En busca del tiempo perdido



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En estos diversos sueños, también como en música, era el aumento o la disminución del intervalo lo que creaba la be­lleza. Yo gozaba de ella, pero en cambio había perdido en ese sueño, aunque breve, una parte de los pregones en los que se nos hace sensible la vida circulante de los oficios, de los ali­mentos de París. Por eso (sin prever, por desgracia, el drama que iban a traer para mí aquellos despertares tardíos y mis dispersas leyes draconianas de Asuero raciniano) general­mente me esforzaba por despertarme temprano para no perder nada de aquellos pregones. Aparte el placer de saber lo que le gustaban a Albertina y de salir yo mismo sin dejar de permanecer acostado, veía en ellos como el símbolo de la atmósfera de la calle, de la peligrosa vida bulliciosa en la que yo no la dejaba circular sino bajo mi tutela, en una prolonga­ción exterior del secuestro, y de donde la retiraba a la hora que quería para hacerla volver a mi lado.

Por eso pude contestar a Albertina con la mayor sinceri­dad del mundo:

-Al contrario, me gustan porque sé que te gustan a ti.

«¡Ostras en el barco, ostras! »

-¡Ostras, qué ganas tenía de ellas!

Por fortuna, Albertina, mitad por inconstancia, mitad por docilidad, olvidaba pronto lo que había deseado, y sin dar­me tiempo a decirle que las tendría mejores en Prunier, quería sucesivamente todo lo que pregonaba la pescadera: «¡Quisquillas, a las buenas quisquillas; llevo raya viva, vivita y coleando!... ¡Bacaladillos de freír!... ¡Caballas, caballas frescas, fresquitas, qué ricas las caballas, señoras!... ¡Mejillo­nes, mejillones frescos, mejillones!...» Sin poder evitarlo, el pregón de la llegada de las caballas me hacía estremecerme12. Pero como este anuncio no se podía aplicar, me parecía, a nuestro chófer, yo no pensaba más que en el pez que detesta­ba, y mi inquietud era pasajera.

-¡Mejillones -dijo Albertina-, cómo me gustaría comer mejillones!

-Pero, querida, eso es bueno para Balbec, aquí no valen nada; además, acuérdate de lo que te dijo Cottard de los me­jillones.

Pero mi observación resultaba más inoportuna porque la siguiente vendedora ambulante pregonaba una cosa que Cottard prohibía mucho más aún:
À la romaine, à la romaine!

On ne la vend pas, on la promène.
Pero Albertina me hacía el sacrificio de la lechuga romana con tal que a los pocos días mandara a comprarle a la vende­dora que pregona: «¡A los buenos espárragos de Argenteuil, a los buenos espárragos!» Una voz misteriosa, y de la que se hubieran esperado ofertas más extrañas, insinuaba: «¡Barri­les, barriles!» Teníamos que quedarnos en la decepción de que no se tratara más que de barriles, pues esta palabra que­daba enteramente cubierta por el pregón: «¡Vidri, vidri-ero, cristales rotos, el vidriero, el vidri-ero!», división gregoria­na que, sin embargo, me recordó la liturgia menos de lo que me la recordaba el trapero, reproduciendo sin saberlo una de esas bruscas interrupciones de la sonoridad en medio de una plegaria tan frecuentes en el ritual de la Iglesia: Praecep­tis salutaribus moniti et divina institutione formati, audemus dicere, dijo el sacerdote terminando bruscamente en el dice­re. Sin irreverencia, así como el pueblo piadoso de la Edad Media, en el recinto mismo de la iglesia, representaba las far­sas y los pasos, en este dicere hace pensar el trapero cuando, después de retornear las palabras, emite la última sílaba con una brusquedad digna de la acentuación reglamentada por el gran papa del siglo vii: «Se compran trapos, chatarra -todo esto salmodiado con lentitud, así como las dos silabas siguientes, mientras que la última acaba más bruscamente que dicere-, pieles de co-nejo». «Valencia, la bella Valencia, la fresca naranja», hasta los modestos puerros («¡a los bue­nos puerros!»), cebollas («¡a ocho perrillas las cebollas!») desfilaban para mí como un eco de las olas en que Albertina, libre, hubiera podido perderse, y adquirían así la dulzura de un Suave mari magno.
Voilà des carottes

A deux ronds la botte.
-¡Oh -exclamó Albertina-, repollos, zanahorias, naran­jas...! Todo son cosas que tengo ganas de comer. Manda a Francisca a comprarlas. Pondrá las zanahorias con salsa blanca. ¡Y qué bueno comer todo eso junto! Será todos esos pregones que escuchamos transformados en una buena co­mida.

«¡A la raya viva, vivita!»

-¡Anda, dile a Francisca que haga más bien raya au beurre noir!, ¡es tan bueno!

-Bien, hijita, vete. Si no, vas a pedir todo lo que llevan los vendedores ambulantes.

-Pues sí, me voy, pero no quiero que comamos nunca más que cosas que hayamos oído pregonar. Es divertidísi­mo. Lástima que tengamos que esperar todavía dos meses para oír: «Judías verdes y tiernas, judías verdes!» Qué bien lo dicen: judías tiernas. Ya sabes que me gustan muy finas, muy finas, chorreando vinagreta; no parecen cosa de co­mer, son como rocío. Como los corazoncitos a la crema, to­davía tardarán mucho: «¡Al buen queso a la cre, queso a la cre, al buen queso!» Y las uvas de Fontainebleau: «¡Llevo uvas dulces! »

Y yo pensaba con espanto en todo el tiempo que tendría que pasar con ella hasta la época de las uvas.

-Oye, te he dicho que no quiero más que las cosas que ha­yamos oído pregonar, pero, claro, hago excepciones. De modo que no sería imposible que pase por Rebattet a encar­gar un helado para nosotros dos. Dirás que todavía no es el tiempo, pero tengo unas ganas de helado...

Me perturbó aquel proyecto de Rebattet, más cierto y sos­pechoso para mí por las palabras «no sería imposible». Era el día en que recibían los Verdurin, y desde que Swann les di­jera que Rebattet era la mejor casa encargaban allí los hela­dos ylos pasteles.

-No me opongo a un helado, querida Albertina, pero dé­jame que lo encargue yo, no sé si será en Poiré-Blanche, en Rebattet o en el Ritz, ya veremos.

-¿Es que vas a salir? -me preguntó con aire de desconfian­za. Siempre decía que le gustaría mucho que saliese más, pero si yo decía una palabra dando a entender que no me iba a quedar en casa, su visible inquietud hacía pensar que no era quizá muy sincera su alegría de verme salir mucho.

-Puede que salga o puede que no, ya sabes que no hago nunca proyectos de antemano. En todo caso, los helados no los pregonan en la calle, ¿por qué los quieres?

Me contestó con palabras que me demostraban cómo se habían desarrollado de pronto en ella, desde Balbec, una in­teligencia y un gusto latente, palabras que ella decía debidas únicamente a mi influencia, a la constante cohabitación con­migo, palabras que, sin embargo, yo no habría dicho jamás, como si algún desconocido me hubiera prohibido usar nun­ca en la conversación formas literarias. Acaso el futuro no iba a ser el mismo para Albertina y para mí. Tuve casi el pre­sentimiento de esto al ver cómo se apresuraba a emplear, ha­blando, unas imágenes tan escritas y que me parecían reser­vadas para otro uso más sagrado y que yo ignoraba todavía. Me dijo (y a pesar de todo me conmovió, pues pensaba: cier­to que yo no hablaría como ella, pero, por otra parte, ella no hablaría así sin mí, ha recibido profundamente mi influen­cia, de modo que no puede no amarme, es mi obra):

-Lo que me gusta en esas cosas de comer pregonadas es que una cosa oída como una rapsodia cambia de naturaleza en la mesa y se dirige a mi paladar. Y los helados (pues espe­ro que me los encargarás en esos moldes antiguos que tienen todas las formas de arquitectura imaginables), cada vez que los tomo, sean templos, iglesias, obeliscos, rocas, es como mirar una geografía pintoresca y después convertir los mo­numentos de frambuesa o de vainilla en frescor en mi gar­ganta.

A mí me parecía aquello demasiado bien dicho, pero ella notó que le parecía bien dicho y continuó, deteniéndose un poco, cuando hacía una buena comparación, para soltar aquella hermosa risa suya que tanto me dolía por ser tan vo­luptuosa.

-Pero en el hotel Ritz temo que no encuentres columnas Vendôme de helado de chocolate o de frambuesa, y entonces hacen falta varios para que parezcan columnas votivas o pi­lares elevados en un paseo a la gloria del Frescor. Hacen tam­bién obeliscos de frambuesa que se alzarán de tramo en tra­mo en el desierto ardiente de mi ser y cuyo granito rosa se fundirá en el fondo de mi garganta, apagando su sed mejor que lo hiciera un oasis -y aquí estalló la risa profunda, bien de satisfacción de hablar tan bien, bien por burla de ella mis­ma por expresarse en imágenes tan seguidas, bien, ¡ay!, por voluptuosidad física de sentir en ella algo tan bueno, tan fresco, que le causaba el equivalente de un goce-. Esos picos de hielo del Ritz parecen a veces el monte Rosa, y hasta no me disgusta, si el helado es de limón, que no tenga forma de monumento, que sea irregular, abrupto, como una montaña de Elstir. Entonces no debe ser demasiado blanco, sino un j poco amarillento, con esa apariencia de nieve sucia y blan­ducha que tienen las montañas de Elstir. Aunque el helado no sea muy grande, aunque sea medio helado, esos helados de limón son siempre montañas reducidas a una escala muy pequeña, pero la imaginación restablece las proporciones, como en esos árboles japoneses enanos que, enanos y todo, notamos que son cedros, encinas, manzanillos, de tal mane­ra que poniendo algunos a lo largo de un canalito, en mi cuarto, tendría un inmenso bosque descendiendo hacia un río y en el que se perderían los niños. Y al pie de mi medio helado amarillento de limón, veo muy bien postillones, via­jeros, sillas de posta por las que mi lengua se encarga de ha­cer rodar unos aludes de nieve que se las tragarán -la volup­tuosidad cruel con que decía aquello me dio celos-; y también -añadió- que me encargo de destruir con mis la­bios, columna por columna, esas iglesias venecianas de un pórfido que es fresa y de derribar sobre los fieles las que de­jara en pie. Sí, todos esos monumentos pasarán de su lugar de piedra a mi pecho, donde palpita ya su licuado frescor. Pero mira, aun sin helados, nada tan excitante y que dé tanta sed como los anuncios de las fuentes termales. En Montjou­vain, en casa de mademoiselle Vinteuil, no vendían buenos helados cerca, pero dábamos en el jardín la vuelta a Francia bebiendo cada día un agua mineral gaseosa distinta, como el agua de Vichy, que al echarla en el vaso levanta en sus pro­fundidades una nube blanca que se duerme y se disipa si no bebemos en seguida.

Pero oírla hablar de Montjouvain me era demasiado pe­noso, y la interrumpí.

-Te estoy aburriendo; adiós, querido.

¡Qué cambio desde Balbec, cuando yo desafié al mismo Elstir por haber podido adivinar en Albertina aquellas ri­quezas de poesía, de una poesía extraña, menos personal que la de Celeste Albaret, por ejemplo! Albertina no hubie­ra encontrado nunca lo que Celeste me decía; pero el amor, incluso cuando parece a punto de acabar, es parcial. Yo pre­fería la geografía pintoresca de los sorbetes, cuya gracia bas­tante fácil me parecía una razón para amar a Albertina y una prueba de que yo ejercía un poder sobre ella, de que me amaba.

Cuando Albertina se marchaba, me daba cuenta de la fa­tiga que era para mí aquella presencia perpetua, insaciable de movimiento y de vida, que me turbaba el sueño con sus movimientos, que me hacía vivir en un enfriamiento perpe­tuo por las puertas que dejaba abiertas, que -para encontrar pretextos que justificasen el no acompañarla, sin parecer enfermo, y por otra parte para que alguien la acompañara- me obligaba a desplegar cada día más ingenio que Shehrazada. Desgraciadamente, si la condesa persa retardaba su muerte con un ardid ingenioso, yo, con el mismo, apresuraba la mía. Hay así en la vida ciertas situaciones que no todas son creadas, como ésta, por los celos amorosos y una salud precaria que no permite compartir la vida de un ser activo y joven, pero en las que, sin embargo, el problema de continuar la vida en común o de volver a la vida separada de antes se plantea de una mane­ra casi médica: hay que sacrificarse a dos clases de reposo (continuando la fatiga cotidiana o volviendo a las angustias de la ausencia) -¿al del cerebro o al del corazón?

En todo caso, yo estaba muy contento de que Andrea acompañara a Albertina al Trocadero; por algunos accidentes recientes, y minúsculos por lo demás, aunque teniendo la misma confianza en la honradez del chófer, su vigilancia, o al menos la perspicacia de su vigilancia, ya no me parecía tan grande como antes. Hacía poco, un día que mandé a Alberti­na sola con él a Versalles, Albertina me dijo que había al­morzado en el Réservoirs; como el chófer me había hablado del restaurante Vatel, cuando observé esta contradicción busqué un pretexto para bajar a hablar al mecánico (siem­pre el mismo, el que vimos en Balbec) mientras Albertina se vestía.

-Me dijo usted que habían almorzado en Vatel, y la seño­rita Albertina me habla del Réservoirs. ¿Qué significa eso?

El mecánico me contestó:

-Bueno, yo dije que había almorzado en Vatel, pero no puedo saber dónde almorzó la señorita. Me dejó al llegar a Versalles para tomar un coche de caballos, que lo prefiere cuando no es para ir por carretera.

Yo estaba muerto de rabia pensando que había estado sola; pero era ya hora de almorzar.

-Podía usted -le dije amablemente, pues no quería que se viera mi propósito de hacer vigilar a Albertina, lo que sería humillante para mí, y doblemente, pues eso significaba que ella me ocultaba lo que hacía- haber almorzado, no digo que con ella, pero en el mismo restaurante.

-Pero me dijo que no estuviera hasta las seis de la tarde en la Plaza de Armas. No tenía que ir a buscarla a la salida del almuerzo

-¡Ah! -exclamé procurando disimular mi disgusto. Y subí.

De modo que Albertina había estado más de siete horas sola, entregada a sí misma. Verdad es que yo sabía bien que el fiacre no habría sido un simple medio de librarse de la vi­gilancia del chófer. Pero de todos modos había pasado siete horas de las que yo no sabría nunca nada. Y no me atrevía a pensar en cómo las había empleado. Me parecía que el me­cánico había sido muy torpe, pero desde entonces tuve en él una confianza absoluta. Pues a poco de acuerdo que hubiera estado con Albertina, nunca me habría dicho que la había dejado libre desde las once de la mañana hasta las seis de la tarde. Sólo cabía una explicación, pero absurda, de aquella confesión del chófer: que un enfado entre él y Albertina le moviera a demostrar a mi amiga, haciéndome a mí una pe­queña revelación, que era hombre capaz de hablar y que si, después de la primera y muy benigna advertencia, no anda­ba derecha a gusto de él, hablaría claro. Pero esta explicación era absurda; había que empezar por suponer un enfado in­existente entre Albertina y él, y después atribuir una índole de chantajista a aquel buen mecánico que siempre había sido tan afable y tan buen muchacho. Además, al día siguiente vi que, contra lo que yo creí por un momento en mi desconfia­da locura, sabía ejercer sobre Albertina una vigilancia dis­creta y perspicaz. Pues hablándole a solas de lo que me había dicho de Versalles, le dije en un tono amistoso y como sin darle importancia:

-Ese paseo a Versalles de que me habló antes de ayer estuvo muy bien, usted se condujo perfectamente, como siempre. Pero, como una pequeña indicación sin importancia, le diré que, desde que madame Bontemps puso a su sobrina bajo mi cuidado, tengo tal responsabilidad, tanto miedo de que ocurra algún accidente, me reprocho tanto no acompañarla, que pre­fiero que sea usted, tan seguro, tan maravillosamente diestro que no le puede ocurrir ningún accidente, el que lleve a todas partes a la señorita Albertina. Así no tendré ningún miedo.

El simpático mecánico apostólico sonrió astutamente, con la mano posada sobre su rueda en forma de cruz de consa­gración. Luego me dijo estas palabras que (disipando las in­quietudes de mi corazón, donde fueron inmediatamente sustituidas por la alegría) me dieron ganas de abrazarle:

-No tenga miedo -me dijo-. No puede ocurrirle nada, pues cuando no la pasea mi volante, la siguen mis ojos a to­das partes. En Versalles, como si no hiciera nada, visité la ciudad como quien dice con ella. Del Réservoirs fue al Pala­cio, del Palacio a los Trianones, siguiéndola yo siempre como si no la viera, y lo más grande es que ella no me vio. Bueno, aunque me hubiera visto, la cosa no habría sido gra­ve. Era muy natural que, teniendo todo el día libre, yo visita­ra también el Palacio. Sobre todo que la señorita no ha deja­do de notar que yo he leído y me interesan todas las viejas curiosidades -esto era verdad, y hasta me habría sorprendi­do si hubiera sabido que era amigo de Morel, pues superaba mucho al violinista en inteligencia y en gusto-. Pero, en fin, no me vio.

-La señorita debió de estar con amigas, pues tiene varias en Versalles.

-No, estaba siempre sola.

-Entonces la mirarían, ¡una muchacha tan guapa y sola!

-Claro que la miran, pero ella casi ni se entera; está todo el tiempo con los ojos en la guía y luego los levanta para mirar los cuadros.

La versión del chófer me pareció aún más exacta porque, en efecto, Albertina me envió aquel día de su paseo una pos­tal del Palacio y otra de los Trianones. La atención con que el simpático chófer había seguido cada paso de Albertina me impresionó mucho.



¿Cómo iba a suponer yo que esta rectificación -en forma de amplio complemento de lo que me había dicho la antevís­pera- se debía a que, entre aquellos dos días, Albertina, alar­mada de que el chófer me hubiera hablado, se había someti­do, había hecho las paces con él? Esta sospecha ni siquiera se me ocurrió. Verdad es que lo que me contó el mecánico, bo­rrando todo temor de que Albertina me hubiera engañado, me enfrió muy naturalmente en cuanto a mi amiga y le quitó para mí todo interés al día que pasó en Versalles. Sin embargo, creo que las explicaciones del chófer, que, borrando toda posible culpa de Albertina, me la hacían aún más aburrida, quizá no habrían bastado para calmarme tan pronto. Acaso influyeron más en el cambio de mis sentimientos dos grani­tos que mi amiga tuvo en la frente durante unos días. Y estos sentimientos me apartaron más aún de ella (hasta el punto de no acordarme de su existencia más que cuando la veía) por la singular confidencia que me hizo la doncella de Gil­berta, a la que encontré por casualidad. Me dijo que cuando yo iba todos los días a casa de Gilberta amaba a un joven al que veía mucho más que a mí. Yo lo había sospechado por un momento en aquella época, y hasta había interrogado en­tonces a esta misma doncella. Pero como sabía que estaba enamorado de Gilberta, lo negó, jurándome que mademoi­selle Swann no había visto nunca a aquel joven. Pero ahora, sabiendo que mi amor había muerto hacía ya tiempo, que llevaba años sin contestar a sus cartas -y quizá también por­que ella ya no estaba al servicio de la muchacha-, me contó espontáneamente y con todo detalle el episodio amoroso que yo no había sabido. Esto me parecía muy natural. Yo, re­cordando sus juramentos de entonces, creí que en aquella época no lo sabía. Nada de eso: era ella misma quien, por or­den de mademoiselle Swann, iba a avisar al joven en cuanto la que yo amaba estaba sola. La que yo amaba entonces... Pero me pregunté si mi antiguo amor estaba tan muerto como yo creía, pues lo que me contó la doncella me hizo daño. Como no creo que los celos puedan resucitar un amor muerto, supuse que mi triste impresión se debía, al menos en parte, a mi amor propio herido, pues varias personas a las que no quería y que en aquella época, e incluso un poco des­pués -esto ha cambiado mucho desde entonces-, adoptaban conmigo una actitud despectiva, sabían perfectamente, cuando estaba enamorado de Gilberta, que me engañaba. Y esto llegó a hacerme pensar retrospectivamente si en mi amor por Gilberta no habría habido una parte de amor pro­pio, puesto que ahora me dolía tanto ver que unas personas a las que yo no quería sabían que todas aquellas horas de amor que tan feliz me hicieron fueron un verdadero engaño por parte de mi amiga a costa mía. En todo caso, fuera amor o amor propio, Gilberta casi había muerto para mí, pero no del todo, y esta contrariedad acabó de impedir que me preo­cupara demasiado por Albertina, que tan poco lugar ocupa­ba en mi corazón. Sin embargo, volviendo a ella (después de tan largo paréntesis) y a su excursión a Versalles, las postales de Versalles (¿se puede, pues, tener simultáneamente el co­razón cogido entre dos celos cruzados que se refieren a dos personas diferentes?) me daban una impresión un poco de­sagradable cada vez que, arreglando papeles, caían mis ojos sobre ellas. Y pensaba que si el mecánico no fuera tan buena persona, la concordancia de su segunda explicación con las postales de Albertina no significaría gran cosa, pues lo pri­mero que se envía de Versalles es el Palacio y los Trianones, a no ser que la postal la elija un refinado, enamorado de una determinada estatua, o un imbécil que escoge la estación del tranvía de caballos o la estación de Chantiers. Y hago mal en decir un imbécil, pues este tipo de postales no siempre las compra un imbécil, al azar, por el interés de ir a Versalles. Durante dos años los hombres inteligentes, los artistas, die­ron en decir que Siena, Venecia, Granada, eran una lata, mientras que ante cualquier ómnibus, ante cualquier tren, exclamaban: «¡Qué bello!» Después este gusto pasó como los demás. No sé si no se volvió hasta el «sacrilegio que es destruir las nobles cosas del pasado». En todo caso, se dejó de considerar a priori un vagón de primera clase más bello que San Marcos de Venecia. Sin embargo, se decía: «La vida está aquí, la vuelta al pasado es una cosa falsa», pero sin sa­car una conclusión rotunda. Por si acaso, y con plena con­fianza en el chófer, pero para que Albertina no pudiera plan­tarle sin que él se atreviera a resistirse por miedo a pasar por espía, ya no la dejaba salir si no era con el refuerzo de Andrea, cuando, durante un tiempo, me había bastado el chó­fer. Hasta había permitido (lo que después no me hubiera atrevido a hacer) que se ausentara durante tres días sola con el chófer y llegara hasta cerca de Balbec, tanto le gustaba ro­dar por la carretera a gran velocidad sobre un simple chasis. Tres días que pasé bien tranquilo, aunque la lluvia de posta­les que me envió no la recibí, debido al detestable funciona­miento de los correos bretones (buenos en verano, pero sin duda desorganizados en invierno) hasta ocho días después del retorno de Albertina y del chófer, tan valientes que la misma mañana del regreso reanudaron, como si tal cosa, el paseo cotidiano. Yo estaba encantado de que Albertina fuera al Trocadero, a aquella matinée «extraordinaria», pero esta­ba sobre todo tranquilo porque iba con una compañera, con Andrea.

Dejando estos pensamientos, ahora que Albertina había salido me asomé un momento a la ventana. Rompió el silen­cio el silbato del tropicallero y la corneta del tranvía, hacien­do resonar el aire en octavas diferentes como un afinador de pianos ciego. Después se fueron definiendo los motivos en­trecruzados y sumándose a ellos otros nuevos. Se oía tam­bién otro silbato, reclamo de un vendedor que nunca supe lo que vendía, silbato este exactamente igual que el del tranvía, y, como no se lo llevaba la velocidad, producía el efecto de un solo tranvía no dotado de movimiento o averiado, gritando a pequeños intervalos, como un animal moribundo. Y me parecía que si alguna vez llegara a dejar aquel barrio aristo­crático -de no hacerlo por uno verdaderamente popular-, las calles y los bulevares del centro (donde la frutería, la pes­cadería, etc., estabilizadas en grandes casas de alimentación, hacían inútiles los pregones de los vendedores ambulantes, que además no hubieran logrado hacerse oír) me parecerían muy tristes, inhabitables, despojados, decantados de todas aquellas letanías de los pequeños oficios y de los comestibles ambulantes, privados de la orquesta que venía a encantarme cada mañana. Pasaba por la acera una mujer poco elegante (obediente a una moda fea), demasiado clara en un abrigo saco de piel de cabra; pero no, no era una mujer, era un chó­fer que, envuelto en su piel de cabra, se dirigía a pie a su ga­raje. Los botones de los grandes hoteles, uniformados de distintos colores, se dirigían alados a las estaciones, en sus bicicletas, al encuentro de los viajeros del tren de la maña­na. El sonar de un violín procedía a veces del paso de un automóvil, a veces de que yo no había puesto bastante agua en mi calentador eléctrico. En medio de la sinfonía detona­ba un «aire» pasado de moda: reemplazando a la vendedo­ra de caramelos que solía acompañar su sonsonete con una carraca, el vendedor de juguetes, que llevaba colgado del mirlitón un muñeco y que lo movía en todos sentidos, pa­seaba otros muñecos y, sin cuidarse de la declamación ritual de Gregorio el Grande, de la declamación reformada de Pa­lestrina y de la declamación lírica de los modernos, entona­ba a voz en cuello, partidario rezagado de la pura melodía:


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