurador del rey volvió a requerir a Flora durante su visita.

Para resarcirla de las fuertes emociones, los sansi­monianos la llevaron al puerto a presenciar «las justas ma­rinas», diversión anual que traía a Toulon gran cantidad de visitantes de todas las regiones, y hasta de Italia. Plan­tados en una pequeña plataforma en la proa de unas lanchas que hacían de corceles marinos, dos lanceros ar­mados de largas pértigas de punta amolada y protegidos por escudos de madera, se embestían, briosos, a toda la velocidad que imprimían a las lanchas una docena de remeros. Por el fuerte impacto, uno, y a menudo los dos lanceros, caían al agua, entre los rugidos de la multitud aglomerada en los muelles y el paseo marítimo. Los san­simonianos quedaron algo amoscados cuando, al termi­nar el espectáculo, Flora les hizo saber que lo más impre­sionante para ella fue advertir que esos pobres hombres que se atacaban con lanzas para divertir a la plebe y a los burgueses caían a unas aguas inmundas, donde desagua­ban las alcantarillas de la ciudad. Sin duda, contraerían infecciones.

Nunca te habían gustado esas diversiones multi­tudinarias en las que, amparados en la masa, los indivi­duos se animalizaban, perdían el control de sus instintos y actuaban como salvajes. Por eso, aquellas corridas de to­ros en la Plaza de Armas de Arequipa, a las que Clemente Althaus te llevó, o las peleas de gallos, en medio de esos desaforados que apostaban y azuzaban a los animales san­grantes, te habían desagradado profundamente. Fuiste a ellas por esa curiosidad de saberlo y averiguarlo todo que te era congénita y te obligaba a menudo a tragar sapos v culebras.

El coronel Althaus, que se decía también víctima de la avaricia de don Pío Tristán, trató de consolarla. Y de disuadirla de cualquier acción legal para hacerse recono­cer como hija legítima, pues, le aseguró, jamás encontraría un buen abogado que se atreviera a enfrentarse al hombre más poderoso de Arequipa, ni un juez que osara declarar a don Pío reo de algún delito. «¡Esto no es Francia, Flori­ta! ¡Esto es el Perú!» También el alemán se hacía ilusio­nes con la dulce Francia.

En efecto, la media docena de abogados que con­sultaste fueron categóricos: no tenías la menor posibili­dad. Con tu ingenua carta a don Pío, contándole la verdad sobre el matrimonio de tus padres, te echaste la soga al cuello. Jamás ganarías el juicio si cometías la temeridad de entablarlo. Flora consultó, incluso, a un abogado radical, al que la buena sociedad arequipeña rehuía por su fama de comecuras, desde que se atrevió, dos años atrás, a de­fender a la monja Dominga Gutiérrez, un escándalo que seguía enfervorizando las chismografías de la ciudad. El joven y fogoso Mariano Liosa Benavides acabó por darte el puntillazo:

—Siento defraudarla, doña Flora, pero, legalmen­te, usted nunca ganará ese juicio. Aun si tuviera los pape les en regla, y el matrimonio de sus padres fuera legal, tam­bién lo perderíamos. Nadie le ha ganado todavía un pleito a don Pío Tristán. ¿No sabe que media Arequipa vive de él y la otra media aspira también a mamar de sus ubres? Aunque, en teoría, seamos ya República, la Colonia está vivita y coleando en el Perú.

Rumiando su derrota, tuvo que renunciar a sus sue­ños de convertirse en una próspera burguesita. Mejor, ¿verdad, Florita? Sí, mejor. Por eso, aunque Arequipa había desbaratado tantas ilusiones tuyas, tenías un irreprimible cariño a la ciudad de los volcanes. Ella te abrió los ojos sobre las desigualdades humanas, el racismo, la ceguera y el egoísmo de los ricos, y lo inhumano del fanatismo religioso, fuente de toda opresión. La historia de la monja Dominga Gutiérrez —prima tuya, por supuesto, en esa ciudad de infinitos incestos solapados— te desasosegó, ma­ravilló, indignó, e indujo a interrogar a medio mundo para hacerte una idea de lo que 1e había ocurrido. Para enten­der la historia, era imprescindible conocer esos conven­tos de clausura, otro distintivo de Arequipa, que, además del blanco sillar de sus iglesias y viviendas, de sus terremo­tos y revoluciones, se jactaba de ser la más católica de las ciudades del Perú, de América, y, a lo mejor, del mun­do. Y decidiste conocerlos.

Con ese carácter que terminaba por doblegar a las piedras, la francesita pidió, imploró, conspiró con ami­gos y parientes hasta obtener los permisos necesarios del obispo Goyeneche, y pudo visitar los tres principales mo­nasterios de monjas de clausura de Arequipa: Santa Rosa, Santa Teresa y Santa Catalina. Este último, donde Flora pernoctó cinco noches, era, detrás de sus muros almenados, una pequeña ciudad española enclavada en el centro de Arequipa: callecitas primorosas con nombres andalu­ces y extremeños, placitas recoletas alborotadas de clave les y rosales, fuentes cantarinas, y una muchedumbre femenina circulando por esos refectorios, oratorios, salas de recreación, capillas y viviendas dotadas de jardines, terra­zas y cocinas, donde cada religiosa tenía derecho a enclaus­trar consigo a cuatro esclavas y cuatro sirvientas.


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